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Cuando llegaron al aparcamiento, junto a las puertas, estaba claro que la situación se había deteriorado. En un esfuerzo enteramente innecesario para rescatar a su madre de los centinelas —Eva ya había liquidado a uno de los dos con un rodillazo en los genitales que había aprendido en la clase de Resistencia a la Violación—, las cuatrillizas habían abandonado el coche de Wilt y, rociando con pimienta al segundo centinela, lo habían puesto fuera de combate. Después habían ocupado la sala de guardia y estaban reteniendo al teniente como rehén. Como se había quitado su uniforme para escapar a los vapores del amoníaco y las cuatrillizas se habían armado de su pistola y la del centinela que yacía en el exterior, habían sido capaces de aislar la garita con mucha más efectividad al amenazar al conductor de un tanque de combustible que había cometido el error de llegar a la barrera y obligarle a dejar caer varios cientos de galones de gasóleo sobre la calzada antes de entrar en la base.

Incluso Eva se había quedado asombrada por el resultado. Mientras el producto se esparcía por el asfalto, el teniente Harah había llegado con una precipitación un poco excesiva en un jeep, y había tratado de frenar. El jeep estaba ahora incrustado en la verja y el teniente Harah, que había salido arrastrándose, pedía refuerzos.

—Tenemos aquí una situación real de penetración —gritó en su walkie-talkie—. Un puñado de terroristas han ocupado la sala de guardia.

—No son terroristas, sólo son niñas —gritó Eva desde el interior, pero sus palabras fueron apagadas por el sonido de la sirena que Samantha había conectado.

Fuera, en la carretera, las Madres Contra la Bomba del autocar de Mavis Mottram se habían reunido en una fila, enganchadas unas a otras por esposas y luego los extremos de la cadena a la verja, a ambos lados de las puertas, y estaban bailando algo parecido a un cancán y cantando «Acabemos con la carrera armamentista, salvemos la raza humana» a la vista de tres cámaras de la televisión y una docena de fotógrafos. Sobre sus cabezas había un enorme y notable globo, con la forma de un pene erecto y venoso, que se balanceaba lentamente en la brisa, mostrando mensajes un poco confusos, «Cunas, no tumbas» y «Violad a los misiles, no a nosotras», pintados en lados opuestos. Mientras Wilt y el coronel Urwin lo contemplaban, el globo, evidentemente demasiado hinchado por una bombona de hidrógeno, perdió sus pocas pretensiones humanas y se convirtió en un gigantesco cohete.

—Esto va a matar al viejo B52 —murmuró el coronel, que hasta entonces había estado disfrutando del espectáculo del teniente Harah cubierto de aceite y tratando de ponerse de pie—. Y no creo que tampoco al presidente le guste mucho. Ese maldito falo va a aparecer en primer plano con todas esas cámaras.

Un camión de bomberos dio la vuelta a la esquina, mientras en un jeep llegaba el mayor Glaushof, con el brazo derecho en cabestrillo y su rostro del color de la pared.

—Dios mío —dijo el capitán Fortune—, si ese camión de bomberos pisa el aceite, vamos a tener más de treinta madres muertas.

Pero el camión se había detenido y los hombres estaban desplegando las mangueras. Entre ellos y la cadena humana, el inspector Hodge y el sargento Runk habían bajado del coche y miraban ceñudamente a su alrededor. Enfrente, las mujeres todavía levantaban las piernas y cantaban, los bomberos habían comenzado a esparcir espuma sobre el combustible y el teniente Harah, y Glaushof gesticulaba con una mano hacia una tropa del Escuadrón Antipenetración del Perímetro, que se había formado junto a las Madres Contra la Bomba y estaban preparados para descargar bidones de Agente Neutralizador contra ellas.

—Por Dios, deténganse —aulló Glaushof, pero sus palabras eran ahogadas por las sirenas de alarma. Cuando los bidones cayeron sobre la calzada, a los pies de la cadena humana, el coronel Urwin cerró los ojos. Sabía que Glaushof era un hombre acabado, pero su propia carrera estaba también en peligro.

—Tenemos que sacar a esas malditas crías de ahí antes de que las cámaras comiencen a enfocarlas —le gritó el capitán Fortune—. Entre ahí y tráigalas.

El capitán miró la espuma, el combustible y el gas que se extendía. Un cierto número de madres se habían ya derrumbado en el suelo, y Samantha había aumentado los peligros de acercarse a la sala de guardia disparando accidentalmente una pistola por una de las ventanas, una acción que había provocado una respuesta del EAP de Glaushof.

