22

En la comisaría de Ipford, el inspector Flint estaba saboreando su triunfo.

—Todo está ahí, señor —le dijo al comisario, indicando una pila de expedientes sobre la mesa—. Y es algo local. Swannell hizo el contacto en unas vacaciones de esquí en Suiza. Un lugar muy limpio y agradable, Suiza. Y naturalmente dice que fue el italiano quien le abordó. Dice que le amenazó, y claro, Clive es un tipo nervioso, como usted sabe.

—Nunca lo hubiera dicho —dijo el comisario—, casi conseguimos pescarlo por una tentativa de asesinato hace tres años. Se libró porque el tipo al que aterrorizó no quiso presentar cargos.

—Era una ironía, señor —dijo Flint—. Sólo estaba contando la historia que él contó.

—Continúe. ¿Cómo fue?

—En realidad sencillo —continuó Flint—, nada demasiado complicado. Primero tenían que tener un correo que no supiera lo que estaba haciendo. Así que asustaron a Ted Lingon. Le amenazaron con echarle ácido nítrico en la cara si no cooperaba en los viajes de sus autobuses al continente. O ésa es su versión. En cualquier caso, tiene un viaje regular a la Selva Negra con paradas para dormir. La mercancía se carga en Heidelberg sin que lo sepa el conductor, viene por Ostende y el ferry nocturno de Dover y, a medio camino de la travesía, uno de la tripulación tira la mercancía por la borda. Siempre por la noche para que nadie lo vea. Es recogida por un amigo de Annie Mosgrave que está por allí en su yate de lujo y…

—Espere un momento —dijo el comisario—. ¿Cómo puede encontrar alguien un cargamento de heroína en medio del canal y por la noche?

—Con el mismo sistema que Hodge ha utilizado para seguir a Wilt. La mercancía está en una gran caja con una boya y una señal de radio que comienza a emitir en el momento en que toca el agua. El tipo la localiza, la sube a bordo y la lleva a una boya de referencia en el estuario y la deja allí para que un hombre rana la recoja, cuando el yate está de nuevo en el puerto.

—Parece un sistema arriesgado de hacer las cosas —dijo el comisario—, yo no confiaría en las mareas y en las corrientes con esa cantidad de dinero en juego.

—Oh, hicieron bastantes viajes de prácticas para sentirse seguros, y el atarlo a la cadena de la boya de referencia hacía más fácil esa parte —dijo Flint—. Y después se repartía en tres direcciones con los tipos de Hong Kong en Londres, y Roddie Eaton en este área y Edimburgo.

El comisario estudió sus uñas y consideró las implicaciones del descubrimiento de Flint. En conjunto parecían enteramente satisfactorias, pero tenía la desagradable impresión de que los métodos del inspector no parecerían tan bien en el tribunal. De hecho era mejor no detenerse mucho en ellos. Se podía confiar en que la defensa se los revelaría en detalle al jurado. Amenazas a prisioneros en el calabozo, acusaciones de asesinato que nunca se realizaron… Por otro lado, si Flint había tenido éxito, ese idiota de Hodge se hundiría. Eso valía algunos riesgos.

—¿Está usted seguro de que Swannell y el resto no le han estado engañando? —preguntó—. Quiero decir que no dudo de usted ni nada parecido, pero si seguimos adelante ahora y se retractan de sus declaraciones en el juicio, lo cual van a hacer…

—No me estoy apoyando en sus declaraciones —dijo Flint—. Hay pruebas definitivas. Creo que cuando se concedan las órdenes de registro encontraremos suficiente heroína y Fluido Embalsamador en sus viviendas y ropas para satisfacer al laboratorio. Tienen que haber dejado caer algo cuando repartían los paquetes, ¿no es verdad?

El comisario no respondió. Había algunas cosas que prefería no saber, y las acciones de Flint eran lo suficientemente dudosas para no tranquilizarle. No obstante, si el inspector había roto una red de droga, el jefe de la policía y el ministro del Interior estarían satisfechos, y tal como estaba en esos días el crimen organizado, no tenía sentido ser demasiado escrupulosos.

—De acuerdo —dijo por fin—, pediré las órdenes.

