Eva se sentó en la cocina y miró de nuevo el reloj. Eran las cinco de la mañana y desde las dos se había permitido la voluptuosidad de muy grandes emociones. Su primera reacción al irse a la cama había sido de rabia.
«Ha ido otra vez al pub y se ha emborrachado —había pensado—. Bueno, pues no logrará mucha simpatía de mi parte si tiene resaca.»
Luego se había quedado despierta sintiéndose cada minuto más enfadada, hasta la una, en que la preocupación había triunfado sobre la cólera. No era propio de Henry estar fuera hasta tan tarde. Quizá le había sucedido algo. Barajó diversas posibilidades, que iban desde un accidente con el coche hasta estar detenido por borrachera y desórdenes públicos, y finalmente se convenció a sí misma de que le habían hecho algo terrible en la prisión. Después de todo, le estaba enseñando a ese espantoso asesino de McCullum, y cuando había vuelto a casa el lunes por la noche tenía un aspecto muy extraño. Por supuesto había estado bebiendo, pero al mismo tiempo ella recordaba que había dicho… No, eso no había sido el lunes por la noche, porque ella estaba dormida cuando volvió. Debía de haber sido el martes por la mañana. Sí, eso era. Ella había dicho que tenía un aspecto raro y, al pensar en ello, realmente estaba convencida de que parecía asustado. Y él había dicho que había dejado el coche en un aparcamiento, y al volver a casa por la tarde había estado mirando por la ventana de un modo extraño. También había tenido un accidente con el coche, y aunque en esos momentos ella lo había atribuido a su despiste habitual, empezaba a pensar que… En ese momento Eva encendió la luz y se levantó de la cama. Algo terrible había estado pasando y ella ni siquiera se había enterado.
Lo cual reavivó su enfado. Henry debía habérselo dicho, pero él nunca le decía las cosas realmente importantes. Pensaba que era demasiado estúpida, y quizá no era muy lista cuando se trataba de hablar de libros y de decir las cosas adecuadas en las fiestas, pero al menos era práctica y nadie podía decir que las cuatrillizas estaban recibiendo una mala educación.
Así pasó la noche. Eva se sentó en la cocina y se hizo tazas de té y se preocupó y se enfadó y luego se echó la culpa a sí misma y se preguntó a quién telefonear, y luego decidió que era mejor no llamar a nadie, porque se pondrían furiosos al ser despertados en medio de la noche, y en cualquier caso podía haber una explicación perfectamente natural, como que el coche se hubiese estropeado o que hubiese ido a casa de los Braintree a tomar una copa y hubiese tenido que quedarse a causa de la policía y de las pruebas de alcoholemia, y por eso quizá lo que debería hacer era irse a la cama y dormir un poco… Y siempre, junto a esta lucha de pensamientos y sentimientos encontrados, notaba aquella sensación de culpa y el sentimiento de que había sido estúpida por escuchar a Mavis y visitar a la doctora Kores. En cualquier caso, ¿qué sabía Mavis sobre el sexo? Nunca le dijo realmente lo que pasaba entre ella y Patrick en la cama —no era una de esas cosas que a Eva se le hubiera ocurrido preguntar y, aunque lo hubiera hecho, Mavis no se lo hubiera contado— y todo lo que había oído era que Patrick tenía relaciones con otras mujeres. También debía de haber buenas razones para esto. Quizá Mavis era frígida o quería ser demasiado dominante o masculina o no era muy limpia o algo así. Cualquiera que fuese la razón, hacía muy mal en dar a Patrick esos esteroides espantosos u hormonas y convertirlo en una persona somnolienta y gorda —bueno, ya casi no se le podía llamar hombre— que se sentaba delante de la tele cada noche y no podía desempeñar su trabajo correctamente. Además, Henry no era un mal marido. Sólo era despistado, y siempre estaba pensando en alguna cosa que no tenía la menor relación con lo que se suponía que estaba haciendo. Como aquella vez que él se hallaba pelando patatas para la comida del domingo y de pronto dijo que el vicario hacía que Polonio sonara como un verdadero genio, y no había razón para decir eso, porque los dos últimos domingos no habían estado en la iglesia, y ella había querido saber quién era Polonio y no era una persona, sino algún personaje de una obra de teatro.
