21

—La lógica exige —dijo el señor Gosdyke— que miremos este problema racionalmente. Sé que es difícil, pero hasta que no tengamos pruebas decisivas de que su esposo está siendo retenido en Baconheath contra su voluntad, no existe la menor acción legal que podamos emprender. ¿Entiende usted?

Eva miró a la cara del abogado y lo único que entendía era que estaba perdiendo el tiempo. Había sido idea de Mavis consultar al señor Gosdyke antes de hacer alguna locura. Eva sabía lo que significaba «locura». Significaba tener miedo de correr riesgos reales haciendo algo efectivo.

—Después de todo —había dicho Mavis cuando volvían—, puedes solicitar una orden del juez o un habeas corpus o algo así. Es mejor enterarse.

Pero ella no necesitaba enterarse. Ya sabía que el señor Gosdyke no la creería y que hablaría de pruebas y lógicas. Como si la vida fuera lógica. Eva nunca supo lo que significaba esa palabra, excepto que siempre producía en su mente la imagen de un tren en marcha del que no había manera de bajarse y que corría por el campo abierto como un caballo desbocado. Y en cualquier caso, cuando uno llegaba a una estación, todavía tenía que andar hasta donde quería ir realmente. Ésa no era la manera en que la vida funcionaba o que la gente se comportaba cuando las cosas eran realmente desesperadas. Ni siquiera la manera en que funcionaba la ley, cuando enviaba a la gente a prisión sólo porque era distraída y vieja, como la señora Reeman, que había salido del supermercado con un frasco de cebollitas en vinagre y ella nunca comía encurtidos. Eva lo sabía porque la había ayudado en la Comida de los Ancianos y la anciana había dicho que nunca probaba el vinagre. No, la verdadera razón había sido que tenía un pequinés llamado Encurtido y se había muerto un mes antes. Pero la ley no había visto esto, igual que el señor Gosdyke no podía comprender que ella ya tenía la prueba de que Henry estaba en la base aérea, porque él no había estado allí cuando los modales del oficial habían cambiado tan bruscamente.

—¿Así que usted nada puede hacer? —dijo, mientras se ponía de pie.

—No, a menos que pueda usted obtener la prueba de que su esposo está allí en contra de… —Pero Eva ya había traspasado la puerta y había cortado los sonidos de esas palabras vanas. Bajó las escaleras y salió a la calle y encontró a Mavis que la estaba esperando en la cafetería Mombasa.

—Bien, ¿te dio algún consejo? —preguntó Mavis.

—No —dijo Eva—, sólo dijo que nada se podía hacer sin pruebas.

—Quizá Henry te telefonee esta noche. Ahora que sabe que has estado allí y ellos deben de habérselo dicho… —Eva negó con la cabeza.

—¿Por qué iban a decírselo?

—Mira Eva, he estado pensando —dijo Mavis—, Henry te ha estado engañando durante seis meses. Ahora sé lo que vas a decir, pero no puedes negarlo.

—No me ha estado engañando en el sentido que tú dices —dijo Eva—. Lo sé.

Mavis suspiró. Era tan difícil hacer comprender a Eva que los hombres eran todos iguales, incluso uno sexualmente subnormal como Wilt.

—Ha estado yendo a Baconheath todos los viernes por la tarde y te decía todo el tiempo que era su trabajo en la prisión. Tienes que admitir eso, ¿no?

—Supongo que sí —dijo Eva y pidió té. No estaba de humor para algo extranjero como el café. Los estadounidenses tomaban café.

—Lo que tienes que preguntarte a ti misma es por qué no te dijo adonde iba.

—Porque no quería que yo lo supiera —dijo Eva.

—¿Y por qué no quería que lo supieras?

Eva no respondió.

—Porque ha estado haciendo algo que no te gustaría. Y todos sabemos qué es lo que los hombres piensan que a sus mujeres no les gustaría, ¿verdad?

—Yo conozco a Henry —dijo Eva.

—Claro que lo conoces, pero ninguno de nosotras sabe realmente cómo son incluso los que tenemos más cerca.

—Tú sabías muy bien que Patrick perseguía a otras mujeres —dijo Eva, contraatacando—. Siempre estabas hablando de que te era infiel. Por eso le diste esas píldoras de esteroides de la horrible doctora Kores, y ahora todo lo que hace es estar sentado delante de la tele.

