—Creo que tenemos un problema grave, señor —dijo el cabo—. El mayor Glaushof me ordenó devolver el coche a casa de Wilt y lo hice. Todo lo que puedo decir es que esos transmisores no eran civiles. Los miré muy bien y eran británicos, alta tecnología.
El coronel Urwin, oficial superior de Inteligencia de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Baconheath, ponderó el problema mirando fríamente un grabado de caza colgado de la pared. No era muy bueno, pero su representación de un zorro a lo lejos, siendo perseguido por un montón de ingleses pálidos y rubicundos, delgados y gordos, a caballo, siempre servía para recordarle que valía más no subestimar a los británicos. Más todavía, era bueno parecer uno de ellos. A ese fin practicaba el golf con un antiguo juego de palos y pasaba sus momentos de ocio siguiendo el rastro de su árbol genealógico en los archivos de varias universidades y en los cementerios de las iglesias de Lincolnshire. Siempre mantenía un aire reservado y estaba orgulloso de que en varias ocasiones le hubieran tomado por un profesor de uno de los mejores colegios privados. Era un papel que le iba muy bien y que coincidía con su convicción personal de que la discreción era la mejor parte del valor.
—¿Británicos? —dijo pensativo—. Eso podría significar cualquier cosa o nada en absoluto. ¿Y dice usted que el mayor Glaushof ha establecido un cepo de seguridad?
—Órdenes del general Belmonte, señor.
El coronel no dijo palabra. En su opinión el comandante de la base tenía un cociente intelectual sólo ligeramente superior al del egregio Glaushof. Cualquiera que pudiera pedir cuatro sin triunfos y sin un diamante en las manos tenía que ser un cretino.
—Así que la situación es que Glaushof tiene en custodia a ese hombre, Wilt, y está presumiblemente torturándolo y se supone que nadie debe saber que está aquí. Se «supone» es la palabra a emplear. Es evidente que quien lo envió aquí sabe que nunca volvió a Ipford.
—Sí, señor —dijo el cabo—. Y el mayor está tratando de obtener línea directa con Washington.
—Mire si está en clave —dijo el coronel—, y consígame una copia.
—Sí, señor —dijo el cabo y desapareció.
El coronel Urwin echó una mirada a su ayudante.
—Parece que estamos en un avispero —dijo—. ¿Qué piensa de este asunto?
El capitán Fortune se encogió de hombros.
—Podría ser muchas cosas —dijo—. No me gusta eso del material especial.
—Un kamikaze —dijo el coronel—. A nadie se le ocurriría entrar transmitiendo.
—Los libios de Jomeini, quizá.
El coronel Urwin sacudió la cabeza.
—No. Ésos cuando atacan no avisan antes. Llegan cargados de explosivos la primera vez. Entonces, ¿quién?
—¿Los británicos?
—Eso es lo que creo —dijo el coronel, acercándose para ver mejor el grabado de caza—. La única pregunta es ¿a quién están cazando, al señor Henry Wilt o a nosotros?
—He comprobado en nuestros archivos y nada hay sobre Wilt. Campaña pro Desarme Nuclear en los años sesenta, por lo demás, apolítico.
—¿Universidad?
—Sí —dijo el capitán.
—¿Cuál?
El capitán consultó el registro del ordenador.
—Cambridge, especializado en Literatura Inglesa.
—¿Nada más?
—Nada que sepamos. El Servicio de Información británico podría saberlo.
—Pero no vamos a preguntárselo —dijo el coronel, tomando una decisión—. Si Glaushof quiere interpretar el papel del Llanero Solitario con el consentimiento del general, adelante, que se cubra de mierda. Nos mantendremos a distancia y apareceremos con la respuesta correcta cuando haga falta.
—Sigue sin gustarme el material del coche —dijo el capitán.
—Y a mí sigue sin gustarme Glaushof —dijo el coronel—. Creo que a los Ofrey tampoco les gusta. Dejémosle que se cave su propia fosa. —Hizo una pausa—. ¿Hay alguien con un poco de inteligencia que sepa lo que sucedió realmente, aparte ese cabo?
—La capitana Clodiak presentó una queja contra Harah por acoso sexual. Y está en la lista de los estudiantes que iban a las clases de Wilt.
—Bien, comenzaremos por ahí a investigar este fiasco —dijo el coronel.
—Volvamos a ese Radek —dijo Glaushof—, quiero saber quién es.
—Ya se lo he dicho, un escritor checo y lleva muerto desde Dios sabe cuándo, así que no hay manera de que yo haya podido conocerlo —dijo Wilt.