—Si usted cree que voy a arriesgar mi vida… —comenzó el capitán, pero fue Wilt quien tomó la iniciativa. Pisoteando el aceite y la espuma avanzó hasta la sala de guardia para salir con cuatro niñas pequeñas y una mujer grande. Hodge no les vio. Como la del cámara, su atención estaba puesta en otra parte, pero a diferencia de éste, ya no se hallaba interesado en el desastre que tenía lugar en las puertas. Un bidón de AN le había persuadido de abandonar la escena lo más rápido posible. También le hacía difícil conducir. Mientras el coche de la policía se empotraba en el autobús y rebotaba hacia atrás sobre el coche de un cámara, antes de salirse de la carretera y darse la vuelta, tuvo un momento de comprensión. El inspector Flint no había sido tan estúpido después de todo. Cualquiera que se mezclara con la familia Wilt tenía que sufrir las consecuencias.

El coronel Urwin compartía esos sentimientos.

—Vamos a sacarles de aquí en un helicóptero —le dijo a Wilt mientras más mujeres caían desmayadas en la entrada.

—¿Y qué pasa con mi coche? —dijo Wilt—. Si cree que voy a dejarlo…

Pero sus protestas fueron acalladas por las cuatrillizas. Y por Eva.

—Queremos ir en helicóptero —gritaron al unísono.

—Sólo quiero que me saquen de aquí —dijo Eva.

Diez minutos después Wilt miraba hacia abajo desde trescientos metros de altura el dibujo de autopistas y carreteras, edificios y bunkers, y un diminuto grupo de mujeres que eran recogidas de la puerta por ambulancias. Por primera vez sintió cierta simpatía por Mavis Mottram. Con todos sus defectos, había estado acertada en enfrentarse a la banal enormidad de la base aérea. Ese lugar tenía todas las características de un potencial campo de exterminio. Es verdad que nadie era conducido a las cámaras de gas y no salía humo de los hornos crematorios. Pero la ciega obediencia a las órdenes sí estaba allí, instilada en Glaushof e incluso en el coronel Urwin. De hecho todos, excepto Mavis Mottram y la cadena humana de mujeres de la puerta. Llegado el momento, los demás obedecerían todas las órdenes y el verdadero holocausto comenzaría. Y esta vez no habría liberadores, ni sucesivas generaciones para erigir monumentos conmemorativos a los muertos o aprender lecciones de los horrores pasados. Sólo habría silencio. Las únicas voces que quedarían serían las del viento y el mar. Y lo mismo sucedería en la Unión Soviética y los países ocupados de Europa del Este. Peor. Allí Mavis Mottram también sería silenciada, confinada en prisión o en un psiquiátrico, porque estaba idiosincrásicamente sana. Ni cámaras de televisión ni fotógrafos mostraban los nuevos campos de la muerte. Veinte millones de soviéticos habían muerto para poner a su pueblo a salvo del genocidio y sólo habían tenido a los sucesores de Stalin, demasiado asustados de su propio pueblo para permitirse discutir la construcción de más máquinas para eliminar la vida de la faz de la tierra.

Todo esto era demente, infantil y bestial. Pero sobre todo era banal. Tan banal como la escuela y la construcción de imperios del doctor Mayfield y la preocupación del director por conservar su trabajo y evitar la publicidad desfavorable, sin importarle lo que pensara el personal o lo que los estudiantes hubieran preferido aprender. Y a eso estaba volviendo. De hecho, nada había cambiado. Eva seguiría con sus salvajes entusiasmos; las cuatrillizas incluso podrían crecer y convertirse en seres humanos civilizados. Wilt lo dudaba. Los seres humanos civilizados eran un mito, criaturas legendarias que sólo existían en la imaginación de los escritores, que expurgaban sus debilidades y defectos y magnificaban sus ocasionales sacrificios. Con las cuatrillizas eso era imposible. Lo mejor que se podía esperar era que siguieran siendo tan independientes e incómodamente inconformistas como ahora. Al menos ellas estaban disfrutando con el vuelo.

A ocho kilómetros de la base, el helicóptero se posó junto a una carretera vacía.

—Pueden bajar —dijo el coronel—, intentaré enviarles el coche.

—Pero queremos ir hasta casa en helicóptero —gritó Samantha sobre el ruido de los motores y Penelope se le unió insistiendo en descender en paracaídas sobre la avenida Oakhurst. Eso fue demasiado para Eva. Agarró a las cuatrillizas una por una y las dejó sobre la hierba pisoteada, luego saltó junto a ellas. Wilt la siguió. Por un momento el aire se espesó a su alrededor con el movimiento de la hélice y después el helicóptero se elevó y se alejó. Cuando desapareció, Eva recuperó la voz.

—Ahora, mira lo que has hecho —dijo.

Wilt miró a su alrededor al vacío paisaje. Después del interrogatorio que había sufrido, no estaba de humor para escuchar las lamentaciones de Eva.

—Empecemos a andar —dijo—. Nadie va a venir a buscarnos y será mejor que busquemos una parada de autobús.

Subió al talud sobre la carretera y se puso a andar por encima. En la distancia hubo un relámpago repentino y una pequeña bola de fuego. El mayor Glaushof había disparado una bala trazadora al pene inflado de Mavis Mottram. La bola de fuego y el pequeño champiñón de humo aparecerían en todos los telediarios a pleno color. Quizá se había conseguido algo, después de todo.