—Gracias, señor —dijo Flint, y se volvió para irse. Pero el comisario le detuvo.

—Acerca del inspector Hodge —dijo—. Entiendo que ha estado siguiendo una línea diferente de investigación.

—Las bases aéreas estadounidenses —dijo Flint—. Se le ha metido en la cabeza que de ahí es de donde viene la droga.

—En tal caso será mejor que le llame.

Pero Flint tenía en mente otros planes.

—Si me permite una sugerencia, señor —dijo—, el hecho de que la Brigada de Estupefacientes apunte en la dirección equivocada tiene sus ventajas. Quiero decir que Hodge distrae la atención de nuestras investigaciones y sería una lástima dar una señal de alarma hasta que no hayamos hecho las detenciones. De hecho, podría ayudar el animarle un poco.

El comisario le miró dudoso. Lo último que necesitaba el jefe de la Brigada de Estupefacientes era que le animaran. Ya estaba bastante loco. Por otra parte…

—¿Y cómo debería animársele exactamente?

—Supongo que podría usted decir que el jefe de policía cuenta con un arresto inminente —dijo Flint—. Después de todo, es la verdad.

—Sí, se podría decir eso —dijo el comisario, con tono cansado—, de acuerdo, pero más vale que esté usted en lo cierto en su propio caso.

—Así será, señor —dijo Flint, y salió de la habitación. Bajó hasta el coche, donde el sargento Yates le estaba esperando.

—Las órdenes de registro están en marcha —dijo—. ¿Ha conseguido el material?

El sargento Yates asintió y señaló un paquete de plástico en el asiento de atrás.

—No pude conseguir mucho —dijo—, Runkie dijo que no teníamos derecho. Tuve que decirle que lo necesitábamos para una comprobación de laboratorio.

—Eso es lo que va a ser —dijo Flint—. ¿Y es todo del mismo lote?

—Absolutamente.

—No hay problemas entonces —dijo Flint mientras arrancaban—, miraremos primero en el autobús de Lingon. Y luego en el barco de Swannell y en el jardín trasero y dejaremos suficiente para que los del laboratorio lo encuentren.

—¿Y qué hay de Roddie Eaton?

Flint tomó un par de guantes de algodón de su bolsillo.

—Creo que luego los dejaremos en su basura —dijo—. Los usaremos primero en el autocar. No es necesario molestarse en ir a casa de Annie. Seguro que hay algo allí de todos modos, y además, el resto de ellos tratarán de conseguir sentencias menores señalándola con el dedo. Todo lo que necesitamos es tres de esos tipos declarados culpables y enfrentándose a una condena de veinte años, y arrastrarán a los demás a la mierda con ellos.

—Es un sucio método de hacer el trabajo de policía —dijo Yates tras una pausa—. Plantando pruebas y todo eso.

—Oh, no lo sé —dijo Flint—. Nosotros sabemos que son traficantes, ellos lo saben y todo lo que hacemos es darles un poco de su propia medicina. Homeopatía lo llamo yo.

No era así como el inspector Hodge hubiera descrito su propio trabajo. Su interés obsesivo por las extraordinarias actividades domésticas de los Wilt se había visto agravado alarmantemente por los ruidos provenientes de los micrófonos instalados en el techo. La culpa era de las cuatrillizas. Enviadas a sus habitaciones por Eva, que quería quitárselas de encima con el fin de poder pensar en Henry, se habían vengado poniendo discos de Heavy Metal a unos cien vatios por canal. Desde donde estaban Hodge y Runk, sentados en el coche, sonaba como si el 45 de la avenida Oakhurst estuviese estallando por una serie sin fin de explosiones rítmicas.

—¿Pero qué coño es eso? —articuló Hodge, arrancándose los auriculares.

—Nada —gritó el operador—. Son muy sensibles…

—Y yo también —aulló Hodge, metiéndose el dedo meñique en el oído e intentando recuperar la audición—, y algo está mal.

—Están captando muchas interferencias. Pueden ser un montón de cosas diferentes las que producen este efecto.

—Como un concierto de rock de cincuenta megatones —dijo Runk—. Esa maldita mujer debe de estar sorda como una tapia.

