—¿Un agente infiltrado? —rugió el general de aviación que mandaba Baconheath—. ¿Por qué no se me informó inmediatamente?
—Sí, señor, es una buena pregunta, señor —dijo Glaushof.
—No, mayor, es una pregunta repugnante. Ni siquiera es una pregunta que yo debería hacer. Yo no tendría que hacer ninguna pregunta. De hecho no estoy aquí para hacer preguntas. Yo guío el barco y espero que mis hombres respondan a sus propias preguntas.
—Y ésa es la manera en que lo llevé, señor —dijo Glaushof.
—¿Llevar qué?
—La situación, señor, enfrentarme a un agente infiltrado. Me dije…
—No estoy interesado en lo que se dijo usted, mayor. Sólo estoy interesado en los resultados —gritó el general—. Y quiero saber qué resultados ha conseguido usted. Según mis cuentas, los resultados conseguidos por usted son diez miembros del personal de las Fuerzas Aéreas o sus familiares intoxicados.
—Once, señor —dijo Glaushof.
—¿Once? Aún peor.
—Doce con el agente Wilt, señor.
—¿Entonces por qué me dice once? —dijo el general, jugando con un modelo reducido de B52.
—El teniente Harah, señor, resultó gaseado en el curso de la acción, señor, y estoy orgulloso de informar que sin su valor frente a la tenaz resistencia del enemigo, podríamos habernos encontrado con eventuales complicaciones y posiblemente rehenes, señor.
El general Belmonte dejó el B52 y agarró una botella de whisky, recordando que se suponía que estaba al mando de la situación.
—Nadie me habló de resistencia —dijo en un tono más amistoso.
—No, señor. No parecía conveniente que la prensa lo sacara a la luz de la opinión pública, señor —dijo Glaushof. Habiendo conseguido evitar las preguntas del general, estaba en condiciones de aplicar una presión más directa. Si había una cosa que el comandante odiaba, era cualquier mención de la publicidad. Glaushof lo mencionó—. Tal como yo lo veo, señor, la publicidad…
—Jesús, Glaushof —gritó el general—. ¿Cuántas veces tengo que recordarle que no debe haber publicidad? Ésa es la directiva número uno y viene de la más alta autoridad. Nada de publicidad, maldita sea. ¿Cree que podemos defender al mundo libre del enemigo si hacemos publicidad? Quiero que esto quede bien entendido. Nada de publicidad, por el amor de Dios.
—Entendido, mi general —dijo Glaushof—, por eso es por lo que ordené un bloqueo informativo de seguridad, una orden de cese total de actividad a todos los servicios de información. Quiero decir que si se supiera en el exterior que tenemos un problema de infiltración…
Hizo una pausa para permitir que el general repusiera fuerzas antes de lanzar otro ataque a la publicidad. Llegaban en oleadas. Cuando terminó el bombardeo, Glaushof mostró su verdadero objetivo:
—Si me permite decirlo, señor, creo que nos enfrentábamos a un problema de espionaje en el terreno del Servicio de Información.
—¿Lo cree? Bien, déjeme decirle algo, mayor, y es una orden, una orden directiva de máxima prioridad: debe haber un bloqueo informativo de seguridad, un cese total de actividad de todos los servicios de información. Ésa es mi orden, ¿entendido?
—Sí, señor —dijo Glaushof—, instruiré inmediatamente a la Comandancia de Información. Quiero decir que si dejaran filtrar algo a la prensa…
—Mayor Glaushof, le he dado una orden. Quiero que entre en vigor de inmediato y sin excepciones.
—¿Incluyendo Información, señor?
—Por supuesto que incluyendo Información —rugió el general—. Nuestros Servicios de Información son los mejores del mundo y no voy a poner en peligro su eficacia exponiéndolos a los medios de comunicación. ¿Está claro?