No, uno no podía esperar que Henry fuera práctico, y ella no lo esperaba. Y, por supuesto, tenían sus discusiones y desacuerdos, particularmente acerca de las niñas. ¿Por qué no quería ver que eran especiales? Bueno, lo veía, pero no en el sentido correcto, y llamándolas «clónicas» no era muy constructivo. Eva recordaba algunas otras cosas que había dicho que tampoco eran muy agradables. Y luego estaba ese espantoso asunto de la otra noche con la jeringa de pastelería. Dios sabe qué efectos habría tenido sobre las ideas de las cuatrillizas acerca de los hombres. Y el verdadero problema con Henry era que no sabía lo que significaba romanticismo. Eva se levantó de la mesa de la cocina y calmó sus nervios limpiando la despensa. A las seis y media fue interrumpida por Emmeline en pijama.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, tan innecesariamente que Eva respondió con irritación.
—Es bastante evidente. No hace falta que hagas preguntas estúpidas.
—No era evidente para Einstein —dijo Emmeline, utilizando la bien ensayada técnica de atraer a Eva hacia un tema del que nada sabía pero que tenía que aprobar.
—¿Qué no era?
—Que la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta.
—Bueno, pero sí lo es, ¿no? —dijo Eva, cambiando una lata de mermelada del estante de las sardinas y el atún al de las confituras, donde parecía igualmente fuera de lugar.
—Claro que no. Todo el mundo lo sabe. Es una curva. ¿Dónde está papi?
—No veo cómo… ¿Qué quieres decir con «dónde está papi»? —dijo Eva, completamente desconcertada por el salto de lo inconcebible a lo inmediato.
—Preguntaba que dónde está —dijo Emmeline—. No está en casa, ¿verdad?
—No, no está —dijo Eva, oscilando entre una inclinación a dar libre curso a su irritación y la necesidad de mantenerse tranquila—. Está fuera.
—¿Dónde ha ido? —preguntó Emmeline.
—No ha ido a ningún sitio —dijo Eva, y volvió a poner la mermelada en el estante de las sardinas. Las latas no quedaban bien entre los frascos de mermelada—. Pasa la noche en casa de los Braintree.
—Supongo que se ha emborrachado otra vez —dijo Emmeline—. ¿Tú crees que es un alcohólico?
Eva agarró con violencia amenazadora un tarro de café.
—¡No te atrevas a hablar de tu padre de ese modo! —dijo bruscamente—. Claro que toma una copa cuando llega a casa por la noche. Casi todo el mundo lo hace. Es bastante normal y no quiero que vayas diciendo cosas sobre tu padre.
—Tú dices cosas de él —dijo Emmeline—, yo te oí llamarle…
—No importa lo que dije —replicó Eva—. Eso es diferente.
—No es diferente —insistió Emmeline—, no cuando tú dices que es un alcohólico, y además yo sólo estaba haciendo una pregunta, y tú siempre dices…
—Sube inmediatamente a tu habitación —dijo Eva—. Y no me hables de ese modo, porque no te lo tolero.
Emmeline se batió en retirada y Eva se dejó caer pesadamente de nuevo ante la mesa de la cocina. Verdaderamente era lamentable que Henry no hubiera inculcado algo de respeto a las cuatrillizas. Siempre dejaba la disciplina para ella. Debería tener más autoridad. Volvió a la despensa para ver si los paquetes, tarros y latas estaban exactamente como ella quería. Cuando terminó se sentía un poco mejor. Finalmente conminó a las cuatrillizas para que se vistieran rápidamente.
—Esta mañana tenemos que tomar el autobús —anunció cuando llegaron a desayunar—. Papi tiene el coche y…
—No lo tiene —dijo Penelope—, lo tiene la señora Willoughby.
Eva, que estaba sirviendo el té, lo derramó.
—¿La señora Willoughby? Sí, ya lo sé, he derramado un poco de té, Samantha. ¿Qué quieres decir, Penny? No puede tenerlo ella.
—Lo tiene —dijo Penelope con aire aún más suficiente—. El lechero me lo dijo.
—¿El lechero? Debe de haberse equivocado —dijo Eva.
—No. Tiene mucho miedo al perro de los Willoughby y sólo deja las botellas en la puerta, y ahí es donde está nuestro coche. Yo fui y lo vi.
—¿Y estaba tu padre allí?
—No, estaba vacío.
Eva dejó la tetera en la mesa con mano insegura y trató de pensar qué significaba eso. Si Henry no estaba en el coche…
—Quizá a papi se lo ha comido el perro —sugirió Josephine.
—El perro no se come a la gente. Sólo les abre la garganta y deja sus cuerpos en la tierra al fondo del jardín —dijo Emmeline.