—Ni hablar —dijo Hodge—. Es deliberado. Debe de haber registrado el lugar y ha descubierto que había micrófonos. Y apague ese maldito ruido. No puedo oír mis propios pensamientos.

—Nunca creí que alguien pudiera —dijo Runk—. Pensar no produce ruidos. Es un…

—Cállese —aulló Hodge, que no necesitaba una lección sobre el funcionamiento del cerebro.

Durante los veinte minutos siguientes estuvieron sentados en relativo silencio tratando de decidir su próximo movimiento. En cada etapa de su campaña habían sido contrarrestados por el enemigo y todo porque no habían tenido la autoridad y el respaldo que necesitaban. Y ahora el comisario le había enviado un mensaje pidiendo un arresto inmediato. Hodge había solicitado una orden de registro y le habían respondido con el vago comentario de que el asunto sería considerado. Lo cual significaba, naturalmente, que nunca obtendría esa orden. Estaba a punto de regresar a la comisaría y pedir permiso para entrar en la casa, cuando el sargento Runk interrumpió sus pensamientos.

—La sesión de jazz se ha acabado —dijo—. Ahora está todo en calma.

Hodge tomó los auriculares y escuchó. Aparte de un sonido chirriante que no pudo identificar (pero que provenía de hecho de Percival, el hámster de Emmeline, que hacía un poco de ejercicio en su rueda), la casa de la avenida Oakhurst estaba en silencio. Extraño. Nunca había estado en silencio antes permaneciendo los Wilt en casa.

—¿Está el coche todavía ahí fuera? —preguntó al técnico.

El hombre se volvió hacia el monitor del coche.

—No llega señal —murmuró, y sacudió la antena—. Deben de haber utilizado ese escándalo para desmantelar los transmisores.

Tras él, el inspector Hodge estaba al borde de la apoplejía.

—Será cretino —aulló—, ¿quiere usted decir que no ha continuado vigilando el coche todo este tiempo?

—¿Qué cree que soy? ¿Un pulpo con orejas? —gritó el hombre a su vez—. Primero tengo que arreglármelas con todos esos estúpidos micrófonos con los que ha decorado la casa y al mismo tiempo tengo que estar escuchando dos indicadores de dirección. Y además, no soy un cretino.

Pero antes de que Hodge pudiera seguir con la pelea, el sargento Runk intervino.

—Estoy recibiendo una débil señal del coche —dijo—. Debe de estar a unos quince kilómetros.

—¿Dónde? —aulló Hodge.

—Hacia el este, como antes —dijo Runk—. Se dirige a Baconheath.

—Entonces tras él —gritó Hodge—, esta vez ese tío no volverá a casa sin que yo le cace. Sellaré esa maldita base aunque sea la última cosa que haga.

Inconsciente de los malos sentimientos que se estaban formando tras ella, Eva conducía hacia la base. No tenía un plan definido, sólo la determinación de descubrir la verdad, y a Wilt, aunque eso significara prender fuego al coche o tumbarse desnuda en la carretera delante de las puertas. Cualquier cosa para conseguir publicidad. Y, por una vez, Mavis había estado de acuerdo con ella y la había ayudado. Había organizado un grupo de Madres Contra la Bomba, algunas de las cuales eran, de hecho, abuelas, había alquilado un autocar y había telefoneado a los periódicos de Londres y a la BBC y a la Televisión de Fenland para asegurarse la máxima difusión de la demostración.

—Esto nos da una oportunidad de atraer la atención del mundo sobre la naturaleza seductora de la dominación mundial capitalista militarista industrial —había dicho, dejando a Eva con una idea muy vaga de lo que pretendía decir, pero con la clara sensación de que Wilt era el «esto» del principio de la frase. No es que a Eva le importase lo que dijera la gente, lo que contaba es lo que hiciera. Y la manifestación de Mavis distraería la atención de sus propios esfuerzos por entrar en el campamento. O, si no conseguía hacerlo, ella se encargaría de que el nombre de Henry Wilt llegase al conocimiento de millones de telespectadores que contemplarían las noticias esa noche.

