13

—¿Quién? —dijo el mayor Glaushof.

—Un tío que enseña Cultura Británica o algo así, por las noches. El nombre es Wilt —dijo el teniente de servicio—, H. Wilt.

—Ya voy —dijo Glaushof. Colgó el teléfono y fue hasta donde estaba su mujer—. No me esperes, cielo —dijo—, tengo un problema.

—Yo también —dijo la señora Glaushof, y se instaló para ver Dallas en la BBC. Era tranquilizador saber que Texas se encontraba aún ahí y que no estaba siempre lloviendo ni hacía un frío tan espantoso como en Baconheath, y que la gente todavía pensaba a lo grande y hacía grandes cosas. Nunca debería haberse casado con aquel oficial de Seguridad de la Base Aérea que tenía debilidad por los perros pastores alemanes. Y pensar que le había parecido tan romántico al conocerlo, de vuelta de Irán. Hacía algo de seguridad allí. Debería haberlo comprendido.

En el exterior, Glaushof subía a su jeep con los tres perros y conducía entre las casas hasta las puertas de la zona civil. Un grupo de hombres estaba allí, bastante alejado del Escort de Wilt, en el aparcamiento. Glaushof frenó derrapando deliberadamente y descendió.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Una bomba?

—Jesús, no lo sé —dijo el teniente, que estaba escuchando por un receptor—. Podría ser cualquier cosa.

—Como, por ejemplo, que ha dejado su radio de banda ciudadana encendida —explicó un cabo—, sólo que hay dos y están emitiendo una señal.

—¿Conoce usted a algún británico que tenga dos radios de banda ciudadana funcionando al mismo tiempo? —preguntó el teniente—. Ni hablar, y la frecuencia es extraña. Demasiado alta.

—Así que podría ser una bomba —dijo Glaushof—. ¿Por qué cojones lo han dejado entrar?

Aprovechando la oscuridad, y bajo la amenaza de volar en pedazos por el artefacto diabólico oculto en el coche, Glaushof se alejó un poco. El pequeño grupo le siguió.

—Ese tipo viene todos los viernes, da su clase, se toma un café y se va a casa sin problemas —dijo el teniente.

—Así que le dejan entrar hasta dentro con esa cosa que zumba y no le detienen —dijo Glaushof—. Podía haber tenido en las manos una bomba explosiva de las de Beirut.

—No detectamos la emisión de la señal hasta más tarde.

—Demasiado tarde —dijo Glaushof—, no voy a correr el menor riesgo, quiero que se traigan los volquetes de arena, rápido. Vamos a sellar ese coche. Muévanse.

—No es una bomba —dijo el cabo—, la señal es diferente. Una bomba no emite señales, las recibe.

—Es igual —dijo Glaushof—, es una grieta en la seguridad y vamos a sellarla.

—Si usted lo dice, mayor —dijo el cabo, y desapareció por el aparcamiento. Durante un momento, Glaushof dudó y consideró qué otra acción podía emprender. Al menos había actuado rápidamente para proteger la base y su propia carrera. Como oficial de Seguridad de la base, siempre había estado en contra de esos profesores del exterior, con sus charlas subversivas. Había descubierto ya un geógrafo que había soltado un montón de mierda en sus clases de evolución del paisaje inglés sobre los peligros de la polución por el ruido y el queroseno para la vida de los pájaros. Glaushof lo había desenmascarado como miembro de Greenpeace. Un coche con radios que transmitían continuamente sugería algo mucho más serio. Y algo mucho más serio podría ser exactamente lo que necesitaba.

Glaushof pasó lista mentalmente a los enemigos del mundo libre: terroristas, espías soviéticos, subversivos, las Mujeres de Greenham Common… Daba igual. Lo importante era que el Servicio de Información de la base había metido la pata y a él le correspondía hacerles morder el polvo. Glaushof sonrió para sí ante esta perspectiva. Si había un hombre al que detestaba, ése era el oficial del Servicio de Información. Nadie había oído hablar de Glaushof, pero del coronel Urwin, con su línea con el Pentágono y su esposa todo el rato con la del comandante de la base, desde luego se hablaba sin parar. Y era un hombre de Yale. Glaushof tenía la intención de ponerlo en su sitio.

