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—Lo tengo todo rodeado, señor, y él está todavía dentro —dijo el teniente Harah, cuando Glaushof llegó por fin a la sala de conferencias 9. Glaushof no necesitaba que se lo dijeran. Él mismo había tenido suficientes problemas para atravesar el cordón que el teniente había tendido alrededor de la sala y, en otras circunstancias, habría expresado su irritación por el celo del teniente. Pero la situación era lo suficientemente seria para no hacer recriminaciones, y además, respetaba la eficiencia de su segundo en el mando. Como cabeza del EAP (Escuadrón Antipenetración del Perímetro), el teniente Harah había realizado su entrenamiento en Fort Knox, en Panamá, y había entrado en acción en Greenham Common, disfrazado de policía inglés, obteniendo un Corazón Púrpura tras haber sido mordido en la pierna por una madre de cuatro hijas, una experiencia que le había dejado un útil prejuicio contra las mujeres. Glaushof apreciaba su misoginia. Al menos se podía confiar en que un hombre de Baconheath no se acostaría con Mona Glaushof, y Harah no iba a tratar con guante blanco a las mujeres de la Campaña pro Desarme Nuclear si intentaban irrumpir en Baconheath.

Por otra parte, esta vez parecía haber ido demasiado lejos. Aparte de los seis hombres de la escuadra de choque con máscaras antigás junto a la puerta delantera, de cristales, de la sala de conferencias, y algunos más agachados bajo las ventanas, un pequeño grupo de mujeres estaba con los brazos en alto contra la pared del edificio contiguo.

—¿Quiénes son ésas? —preguntó Glaushof. Tenía la desagradable sospecha de que había reconocido la falda escocesa de la señora Ofrey.

—Sospechosas —dijo el teniente Harah—. Presuntas mujeres.

—¿Qué quiere decir con «presuntas mujeres»? —preguntó Glaushof—. O son mujeres o no lo son.

—Salieron vestidas de mujeres, señor —dijo el teniente—, eso no quiere decir que lo sean. Podrían ser terroristas vestidos de mujer. ¿Quiere usted que lo compruebe?

—No —dijo Glaushof, arrepintiéndose de haber dado la orden de atacar el edificio antes de hacer él su aparición. Ya no hacía muy buen efecto tener contra la pared a la mujer del jefe del Ejecutivo Administrativo, con una pistola apuntándole a la cabeza, pero que su sexualidad fuese comprobada por el teniente Harah realmente sería demasiado. Por otra parte, ni siquiera la señora Ofrey podría quejarse de haber sido rescatada de una posible retención como rehén.

—¿Está seguro de que no hay modo de que haya podido salir?

—Absolutamente —dijo el teniente—. Tengo tiradores en el bloque siguiente en caso de que suba al tejado, y los túneles de las cloacas han sido sellados. Todo lo que tenemos que hacer es lanzar dentro un barril de Agente Neutralizador y no habrá el menor problema.

Glaushof miró nervioso hacia la fila de mujeres y lo dudó. Iba a haber problemas, y mejor sería que los problemas pareciesen serios.

—Pondré a esas mujeres a cubierto y luego entra usted —dijo—. Y nada de disparar, a menos que él lo haga primero. Quiero agarrar a ese tío para interrogarle. ¿Entendido?

—Absolutamente, señor —dijo el teniente—. Cuando tome una bocanada de Agente Neutralizador, no tendrá fuerzas ni para encontrar el gatillo.

—Bien. Déme cinco minutos y luego adelante —dijo Glaushof, y se dirigió hacia la señora Ofrey—. Señoras, si vienen por aquí… —dijo, sin advertir al hombre que había entre ellas, y llevó a toda prisa al pequeño grupo dando la vuelta a la esquina hacia el vestíbulo de otra sala de conferencias. La señora Ofrey estaba claramente indignada.

—¿Qué significa…? —comenzó, pero Glaushof levantó una mano.