—Si está usted mintiendo, lo conocerá. Pronto —dijo Glaushof.
Después de leer la trascripción de la confesión de Wilt de que había sido reclutado por un agente de la KGB llamado Yuri Orlov y que había tenido como contacto a un hombre llamado Karl Radek, Glaushof estaba decidido a descubrir exactamente qué información le había pasado Wilt a los soviéticos. Era comprensible que esto fuera mucho más difícil que conseguir que Wilt admitiese que era un agente. Dos veces había usado Glaushof la amenaza de una muerte instantánea pero sin el menor resultado. Wilt había pedido tiempo para pensar y luego había hablado de bombas H.
—¿Bombas H? ¿Le ha dicho a ese cabrón de Radek que tenemos bombas H almacenadas aquí?
—Sí —dijo Wilt.
—Ellos ya lo saben.
—Eso es lo que dijo Radek. Dijo que querían más que eso.
—Así que ¿qué les dio usted, las BB?
—¿BB? —dijo Wilt—. ¿Quiere usted decir escopetas de aire comprimido?
—Bombas binarias.
—Nunca he oído hablar de eso.
—La bomba de gas nervioso más segura del mundo —dijo Glaushof orgullosamente—. Podríamos matar todo bicho viviente desde Moscú a Pekín con BB y ni siquiera se darían cuenta.
—¿De verdad? —dijo Wilt—. Debo decir que encuentro su definición de seguro muy peculiar. ¿De qué son capaces las peligrosas?
—Mierda —dijo Glaushof, deseando estar en algún sitio subdesarrollado como El Salvador para poder usar métodos más contundentes—. Si no habla, va a lamentar haberme conocido.
Wilt estudió críticamente al mayor. Con cada amenaza no cumplida iba recuperando confianza, pero todavía parecía desaconsejable señalar que ya estaba lamentando haberle conocido. Mejor mantener las cosas tranquilas.
—Le estoy diciendo lo que usted quiere saber —dijo.
—¿Y no les dio alguna otra información?
—No sé más. Pregunte a los estudiantes de mi clase. Ellos le dirán que yo no distinguiría una bomba de una banana.
—Eso dice usted —murmuró Glaushof. Ya había interrogado a los estudiantes y, en el caso de la señora Ofrey, había descubierto más de su opinión acerca de él que acerca de Wilt. Y la capitana Clodiak tampoco había ayudado mucho. La única evidencia que había podido sacar de que Wilt era comunista fue su insistencia en que el Instituto Nacional de Salud era una buena cosa. Y así, por grados de inconsecuencia, había progresado en círculo hasta volver al hombre de la KGB, Radek, del que Wilt había dicho que era su contacto y ahora decía que era un escritor checo y además estaba muerto. A cada hora que pasaba, las posibilidades de ascenso de Glaushof iban diluyéndose. Tenía que haber algún modo de obtener la información que necesitaba. Estaba justamente preguntándose si no habría alguna droga de la verdad que pudiera usar cuando vio el protector escrotal sobre su escritorio—. ¿Cómo es que lleva usted esto? —preguntó.
Wilt miró con amargura al protector de cricket. Los sucesos de la tarde anterior parecían extrañamente distantes en estas nuevas circunstancias mucho más terroríficas, pero había habido un momento en que había supuesto que el protector era de algún modo el responsable de sus desgracias. Si no se hubiera desatado, él no habría ido al lavabo y…
—He tenido problemas con una hernia —dijo. Parecía una explicación segura.
No lo era. La mente de Glaushof se había vuelto descaradamente hacia el sexo.
Eva todavía pensaba en ello. Desde que había dejado a Flint había estado obsesionada con él. Henry, su Henry, la había dejado por otra mujer, y además una tía de la base estadounidense. Y no podía haber la menor duda al respecto. El inspector Flint no se lo había dicho de un modo desagradable. Simplemente había dicho que Henry había ido a Baconheath. No había tenido que decir más. Henry había estado saliendo todos los viernes y diciéndole que iba a la prisión… No, no se dejaría abatir. Con un terrible propósito condujo hasta la calle Canton. Mavis había tenido razón después de todo y había sabido cómo tratar las infidelidades de Patrick. Lo mejor de todo era que la secretaria de las Madres Contra la Bomba odiaba a los estadounidenses de Baconheath. Mavis sabría qué hacer.
Mavis lo sabía. Pero primero tuvo que presumir.