—Ese tío… ¿cómo dijo que se llamaba? —le preguntó al teniente.

—Wilt —dijo el teniente.

—¿Dónde lo tiene usted?

—No lo tengo en ningún sitio —dijo el teniente—. Lo primero que hicimos fue llamarlo a usted cuando captamos las señales.

—Entonces ¿dónde está?

—Me imagino que en alguna parte dando clase —dijo el teniente—. Los detalles están en el cuerpo de guardia. El horario y todo.

Se apresuraron a través del aparcamiento, hacia las puertas de la zona civil, y Glaushof estudió el registro de las entradas de Wilt. Era breve y nada informativo.

—Sala de conferencias —dijo el teniente—. ¿Quiere que vaya a buscarlo?

—No —dijo Glaushof—, todavía no. Sólo compruebe que nadie salga, eso es todo.

—No puede salir, excepto por encima de la nueva verja —dijo el teniente—, y no llegaría muy lejos. La tenemos electrificada.

—Muy bien —dijo Glaushof—. Así, si sale, lo detiene.

—Sí, señor —dijo el teniente y salió a comprobar la guardia, mientras Glaushof descolgaba el teléfono y llamaba a la patrulla de seguridad.

—Quiero que rodeen la sala de conferencias nueve —dijo—, pero que nadie se mueva hasta que yo llegue.

Se quedó sentado, mirando distraídamente la página central de una Playgirl que mostraba a un varón desnudo, clavada en la pared. Si se podía persuadir a ese cabrón de Wilt para que hablase, la carrera de Glaushof estaba asegurada. ¿Pero cómo hacer para tenerlo con buena disposición? Lo primero de todo, tenía que saber qué había en ese coche. Aún estaba combinando tácticas cuando el teniente tosió discretamente detrás de él. Glaushof reaccionó con violencia. No le gustaban las implicaciones de aquella tos.

—¿Fue usted quien pegó esto? —le gritó al teniente.

—Negativo —dijo el teniente, al que la pregunta le gustaba tan poco como a Glaushof le había gustado la tos—. No señor, no he sido yo. Eso es de la capitana Clodiak.

—¿Eso es de la capitana Clodiak? —dijo Glaushof volviéndose para examinar la foto de nuevo—. Sabía que ella… él… Está usted bromeando, teniente. Sé que eso no es de la capitana Clodiak.

—Ella lo puso ahí, señor. Le gustan ese tipo de cosas.

—Sí, bien, imagino que es una mujer de carácter —dijo Glaushof para evitar la acusación de que discriminaba al personal femenino. En términos de carrera, era casi tan peligroso como que le llamaran marica. No casi; era peor aún.

—Yo pertenezco a la Iglesia de Dios —dijo el teniente—, y eso es irreverente, según mis creencias.

Pero Glaushof no estaba dispuesto a entrar en una discusión.

—Veremos eso en otra ocasión, ¿eh? —Salió y volvió al aparcamiento, donde el cabo acompañado por el mayor y varios hombres de la sección de Demolición y Excavaciones habían rodeado el coche de Wilt con cuatro gigantescos volquetes llenos de arena, tras haber quitado de en medio otra docena de vehículos. Cuando se acercaba, Glaushof fue cegado por dos proyectores que habían sido encendidos de pronto.

—Me cago en sus madres —gritó, tambaleándose cegado—. ¿Quieren que sepan en Moscú lo que estamos haciendo? —En la oscuridad que siguió a este pronunciamiento, Glaushof se dio de bruces contra el tapacubo de uno de los volquetes.

—De acuerdo, entraré sin luces —dijo el cabo—. No hay problema. Usted cree que es una bomba, yo no. Las bombas no transmiten en banda ciudadana. —Y antes de que Glaushof pudiera recordarle que en el futuro le llamase «señor», el cabo se dirigió al coche de Wilt.

