A veinticuatro kilómetros de allí, el Escort de Wilt se dirigía hacia Ipford emitiendo señales. Como nadie había pensado en proporcionar al cabo instrucciones adecuadas, y él no confiaba en las garantías de Glaushof de que estaría bien protegido por el mayor y los hombres del vehículo que le seguía, había tomado sus propias precauciones antes y después de abandonar la base. Se había provisto de una pesada automática y había calculado una ruta que causaría la mayor confusión a cualquiera que tratase de localizar su posición a través de los receptores. Había logrado su objetivo. Es decir, había recorrido en casi nada de tiempo treinta y dos kilómetros extraordinariamente complicados y, a la media hora de salir de Baconheath, todavía estaba a sólo ocho kilómetros de la base. Después había enfilado en dirección a Ipford y había pasado veinte minutos fingiendo cambiar una rueda en un túnel, bajo la carretera, antes de salir a un camino secundario que pasaba de manera muy conveniente junto a los postes de una línea de alta tensión. Dos túneles más y veinticuatro kilómetros por una carretera que serpenteaba bajo la orilla de un río canalizado, y el inspector Hodge y los hombres del otro coche escucha estaban transmitiéndose mensajes desesperadamente unos a otros en un intento de descubrir dónde demonios se había metido. Y lo más extraño, ni siquiera estaban enteramente seguros del lugar en que ellos mismos se encontraban.
El mayor tenía el mismo dilema. No había esperado que el cabo emprendiese una acción evasiva o que condujera a velocidad excesiva —eso cuando no estaba escondido en los túneles— por carreteras llenas de curvas que probablemente habían sido diseñadas para el paso de caballerías en fila india y aun así eran peligrosas. Pero el mayor no se preocupó. Si el cabo quería salir zumbando como un gato escaldado, ése era su problema.
—Si quería una escolta armada, mejor hubiera sido que permaneciera con nosotros —le dijo a su conductor cuando derrapaban en una curva embarrada de noventa grados y casi aterrizaban en un canal lleno de agua—. No pienso terminar mi vida en una zanja, así que disminuya la velocidad, por el amor de Dios.
—Entonces, ¿vamos a perderlo? —preguntó el conductor, que se lo había estado pasando estupendamente.
—No. Si va a alguna parte, y no al infierno, acabará en Ipford. Tenemos la dirección aquí. Tome la autopista en la primera oportunidad y le esperaremos donde se supone que se está dirigiendo.
—Sí, señor —dijo de mala gana el conductor, y giró en el primer cruce hacia la carretera principal.
El sargento Runk habría hecho lo mismo si hubiera tenido la oportunidad, pero la táctica del cabo había confirmado los sueños más fantásticos del inspector Hodge.
—Está tratando de perdernos —gritó poco después de que el cabo abandonase la base aérea y comenzase a jugar con la muerte—. Eso debe de significar que lleva la droga.
—Eso, o que está practicando para el Rally de Montecarlo —dijo Runk. Pero a Hodge no le hizo gracia.
—Tonterías. Ese cabrón entra en Baconheath, pasa hora y media allí y sale a toda velocidad por carreteras embarradas por las que nadie en su sano juicio iría a más de sesenta por hora en pleno día, y retrocede cinco veces como lo ha hecho. Debe de llevar algo de valor en ese coche.
—Desde luego, su vida no puede ser —dijo Runk, que luchaba por mantenerse en el asiento—. ¿Por qué no llamamos simplemente a un coche patrulla que lo detenga por exceso de velocidad? De ese modo podremos registrarlo y ver qué lleva.
—Buena idea —dijo Hodge, y estaba a punto de dar instrucciones cuando el cabo buscó refugio en el túnel de la autopista y lo perdieron durante veinte minutos.
Hodge se pasó ese tiempo reprochando a Runk el no haber hecho una anotación exacta de su última posición y pidiendo ayuda al otro coche. La siguiente ruta del cabo junto a los postes de alta tensión y bajo la orilla del río canalizado había puesto las cosas aún más difíciles. Para entonces, el inspector no tenía ni idea de qué hacer, pero su convicción de que estaba tratando con un maestro de criminales se había confirmado sin duda.