—Si me permiten que les explique —dijo—, comprendo que han sufrido inconvenientes, pero tenemos una situación de infiltración entre manos y no podíamos afrontar la posibilidad de que fueran ustedes retenidas como rehenes. —Hizo una pausa y se sintió satisfecho de ver que incluso la señora Ofrey había captado el mensaje.

—Qué cosa tan terrible —murmuró.

Fue la reacción de la capitana Clodiak la que le sorprendió.

—¿Situación de infiltración? Hemos tenido la clase usual, sin problemas —dijo—, no he visto a nadie nuevo. ¿Quiere decir que hay alguien aquí al que no conocemos?

Glaushof vaciló. Había esperado guardarse para sí la cuestión de la identidad de Wilt como agente secreto y que la noticia no corriera por la base como reguero de pólvora. Desde luego, no quería que se supiera hasta que hubiese completado su interrogatorio y estuviera en posesión de toda la información necesaria para demostrar que el Servicio de Información, y en particular ese cabrón del coronel Urwin, no había comprobado bien la identidad de un empleado exterior. De ese modo, el coronel caería y difícilmente podrían evitar ascender a Glaushof. Si el Servicio de Información tenía noticias de lo que estaba pasando, todo el plan se iría a pique. Glaushof se replegó a la táctica del «Alto secreto».

—No creo que sea recomendable en este momento aclarar más la cuestión. Es un asunto de alta seguridad. Cualquier indiscreción podría perjudicar gravemente las posibilidades defensivas del Mando Aéreo Estratégico en Europa. Debo insistir en un total bloqueo informativo.

Por un momento, este pronunciamiento surtió el efecto que había deseado. Incluso la señora Ofrey pareció satisfactoriamente impresionada. Luego la capitana Clodiak rompió el silencio.

—Allí estábamos nosotros y ese tipo, Wilt, ¿no es así? —Glaushof no dijo palabra—. Así que trae usted las tropas de asalto y nos pone contra la pared en cuanto salimos, y ahora nos habla de una situación de infiltración. No le creo, mayor, simplemente no le creo. La única infiltración de la que tengo noticia es la que ese cabrón teniente machista ha hecho en dirección a mi trasero, y tengo la intención de formalizar una queja contra el teniente Harah, y usted puede sacar de su imaginación calenturienta tantos agentes infiltrados como quiera, que no va a detenerme.

Glaushof tragó saliva. Veía que había tenido razón en considerar a la capitana como una mujer de carácter y que se había equivocado por completo al permitir que el teniente Harah actuase por su cuenta. También se había equivocado bastante en su estimación de la antipatía del teniente por las mujeres, aunque incluso Glaushof tenía que admitir que la capitana Clodiak era una mujer notablemente atractiva. En un intento de salvar la situación ensayó una sonrisa de simpatía. Le salió de lado.

—Estoy seguro de que el teniente Harah no tenía intención de… —comenzó.

—¿Y qué me dice de su mano? —dijo de repente la capitana—. ¿Cree que no reconozco las intenciones cuando las siento? ¿Es eso lo que cree?

—Quizá estaba asegurándose de que no portaba armas —dijo Glaushof, que ahora comprendió que debía hacer algo realmente asombroso para recuperar el control de la situación. Le salvó el sonido de cristales rotos. El teniente Harah había esperado exactamente cinco minutos antes de entrar en acción.

Le había costado más de cinco minutos a Wilt liberarse del vendaje y dejarlo caer por la pernera y volver a colocar el protector en una posición que pudiera ofrecerle alguna protección de las espasmódicas bufonadas de su pene. Al final lo había conseguido y acababa de ajustado todo con bastante incomodidad cuando dieron unos golpes en la puerta.

—¿Está usted bien, señor Wilt? —preguntó el ingeniero.

—Sí, gracias —dijo Wilt con toda la cortesía que le permitía su irritación. Siempre pasaba lo mismo con los idiotas amables. Le ofrecían ayuda precisamente cuando era menos oportuno. Todo lo que Wilt quería hacer ahora era largarse de una vez de la base sin más complicaciones. Pero el ingeniero no entendió la situación.