—No es verdad. Sólo ladra. Es muy bueno si le das cordero y chuletas y cosas —dijo Samantha, desviando inintencionadamente la atención de Eva de la horrible posibilidad de que Henry, en su borrachera, se hubiera equivocado de casa y un gran danés le hubiera destrozado hasta matarlo. Y además, con la poción de la doctora Kores circulando por sus venas…
Penelope formuló con palabras esta idea.
—Es más probable que se lo haya comido la señora Willoughby —dijo—. El señor Gamer dice que está loca por el sexo. Yo le oí decírselo a la señora Gamer cuando ella dijo que lo deseaba.
—¿Que deseaba qué? —preguntó Eva, demasiado atónita por esta última revelación para preocuparse de las chuletas que faltaban del refrigerador. Ya trataría este asunto más tarde.
—Lo de siempre —dijo Penelope con una mirada de asco—. Siempre está con eso y el señor Gamer dice que se está volviendo como la señora Willoughby, después de que el señor Willoughby murió en el asunto y que él no iba a morir del mismo modo.
—Eso no es verdad —dijo Eva sin poderlo evitar.
—Sí que lo es —dijo Penelope—. Sammy lo oyó ¿verdad?
Samantha asintió.
—Estaba en el garaje tocándose, como hace Paul del 3 B, y podíamos oírle muy bien —dijo—. Y tiene ahí montones de Playboys y libros, y ella llegó y dijo…
—No quiero oírlo —dijo por fin Eva, apartando con esfuerzo su atención de este tema fascinante—. Ya es hora de que recojáis vuestras cosas. Yo iré a recoger el coche… —Se interrumpió. Era fácil decir que iba a recoger el coche del jardín delantero de los vecinos, pero al mismo tiempo había sus inconvenientes. Si Henry estaba en casa de la señora Willoughby, ella nunca podría acallar el escándalo. Al mismo tiempo, algo había que hacer y ya era bastante escándalo para los vecinos ver el coche ahí.
Con la misma determinación con que siempre se enfrentaba a las situaciones difíciles, Eva se puso la chaqueta y se dirigió a la puerta de la calle. Ahora estaba sentada en el Escort tratando de arrancarlo. Como siempre que tenía prisa, el motor del estárter fallaba y nada sucedía. Para ser exactos, algo sucedió, pero no lo que ella había esperado. La puerta delantera se abrió y el gran danés se lanzó fuera seguido de la señora Willoughby en bata. En opinión de Eva, era justo el tipo de bata que llevaría una viuda loca por el sexo. Eva bajó la ventanilla para explicar que estaba recogiendo el coche y la subió rápidamente otra vez. Por mucho que Samantha hablase bien del perro, Eva no se fiaba.
—Voy a llevar a las niñas al colegio —dijo, a modo de explicación, más bien inadecuada.
Fuera, el gran danés ladraba y la señora Willoughby decía alguna cosa que Eva no pudo oír. Bajó la ventanilla cinco centímetros.
—Decía que voy… —comenzó.
Diez minutos más tarde, después de un intercambio de opiniones desagradable, en el cual la señora Willoughby había negado el derecho de Eva a aparcar en las entradas de otras personas, Eva, a la que sólo la presencia del perro había impedido exigir el derecho a registrar la casa en busca de su Henry y se había visto limitada a una crítica moral de la bata, conducía furiosamente llevando a las cuatrillizas al colegio. Sólo después de dejarlas volvió a sus propias preocupaciones. Si Henry no había dejado el coche en casa de esa horrible mujer —y realmente no se lo imaginaba desafiando al gran danés, a menos que estuviera borracho perdido, y en ese caso no habría tenido mucho interés en la señora Willoughby—, alguien debía haberlo dejado allí. Eva se dirigió a casa de los Braintree y salió aún más preocupada. Betty estaba segura de que Peter había dicho que apenas había visto a Henry en toda la semana. Lo mismo sucedió en la escuela. El despacho de Wilt estaba vacío y la señora Bristol era terminante en que él no había estado allí desde el miércoles. Así que sólo quedaba la prisión.
