—¿Una orden? ¿Una orden de registro para el 45 de la avenida Oakhurst? ¿Quiere solicitar una orden de registro? —dijo el comisario.
—Sí, señor —dijo el inspector Hodge, preguntándose por qué lo que a él le parecía una petición perfectamente razonable requería preguntas tan reiterativas—. Todo indica que los Wilt son camellos.
—No estoy seguro de que el juez vaya a estar de acuerdo —dijo el comisario—. Todo lo que hay son pruebas circunstanciales.
—No es circunstancial el que Wilt vaya a esa base aérea y nos dé esquinazo, y tampoco diría yo que la visita de su mujer a esa herbolaria sea circunstancial. Todo está en mi informe.
—Sí —dijo el comisario, arreglándoselas para dar a la palabra un matiz de duda—. Lo que no hay ahí es lo que se llaman pruebas materiales.
—Por eso necesito el registro, señor —dijo Hodge—. Tiene que haber rastros de la droga en la casa. Es de cajón.
—Si él es lo que usted dice que es —dijo el comisario.
—Mire —dijo Hodge—, sabía que lo seguían cuando salió de Baconheath. Tenía que saberlo. Condujo en círculos durante media hora, luego se escapó y nos dio esquinazo.
—Y ésa es otra —interrumpió el comisario—, ha puesto micrófonos en ese coche sin autorización. Considero eso altamente reprensible. Quiero que se entienda claramente a partir de ahora. De todos modos, podía ser que estuviese borracho.
—¿Borracho? —dijo Hodge, que encontraba difícil hacer la transición entre la incorrección de poner micrófonos, que en su opinión no lo era, y el hecho de que Wilt estuviera borracho.
—Cuando salió de Baconheath no sabía si iba o venía, y empezó a dar vueltas en círculo. Esos yanquis beben whisky de centeno. Es asqueroso, pero baja tan fácilmente que uno no se da cuenta.
El inspector consideró la sugerencia y la rechazó.
—No veo cómo un borracho podría conducir tan rápido por esas carreteras sin matarse. Y eligiendo una ruta que le ponía fuera del alcance de nuestras radios.
El comisario estudió de nuevo el informe. No era agradable de leer. Por otra parte, lo que Hodge decía tenía sentido.
—Si no estaba borracho, ¿por qué dejar el coche delante de la casa de otra persona? —preguntó, pero Hodge ya había preparado una respuesta para eso.
—Demuestra lo listo que es el cabrón —dijo—. No se olvida nada, ese tipo. Sabe que le seguimos y necesita una explicación para todas esas vueltas que ha estado dando, así que se finge borracho.
—Si es tan listo como usted dice, nada va a encontrar en su casa, eso es seguro —dijo el comisario negando con la cabeza—. No, nunca tendría la mercancía en su propia casa. Debe de haberla almacenado a kilómetros de distancia.
—Todavía tiene que moverla —dijo Hodge—, y para eso necesita el coche. Mire, señor, Wilt va a la base aérea, recoge la mercancía allí y de camino a casa se la pasa a un tercero que la distribuye. Eso explica por qué se tomó tantas molestias para perdernos. Hubo unos veinte minutos en los que no recibimos ninguna señal. Podría haber sido entonces cuando se hizo la entrega.
—Podría haber sido —dijo el comisario—. De todos modos, eso sólo demuestra que tengo razón. Si hace usted un registro en su casa, quedará en ridículo. Y lo que es más importante, yo también. Así que no. Debe usted pensar en otra cosa.
Hodge volvió al despacho y se desahogó riñendo al sargento Runk.
—De la manera en que lleva las cosas, es una maravilla que todavía detengamos a alguien. Y usted tuvo que ir y firmar por esos malditos transmisores…
—No creerá que los dan si uno no firma —dijo Runk.
—Pero no tenía por qué echarme la mierda a mí, poniendo «Autorizado por el comisario Wilkinson para vigilancia encubierta». A él le encantó.
—Bueno, ¿no era verdad? Yo creí que usted tenía permiso…
—Oh, no, no lo tenía. La idea se nos ocurrió en medio de la noche y él ha estado en casa desde las cinco. Y ahora tenemos que recuperar los malditos aparatos. Puede usted hacerlo esta noche.
Y habiéndose asegurado, según esperaba, de que el sargento se pasaría el resto del día lamentando su indiscreción, el inspector se puso de pie y miró por la ventana en busca de inspiración. No podía conseguir una orden de registro… Estaba todavía sopesando la cuestión cuando le llamó la atención un coche aparcado justo abajo. Parecía terriblemente familiar.