—Evidentemente, ha pasado el material a un tercero y si le registramos se declarará inocente —murmuró.
Hasta Runk tuvo que reconocer que la evidencia apuntaba en esa dirección.
—Además, también sabe que su coche está controlado —dijo—. Por la ruta que sigue, tiene que saberlo. ¿Así que adonde vamos desde aquí?
Hodge vaciló. Durante un momento consideró la posibilidad de conseguir una orden y llevar a cabo un registro de la casa de Wilt, tan concienzudo que saliera a la luz incluso la más diminuta traza de heroína o de Fluido Embalsamador. Pero si no era así…
—Siempre tenemos la grabadora —dijo finalmente—. Puede haberla pasado por alto y, en ese caso, tendremos las conversaciones con su cómplice.
El sargento Runk lo dudaba.
—Si quiere saber mi opinión —dijo—, la única manera de obtener pruebas sólidas con ese cabrón es hacer un registro con aspiradores capaces de aspirar un elefante. Puede ser tan listo como quiera, pero esos tipos de los laboratorios saben hacer su trabajo. Yo creo que ése es el camino más seguro.
Pero Hodge no se dejó persuadir. No tenía la intención de pasarle el caso a otro cuando era evidente que estaba siguiendo la buena pista.
—Bueno, primero veremos lo que hay en esa cinta —dijo mientras se volvían hacia Ipford—. Le daremos una hora para irse a dormir y luego puede usted ir y recogerla.
—Y tener el resto del día libre —dijo Runk—. Puede que usted sea uno de esos insomnes por naturaleza, pero yo, si no tengo mis ocho horas de sueño…
—Yo no tengo insomnio —dijo el inspector. Continuaron en un silencio roto sólo por las señales que provenían del coche de Wilt. Ahora eran más fuertes. Diez minutos más tarde se encontraban aparcados al final de la calle Perry y el coche de Wilt anunciaba su presencia desde la avenida Oakhurst.
—Tiene uno que quitarse el sombrero ante ese tío —dijo Hodge—. Quiero decir que nunca se diría que podía conducir de ese modo. Eso demuestra que nunca se puede estar seguro…
Una hora después, el sargento Runk salió a trompicones del coche y subió a pie por la calle Perry.
—No está ahí —dijo al volver.
—¿Que no está ahí? Tiene que estar —dijo el inspector—, la señal se recibe alta y clara.
—Puede que sí —dijo Runk—. Apuesto a que el mierda se ha metido en la cama con los jodidos transmisores, pero lo que yo sé es que no está fuera de la casa.
—¿Y en el garaje?
Runk bufó.
—¿En el garaje? ¿Ha echado usted una mirada a ese garaje? Es un asqueroso depósito de muebles, no un garaje. Lleno de mierda hasta el techo, y si me está diciendo que se ha pasado los dos últimos días sacándolo todo al jardín trasero para poder meter el coche ahí…
—Bien, pronto lo veremos —dijo Hodge y condujo lentamente por delante del 45 de la avenida Oakhurst, comprobando que lo que el sargento había dicho era verdad.
—¿Qué le dije? Y no lo ha metido en el garaje.
—Lo que usted no dijo es que lo había aparcado ahí —dijo Hodge, señalando a través del parabrisas al Escort lleno de barro que el cabo, que no había estado dispuesto a perder tiempo comprobando los números de las casas en plena noche, había dejado ante el número 65.
—Bien, que me aspen —dijo Runk—. ¿Por qué haría algo así?
—Veremos si esa cinta tiene algo que decirnos —dijo el inspector—. Usted se baja aquí y daremos la vuelta a la esquina.
Pero por una vez, el sargento Runk no estaba dispuesto a dejarse dominar.
—Si quiere usted esa maldita cinta, vaya y cójala —dijo—. Un tipo como ese Wilt no deja su coche lejos de casa sin una buena razón y no estoy dispuesto a saberla demasiado tarde, y es mi última palabra.