—Le estaba diciendo antes a Pete que yo tengo un tío en Idaho que tiene el mismo problema de suspensorio —dijo el ingeniero a través de la puerta.

—¿De verdad? —dijo Wilt, fingiendo interés, mientras que en realidad estaba luchando por subirse la cremallera. Evidentemente se había atascado con un trozo del vendaje. Wilt trató de bajarla.

—Sí, se pasó años con ese protector abultado hasta que mi tía Annie oyó hablar de ese cirujano en Kansas City y llevó allí a mi tío Rolf, que naturalmente no quería ir, pero nunca se arrepintió de haberlo hecho. Le puedo dar el nombre si quiere.

—Joder —dijo Wilt. Un extremo de la cremallera, hizo un ruido como si se hubiese roto.

—¿Ha dicho usted algo, señor Wilt? —preguntó el ingeniero.

—No —contestó Wilt.

Hubo un momento de silencio mientras el ingeniero consideraba el próximo movimiento y Wilt trataba de sujetar la parte inferior de la cremallera a los pantalones mientras empujaba del tirador al mismo tiempo.

—Tal como yo lo veo, y debe usted entender que no soy médico sino ingeniero, así que sé algo de fallos estructurales, hay un deterioro del músculo inferior…

—Escuche —dijo Wilt—. Exactamente en este momento tengo un fallo estructural en la cremallera de mis pantalones. Algo se ha enganchado y está atascada.

—¿De qué lado? —preguntó el ingeniero.

—¿Qué lado qué? —preguntó Wilt.

—Eh… lo que se ha enganchado en ella.

Wilt se inclinó para ver la cremallera. En los límites del retrete era difícil ver el lado de nada.

—¿Cómo demonios lo voy a saber?

—¿Está usted subiéndola o bajándola? —continuó el ingeniero.

—Subiéndola —dijo Wilt.

—Algunas veces ayuda bajarla un poco primero.

—Ya está abajo del todo —dijo Wilt, permitiendo que su irritación le dominase—. ¿Estaría tratando de subir la maldita cosa si no estuviera abajo?

—Supongo que no —dijo el ingeniero, con una meliflua paciencia que era aún más irritante que su deseo de ayudar—. De todos modos, si no está abajo del todo puede que la cosa… —Hizo una pausa—. Señor Wilt, ¿qué es exactamente lo que se le ha enganchado en la cremallera?

Dentro del retrete Wilt miró con aire enloquecido un aviso que no sólo le instruía para que se lavara las manos sino que parecía suponer que necesitaba que le dijeran cómo. «Cuenta hasta diez», murmuró para sí, y se sorprendió al descubrir que la cremallera se había liberado sola. También se había liberado él de la indeseable amabilidad del ingeniero. Un estruendo de cristales rotos había perturbado evidentemente la calma del hombre.

—Jesús, ¿qué está pasando? —gritó.

No era una pregunta que Wilt pudiera responder. Y por los ruidos que oía fuera, tampoco quería responder. En alguna parte, una puerta se abrió de golpe y el ruido de carreras en el corredor se mezcló con órdenes tajantes de detenerse. Wilt se detuvo, dentro del retrete. Acostumbrado como estaba últimamente a los azares que parecían inherentes al hecho de entrar en un lavabo en cualquier sitio que no fuera su propia casa, la experiencia de estar encerrado en un retrete con una Escuadra Antipenetración del Perímetro irrumpiendo en el edificio era nueva para él.

Pero más nueva era para el ingeniero. Cuando los bidones de Agente Neutralizador cayeron al suelo y hombres con máscaras y portando armas automáticas atravesaron la puerta, perdió todo interés en los problemas de la cremallera de Wilt y retrocedió hacia la sala de conferencias, para chocar con la navegante y el empleado del economato militar que intentaban salir. En la confusión que siguió, el Agente Neutralizador hizo honor a su nombre. El empleado del economato militar trató de desenredarse del ingeniero, que estaba haciendo lo que podía para evitarle, y la navegante chocó con ambos, bajo la ilusión de que se estaba moviendo en dirección contraria.

