20

—Las órdenes son no dejar entrar a nadie —dijo el guardia de la puerta—, lo siento, pero así es.

—Mire —dijo Mavis—, todo lo que hemos venido a hacer es hablar con el oficial encargado de Educación. Su nombre es Bluejohn y…

—De todos modos, nadie puede entrar.

Mavis inspiró hondo y trató de conservar la calma.

—En ese caso, me gustaría hablar con él aquí —dijo—. Si no podemos entrar, quizá él sea tan amable de salir.

—Puedo comprobarlo —dijo el guardia, y entró en la sala de guardia.

—De nada sirve —dijo Eva, mirando la barrera y la alta verja de alambre de púas. Tras la barrera se habían dispuesto en zigzag una serie de bidones llenos de cemento para que los vehículos tuvieran que avanzar por ese camino lentamente—. No van a decirnos nada.

—Y yo quiero saber por qué —dijo Mavis.

—Quizá sería mejor si no llevaras esa insignia de Madres Contra la Bomba —dijo Eva.

Mavis se la quitó de mala gana.

—Es de lo más desagradable —dijo—. Se supone que éste es un país libre y…

Fue interrumpida por la aparición de un teniente. Se detuvo en la puerta de la sala de guardia y las miró un momento antes de salir.

—Lo siento, señoras —dijo—, pero estamos realizando un ejercicio de seguridad. Es sólo temporal y si vuelven mañana quizá…

—Mañana no puede ser —dijo Mavis—. Queremos ver al señor Bluejohn hoy mismo. Ahora, si fuera usted tan amable de telefonearle o de darle un mensaje, le estaríamos muy agradecidas.

—Claro que puedo hacerlo —dijo el teniente—. ¿Qué quieren que le diga?

—Sólo que la señora Wilt está aquí y que querría preguntar por su marido, el señor Henry Wilt. Está dando clases aquí de Cultura Británica.

—Ah, ¿el señor Wilt? He oído hablar de él a la capitana Clodiak —dijo el teniente, expansivo—. Ella asiste a su curso y dice que es muy bueno. No hay problema. Localizaré al oficial de Educación.

—¿Qué te dije? —dijo Mavis cuando él volvió a la sala de guardia—. Ella dice que es muy bueno. Me pregunto en qué está siendo muy bueno Henry en estos momentos.

Eva apenas la escuchaba. Cualquier duda que le quedase de que Henry la había estado engañando se había esfumado, y miraba a través de la alambrada a los edificios prefabricados y a las casas parduscas con el sentimiento de que estaba viendo su vida futura, gris y triste. Henry se había fugado con alguna mujer, quizá esa misma capitana Clodiak, y ella tendría que criar sola a las cuatrillizas y ser pobre y entrar en la categoría de… ¿familia de madre sola? Pero sin un padre no había familia y ¿dónde iba a conseguir dinero para mantener a las niñas en el colegio? Tendría que ir a la Seguridad Social y hacer cola con todas aquellas mujeres… No podría. Se pondría a trabajar. Haría cualquier cosa para… Las imágenes de su mente, imágenes de vacío y de su propia fortaleza, fueron interrumpidas por el regreso del teniente. Sus maneras habían cambiado.

—Lo siento —dijo bruscamente—, ha habido un error. Les aseguro que lo siento. Ahora, por favor, váyanse. Tenemos que seguir con el ejercicio de seguridad.

—¿Un error? ¿Qué error? —dijo Mavis, reaccionando a su brusquedad con todo su odio reprimido—. Usted dijo que el marido de la señora Wilt…

—Yo no dije nada —dijo el teniente y, volviéndose, ordenó que la barrera fuese levantada para permitir que pasara un camión.

—¡Vaya! —dijo Mavis furiosa—. ¡Qué desfachatez! En mi vida he oído una mentira tan descarada. Oíste lo que dijo hace un momento y ahora…

Pero Eva ya estaba avanzando con una nueva determinación. Henry estaba en el campamento. Ahora lo sabía. Había visto la cara del teniente, su cambio de expresión, la frialdad que había mostrado, tan en contraste con sus maneras anteriores, y lo había sabido. Sin pensarlo, avanzó hacia la gris vida sin Henry, hacia aquel desierto más allá de la barrera. Iba a encontrarlo y a explicarse con él. Una figura se interpuso en su camino y trató de detenerla. Hubo una agitación de brazos y él cayó. Otros tres hombres, sólo figuras en su mente, la sujetaron y la hicieron retroceder. Desde alguna distancia oyó a Mavis que gritaba «No cedas, no cedas». Ella no cedió, y al momento siguiente estaba en el suelo con dos hombres de pie a su lado y un tercero que le sacudía el brazo.