Con un terrible presentimiento, Eva utilizó el teléfono del despacho de Wilt. Cuando lo colgó de nuevo, el pánico la invadía. ¿Henry no había estado en la prisión desde el lunes? Pero él había dicho que daba clase al asesino cada viernes… No lo hizo. Nunca lo había hecho. Y ahora tampoco iba a darle clase los lunes, porque McCullum ya no era una carga para el Estado, podríamos decir. Pero le había dado clase a McCullum el viernes. Oh, no, no lo había hecho. Los prisioneros de esa categoría no podían tener esas charlas tan agradables todos los días de la semana. Sí, estaba seguro. El señor Wilt nunca iba a la prisión los viernes.
Sola, sentada en el despacho, las reacciones de Eva pasaron del pánico a la cólera y otra vez al pánico. Henry la había estado engañando. Le había mentido. Mavis tenía razón, todo el tiempo había tenido otra mujer. Pero eso no era posible. Ella lo hubiera sabido. No podía mantener secreta una cosa como ésa. No era lo suficientemente práctico ni hipócrita. Hubiera habido alguna cosa que lo revelara, como cabellos en su chaqueta o lápiz de labios o polvos o algo. ¿Y por qué? Pero antes de que pudiera considerar esta cuestión, la señora Bristol había asomado la cabeza por la puerta para preguntar si quería una taza de café. Eva se esforzó por enfrentarse con la realidad. Nadie iba a tener la satisfacción de verla derrumbarse.
—No, gracias —dijo—, es muy amable de su parte, pero debo irme. —Y sin dar a la señora Bristol la oportunidad de preguntar algo más, Eva salió y bajó las escaleras con aire de deliberada fortaleza. Cuando llegó al coche ya casi no podía más, pero aguantó hasta que volvió a la avenida Oakhurst. Incluso entonces, con la evidencia de la traición en torno suyo, en la forma del impermeable de Henry y de los zapatos que se había quitado para limpiar y había dejado allí y su cartera en el vestíbulo, se negó a autocompadecerse. Algo estaba equivocado. Algo que demostraba que Henry no la había abandonado. Si pudiera pensar…
Tenía algo que ver con el coche. Henry nunca lo habría dejado en la entrada de la señora Willoughby. No, no era eso. Era… Dejó las llaves del coche sobre la mesa de la cocina y se dio cuenta de su importancia. Estaban en el coche cuando fue a recogerlo, y entre ellas, en el llavero, estaba la llave del 45 de la avenida Oakhurst. ¿Henry la había abandonado sin avisar y sin dejar un mensaje pero dejando la llave de la casa? Eva no lo creía. Ni por un momento. En ese caso, su instinto había acertado y algo espantoso le había sucedido. Eva puso agua a calentar y trató de pensar en qué hacer.
—Escucha, Ted —dijo Flint—. Tú decides. Si tú me rascas la espalda, yo te rascaré la tuya. No hay problema. Todo lo que digo es…
—Si yo le rasco la espalda —dijo Lingon—, no tendré ninguna maldita espalda para que me rasque. Por lo menos no una espalda que usted quisiera rascar, incluso si pudiera encontrarla debajo de alguna jodida autopista. ¿Ahora, le importaría largarse de aquí?
El inspector Flint se instaló en una silla y miró a su alrededor al diminuto despacho en el rincón del asqueroso garaje. Aparte un archivador, el usual calendario con desnudos, un teléfono y el escritorio, la única cosa que para él tenía algún interés era el señor Lingon. Y en opinión de Flint, el señor Lingon era una cosa, una cosa más bien repugnante, rechoncha, desdichada y corrupta.
—¿Los negocios van bien? —preguntó con tan poco interés como le fue posible. Fuera del cubículo de cristal, un mecánico estaba lavando un autobús de Lingon que se pretendía de lujo.
El señor Lingon gruñó y encendió un cigarrillo con la colilla del anterior.
—Iban bien hasta que usted llegó —dijo—. Ahora hágame un favor, déjeme solo. No sé de qué me está hablando.
—De mierda —dijo Flint.
—¿Mierda? ¿Qué se supone que significa eso?
Flint ignoró la pregunta.
—¿Cuántos años estuviste la última vez? —preguntó.
—Oh, Señor —dijo Lingon—, claro que estuve en el trullo. Hace años. Pero vosotros, cabrones, nunca nos soltáis, ¿verdad? Un pequeño atraco, una agresión a tres kilómetros de distancia. Lo que sea, ¿y a quién venís a ver? A Ted Lingon. A presionarle. Eso es todo lo que se os ocurre. No tenéis imaginación.
Flint desvió su atención del mecánico y miró al señor Lingon.
—¿Quién necesita imaginación? —dijo—. Una bonita declaración firmada, con testigos, y todo en regla, sin trapicheos. Eso es mucho mejor que la imaginación. Se sostiene ante el juez.