—Sí, señor —dijo Glaushof, y salió rápidamente del despacho para ordenar una guardia armada situada en el cuartel general de Información y para instruir al personal que iniciara un cese total de circulación de información. Como nadie tenía ni idea de lo que era un cese total de circulación de información, hubo varias interpretaciones, que iban desde la prohibición de entrar o salir de la zona civil a todos los vehículos, hasta una alerta total del campo de aviación aunque esta alerta se había dado intermitentemente toda la noche gracias a las ráfagas de Agente Neutralizador que hacían sonar los sensores de detección de armas químicas. A media mañana circulaban diversos rumores tan manifiestamente contradictorios que Glaushof se sintió a salvo como para hablar a su esposa de la insubordinación sexual del teniente Harah. Luego recuperó un poco de sueño. Quería estar en buena forma para interrogar a Wilt.
Pero cuando, dos horas más tarde, llegó a la habitación vigilada del hospital, Wilt no estaba evidentemente en condiciones de contestar preguntas.
—¿Por qué no se marcha y me deja dormir un poco? —dijo torpemente y se dio la vuelta.
Glaushof se quedó mirando su espalda.
—Póngale otra inyección —le dijo al doctor.
—¿Que le dé otra inyección de qué?
—De lo que le dio anoche.
—Anoche no estaba de servicio —dijo el doctor—. Y en cualquier caso, ¿quién es usted para decirme lo que le debo dar?
Glaushof desvió su atención de la espalda de Wilt hacia el doctor.
—Soy Glaushof, mayor Glaushof, doctor, por si no ha oído hablar de mí. Y le estoy ordenando que administre algo a este cabrón comunista para despertarlo y sacarlo de esa cama, de modo que pueda interrogarle.
El doctor se encogió de hombros.
—Si usted lo dice, mayor —dijo, y estudió la ficha de Wilt—. ¿Qué recomendaría usted?
—¿Yo? —dijo Glaushof—. ¿Cómo demonios voy a saberlo? No soy un matasanos.
—Pero sucede que yo sí lo soy —dijo el doctor—, y le estoy diciendo que ahora mismo no voy a administrar medicación alguna a este paciente. El tipo ha estado expuesto a un agente tóxico…
No pudo seguir. Con un rugido, Glaushof le empujó a través de la puerta hasta el corredor.
—Ahora escúcheme —gruñó—, no quiero oír una palabra acerca de la ética médica. Lo que tenemos aquí es un peligroso agente enemigo y ni siquiera entra en la categoría de paciente. ¿Me entiende?
—Claro —dijo el doctor nerviosamente—. Claro, le entiendo. Alto y claro. ¿Ahora quiere quitarme las manos de encima?
Glaushof le soltó la chaqueta.
—Simplemente consiga algo que haga hablar a ese cabrón y rápido —dijo—. Tenemos un problema de seguridad entre manos.
—Ya me doy cuenta —dijo el doctor alejándose deprisa. Veinte minutos después, un Wilt totalmente confundido era sacado del edificio del hospital bajo una manta y conducido a toda velocidad al despacho de Glaushof, donde fue colocado en una silla. Glaushof había conectado la grabadora.
—Muy bien, ahora va usted a decírnoslo —dijo.
—Decirle ¿qué? —preguntó Wilt.
—¿Quién lo envió? —dijo Glaushof.
Wilt consideró la pregunta. Por lo que sabía, esa pregunta no tenía mucho que ver con lo que le estaba sucediendo, excepto en que tampoco tenía que ver con la realidad.
—¿Enviarme? —dijo—. ¿Eso es lo que ha dicho?
—Eso es lo que he dicho.
—Eso me pareció —dijo Wilt, y recayó en un silencio meditativo.
—¿Y bien? —dijo Glaushof.
—Y bien, ¿qué? —preguntó Wilt, en un intento de restablecer ligeramente su moral combinando el insulto con la pregunta.
—¿Quién lo envió?
Wilt buscó inspiración en un retrato del presidente Eisenhower que estaba tras la cabeza de Glaushof y no la encontró.
—¿Me envió? —dijo, y se arrepintió. La expresión de Glaushof contrastaba desagradablemente con el rostro del presidente—. Nadie me envió.