Cuando caían al suelo, el teniente Harah apareció sobre ellos, enorme y extraordinariamente siniestro con su máscara antigás.

—¿Quién de ustedes es Wilt? —aulló. Su voz, distorsionada por la máscara y por los efectos del gas sobre su sistema nervioso, llegó a ellos con lentitud. Ni siquiera el voluble ingeniero fue capaz de ayudarlo.

—Lléveselos a todos —ordenó, y los tres fueron arrastrados fuera del edificio balbuciendo frases que sonaban como si funcionara bajo el agua una grabadora portátil a la que le fallaran las pilas.

Wilt escuchaba desde su retrete los horribles ruidos con aprensión creciente. Cristales rotos, gritos extrañamente ahogados y el taconeo de las botas no habían aparecido en sus anteriores visitas a la base aérea y no podía imaginar qué presagiaban. Fuera lo que fuese, ya había tenido suficientes problemas por una tarde y no quería atraer otros. Parecía más seguro quedarse donde estaba y esperar hasta que lo que estuviera pasando terminara. Wilt apagó la luz y se sentó en el asiento del retrete.

En el exterior, los hombres del teniente Harah informaban con voz pastosa de que la sala estaba vacía. A pesar de las nubes de gas, el teniente podía verlo por sí mismo. A través del cristal de su máscara antigás revisó los asientos vacíos con una sensación de desfallecimiento. Había esperado que el infiltrado hiciese un número de resistencia, y la facilidad con que se habían apoderado de ese hijo de puta le decepcionaba. Por otro lado, también podía ver que había sido un error llevar perros en el asalto, sin equiparlos con máscaras antigás: El Agente Neutralizador evidentemente también les había afectado a ellos. Uno reptaba lentamente por el suelo, mostrando los dientes mientras otro, en su intento de rascarse la oreja derecha, estaba agitando la pata trasera del modo más absurdo.

—Bien —dijo, y se dirigió a interrogar a los prisioneros. Como los perros de asalto, estaban totalmente incapacitados y no tenían ni idea de quién era el agente extranjero al que se suponía debían detener. Todos estaban vestidos con ropa de civil y no se encontraban en condiciones de decir quién o qué eran. El teniente Harah informó a Glaushof.

—Creo que es mejor que lo vea usted mismo, señor. Yo no sé cuál de ellos es ese hijo de puta.

—Wilt —dijo Glaushof, echando fuego por los ojos tras su máscara antigás—, su nombre es Wilt. Es un empleado del exterior. No tendría que ser difícil reconocerlo.

—A mí todos los británicos me parecen iguales —dijo el teniente, y fue en seguida recompensado con un golpe seco en la garganta y un rodillazo en el bajo vientre por la capitana Clodiak que acababa de reconocer a su asaltante machista a través de la máscara antigás. Cuando el teniente se encogía, ella le agarró por el brazo y Glaushof se quedó sorprendido al ver con qué facilidad su segundo en el mando era derribado por una mujer.

—Notable —dijo—. Es un verdadero privilegio ver…

—Déjese de tonterías —dijo la capitana Clodiak, sacudiéndose el polvo y con el aspecto de que le gustaría demostrar su conocimiento de karate con otro hombre—. Este gusano hizo una observación machista y usted ha hablado de Wilt. ¿No es así? —Glaushof pareció desorientado. No le había parecido que decir «hijo de puta» fuera machismo y no quería hablar de Wilt en presencia de las otras mujeres. Por otra parte, no tenía ni idea de cómo era Wilt y alguien tenía que identificarlo.

—Quizá fuera mejor que saliéramos a discutir esto, capitana —dijo, y se dirigió a la puerta.