Tres minutos más tarde, con el cuero de sus zapatos raspado y las medias rotas, era arrastrada al otro lado de la barrera y dejada en la carretera. Y durante todo ese tiempo no emitió el menor sonido, excepto su respiración anhelante. Estuvo sentada allí un momento y después se puso de rodillas y miró hacia el campamento con una intensidad que era más peligrosa por sus implicaciones que su breve batalla con los guardias.

—Señora, no tiene usted derecho a entrar aquí. Está buscándose problemas —dijo el teniente.

Eva no dijo palabra. Se puso de pie desde su posición arrodillada y volvió al coche.

—Eva, querida, ¿estás bien? —preguntó Mavis.

Eva asintió y dijo:

—Sólo llévame a casa.

Por una vez Mavis nada tuvo que decir. La fuerza de la voluntad de Eva no necesitaba palabras.

Wilt sí las necesitaba. Con el tiempo corriendo en su contra, Glaushof había recurrido a una nueva forma de interrogatorio. Al no poder utilizar métodos más contundentes, se había decidido por lo que consideraba una técnica sutil. Como implicaba la colaboración de la señora Glaushof con una panoplia que Glaushof y quizá el propio teniente Harah habían encontrado tan seductora —botas altas, liguero, y un sostén que le dejaba los pezones al aire figuraban entre los puntos culminantes en la erótica de Glaushof—, Wilt, que había sido metido de nuevo en un coche y llevado a la casa de Glaushof, se encontró de pronto tumbado en una cama en forma de corazón vestido con la bata del hospital y confrontado con una aparición en negro, rojo y algunos toques de rosa. Las botas eran negras, el liguero y las bragas eran rojos y el sostén era negro con franjas rosa. El resto de la señora Glaushof era, gracias a su frecuente uso de una lámpara solar, muy moreno y completamente ebrio. Desde que Glausie, como ella le llamaba, le había reprochado violentamente que compartiera sus encantos con el teniente Harah, ella había estado dándole al whisky. También se había bebido una botella de Chanel número 5 o se la había echado por encima. Wilt no podía decidirse. Y tampoco lo deseaba. Ya era suficiente estar enclaustrado (la palabra parecía singularmente inapropiada a las circunstancias) con aquella prostituta alcohólica que le decía que la llamara Mona.

—¿Cómo? —dijo Wilt.

—Mona, nene —dijo la señora Glaushof, lanzándole el aliento de whisky a la cara y acariciándole la mejilla.

—Yo no soy su nene —dijo Wilt.

—Oh, pero querido, tú eres justo lo que mamá necesitaba.

—Y usted no es mi madre —dijo Wilt, que deseaba con toda su alma que lo fuera. Su madre llevaba muerta diez años. La mano de la señora Glaushof se paseó por su cuerpo.

—Mierda —dijo Wilt. Ese maldito veneno estaba empezando a actuar de nuevo.

—Así está mejor, nene —murmuró la señora Glaushof cuando vio la erección de Wilt—. Yo y tú vamos a pasarlo muy bien.

—Tú y yo —dijo Wilt, buscando frenéticamente consuelo en la sintaxis correcta—, y debe usted tener en cuenta… ¡Ooh!

—¿Va a ser bueno el nene ahora con su mamá? —preguntó la señora Glaushof, deslizando la lengua entre los labios de Wilt. Él trató de enfocar sus ojos y lo encontró imposible. También encontró imposible responder sin aflojar los dientes y la reptiliana lengua de la señora Glaushof, con el gusto que tenía a alcohol y tabaco, estaba explorando laboriosamente sus encías, de manera que cualquier movimiento que pudiera permitirle avanzar más era de todo punto desaconsejable. Por un momento de locura cruzó por su mente la idea de morder esa horrible cosa, pero considerando lo que ella tenía en la mano, las consecuencias eran imprevisibles. En lugar de eso, trató de concentrarse en cosas menos tangibles. ¿Qué demonios estaba haciendo acostado en una cama capitoné con una mujer ninfómana agarrándole los testículos, cuando hacía sólo media hora un maníaco homicida le había estado amenazando con esparcir sus sesos por el techo con un 38 a menos que le hablara de la bomba binaria? No tenía ni el menor atisbo de sentido pero, antes de que pudiera llegar a cualquier conclusión, la señora Glaushof había abandonado sus investigaciones.