—¿Declaración? ¿Qué declaración? —El señor Lingon parecía incómodo.
—¿Quieres saber primero quién la hizo?
—De acuerdo. ¿Quién?
—Clive Swannell.
—¿Ese viejo maricón? Debe estar bromeando. Él no… —Se interrumpió de pronto—. Es un farol.
Flint sonrió seguro de sí mismo.
—¿Y qué te parece Rocker?
Lingon aplastó su cigarrillo sin decir palabra.
—Las tengo escritas. La de Rocker también. Se complementan, ¿sabes? ¿Quieres que siga?
—No sé de qué está usted hablando, inspector —dijo Lingon—. Y ahora, si no le importa…
—El siguiente de la lista —dijo Flint, saboreando el apretarle los tornillos— es una buena pieza de Chingford llamada Annie Mosgrave. Le encantan los paquistaníes. Y los tríos chinos. Es una especie de cosmopolita. Pero escribe con muy buena letra y no quiere que algún tipo con un cuchillo de carnicero aparezca por allí alguna noche.
—Está usted mintiendo. Eso es lo que pasa —dijo Lingon, agitándose en el asiento y manoseando el paquete de cigarrillos.
Flint se encogió de hombros.
—Claro que estoy mintiendo. Cómo no. Un estúpido poli como yo debe mentir. Especialmente cuando tiene a buen recaudo declaraciones firmadas. Y no creas que te voy a hacer el favor de ponerte a buen recaudo a ti también, Teddie, muchacho. No, no me gustan los traficantes. No me gustan nada. —Se inclinó hacia adelante y sonrió—. Simplemente voy a esperar a la encuesta post mortem, tu encuesta post mortem, querido Teddie. Hare todo lo que pueda para identificarte. Naturalmente será difícil, pero puede hacerse. Sin pies, sin manos, con todos los dientes arrancados… eso si queda una cabeza y no la han quemado con el resto del cuerpo, tu cuerpo. Y se tomarán su tiempo para hacerlo. Realmente desagradable. Recuerdo a Chris allá en Thurrock. Debe de haber sido una manera terrible de morir, sangrando por todas partes. Le cortaron los…
—Cállese —gritó Lingon, ahora ceniciento y tembloroso.
Flint se puso de pie.
—Me callo por ahora —dijo—. Pero sólo por ahora. No quieres colaborar, por mí muy bien. Saldré de aquí y no me verás más. No, será algún tipo que nunca hayas visto el que vendrá. Querrá alquilar un autocar para llevar a un grupo a Buxton. Dinero sobre la mesa, sin problemas. Y lo siguiente que pasará es que desearás que fuera yo el que estuviera aquí en lugar de uno de los camaradas de Mac con un par de sierras eléctricas.
—Mac está muerto —dijo Lingon, casi en un susurro.
—Eso me han dicho —dijo Flint—. Pero Roddie Eaton todavía está fuera y anda por ahí llevando las cosas. Es un tipo simpático, Roddie. Le gusta herir a la gente, según me dicen, especialmente cuando saben lo suficiente para encerrarle de por vida y él no puede estar seguro de que no hablarán.
—Ese no soy yo —dijo Lingon—. No soy un chivato.
—¿Quieres apostar? Lo largarás todo a gritos antes de que hayan comenzado —dijo Flint, y abrió la puerta. Pero Lingon le retuvo con un gesto.
—Necesito garantías —dijo.
Flint negó con la cabeza.
—Ya te lo dije. Soy un viejo poli estúpido. No estoy vendiendo el perdón de la reina. Si quieres ir a verme y hablarme de ello, allí estaré. Hasta la una —miró su reloj—. Tienes exactamente una hora y veinte minutos. Después de eso es mejor que cierres la tienda y te compres una pistola. Y no llames por ese teléfono porque lo sabré. Y lo mismo si sales de aquí y utilizas una cabina. Y a partir de las cinco Roddie lo sabrá también.
Flint pasó al lado del autocar. Ese cabrón iría. Estaba seguro de ello, y todo estaba encajando muy bien en su sitio. Hodge también se encontraba en un lío. Todo era muy satisfactorio y sólo venía a demostrar lo que siempre había dicho, que nada había como los años de experiencia. También ayudaba el tener un hijo en prisión por drogas, pero el inspector Flint no tenía la intención de mencionar sus fuentes de información al comisario cuando hiciera su informe.