—Ahora quiero que todas os comportéis bien —le había dicho a las cuatrillizas, mientras conducía hacia las puertas del campamento—. Haced sólo lo que mami os diga y todo irá bien.

—No irá bien si papi está ahí viviendo con una dama estadounidense —dijo Josephine.

—Jodiendo —dijo Penelope—, no viviendo.

Eva frenó bruscamente.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó, volviendo un rostro lívido hacia las cuatrillizas que estaban en el asiento de atrás.

—Mavis Mottram —dijo Penelope—. Siempre está hablando de joder.

Eva hizo una profunda inspiración. Había veces en que el lenguaje de las cuatrillizas, tan cuidadosamente encaminado hacia la expresión madura en el colegio para niños superdotados, le parecía terriblemente inapropiado. Y ésta era una de esas veces.

—No me importa lo que diga Mavis —declaró—, y en cualquier caso no es verdad. Vuestro padre ha sido simplemente estúpido otra vez. No sabemos lo que le ha pasado. Por eso venimos aquí. Ahora portaos bien y…

—Si no sabemos lo que le ha pasado, ¿cómo sabes que ha sido estúpido? —preguntó Samantha, que siempre había estado fuerte en lógica.

—Cállate —dijo Eva, y arrancó el coche otra vez.

Tras ella, las cuatrillizas, silenciosas, asumieron el aspecto de cuatro niñas encantadoras. Era engañador. Como siempre, se preparaban para la expedición con alarmante ingenuidad. Emmeline se había armado con varias agujas de sombrero que habían pertenecido a la abuela Wilt; Penelope había llenado dos bombas de bicicleta con amoníaco y había sellado los extremos con chicle; Samantha había roto la hucha para comprar todos los botes de pimienta que pudo, ante la mirada perpleja del tendero; mientras que Josephine había tomado de su soporte magnético varios de los más grandes y puntiagudos cuchillos de la cocina. En resumen, las cuatrillizas esperaban con satisfacción dejar fuera de combate tantos guardias de la base aérea como pudieran, y sólo temían que el asunto se resolviera pacíficamente. De hecho, sus temores se vieron casi realizados.

Cuando se detuvieron en la puerta y un centinela se les acercó, no había el menor signo de los preparativos que habían sido tan obvios el día anterior. En un esfuerzo por simular que todo era normal y estaban en una «situación sin pánico», el coronel Urwin había ordenado que se quitaran los bloques de cemento del camino y había recomendado mucha amabilidad y corrección al oficial a cargo de la entrada en la zona civil. Una mujer británica, grande, con permanente y un coche cargado de niñas, no parecía plantear una amenaza para la seguridad de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos.

—Si quiere usted aparcar aquí, voy a llamar al oficial de Educación —le dijo a Eva, que había decidido no mencionar esta vez a la capitana Clodiak.

Eva pasó la barrera con el coche y aparcó. Estaba resultando mucho más fácil de lo que había esperado. De hecho, por un momento dudó de sí misma. Quizá después de todo Henry no estaba allí y había cometido un terrible error. Pronto abandonó esa idea. El Escort de Wilt había señalado de nuevo su presencia, y Eva estaba diciéndole a las cuatrillizas que todo iba a ir bien cuando el teniente apareció desde la sala de guardia con dos guardias armados.

—Perdone, señora —dijo—, pero le ruego que venga a mi despacho.

—¿Para qué? —preguntó Eva.

—Sólo un asunto de rutina.

Por un momento, Eva lo miró a la cara y trató de pensar. Se había preparado para una confrontación y palabras como «venir a mi despacho» y «un asunto de rutina» tenían un aire amenazador. De todos modos, abrió la portezuela y salió del coche.

—Y las niñas también —dijo el teniente—. Todo el mundo fuera de ahí.

—No toque a mis niñas —dijo Eva, ahora totalmente alarmada.