—No quisiste escucharme, Eva —dijo—. Siempre dije que había algo retorcido y engañoso en Henry, pero tú estabas convencida de que era un esposo bueno y fiel. Aunque después de lo que trató de hacerme a mí la otra mañana, no sé cómo…
—Lo siento —dijo Eva—, pero creí que era culpa mía por ir a la doctora Kores y darle aquello… Oh, querida, ¿no crees que eso es lo que lo ha llevado a hacer eso?
—No, no lo creo —dijo Mavis—, ni por un momento. Te ha estado engañando con esa mujer durante seis meses, la mixtura de hierbas de la doctora Kores nada tiene que ver con ello. Por supuesto que tratará de usar eso como excusa cuando venga por el divorcio.
—Pero yo no quiero el divorcio —dijo Eva—, sólo quiero poner mis manos sobre esa mujer.
—En ese caso, te vas a convertir en una ilota sexual.
—¿Una qué? —dijo Eva, asombrada por la palabra.
—Una esclava, querida —dijo Mavis reconociendo su error—, una sierva, una fregona sólo para cocinar y limpiar.
Eva abandonó. Todo lo que quería era ser una buena esposa y madre y criar a las niñas para que ocuparan el lugar que les correspondía en el mundo tecnológico. En la cima.
—Pero ni siquiera sé el nombre de esa marrana —dijo, volviendo a los problemas prácticos.
Mavis se concentró en el problema.
—Bill Paisley debe de saberlo —dijo finalmente—. Ha estado dando clases ahí y está en la Universidad a Distancia con Patrick. Le llamaré por teléfono.
Eva se sentó en la cocina, sumida en aparente letargo. Pero en el interior se estaba preparando para la confrontación. No importaba lo que Mavis dijera, nadie iba a apartar a Henry de ella. Las cuatrillizas tendrían un padre y un hogar como es debido y la mejor educación que pudiera proporcionar el salario de Wilt, no importaba lo que la gente dijera o lo mucho que estuviese herida en su orgullo. El orgullo era un pecado y en cualquier caso, Henry pagaría por ello.
Le daba vueltas en su mente a lo que le diría cuando Mavis volvió triunfalmente.
—Bill Paisley lo sabe todo —dijo—. Aparentemente Henry ha estado dando una clase femenina de Cultura Británica, y no se necesita mucha imaginación para saber lo que pasó —miró un pedazo de papel—: El Desarrollo de la Cultura y las Instituciones Británicas, sala de conferencias 9. Y la persona a contactar es el oficial de Educación. Me ha dado el número para llamar. Si quieres, lo haré por ti.
Eva asintió agradecida.
—Yo perdería los estribos y me pondría muy nerviosa —dijo—, en cambio tú eres tan buena organizando cosas.
Mavis volvió al vestíbulo. Durante los diez minutos siguientes Eva la oyó hablar con creciente vehemencia. Luego el teléfono fue colgado de golpe.
—El descaro de ese hombre —dijo Mavis, entrando como una tromba en la cocina con la cara pálida de rabia—. Primero no quería ponerme con él y sólo cuando le dije que era del Servicio de Bibliotecas y quería hablar con el oficial de Educación sobre la provisión gratuita de libros, me lo pasó. Y entonces me dijo: «Sin comentarios, señora. Lo siento pero sin comentarios.»
—¿Pero tú preguntaste por Henry? —dijo Eva, que no podía entender qué tenía que ver con el problema el Servicio de Bibliotecas proporcionando libros gratuitos.
—Claro que lo hice —dijo Mavis, molesta—. Le dije que el señor Wilt me había sugerido que contactara con él para que el Servicio de Bibliotecas proporcionara libros sobre Cultura Inglesa, y entonces se cerró como una ostra. —Hizo una pausa pensativa—. Sabes, casi podría jurar que estaba asustado.
—¿Asustado? ¿Por qué iba a estar asustado?
—No lo sé. Fue cuando mencioné el nombre de Wilt —dijo Mavis—. Pero vamos a ir hasta allí y descubrirlo.
La capitana Clodiak estaba sentada en el despacho del coronel Urwin. A diferencia de otros edificios de Baconheath que habían sido heredados de la RAF o que parecían prefabricados y baratos, el cuartel general de Información estaba extrañamente en disparidad con la naturaleza militar de la base. De hecho era una gran mansión de ladrillos rojos, construida a fines de siglo por un ingeniero de minas retirado con una predilección por el estilo Tudor teatral, cierta visión de la importancia de las tierras negras de la zona y una aversión por los helados vientos que soplan desde Siberia. Como consecuencia, la casa tenía un falso vestíbulo señorial, muros con paneles de roble y un sistema de calefacción central muy eficaz y perfectamente acorde con el sentido de la ironía del coronel Urwin. También lo separaba y distinguía del resto de la base y daba peso a su convicción de que los militares eran idiotas peligrosos, incapaces de hablar el inglés de E. B. White. Lo que se necesitaba, aparte de una buena musculatura, era inteligencia y cerebro. La capitana Clodiak parecía tener ambas cosas. El coronel Urwin escuchó su informe de la captura de Wilt con intenso interés. Se veía obligado a reconsiderar la situación.