—Sí —dijo Mavis, maldiciéndose a sí misma por haber mencionado alguna vez ese hecho—. De acuerdo, pero tú decías que Henry no era muy vigoroso sexualmente. Y en cualquier caso eso sólo demuestra lo que estoy diciendo. Yo no sé lo que la doctora Kores puso en esa pócima que te dio…

—Moscas —dijo Eva.

—¿Moscas?

—Moscas de España cantáridas. Eso es lo que dijo Henry. Dijo que podría haberlo matado.

—Pero no lo mató —dijo Mavis—. Lo que trato de expresar es que la razón de que no fuera un campeón podía ser…

—Él no es un perro, sabes —dijo Eva.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Ser un campeón. Hablas de él como si fuera algo en un circo.

—Sabes muy bien lo que quiero decir.

Fueron interrumpidas por la llegada del té.

—Lo único que digo —continuó Mavis cuando se fue la camarera— es que lo que tú considerabas falta de vigor en Henry…

—Dije que no era muy activo. Eso es lo que dije —replicó Eva.

Mavis revolvió su café y trató de mantener la calma.

—Puede ser que no te desease, querida —dijo finalmente—, porque en los últimos seis meses ha estado pasando cada noche del viernes en la cama con alguna estadounidense de servicio en esa base aérea. Eso es lo que estaba tratando de decirte.

—Si hubiera sido así —dijo Eva, indignada—, no veo cómo podría haber vuelto a casa a las diez y media, si estaba dando clases además. Él nunca salía de casa antes de las siete y lleva tres cuartos de hora por lo menos llegar allí. Dos veces tres cuartos de hora…

—Una hora y media —dijo Mavis, cortante—. Eso nada demuestra. Podía haber dado una clase de una.

—¿De una?

—De una persona, Eva, querida.

—No está permitido tener sólo una persona en una clase —dijo Eva—. En la escuela no. Si no tienen al menos diez…

—Bien, Baconheath puede ser diferente —dijo Mavis—, y en cualquier caso, siempre hay apaños. Yo apuesto a que esa enseñanza de Henry consistía en quitarse la ropa y…

—Lo que demuestra qué poco sabes de él —interrumpió Eva—. ¡Henry quitándose la ropa delante de otra mujer! No llegará el día. Es demasiado tímido.

—¿Tímido? —preguntó Mavis, y estuvo a punto de decir que no había sido tan tímido con ella la otra mañana. Pero la peligrosa mirada que había vuelto al rostro de Eva la hizo cambiar de opinión. Todavía la tenía diez minutos después, cuando salieron al aparcamiento para recoger a las cuatrillizas en el colegio.

—Bien, empecemos desde el principio —dijo el coronel Urwin—. Dice usted que no disparó sobre el mayor Glaushof.

—Claro que no —dijo Wilt—. ¿Para qué iba hacer una cosa como ésa? Ella estaba intentando romper la cerradura de la puerta.

—Ésa no es la versión que tengo aquí —dijo el coronel, refiriéndose a un expediente que había sobre el escritorio ante él—, según esto usted intentó violar oralmente a la señora Glaushof y cuando ella se negó a cooperar la mordió en una pierna. El mayor Glaushof trató de intervenir echando la puerta abajo y usted le disparó a través de ella.

—¿Qué la violé oralmente? —dijo Wilt—, ¿qué demonios significa eso?

—Prefiero no pensarlo —dijo el coronel con un estremecimiento.

—Escuche —dijo Wilt—, si alguien estaba siendo violado oralmente era yo. No sé si usted ha estado alguna vez en estrecha proximidad con la crica de esa mujer, pero yo sí y puedo decirle que la única salida era morder a esa bruja.

El coronel Urwin trató de borrar esa espantosa imagen. En su expediente de seguridad decía «altamente heterosexual», pero había límites y la crica de la señora Glaushof estaba incuestionablemente fuera de ellos.

—Eso no casa exactamente con su declaración de que estaba intentando escapar de la habitación rompiendo la cerradura con un 38, ¿verdad? ¿Le importaría explicarme por qué estaba haciendo eso?

—Yo le dije que estaba intentando…, bueno, ya le he dicho lo que estaba tratando de hacer cuando la mordí para salvarme. Fue entonces cuando se volvió loca y fue por el revólver.

—Pero eso sigue sin explicar por qué estaba cerrada la puerta y ella tuvo que disparar a la cerradura. ¿Está usted diciendo que el mayor Glaushof la cerró?