—El nene me está excitando —gimió, y enseguida le mordió en el cuello.

—Mejor así —dijo Wilt, tomando nota mental de lavarse los dientes lo antes posible—. El hecho es que yo…

La señora Glaushof le pellizcó en las mejillas.

—Botón de rosa —lloriqueó.

—¿Botón de rosa? —dijo Wilt con dificultad.

—Tu boca es como un botón de rosa —dijo la señora Glaushof, clavándole las uñas en las mejillas—, un encantador botón de rosa.

—No sabe así —dijo Wilt, y enseguida se arrepintió. La señora Glaushof se había subido encima de él, que se enfrentaba con un pezón rodeado de encaje rosa.

—Mámale a mami —dijo la señora Glaushof.

—Joder —dijo Wilt. Todo posterior comentario fue ahogado por el pezón y el pecho de la señora Glaushof que paseaba como un guardia por su rostro. Cuando la señora Glaushof apretó, Wilt comenzó a asfixiarse.

En el cuarto de baño contiguo, Glaushof estaba teniendo el mismo problema. Mirando a través del falso espejo que había instalado para observar a la señora Glaushof colocarse toda la panoplia de sus fantasías mientras él se bañaba, había comenzado a lamentar su nueva táctica. Desde luego, no era sutil. La maldita mujer había ido demasiado lejos. El patriotismo de Glaushof le inducía a suponer que su esposa cumplía con su deber seduciendo a un espía soviético, pero no había esperado que lo violase. Y lo que era aún peor, ella gozaba con el asunto.

Glaushof no gozaba. Rechinando los dientes, miraba lívido a través del espejo y trataba de no pensar en el teniente Harah. Eso no le ayudó. Al final, desesperado con el pensamiento de que el teniente había yacido en esa misma cama, mientras Mona le dedicaba las mismas atenciones que él estaba ahora presenciando, Glaushof salió a la carga del baño.

—Por el amor de Dios —gritó desde el rellano—, te he dicho que ablandes a ese hijo de puta, no que lo excites.

—¿Y qué hay de malo? —dijo la señora Glaushof, en el proceso de cambiar de pezón—. ¿Crees que no sé lo que estoy haciendo?

—Yo sí quisiera saberlo —graznó Wilt, aprovechando la oportunidad de inhalar un poco de aire. La señora Glaushof salió a gatas de encima de él y se dirigió a la puerta.

—No, no lo sabes —dijo Glaushof—, creo que eres…

—Vete a tomar por culo —aulló la señora Glaushof—. Ese tío se trempó por mí.

—Ya lo veo —dijo Glaushof malhumorado—, y si piensas que eso es ablandarle, estás loca como una cabra.

La señora Glaushof se quitó una bota.

—¿Que estoy loca? —gritó, y lanzó la bota a su cabeza con sorprendente tino—. ¿Qué sabe un viejo como tú de estar loco? No se te pondría tiesa si no llevara botas altas nazis. —La segunda bota atravesó el umbral—. Tengo que vestirme como si fuera Hitler antes de que tú tengas un vago parecido con un hombre. Este tío tiene una polla que es el monumento a Washington comparada con la tuya.

—Escucha —gritó Glaushof—, deja en paz mi polla. Ese que tienes ahí es un agente comunista. ¡Es peligroso!

—¿No me digas? —dijo la señora Glaushof liberándose ahora del sujetador—. ¿De verdad?

—No, no lo soy —dijo Wilt, deslizándose fuera de la cama. La señora Glaushof se deshizo del liguero.

—Te estoy diciendo que te podrías meter en un lío —dijo Glaushof. Se había refugiado contra los misiles a la vuelta del pasillo.

—Adelante los líos —gritó la señora Glaushof, dio un portazo, y cerró la puerta con llave. Antes de que Wilt pudiera moverse había tirado la llave por la ventana y se dirigía hacia él—. Plaza Roja, aquí estoy.

—Yo no soy la Plaza Roja. No sé por qué todo el mundo se empeña en eso —comenzó Wilt, pero la señora Glaushof no se dedicaba al pensamiento. Con una agilidad que le cogió totalmente de sorpresa, le lanzó otra vez a la cama y se arrodilló sobre él.