—Señor Wilt —dijo la señora Ofrey—, ¿podría usted elucidar la cuestión del papel de las mujeres en la sociedad británica, con particular acento sobre la parte que le corresponde en la vida profesional a la muy honorable primera ministra la señora Thatcher y…

Wilt se la quedó mirando y preguntándose por qué la señora Ofrey leía siempre sus preguntas en una ficha y por qué rara vez tenían algo que ver con el tema del que había estado hablando. Debía de pasarse el resto de la semana componiéndolas. Y las preguntas siempre tenían relación con la reina y con la señora Thatcher, seguramente porque la señora Ofrey había cenado una vez en Woburn Abbey con el duque y la duquesa de Bedford y su hospitalidad la había afectado profundamente. Pero al menos esa noche él le consagraba toda su atención.

Desde el momento en que había entrado en la sala de conferencias, había tenido problemas. El vendaje que se había puesto en el bajo vientre había comenzado a deshacerse al conducir y, antes de que pudiera hacer algo por evitarlo, uno de sus extremos había comenzado a deslizarse por la pernera derecha. Para empeorar las cosas, la capitana Clodiak había llegado tarde y se había sentado enfrente de él con las piernas cruzadas, obligando a Wilt a apretarse contra el pupitre para contrarrestar una nueva erección o, al menos, ocultar el acontecimiento a sus oyentes. Concentrándose en la señora Ofrey, había conseguido por el momento evitar una segunda mirada a la capitana Clodiak.

Pero también tenía sus desventajas concentrarse tanto en la señora Ofrey. Aunque llevaba unos jerséis con puntos tan complicados como para dar de comer a varios pastores del oeste de Escocia, y sus pocos encantos estaban suficientemente disimulados por la lana para servir de antídoto a la terrible visión de la capitana Clodiak —Wilt ya se había fijado en la blusa de la capitana y lo que consideró que era una falda de combate en shantung de seda—, no dejaba de ser una mujer. En cualquier caso, evidentemente a ella le gustaba acaparar la atención y se sentaba sola a la izquierda del resto de la clase, y cuando había pasado la mitad de la hora, Wilt tenía ya tortícolis de tanto mirar hacia ella. Había desviado su atención hacia un joven con acné empleado en el economato militar y cuyos otros cursos eran karate y aerobic, y cuyo interés por la cultura inglesa se limitaba a los inextricables misterios del cricket. Eso tampoco había funcionado muy bien, y después de diez minutos de mirarle fijamente a los ojos y de sus observaciones prudentes sobre el efecto del sufragio femenino sobre las elecciones desde 1928, el hombre había comenzado a agitarse inquieto en su silla y Wilt se había dado cuenta de pronto que el chico pensaba que se le estaba insinuando. Como no deseaba ser convertido en pulpa por un experto en karate, había tratado de alternar entre la señora Ofrey y la pared detrás del resto de la clase, pero cada vez parecía que la capitana Clodiak le sonreía más significativamente. Wilt se había aferrado al pupitre con la esperanza de conseguir acabar la hora sin eyacular en los pantalones. Estaba tan preocupado por esto que apenas se dio cuenta de que la señora Ofrey había terminado la pregunta.

—¿Diría usted que este punto de vista es correcto? —dijo ella, como resumen.

—Bien… eh… sí —dijo Wilt, que no podía recordar cuál era la pregunta. Tenía algo que ver con si la monarquía era un matriarcado—. Sí, supongo que en términos generales yo estaría de acuerdo con usted —dijo, apoyándose más firmemente en el pupitre—. Por otra parte, sólo porque un país tiene un gobernante femenino, no creo que podamos suponer que no está dominado por el macho. Después de todo, tenemos a la reina Boadicea en la Inglaterra prerromana y yo no diría que hubiera un gran número de feministas por allí, ¿verdad?

—Yo no preguntaba acerca del movimiento feminista —dijo la señora Ofrey con un tono desagradable que indicaba que era una estadounidense pre-Eisenhower—, mi pregunta estaba dirigida a la naturaleza matriarcal de la monarquía.