El Escort de Wilt. ¿Qué demonios estaba haciendo en la comisaría de policía?
Eva se sentó en el despacho de Flint y se tragó las lágrimas.
—No sabía a qué otro sitio podía acudir —dijo—. He estado en la escuela y he telefoneado a la prisión, y la señora Braintree no le ha visto pese a que normalmente va por allí cuando está… bueno, cuando desea un cambio. Pero no ha estado allí ni en el hospital ni en cualquier otro sitio en el que yo pueda pensar. Ya sé que a usted no le gusta nada, pero usted es policía y ha sido… de ayuda en el pasado. Y usted conoce a Henry. —Se detuvo y miró al inspector, suplicante.
No era una mirada que emocionase a Flint, y desde luego no le gustaba esa frase de que conocía a Wilt. Había tratado de comprenderlo, pero ni con su mayor optimismo habría supuesto que llegaría siquiera a imaginar las horribles simas del extraordinario carácter de Wilt. Y el que el cabrón fuese un enigma no hacía más fácil de comprender por qué había elegido a Eva como mujer. Era una relación en la que Flint siempre había preferido no pensar. Pero allí estaba ella, bien sentada en una silla de su despacho y diciéndole, evidentemente sin la menor consideración por sus sentimientos, y como si fuera una especie de cumplido, que él conocía a su Henry.
—¿Se ha marchado así antes alguna vez? —preguntó, pensando para sí que si él hubiera estado en el pellejo de Wilt, se habría marchado como una exhalación, incluso antes de la boda.
—No, nunca —dijo Eva—, eso es lo preocupante. Ya sé que usted piensa que es… bueno, peculiar, pero ha sido realmente un buen marido.
—Estoy seguro de que sí —dijo Flint, a falta de algo más tranquilizador que decir—. Usted no cree que pueda estar sufriendo amnesia.
—¿Amnesia?
—Pérdida de memoria —dijo Flint—. A veces ataca a la gente que ha estado bajo tensión. ¿Ha sucedido algo últimamente que pueda haber provocado que perdiera la chaveta…, que sufriera una depresión nerviosa?
—No se me ocurre algo en particular —dijo Eva, decidida a no mencionar a la doctora Kores y su tónico de pesadilla—. Por supuesto las niñas a veces le ponen nervioso, y también hubo ese horrible asunto del otro día en la escuela, con esa chica que murió… —Se detuvo de nuevo al recordar lo que en realidad le estaba preocupando—. Ha estado dando clases a un hombre espantoso llamado McCullum, los lunes por la tarde y los viernes. Eso es lo que él me dijo, pero cuando telefoneé a la prisión dijeron que nunca lo había hecho.
—¿Hacer qué? —preguntó Flint.
—Nunca había ido los viernes —dijo Eva, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas ante esta prueba de que Henry, su Henry, le había mentido.
—¿Pero salía todos los viernes y decía que iba allí?
Eva asintió silenciosamente con la cabeza y, por un momento, Flint casi la compadeció. Una mujer gorda de mediana edad con cuatro horribles crías que convertían la casa en una jodida osera, y no había comprendido en qué andaba Wilt. Estaba más ciega que un topo. Pues bien, había llegado el momento de abrirle los ojos.
—Mire, señora Wilt, sé que no es fácil… —comenzó, pero, para asombro suyo, Eva se le adelantó.
—Ya sé lo que va a decir, pero no es verdad. Si hubiera habido otra mujer, ¿por qué iba a dejar el coche en casa de la señora Willoughby?
—¿Dejó el coche en casa de la señora Willoughby? ¿Quién es la señora Willoughby?
—Vive en el número 65, y allí estaba el coche esta mañana. Yo fui y lo recogí. ¿Por qué iba a hacer él eso?
Flint estaba a punto de decir que eso es lo que hubiera hecho él en el lugar de Wilt, abandonar el coche en la calle y huir a la carrera, cuando se le ocurrió otra cosa.
—Espere aquí —dijo, y salió de la habitación. En el pasillo dudó un momento y trató de pensar a quién preguntar. Desde luego, no iba a acercarse a Hodge, pero siempre estaba el sargento Runk. Y Yates podía sonsacárselo. Entró en el despacho general, donde el sargento estaba sentado ante una máquina de escribir.
—Haga una investigación por mí, Yates —dijo—. Charle con su colega Runk y descubra por dónde siguieron a Wilt anoche. Tengo a su mujer en mi despacho. Y que no sepa que estoy interesado, ¿entendido? Sólo unas preguntas casuales de su parte.