—Mimitos, nene —maulló y esta vez no había error posible. Enfrentado con esta horrible perspectiva, Wilt se agarró a la advertencia de Glaushof de que era un hombre peligroso y le clavó los dientes en el muslo. En el baño, Glaushof casi le vitoreó.

—¿Que dé una contraorden? ¿Que dé una contraorden? ¿Me está diciendo usted que dé una contraorden? —dijo el general Belmonte bajando varios decibelios en su incredulidad—. Tenemos una situación de agente enemigo infiltrado con posibles implicaciones de bombardeo ¿y me dice usted que dé una contraorden?

—Se lo pido, mi general —dijo el coronel amablemente—. Sólo le estoy diciendo que las consecuencias políticas podrían ser desastrosas.

—Que mi base salte por culpa de un maldito fanático también es desastroso y no voy a tolerarlo —dijo el general—. No, señor, no teniendo miles de inocentes del personal de servicio estadounidense y sus familias sobre mi conciencia. El mayor Glaushof ha manejado la situación de manera absolutamente correcta. Nadie sabe que tenemos a ese cabrón y, por lo que a mi respecta, puede maltratarlo si es necesario. No voy a…

—Perdone, señor —interrumpió el coronel—, un cierto número de personas sabe que tenemos a ese hombre. La policía británica llamó preguntando por él. Y una señora que decía ser su mujer tuvo que ser expulsada de la puerta principal. Ahora, si quiere usted que los medios de comunicación se hagan con…

—¿Los medios de comunicación? —rugió el general—. No mencione esa jodida palabra en mi presencia. Le he dado a Glaushof una directiva número uno, máxima prioridad, no debe haber intervención de los medios de comunicación y no voy a dar una contraorden para esto.

—No le estoy sugiriendo que lo haga. Lo que digo es que en la manera en que Glaushof está llevando la situación, nos podemos encontrar con un asalto de los medios de comunicación que lo transmitirían a todo el mundo.

—Mierda —dijo el general, estremeciéndose al pensarlo. Ya podía ver en su mente las cámaras de televisión montadas sobre camiones en el exterior de la base. Habría incluso mujeres. Apartó su mente de esta visión del infierno—. ¿Qué es lo que está haciendo mal Glaushof?

—Es demasiado estricto —dijo el coronel—. Las medidas de seguridad atraen la atención sobre el hecho de que tenemos un problema. Eso por un lado. Yo calmaría la situación actuando de manera normal. En segundo lugar, estamos reteniendo un súbdito británico y, si ha dado usted permiso al mayor para hacerle hablar, me imagino que…

—Yo no le di permiso para hacer una cosa así. Yo le di… bueno, creo que le dije que le interrogara… —Hizo una pausa e intentó la camaradería—. Demonios, Joe, Glaushof puede ser un imbécil, pero ha conseguido que confiese que es un agente comunista. Esto tienes que concedérselo.

—Esa confesión es un absurdo. Lo he verificado y ha resultado una afirmación negativa —dijo el coronel, utilizando la jerga del general para ablandarlo.

—Afirmación negativa —dijo el general, evidentemente impresionado—. Eso es serio. No tenía ni idea.

—Exactamente, señor. Por eso estoy solicitando una desescalada inmediata de las directivas de seguridad. También quiero que ese hombre, Wilt, sea puesto bajo mi autoridad para un interrogatorio adecuado.

El general Belmonte consideró la petición casi racionalmente.

—Si no tiene relación con Moscú, ¿de qué se trata?

—Eso es lo que la Central de Información intenta descubrir —dijo el coronel.

Diez minutos más tarde el coronel Urwin salía del Centro de Control de la base aérea muy satisfecho. El general había ordenado el levantamiento de las medidas de seguridad y Glaushof había sido relevado de su derecho de custodia del prisionero.

Teóricamente.

En la práctica, sacar a Wilt de la casa de Glaushof había sido algo más difícil. Habiendo visitado el edificio de Seguridad y enterado de que Wilt había sido sacado, todavía aparentemente indemne, para ser interrogado en la casa de Glaushof, el coronel se había dirigido allí con dos sargentos para descubrir que «indemne» ya no era correcto. Terribles sonidos procedían del piso de arriba.