—Claro —dijo Wilt para ganar tiempo. Algo terrible parecía haber pasado con el protector de cricket. Había perdido todo contacto con él—. Aunque sólo porque hemos tenido cierto número de reinas… bueno, supongo que hemos tenido casi tantas como reyes… ¿puede que haya habido más? Me refiero a que cada rey tuvo que tener una reina…

—Enrique VIII tuvo un montón —dijo una experta en astronavegación, cuyo gusto en las lecturas parecía sugerir que hubiera preferido vivir en una Edad Media desodorizada y con aire acondicionado—. Ése debe de haber sido un gran tipo.

—Desde luego —dijo Wilt, agradecido por su intervención. A este paso, la discusión se extendería y le dejaría libre para encontrar de nuevo ese maldito protector—. De hecho tuvo cinco. Eran Catalina de…

—Perdone mi pregunta, señor Wilt —interrumpió un ingeniero—, ¿pero las antiguas reinas cuentan como reinas? Por ejemplo, las viudas. ¿La viuda de un rey es todavía una reina?

—Es una reina madre —dijo Wilt, que esta vez tenía una mano en el bolsillo y estaba buscando con ella el protector—. Por supuesto es puramente nominal. Ella…

—¿Dijo usted «nominal»? —preguntó la capitana Clodiak, dotando a la palabra con tonos que Wilt nunca había pensado y ciertamente no necesitaba en ese momento. Su voz se adaptaba a su cara. La capitana Clodiak provenía del sur—. ¿Podría ampliar el significado de nominal?

—¿Ampliar? —dijo Wilt débilmente. Pero antes de que pudiera responder, el ingeniero interrumpió de nuevo.

—Perdóneme por interrumpirlo, señor Wilt, pero lleva algo colgando del pantalón.

—¿Ah, sí? —dijo Wilt, agarrando el pupitre aún con más fuerza. La atención de toda la clase estaba ahora centrada en su pierna derecha. Wilt trató de ocultarla detrás de la izquierda.

—Y por el aspecto que tiene, yo diría que es algo importante para usted.

Wilt sabía muy bien que era importante. Con un gesto brusco, se soltó del pupitre y agarró la pernera en un vano intento por detener el protector, pero la maldita cosa ya se le había escapado. Colgó durante un instante medio fuera del pantalón y después resbaló sobre el zapato. La mano de Wilt se disparó y lo agarró y al instante siguiente trataba de metérselo en el bolsillo. Pero el protector no cedió. Todavía estaba sujeto a las vendas por el esparadrapo que había usado y se resistía a soltarlas. Cuando Wilt trató de arrancarlo, resultó evidente que estaba en peligro de rasgar las costuras del pantalón. También era muy evidente que el otro extremo de la venda estaba todavía alrededor de su cintura y no tenía la intención de soltarse. A este paso terminaría medio desnudo delante de la clase y además sufriría de una hernia estrangulada. Por otra parte, no podía permanecer medio encogido allí, y cualquier intento de arrancar la maldita cosa del interior de sus pantalones desde la parte superior podía ser mal interpretado. De hecho, por lo que oía, su predicamento había terminado. Incluso desde su peculiar posición, Wilt se dio cuenta de que la capitana Clodiak se ponía en pie, sonaba un zumbador y la astronavegante estaba diciendo algo acerca de braguitas medievales.

Sólo el ingeniero se mostraba constructivo.

—¿Es un problema médico el que usted tiene? —Pero no entendió la respuesta farfullada por Wilt de que no lo era—. Me refiero a que tenemos las mejores instalaciones para el tratamiento de infecciones urogenitales a este lado de Frankfurt y puedo llamar a un médico…

Wilt abandonó la posesión del protector y se puso de pie. Podía ser embarazoso tener un protector de cricket saliendo de sus pantalones, pero era infinitamente preferible a ser examinado en el presente estado por un doctor de la Base Aérea. Sabe Dios lo que el hombre haría con una erección desenfrenada.

—No necesito un doctor —masculló—. Es sólo… bueno, estaba jugando al cricket antes de venir aquí y con las prisas se me olvidó… Bien, estoy seguro de que comprenden.

Estaba claro que la señora Ofrey no lo comprendía. Con una observación acerca de las cosas de la vida, salió del mismo modo que la capitana Clodiak. Antes de que Wilt pudiera decir que todo lo que necesitaba era ir al lavabo, el empleado con acné había intervenido.