La capitana Clodiak le siguió reticente.

—¿Qué es lo que tenemos que discutir? —preguntó.

—Por ejemplo, Wilt —dijo Glaushof.

—Está usted loco. Acabo de oírselo decir. ¿Wilt un agente?

—Incontrovertible —dijo Glaushof, decidiéndose por la brevedad.

—¿Y cómo? —dijo Clodiak, en el mismo tono.

—Se infiltró en el perímetro con suficiente equipo de radiotransmisores escondido en su coche para señalar nuestra posición en Moscú o en la Luna. Lo digo en serio, capitana. Y lo que es más, no se trata de un equipo corriente que se pueda comprar en una tienda, es oficial —dijo Glaushof y vio con alivio que la incredulidad se había borrado de su cara—. Y ahora voy a necesitar a alguien que lo identifique.

Dieron la vuelta a la esquina y se encontraron con la visión de los tres hombres boca abajo en el suelo, frente a la sala de conferencias 9, vigilados por dos perros de asalto incapacitados y el equipo del EAP.

—Muy bien, la capitana va a identificarlo —dijo Glaushof y empujó con el pie al empleado del economato militar—. Usted, vuélvase. —El empleado trató de darse la vuelta, pero sólo consiguió caer de lado sobre el ingeniero, que inmediatamente empezó a tener convulsiones. Glaushof miró con disgusto a las dos figuras contorsionadas antes de que su atención fuera distraída de manera aún más disturbadora por un perro de asalto que había meado encima de su zapato sin haber levantado la pata.

—Saquen esta inmunda bestia de aquí —gritó, y a su protesta se unió la del ingeniero que se oponía fuertemente, aunque de manera poco comprensible, a los esfuerzos que el empleado del economato militar aparentemente hacía para sodomizarle. Cuando consiguieron retirar al perro, un proceso que requirió tres hombres al extremo de la cadena, y se restauró un poco el orden en el suelo, la expresión de la capitana Clodiak había cambiado de nuevo.

—Creí que quería usted que identificara a Wilt —dijo—. Aquí no está.

—¿No está? Quiere decir… —Glaushof miró suspicaz la puerta rota de la sala de conferencias.

—Éstos son los hombres que el teniente nos ordenó hacer prisioneros —dijo uno de los comandos—. No había nadie más en la sala que yo viera.

—Tenía que haberlo —aulló Glaushof—. ¿Dónde está Harah?

—Ahí, ya sabe usted…

—Ya sé dónde está. Tráigalo aquí y rápido.

—Sí, señor —dijo el hombre, y desapareció.

—Parece que tiene usted un problema —dijo la capitana Clodiak.

Glaushof trató de quitarle importancia.

—No puede haber roto el cerco, y aunque lo haya hecho se asará en la verja o será arrestado en la puerta —dijo—. No estoy preocupado.

De todas maneras, miraba a su alrededor a los feos edificios familiares y a las calles entre ellos con una sensación de sospecha, como si de algún modo hubiesen cambiado de carácter y se hubieran convertido en cómplices del ausente Wilt. Con una perspicacia que le era alarmantemente extraña, se dio cuenta de lo mucho que Baconheath significaba para él; era el hogar, su propia pequeña fortaleza en una tierra extraña, con sus confortables ruidos de reactores que le ligaban a su propia ciudad natal, Eiderburg, Michigan, y el matadero al final de la calle donde sacrificaban los cerdos. Cuando era niño se había despertado con el sonido de sus gritos y un FIII rugiendo para despegar tenía el mismo efecto reconfortante sobre él. Pero, sobre todo, Baconheath, con su perímetro de rejas y puertas guardadas, había sido los Estados Unidos para él, su propio país, poderoso, independiente y libre de peligro por su constante vigilancia y la enormidad de su arsenal. Circular protegido por la alambrada de Baconheath, aislado por las llanuras inundadas de los Fens, de los pueblos decrépitos con sus mercados y sus ineficaces tenderos y sus sucios pubs con extraña gente que bebía cerveza caliente y poco higiénica, había sido como permanecer en un oasis de eficiencia y modernidad y prueba de que los grandes Estados Unidos de América eran todavía el Nuevo Mundo y lo seguirían siendo.