—Escuche —dijo Glaushof—, hasta aquí le ha sido fácil. Eso no significa que va a seguir siendo así. Puedo ponerme muy desagradable. Ahora, ¿va usted a hablar o no?
—Estoy perfectamente preparado para hablar —dijo Wilt—, aunque debo decir que su definición de fácil no es la mía. Me refiero a ser gaseado y…
—¿Quiere oír mi definición de desagradable? —preguntó Glaushof.
—No —contestó Wilt enseguida—. Claro que no.
—Entonces hable.
Wilt tragó saliva.
—¿Hay algún tema en particular en el que esté usted interesado? —preguntó.
—Quiénes son sus contactos, por ejemplo —dijo Glaushof.
—¿Contactos? —dijo Wilt.
—Para quién está trabajando. Y no quiero oír una tontería acerca de la Escuela de Artes y Oficios Fenland. Quiero saber quién ha puesto en marcha esta operación.
—Sí —dijo Wilt, entrando de nuevo en un laberinto mental y perdiéndose—. Ahora que usted dice «esta operación», me pregunto si no le importaría… —Se detuvo. Glaushof le estaba mirando de manera aún más amenazadora que antes—. Quiero decir que no sé de qué está usted hablando.
—Conque no, ¿eh?
—Me temo que no. Si lo supiera…
Glaushof agitó un dedo ante la nariz de Wilt.
—Un tipo puede morir aquí y nadie se enteraría —dijo—. Si usted quiere eso, no tiene más que decirlo.
—No —dijo Wilt, tratando de enfocar el dedo como medio de evitar la perspectiva de querer algo—. Si usted me preguntara cosas que yo pudiera responder…
Glaushof volvió atrás.
—Comencemos por dónde consiguió usted los transmisores —dijo.
—¿Transmisores? —preguntó Wilt—. ¿Ha dicho usted transmisores? ¿Qué transmisores?
—Los que había en su coche.
—¿En mi coche? —dijo Wilt—. ¿Está usted seguro?
Glaushof se aferró al borde del escritorio que tenía detrás y sintió deseos de matar gente.
—¿Cree usted que puede venir aquí, al territorio de los Estados Unidos, y…?
—Inglaterra —dijo Wilt imperturbable—. Para ser más preciso, Reino Unido de Gran Bretaña, Escocia…
—Jesús —dijo Glaushof—, maldito comunista hijo de puta, tiene usted la desvergüenza de hablar de la familia real…
—Es mi país —dijo Wilt, encontrando fuerzas en la seguridad de que era británico. Eso era algo en lo que no había pensado mucho antes, realmente—. Y para su información, no soy comunista. Hijo de puta, quizá, aunque me gusta creer que no. Tendría que preguntarle a mi madre y hace diez años que murió. Pero decididamente no soy comunista.
—Entonces, ¿qué hay de los radiotransmisores de su coche?
—Ya lo dijo usted antes, y no tengo ni idea de qué está hablando. ¿Seguro que no me está confundiendo con otro?
—Usted se llama Wilt, ¿no es así? —gritó Glaushof.
—Sí.
—Y conduce un Ford escacharrado, matrícula HPR 791 N, ¿verdad?
Wilt asintió con la cabeza.
—Supongo que podría llamarlo así —dijo—. Aunque francamente, mi mujer…
—¿Está usted diciendo que su mujer puso esos transmisores en el coche?
—Dios mío, no. Ella no entiende de cosas como ésas. Y además, ¿para qué iba a hacer algo así?
—Eso es lo que tiene usted que decirme, amigo —dijo Glaushof—. No se irá hasta que lo haga, será mejor que me crea.
Wilt le miró y negó con la cabeza.
—Debo decir que lo encuentro difícil —murmuró—. Vengo aquí a dar una clase de Cultura Británica y, de pronto, me encuentro en medio de algún tipo de redada y hay gas por todas partes, y me despierto en una cama con doctores que me clavan agujas y…
Se detuvo. Glaushof había sacado un revólver del cajón del escritorio y estaba cargándolo. Wilt le observó con aprensión.