—¿Así que dice que parecía muy incómodo durante la clase? —dijo.
—No hay duda —dijo Clodiak—. Estuvo retorciéndose detrás del pupitre como si tuviera algún dolor. Y su clase fue muy rara. Incoherente. Por lo general se va por las ramas, pero vuelve al tema principal. Esta vez divagaba y luego ese vendaje cayó por su pierna y se derrumbó.
El coronel echó un mirada al capitán Fortune.
—¿Sabemos algo acerca de que necesitara vendajes?
—Lo he comprobado con los médicos y ellos no lo saben. El tío fue gaseado, pero no tenía otras señales o heridas.
—Volvamos a su comportamiento previo. ¿Algo inusual?
La capitana Clodiak negó con la cabeza.
—Nada que yo notase. Es heterosexual, tiene buenos modales, no coquetea, probablemente tiene algunos complejos, creo que es un depresivo. Nada que yo calificara de inusual en un británico.
—¿Y, sin embargo, estaba definitivamente incómodo? ¿Y no hay duda respecto del vendaje?
—Ninguna —dijo Clodiak.
—Gracias por su ayuda —dijo el coronel—. Si recuerda alguna cosa más, venga a vernos. —Y tras haberla acompañado hasta el pasillo, volvió a mirar el grabado de caza en busca de inspiración—. Comienza a parecer como si alguien hiciera presión sobre él —dijo finalmente.
—Puede usted apostar a que Glaushof lo está haciendo —dijo Fortune—. Un tío que confiesa tan fácilmente tiene que haber recibido algún tratamiento.
—Pero ¿qué ha confesado? Nada. Absolutamente nada.
—Ha admitido que fue reclutado por ese Orlov y que su contacto es Karl Radek. Yo no diría que eso no es nada.
—El uno es un disidente que está haciendo tiempo en Siberia —dijo Urwin—, y Karl Radek era un escritor checo que murió en un Gulag en 1940. No es el hombre más fácil de contactar.
—Podrían ser nombres de guerra.
—Podrían ser. Exactamente. Pero yo hubiera elegido algo menos obviamente falso. ¿Y por qué soviéticos? Si fueran de la Embajada… sí, supongo que sí. Sólo que él encontró a ese Orlov entre comillas en la estación de autobuses de Ipford, que está fuera del radio permitido por la Embajada soviética a su personal. ¿Y dónde se encontró con el amigo Radek? Todos los miércoles por la tarde junto a la bolera de Midway Park. ¿Todos los miércoles en el mismo lugar a la misma hora? Ni hablar. Nuestros amigos de la KGB pueden actuar estúpidamente de vez en cuando, pero no tanto. Le han dado a Glaushof el juego que pedía y eso no sucede por casualidad.
—Dejemos a Glaushof en la mierda entonces —dijo Fortune.
Pero el coronel Urwin no estaba satisfecho.
—Nos dejará a todos allí si no tenemos cuidado —dijo—. Repasemos de nuevo las opciones. ¿Es Wilt un genuino espía soviético? No, por las razones ya dadas. ¿Alguien que está comprobando nuestra seguridad? Podría ser que algún cretino en Washington haya tenido esa idea. Tienen escuadrones suicidas chiítas en el cerebro. ¿Por qué usar un británico? No le dijeron que su coche estaba siendo utilizado para hacer el test más efectivo. Si es así, ¿por qué se dejó llevar por el pánico durante la clase? Vuelvo siempre a eso, su comportamiento en la clase. Ahí es donde realmente comienzo a ver la pista. Va desde ahí a esa «confesión» que sólo un iletrado como Glaushof creería, y realmente comienza a haber algo podrido en Dinamarca. ¿Y Glaushof se está encargando? Eso se acabó, Ed. Voy a hacer valer mi autoridad.
—¿Cómo? Ha conseguido una manta de seguridad del general.
—Ahí es donde voy a hacer valer mi autoridad —dijo el coronel—. El viejo B52 puede creer que él manda esta base, pero voy a tener que desilusionar al viejo guerrero. En muchas cosas. —Apretó un botón del teléfono—. Ponme con la Central de Información —dijo.