Al final fue Hodge el que se acercó al coche con precaución, y apenas había comenzado a buscar bajo el asiento delantero cuando el gran danés de los Willoughby empezó a ladrar dentro de la casa.
—Se lo advertí —dijo Runk cuando el inspector, sin aliento, se sentó en el coche junto a él—. Sabía que había una trampa en alguna parte, pero usted no me escuchó.
El inspector Hodge estaba demasiado preocupado para oírle siquiera. Todavía podía oír los ladridos del terrible animal y el sonido de sus enormes patas en la puerta delantera de la casa de los Willoughby.
Aún estaba afectado por el suceso cuando llegaron de vuelta a la comisaría.
—Lo atraparé, lo atraparé —murmuraba mientras se dirigía titubeando a las escaleras. Pero la amenaza carecía de sustancia. Le había engañado de nuevo y por primera vez apreciaba la necesidad de dormir del sargento Runk. Quizá después de unas horas de sueño su mente podría urdir un nuevo plan.
En el caso de Wilt, la necesidad de sueño era también apremiante. Los efectos del Agente Neutralizador sobre un cuerpo ya debilitado por la administración del cordial sexual de la doctora Kores, le habían reducido a un estado en el que apenas sabía quién era y le incapacitaba para responder preguntas. Recordaba vagamente que había escapado del retrete, o más bien que se había encerrado en uno, pero el resto de su mente era un cúmulo de imágenes cuya suma total no tenía el menor sentido. Hombres con máscaras, armas, ser arrastrado, arrojado a un jeep, conducido, arrastrado otra vez, luces en una habitación desnuda y un hombre que le gritaba como un demente, todo formaba imágenes calidoscópicas que cambiaban constantemente en su cabeza y no tenían sentido en absoluto. Sólo acababan de suceder o estaban sucediendo o quizá, porque aquel hombre que le gritaba parecía de algún modo remoto, le habían sucedido en alguna existencia anterior, que por cierto prefería no revivir. Y aunque Wilt trataba de explicar que las cosas, sean las que fueren, no son lo que parecen, el hombre que gritaba no quería escucharle.
Eso no era sorprendente. De hecho, los extraños ruidos que Wilt estaba produciendo difícilmente entraban en la categoría de lenguaje, y desde luego no eran explicaciones.
—Está confundido —dijo el doctor al que Glaushof había convocado para tratar de inyectar un poco de sentido en el sistema de comunicaciones de Wilt—. Eso es lo que consiguen con AN 2. Tendrá suerte si alguna vez vuelve a hablar.
—¿AN 2? Estábamos usando el tipo corriente de Agente Neutralizador —dijo Glaushof—. Nadie ha estado lanzando AN 2 por ahí. Está reservado para los comandos suicidas soviéticos.
—Claro —dijo el doctor—, sólo le estoy diciendo cuál es mi diagnóstico. Mejor sería que comprobase el contenido de los bidones.
—Y comprobaré también a ese lunático de Harah —dijo Glaushof y salió corriendo de la habitación. Cuando volvió, Wilt había adoptado la posición fetal y estaba profundamente dormido.
—AN 2 —admitió Glaushof lúgubremente—. ¿Qué hacemos ahora?
—He hecho todo lo posible —dijo el doctor—, al administrarle dos hipodérmicas. Le he rellenado con suficiente antídoto del AN para evitarle entrar en la categoría de descerebrado…
—¿Categoría de descerebrado? Pero si tengo que interrogarlo. No puede convertirse en un vegetal. Es algún tipo de agente infiltrado y tengo que averiguar de dónde proviene.
—Mayor Glaushof —dijo el doctor secamente—, son ahora las cero horas y hay ocho mujeres, tres hombres, un teniente y esto… —apuntó a Wilt— y todos ellos sufren envenenamiento por gas nervioso y usted cree que puedo salvar a alguno de ellos de la psicosis químicamente inducida; lo haré, pero no voy a poner a un supuesto terrorista que lleva un protector escrotal a la cabeza de mi lista de prioridades. Si quiere interrogarlo, tendrá que esperar. Y rezar. Oh, sí, y si no ha vuelto del coma en ocho horas, hágamelo saber, quizá podamos utilizarlo como donante en cirugía.