Pero ahora, la visión de Glaushof se había borrado y por un momento se sintió disociado del lugar. Aquellos edificios escondían a Wilt de él y hasta que no encontrase a ese cabrón, Baconheath estaría infectado. Glaushof se forzó a salir de esta pesadilla y se vio confrontado a otra. El teniente Harah daba la vuelta a la esquina. Era claro que todavía estaba pagando por su actitud machista respecto de la capitana Clodiak y tenía que ser sostenido por dos hombres del EAP. Glaushof no se sorprendió demasiado. Sin embargo, los ruidos confusos que hacía el teniente difícilmente podían explicarse por un golpe en el vientre.

—Es el Agente Neutralizador, señor —explicó uno de los hombres—, me imagino que ha debido de abrir un bidón en el vestíbulo.

—¿Abrir un bidón? ¿En el vestíbulo? —gimió Glaushof, espantado por las terribles consecuencias para su carrera que una acción tan demencial podía provocar—. No estarían esas mujeres…

—Afirmativo —masculló de pronto el teniente Harah.

Glaushof se volvió hacia él.

—¿Qué quiere decir afirmativo?

—Absoluto —la voz de Harah alcanzó un agudo. Y se quedó allí—. Absoluto absoluto absoluto absoluto…

—Amordacen a ese imbécil —gritó Glaushof, y se lanzó hacia la esquina del edificio para ver lo que podía salvar de la situación. No había esperanzas. Por alguna razón demencial, el teniente Harah, quizá en un intento de defenderse contra un segundo ataque de la capitana Clodiak, había arrancado la anilla de una granada de gas antes de darse cuenta de que su máscara antigás se había soltado en su caída. Mirando a través de las puertas de cristal a las extrañas escenas del vestíbulo, Glaushof ya no estaba preocupado por la interferencia de la señora Ofrey. Caída sobre el respaldo de una butaca, con el pelo colgando por el suelo y tapándole felizmente la cara, la mujer del jefe del Ejecutivo Administrativo se parecía a una oveja incontinente de las Highlands a la que se hubiera pasado prematuramente por una máquina de hacer punto. El resto de la clase no estaba en mejor estado. La oficial de astronavegación yacía sobre su espalda, evidentemente reviviendo una experiencia sexual pasiva bastante peculiar, mientras varios estudiantes de Cultura e Instituciones Británicas parecían ser extras de una película sobre el fin del mundo. Glaushof experimentó otra vez la terrible sensación de estar en desacuerdo con su entorno, y sólo apelando a sus reservas de relativa cordura recuperó el control de sí mismo.

—Sáquenlos de ahí —gritó—, y llamen a los médicos. Tenemos un maníaco suelto.

—Ha conseguido usted algo —dijo la capitana Clodiak—. Ese teniente Harah va a tener muchas cosas de las que responder. No me imagino al general Ofrey muy contento con su mujer muerta. Tendrá que jugar al bridge de tres con el comandante.

Pero Glaushof ya tenía suficiente del punto de vista objetivo de la capitana.

—Usted es la responsable de esto —le dijo con un tono de amenaza en la voz—. Habla de preguntas y usted también tendrá que contestar algunas. Como que asaltó deliberadamente al teniente Harah mientras cumplía con su deber y…

—Si el cumplimiento de su deber incluye ponerme la mano en… —interrumpió la capitana furiosamente, pero de pronto se detuvo y se quedó con la vista fija—. Oh, Dios mío —dijo, y Glaushof, que se había estado preparando para otra demostración de karate, siguió su mirada.

En la puerta rota de la sala de conferencias 9, una figura en estado lamentable trataba de ponerse en pie. Mientras la observaban, se derrumbó.