Se sentó en el borde del escritorio mientras Yates salía cinco minutos.
—Una verdadera putada —dijo el sargento al volver—. Le siguieron hasta la Base Aérea de Baconheath con un radiotransmisor. Estuvo dentro hora y media y salió conduciendo como un loco. Runkie piensa que Wilt debía de saber que le seguían, por la manera en que conducía. En cualquier caso, lo perdieron, y cuando encontraron el coche estaba frente a otra casa de la calle de los Wilt y un jodido perro trató de tirar abajo la puerta para lanzarse sobre Hodge. Eso es más o menos todo.
Flint asintió con la cabeza y disimuló su excitación. Ya había hecho lo suficiente para que Hodge apareciera como el jodido idiota que era; se había trabajado al Toro y a Clive Swannell y a esa mierdecita de Lingon, tenía sus declaraciones firmadas y todo; y durante ese tiempo, Hodge había estado molestando a Wilt. Así que ¿para qué hundirle más aún?
¿Por qué no? Cuanto más profundo se hundiese ese cabrón, menos probable sería que volviera a emerger. Y no sólo Hodge, sino también Wilt. Ese cabrón había sido la causa original de todos los infortunios de Flint, y poderlo tener en el punto de mira junto con Hodge era pura justicia. Además, Flint todavía tenía que enfrentarse con Lingon, así que una diversión sería muy útil. Y esa diversión era precisamente la señora Wilt, que estaba sentada en su despacho. El único problema era cómo encaminarla en dirección a Hodge sin que se supiera que lo había hecho él. Era un riesgo a correr. Pero antes sería mejor que hiciera una comprobación. Flint fue hasta un teléfono y buscó el número de Baconheath.
—El inspector Hodge al habla —dijo, mascullando el nombre de manera que podía haber sido Hedge o Squash—, llamo desde la comisaría de Ipford en relación con un tal señor Wilt… Señor Henry Wilt del 45 de la avenida Oakhurst, Ipford. Entiendo que les visitó anoche. —Esperó mientras alguien lo comprobaba.
Pasó un largo rato y otro estadounidense se puso al teléfono.
—¿Está usted investigando sobre alguien llamado Wilt? —preguntó.
—Exacto —dijo Flint.
—¿Y dice usted que es de la policía?
—Sí —dijo Flint, notando con intenso interés la vacilación del interlocutor.
—Si me da usted su nombre y el número le llamaré —dijo el estadounidense. Flint colgó el teléfono en silencio. Ya sabía lo que quería saber y no iba a permitir que un yanqui comprobase sus credenciales.
Volvió a su despacho y se sentó, con un suspiro calculado.
—Me temo que no le va a gustar lo que tengo que decirle, señora Wilt —dijo.
Y a Eva no le gustó. Salió de la comisaría con la cara blanca de furia. Henry no sólo le había mentido, sino que la traicionaba desde hacía meses, y ella no lo había sospechado.
Flint se quedó en el despacho mirando casi en éxtasis un mapa mural de Ipford. Henry Wilt, el maldito Henry Wilt, tendría esta vez lo que se merecía. Y estaba por ahí en alguna parte, en una de esas callejuelas con alguna muñeca que debía tener dinero o habría vuelto a su trabajo en la escuela.
No, no podía volver. No con Eva persiguiéndolo. No era extraño que el cabrón hubiera dejado el coche en la calle. Si tuviera sentido común se habría ido de la ciudad. Esa mujer lo mataría. Flint sonrió ante la perspectiva. Esa sería justicia poética, desde luego.
—Valdría la pena, desde luego, y lo haría encantado, pero ¿y si se sabe? —dijo el señor Gamer.
—No se sabrá —dijo Hodge—, le puedo dar mi palabra solemne de eso. No se dará usted ni cuenta de que están ahí.
El señor Gamer miró a su alrededor en el restaurante con aire lúgubre. Normalmente tomaba bocadillos y una taza de café en la comida y no estaba seguro de que el pollo deshuesado al curry regado con una botella de Blue Nun fuera bueno para su organismo. No obstante, el que pagaba era el inspector, y siempre podía tomar un Alka Seltzer al regresar a la tienda.
—No es por mí, es por mi esposa. Si supiera lo que esta mujer ha pasado en los últimos doce meses, no lo creería usted.
—Sí que lo creería —dijo Hodge.