—Alto ahí, doctor —dijo—. Una palabra de esa gente acerca de que han sido…
—¿Gaseados? —dijo el doctor incrédulamente—. No creo que se dé cuenta de lo que usted ha hecho, mayor. No recordarán nada.
—Había un agente aquí —gritó Glaushof—. Claro que han sido gaseados. El teniente Harah lo hizo.
—Si usted lo dice —dijo el doctor—. Mi trabajo es la salud física, no la seguridad de la base, y me imagino que usted podrá explicarle el estado de la señora Ofrey al general. Pero no cuente conmigo para que diga que ella y otras ocho mujeres son naturalmente psicóticas.
Glaushof consideró las implicaciones de esta declaración y las encontró decididamente preocupantes. Por otro lado, estaba siempre el teniente Harah…
—Dígame, doctor —dijo—, ¿cómo está Harah exactamente?
—Tan enfermo como puede estarlo un hombre al que le han dado una patada en la entrepierna y que ha inhalado AN 2 —dijo el doctor—. Y eso sin contar con su condición mental previa. Debería haber llevado uno de ésos. —Recogió el protector de Wilt.
Glaushof se quedó mirándolo especulativamente y luego miró a Wilt.
—¿Por qué querría un terrorista llevar una de esas cosas? —preguntó.
—Quizá se esperaba que le sucediera lo que al teniente Harah —dijo el doctor, y salió de la habitación.
Glaushof le siguió hasta el despacho de al lado y envió a buscar a la capitana Clodiak.
—Siéntese, capitana —dijo—. Ahora quiero un informe exacto de lo que ha pasado esta noche.
—¿De lo que ha pasado? ¿Cree usted que yo lo sé? Está ese maníaco de Harah… —Glaushof levantó una mano.
—Creo que debería saber que el teniente Harah está muy enfermo en estos momentos.
—¿Qué le pasa ahora? —dijo Clodiak—. Siempre estuvo enfermo. De la cabeza.
—No es en la cabeza en lo que estoy pensando. —La capitana Clodiak masticó su chicle.
—Si tiene los cojones donde debería tener el cerebro, ¿qué culpa tengo yo?
—Se lo advierto —dijo Glaushof—. Atacar a un oficial inferior en grado acarrea una grave penalidad.
—Sí, y lo mismo sucede por atacar sexualmente a una oficial superior.
—Podría ser —dijo Glaushof—, pero creo que le va a ser difícil probarlo.
—¿Me está llamando mentirosa? —preguntó la capitana.
—No. Claro que no. Yo la creo, pero lo que estoy preguntando es si la creerá alguien más.
—Tengo testigos.
—Tenía —dijo Glaushof—. Por lo que me ha dicho el doctor, no van a resultar muy de fiar. De hecho, yo diría que nunca más podrán entrar en la categoría de testigos. El Agente Neutralizador le hace cosas a la memoria. Creí que usted debería de saberlo. Y las heridas del teniente Harah están médicamente documentadas. No creo que esté usted en situación de discutirlas. Eso no quiere decir que vaya a tener que hacerlo. Yo le recomiendo que colabore con este departamento.
La capitana Clodiak estudió su cara. No era una cara agradable, pero no podía discutir el hecho de que su situación no le permitía tener muchas opciones.
—¿Qué quiere usted que haga? —preguntó.
—Quiero oír lo que este Wilt decía, todo. En sus clases. ¿Dio algún indicio de ser comunista?
—No, que yo sepa —dijo la capitana—. Yo habría informado si lo hubiera hecho.
—Entonces, ¿qué decía?
—La mayor parte del tiempo hablaba de cosas como el Parlamento, el sistema de voto y cómo ve las cosas la gente en Gran Bretaña.
—¿Ver las cosas? —dijo Glaushof tratando de adivinar por qué una mujer atractiva como la señorita Clodiak elegía asistir a clases que él hubiera dado dinero por evitar—. ¿Qué tipo de cosas?
—Religión y matrimonio y… sólo cosas.
Una hora después, Glaushof nada había averiguado.