—Suena como si algunos se lo estuvieran pasando de miedo —dijo uno de los sargentos mientras la señora Glaushof amenazaba con castrar a algún cabrón tan pronto como hubiera dejado de desangrarse y por qué algún otro gilipollas no abría esa jodida puerta para que ella pudiera salir. Al fondo se podía oír a Glaushof diciéndole quejumbrosamente que se tranquilizara, que él abriría la puerta, y no tenía que hacer saltar la cerradura a tiros y que por favor dejara de cargar ese jodido revólver.

La señora Glaushof replicó que no pensaba disparar a la cerradura, que tenía otros objetivos en mente, como él y ese jodido agente comunista que la había mordido y que ellos no iban a vivir para contarlo, al menos cuando ella hubiera llenado ese jodido cargador y por qué esas jodidas balas no entraban de la manera en que debían entrar. Por un instante, el rostro de Wilt apareció en la ventana, para desaparecer cuando una lámpara de mesilla, completa, con su enorme pantalla, rompió el cristal y quedó colgada patas arriba por el cordón.

El coronel Urwin estudió la situación con horror. El lenguaje de la señora Glaushof era ya bastante enloquecido, pero la pantalla, recubierta con un collage de imágenes sadomasoquistas recortadas de revistas, fotos de gatitos en cestos y perritos de juguete, sin mencionar los corazones y las flores, era tan desagradable que casi le dejó paralizado.

Esa acción tuvo el efecto opuesto en Glaushof. Menos preocupado por la probabilidad de que su mujer borracha asesinase a un espía soviético con un 38, que estaba tratando de cargar con lo que él esperaba fuese munición de 9 mm, que con la perspectiva de que toda la casa quedase patas arriba y su peculiar contenido revelado a los vecinos, abandonó la relativa seguridad del cuarto de baño y cargó contra la puerta del dormitorio. No era un buen momento. Tras haber eliminado toda esperanza que Wilt pudiera tener de escapar por la ventana, la señora Glaushof había cargado finalmente el revólver y apretado el gatillo. El tiro atravesó la puerta, el hombro de Glaushof y uno de los tubos de la complicada jaula del hámster en el muro de la escalera antes de incrustarse en la moqueta.

—¡Jesucristo! —gimió Glaushof—, lo decías en serio. Realmente lo decías en serio.

—¿Qué ha pasado? —dijo la señora Glaushof, casi igual de sorprendida por las consecuencias de simplemente apretar un gatillo, aunque también menos afectada—. ¿Qué dices?

—Oh, Dios —gimió Glaushof, ahora caído en el suelo.

—¿Crees que no puedo disparar sobre la jodida cerradura? —preguntó la señora Glaushof—. ¿Crees eso? ¿Crees que no puedo?

—No —aulló Glaushof—. No creo eso. Jesús, me estoy muriendo.

—Hipocondríaco —gritó la señora Glaushof, evidentemente aludiendo a una vieja querella doméstica—. Quítate de ahí, voy a salir.

—Por lo que más quieras —suplicó Glaushof mirando el agujero que había hecho en la puerta junto a uno de los goznes—, no apuntes a la cerradura.

—¿Por qué no? —preguntó la señora Glaushof.

No era una pregunta que Glaushof pudiera responder. En un último intento de escapar a las consecuencias del siguiente tiroteo, rodó de lado y cayó por la escalera. Cuando llegó al final, incluso la señora Glaushof estaba preocupada.

—¿Estás bien, Glausie? —preguntó, y simultáneamente apretó el gatillo. Y cuando el segundo disparo hizo un agujero en un sillón de plástico estilo Liberace, Wilt entró en acción. Sabiendo que su próximo disparo podía hacerle a él lo que ya le había hecho a Glaushof y al sillón, agarró un taburete cubierto de piel rosa y la golpeó con él en la cabeza.

—Macho —balbució la señora Glaushof, impropia hasta el final, y cayó al suelo.

Por un momento, Wilt dudó. Si Glaushof todavía estaba vivo, y por el ruido de cristales rotos que oía abajo parecía que sí lo estaba, no tenía sentido intentar romper la puerta. Wilt se dirigió a la ventana.

—Arriba las manos —gritó un hombre abajo. Wilt levantó las manos. Miraba abajo a cinco hombres uniformados rodilla en tierra tras sus fusiles. Esta vez no había duda de a quién apuntaban.