Si era algo parecido a lo que había sufrido él en los cuatro últimos días, la señora Gamer debía ser una mujer con una constitución de hierro.
—Y es todavía peor los días que no tienen clase. —El señor Gamer continuó—. Esas jodidas niñas… normalmente no digo groserías, pero hay veces en que uno no tiene más remedio… No tiene usted idea de lo espantosas que son. —Se interrumpió y miró a Hodge a la cara—. Uno de estos días van a matar a alguien —suspiró—. Esas condenadas casi me matan el martes pasado. Estaría asado como un pavo si no hubiera llevado suelas aislantes. Robaron mi estatua del jardín y cuando fui a recogerla…
Hodge le escuchaba con simpatía.
—Criminal —dijo—. Debería habernos informado de inmediato. Incluso ahora, si hace una denuncia formal…
—¿Cree usted que me atrevería? Nunca. Si significara que las quitasen de en medio metiéndolas en el correccional, podría hacerlo, pero eso no funciona así. Volverían del tribunal y… no quiero ni pensarlo. Mire ese pobre hombre de la misma calle, el consejero Birkenshaw. Le pusieron su nombre en fluorescente sobre un preservativo con un prepucio encima. Flotó por toda la calle, y luego ellas fueron y le acusaron de mostrarles sus partes íntimas. Tuvo unos problemas terribles para demostrar que no lo había hecho. Y mire dónde está. En el hospital. No, no vale la pena arriesgarse.
—Entiendo lo que quiere decir —dijo Hodge—. Pero de este modo ellos nunca lo sabrán. Todo lo que necesito es un permiso para…
—Y la culpa la tiene su maldita madre —siguió el señor Gamer, animado por el Blue Nun y la aparente simpatía del inspector—. Si ella no animase a esas brujas a ser como chicos y a tomarse interés por los artefactos mecánicos, sería mejor. Pero no, tienen que ser inventoras y genios. Y, desde luego, se necesita un cierto genio para hacer lo que hicieron con la cortadora de césped de Dickens. Era nueva, y sabe Dios lo que le hicieron exactamente. Sobrecargada con una bombona de camping-gas y alterada la caja de velocidades, salía como una bala. Y además Dickens no es un hombre muy fuerte. El caso es que puso en marcha la diabólica cosa y antes de que la pudiera parar había abandonado el césped a unos ochenta por hora y estaba cortando la moqueta nueva del salón. Chocó con el piano, además. Tuvieron que llamar a los bomberos para pararla.
—¿Por qué no denunció a los padres? —preguntó Hodge, fascinado a su pesar.
El señor Gamer suspiró.
—No lo entiende usted —dijo—. Hay que vivirlo para entenderlo. ¿No pensará que admitieron que lo habían hecho? Claro que no. ¿Y quién va a creer al viejo Dickens cuando diga que cuatro niñas de esa edad pueden cambiar el piñón de la caja de cambios y bloquear el embrague? Nadie. ¿Le importa que me sirva?
Hodge sirvió otro vaso. El señor Gamer era evidentemente un hombre destrozado.
—Muy bien —dijo—. Supongamos que usted nada sabe de esto. Supongamos que llega un hombre de la compañía de gas para comprobar el contador…
—Y ésa es otra —dijo el señor Gamer casi enloquecido—, el gas. ¡El recibo! ¡Cuatrocientas cincuenta libras por un trimestre de verano! ¿No me cree usted, verdad? Yo tampoco lo creía. Cambiaron el contador y lo comprobaron, pero seguía marcando lo mismo. Todavía no sé cómo lo hicieron. Debe de haber sido mientras estábamos de vacaciones. ¡Si pudiera descubrirlo!
—Mire —dijo Hodge—, usted deja que mi hombre instale el equipo y tendrá una buena oportunidad de librarse de los Wilt para siempre. Lo digo en serio, para siempre.
El señor Gamer miró el interior de su vaso mientras consideraba esta gloriosa perspectiva.
—¿Para siempre?
—Para siempre.
—Hecho —dijo el señor Gamer.
Esa tarde el sargento Runk, sintiéndose muy incómodo con su uniforme de empleado del gas, y con la señora Gamer preguntándole con tono quejumbroso qué podía pasarle a la chimenea porque la habían entubado al conectar la calefacción central, estaba en el hueco bajo el tejado. Cuando se fue, había conseguido colocar los micrófonos en una grieta entre los ladrillos de manera que estaban escondidos entre las placas aislantes del dormitorio de los Wilt. El 45 de la avenida Oakhurst ya tenía instalados los aparatos de escucha.