—Perdone —dijo—, pero le agradecería que apartara esa… eh… cosa. No sé qué es lo que tiene en mente pero le puedo asegurar que no soy la persona con la que debería estar hablando.
—¿No?, ¿entonces quién debería ser, su contacto?
—¿Contacto? —dijo Wilt.
—Contacto —dijo Glaushof.
—Eso es lo que me pareció que decía, aunque, para ser totalmente honesto, todavía no sé si me sirve de algo. Ni siquiera sé qué es un contacto.
—Entonces es mejor que comience a inventárselo. Por ejemplo, el tipo en Moscú que le dice qué debe hacer.
—Oiga —dijo Wilt tratando desesperadamente de volver a algún tipo de realidad que no incluyese contactos en Moscú que le dijeran qué hacer—, es evidente que hay una terrible equivocación.
—Sí, y usted la cometió viniendo aquí con ese equipo. Le voy a dar su última oportunidad —dijo Glaushof, echando una mirada por el cañón del revólver que a Wilt le pareció profundamente alarmante—. O lo dice usted con claridad o…
—Muy bien —dijo Wilt—. Mensaje recibido. ¿Qué quiere usted que le diga?
—Todo. Cómo fue reclutado, quién es su contacto y dónde, qué información ha dado usted…
Wilt miró deprimido por la ventana mientras la lista continuaba. Siempre había supuesto que el mundo era un lugar particularmente irracional y las bases aéreas particularmente absurdas, pero que un lunático estadounidense que jugaba con revólveres le tomase por un espía soviético era entrar en un nuevo ámbito de locura. Quizá eso es lo que había sucedido. Se había vuelto loco. No, no era eso. El revólver era la prueba de algún tipo de realidad, una prueba que daban por buena millones de personas en todo el mundo, pero que nunca había llegado cerca de la avenida Oakhurst o de la escuela o de Ipford. En cierto sentido, su propio pequeño mundo con sus convicciones fundamentales sobre la educación y los libros y, por falta de otra palabra mejor, la sensibilidad, era el mundo irreal, un sueño en el que nadie puede esperar vivir mucho tiempo. O en absoluto, si ese loco con su charla cliché sobre los tipos que morían allí y que nadie se enteraba, tenía razón. Wilt se volvió e hizo un último intento de recuperar el mundo que conocía.
—Muy bien —dijo—, si quiere los hechos se los daré, pero sólo con miembros del MI5 presentes. Como ciudadano británico exijo ese derecho.
Glaushof dio un bufido.
—Sus derechos se acabaron en el momento en que entró en la base —dijo—. Dígame lo que sabe. No voy a juguetear con un montón de maricas del Servicio de Información británico. De ningún modo. Ahora hable.
—Si no le importa, creo que preferiría escribirlo —dijo Wilt, ganando tiempo y tratando de pensar frenéticamente en lo que podía confesar—. Quiero decir que todo lo que necesito es una pluma y algunas hojas de papel.
Por un momento, Glaushof dudó antes de decidir si había algo que objetar a una confesión escrita de la propia mano de Wilt. De ese modo nadie podría decir que había maltratado a ese cabrón.
—De acuerdo —dijo—. Puede usar esa mesa.
Tres horas más tarde Wilt había terminado, y seis páginas estaban cubiertas con su limpia y casi ilegible escritura. Glaushof las tomó y trató de leerlas.
—¿Qué está tratando de hacer? ¿Nadie le ha enseñado a escribir como se debe? —Wilt negó con la cabeza, agotado.
—Si no puede usted leerlo, busque a quien pueda. Yo he terminado —dijo, y puso la cabeza entre los brazos sobre la mesa.
Glaushof miró su cara pálida y tuvo que reconocerlo. Él mismo no se sentía muy bien. Pero al menos el coronel Urwin y los idiotas de Información se iban a sentir peor. Con una energía renovada, entró en el despacho contiguo, hizo fotocopias de las páginas y se dirigió a los guardias que estaban en el exterior de Comunicaciones.
—Quiero una trascripción de esto —le dijo al jefe del equipo de mecanógrafos—. Y absoluto secreto. —Luego se sentó y esperó.