Era obvio que la habían metido en la base con engaños. Pero ésta era la oportunidad que las cuatrillizas habían estado esperando. Cuando el teniente agarraba la manilla de la puerta, Penelope pasó el extremo de la bomba de bicicleta por la ventana y Josephine enarboló un cuchillo. Fue la acción de Eva la que le salvó del cuchillo. Tiró de su brazo y al mismo tiempo el amoníaco le alcanzó. Mientras los vapores se desprendían de su empapada chaqueta, y los dos centinelas se lanzaban sobre Eva, el teniente intentaba respirar y se dirigía hacia la garita vagamente consciente de las risas infantiles a su espalda. Le parecieron demoníacas. Medio ahogado, se tambaleó hasta el despacho y pulsó el interruptor de alerta.

—Parece que tenemos otro problema —dijo el coronel Urwin, mientras las sirenas ululaban en toda la base.

—No me incluya a mí —dijo Wilt—. Yo tengo problemas propios, como explicarle a mi esposa qué demonios me ha ocurrido los últimos Dios sabe cuántos días.

Pero el coronel estaba al teléfono con el cuerpo de guardia. Escuchó durante un momento y luego se volvió hacia Wilt.

—¿Su esposa es una mujer gorda con cuatro niñas?

—Supongo que se podría describir así —dijo Wilt—, aunque francamente, yo me olvidaría de lo de «gorda» si fuera usted. ¿Por qué?

—Porque acaba de atacar la puerta principal —dijo el coronel y volvió al teléfono—. Paren todo… ¿Cómo que no puede? Ella no… Jesús… Bueno, bueno. Y desconecte esas malditas sirenas. —Luego hubo una pausa y el coronel apartó el teléfono de la oreja para mirar a Wilt. Las exigencias que gritaba Eva eran claramente audibles ahora que las sirenas habían cesado.

—Devuélvanme a mi esposo —aullaba—, y quítenme sus sucias patas de encima… si se acercan a esas niñas… —El coronel colgó.

—Eva es una mujer muy decidida —dijo Wilt, a modo de explicación.

—Eso me ha parecido —dijo el coronel—, y lo que quiero saber es qué está haciendo aquí.

—Por lo que parece, buscándome.

—Sólo que usted nos dijo que ella no sabía dónde estaba. Así que cómo es que está ahí, montando una trifulca y… —Se detuvo. El capitán Fortune había entrado en la habitación.

—Creo que debería saber que el general está al teléfono —anunció—. Quiere saber qué pasa.

—¿Y cree que yo lo sé? —dijo el coronel.

—Bien, alguien tiene que saberlo.

—Por ejemplo él —dijo el coronel, indicando a Wilt—, pero no lo dice.

—Sólo porque no tengo la menor idea —dijo Wilt, con creciente confianza—, y sin pretender ser innecesariamente didáctico, diría que no hay nadie en el mundo que sepa qué es lo que está pasando aquí. La mitad de la población del mundo se muere de hambre y la mitad sobrealimentada está harta de la vida y…

—Oh, por el amor de Dios —dijo el coronel, y tomó una decisión repentina—. Vamos a sacar a este cabrón de aquí. Ahora mismo.

Pero Wilt se había puesto de pie. Había visto demasiadas películas estadounidenses para no tener sentimientos ambivalentes acerca de «ser sacado de allí».

—Oh, no, ni hablar —dijo apoyando la espalda contra la pared—. Y también puede retirar ese insulto de cabrón. Yo no hice nada para iniciar esta casa de locos y tengo una familia en la que pensar.

El coronel Urwin miró desesperanzado al grabado de caza. Había estado en lo cierto al sospechar que el británico tenía simas que él nunca entendería. No era extraño que los franceses hablasen de «la pérfida Albión». Esos cabrones siempre se comportaban de la manera más inesperada. Mientras tanto, tenía que preparar alguna explicación que satisficiera al general.

—Dígale simplemente que el problema que tenemos entre manos es puramente doméstico —le dijo al capitán—, y búsqueme a Glaushof. La seguridad de la base es asunto suyo.

Pero antes de que el capitán pudiera salir de la habitación, Wilt había reaccionado de nuevo.

—Si usted suelta a ese loco cerca de mis hijas, alguien va a resultar herido —gritó—, no pienso permitir que las gaseen como a mí.

—En ese caso, vale más que ejerza su autoridad paterna —dijo el coronel con aire siniestro, y se dirigió a la puerta.