—Ella lanzó la maldita llave por la ventana —dijo Wilt cansado—, y si no me cree, vaya a buscarla allá fuera.

—¿Porque ella lo encontró tan deseable que quería violarlo… oralmente? —dijo el coronel.

—Porque estaba borracha.

El coronel se puso de pie y consultó el grabado de caza en busca de inspiración. No era fácil de encontrar. La única cosa que parecía cierta era que la horrible esposa de Glaushof estaba borracha.

—Lo que todavía no entiendo es por qué estaba usted allí, en primer lugar.

—¿Y cree usted que yo lo sé? —dijo Wilt—. Yo vine aquí el viernes por la noche para dar una clase y lo siguiente que sucedió fue que me gasearon, inyectaron, vistieron con una cosa de esas con las que operan, me llevaron allí en coche con una manta por la cabeza y me hicieron preguntas demenciales sobre transformadores de radio en mi coche…

—Transmisores —rectificó el coronel.

—Lo que sea —dijo Wilt—. Y dijo que si no confesaba ser un espía soviético o un fanático chiíta musulmán me iba a esparcir los sesos por el techo. Y eso era sólo para empezar. Después me encontré en un horrible dormitorio con una mujer vestida como una prostituta que tira las llaves por la ventana y me mete sus tetas en la boca y luego amenaza con asfixiarme con el coño. ¿Y usted me pide una explicación? —Se arrellanó en el asiento y suspiró desalentado.

—Eso todavía no…

—Oh, por el amor de Dios —dijo Wilt—. Si quiere que le expliquen esta demencia, vaya a preguntarle a ese maníaco homicida del mayor. Yo ya estoy harto.

El coronel se levantó y fue hasta la puerta.

—¿Qué le parece? —preguntó al capitán Fortune, que estaba sentado con un técnico, grabando la conversación.

—Tengo que decir que me convence —dijo Fortune—. Esa Mona Glaushof jodería con una mofeta si no tuviera otra cosa a mano.

—Desde luego —dijo el técnico—. Ha estado utilizando al teniente Harah como un vibrador humano.

—Dios mío —dijo el coronel—, y Glaushof está encargado de Seguridad. ¿Por qué ha dejado a esa Mona Mesalina suelta con ese tipo?

—Tiene un falso espejo en el baño —dijo el capitán—. Se excita mirando por él.

—¿Un falso espejo en el baño? Ese cabrón debería de ponerse enfermo viendo a su mujer joder con un tío al que consideran un espía soviético.

—Quizá pensaba que los soviéticos tienen una técnica diferente. Algo que pudiera aprender —dijo el técnico.

—Quiero que busquen esa llave en el exterior de la casa —dijo el coronel, y salió al pasillo.

—¿Bien? —preguntó.

—Nada encaja —dijo el capitán—. Ese cabo no es un tonto en electrónica. Está seguro de que el equipo que vio en el coche era británico. Definitivamente no era soviético. No se tiene constancia de que haya sido utilizado antes.

—¿Está usted sugiriendo que estaba vigilado por la Seguridad británica?

—Es una posibilidad.

—Lo sería si no hubiera exigido la presencia del MI5 en el momento que Glaushof comenzó a presionarle —dijo Urwin—. ¿Ha oído usted alguna vez que un agente de Moscú reclamara la Inteligencia británica cuando lo descubren? Yo no.

—Entonces volvemos a la teoría de que los británicos estaban realizando un ejercicio sobre los sistemas de seguridad de la base. Es la única cosa que tiene sentido.

—Nada tiene sentido para mí. Si hubiera sido una comprobación de rutina, a esta hora ya lo habrían rescatado.

—¿Y por qué no lo ha dicho? Es inútil seguir con eso. Tenemos los transmisores y el hecho de que Clodiak dice que estaba nervioso y agitado durante la clase. Eso indica que no es un experto y no creo que ni siquiera sepa que su coche estaba siendo seguido. ¿Qué sentido tiene entonces?

—¿Quiere usted que lo interrogue? —preguntó el capitán.

—No, continuaré yo. Mantenga la cinta en marcha. Necesitaremos alguna ayuda.

Volvió a su despacho y encontró a Wilt tumbado en el sofá completamente dormido.

—Sólo unas pocas preguntas más, señor Wilt —dijo.

Wilt le miró atontado y se sentó.

—¿Qué preguntas?

El coronel tomó una botella de un armario.

—¿Quiere un whisky?

—Quiero irme a casa —dijo Wilt.