—Oiga, señor Wilt —dijo—, yo no sabía que usted jugaba al cricket. Vaya, hace tres semanas decía que no sabía cómo llaman ustedes los ingleses a una bola desviada.

—Algún otro día —dijo Wilt—, ahora lo que necesito es ir a… eh… un lavabo.

—¿Está seguro de que no quiere…?

—Absolutamente —dijo Wilt—, estoy perfectamente. Es sólo… no importa.

Salió cojeando de la sala y al momento se encontraba en una cabina luchando con el protector, el vendaje y sus pantalones. Tras él, la clase se había quedado discutiendo esta última manifestación de la cultura británica, con un grado mayor de interés del que había mostrado por las opiniones de Wilt acerca del voto.

—Sigo diciendo que no sabe nada de cricket —decía el empleado del economato militar pero no era escuchado por la navegante y el ingeniero que estaban más interesados en el estado médico de Wilt.

—Yo tenía un tío en Idaho que debía llevar un suspensorio. No es algo inusual. Se cayó de una escalera cuando estaba pintando la casa, una primavera —dijo el ingeniero—. Estas cosas pueden ser graves.

—Ya se lo dije, mayor —dijo el cabo—, dos radiotransmisores, una grabadora, nada de bombas.

—¿Definitivamente? —preguntó Glaushof, tratando de no transparentar la decepción en su voz.

—Seguro —dijo el cabo y en esto era apoyado por el mayor de la sección de Demoliciones y Excavaciones, que quería saber si podía ordenar a sus hombres que retiraran los volquetes. Mientras se alejaban y dejaban aislado el Escort de Wilt en medio del aparcamiento, Glaushof trató de sacar alguna ventaja de la situación. Después de todo, el coronel Urwin, el oficial del Servicio de Información, estaba fuera durante el fin de semana y, en su ausencia, Glaushof podía enfrentarse a una crisis.

—Tuvo que venir aquí con ese equipo por alguna razón —dijo—, transmitiendo de ese modo. ¿Alguna idea al respecto, mayor?

—Podría ser sólo un ensayo para comprobar si pueden traer una bomba y hacerla estallar por control remoto —dijo el mayor, cuya especialización tendía a hacer de él un hombre de ideas fijas.

—Excepto que estaba transmitiendo, no recibiendo —dijo el cabo—. Necesitaban señales dentro, no fuera, para una bomba. ¿Y qué hay de la grabadora?

—No es de mi departamento —dijo el mayor—. Desde el punto de vista de los explosivos, es inofensiva. Voy a hacer mi informe.

Glaushof intervino.

—Conmigo —dijo—. Hará el informe conmigo y con nadie más. Hay que silenciar este incidente.

—Ya lo hemos hecho con los camiones de seguridad y no ha servido para nada.

—Por supuesto —señaló Glaushof—, pero todavía tenemos que descubrir qué es todo esto. Estoy encargado de la seguridad y no me gusta que un cabrón británico aterrice aquí con todo su equipo. O es un ensayo como usted dice, o es algo más.

—Tiene que ser algo más —dijo el cabo—, obviamente. Con el equipo que está usando, podría grabarse a dos piojos jodiendo a treinta kilómetros de distancia.

—Así que su esposa está buscando pruebas para el divorcio —dijo el mayor.

—Debe de estar muy desesperada —dijo el cabo— para utilizar dos transmisores y una grabadora. Y este material no es corriente. Nunca he visto que un civil utilizara escuchas tan sofisticadas.

—¿Escuchas? —preguntó Glaushof, que había estado preocupado por el concepto de piojos jodiendo—. ¿Qué quiere decir?

—Son como indicadores de dirección. Las señales salen y dos tíos las recogen en sus aparatos y saben con exactitud de dónde proceden.

—¡Jesús! —dijo Glaushof—. ¿Quiere decir que los soviéticos pueden haber enviado a este Wilt como agente para localizar exactamente dónde estamos?

—Eso ya lo están haciendo a base de satélites con infrarrojos. No necesitan que un tío entre aquí con una radio —dijo el cabo—. No a menos que quieran perderlo.

—¿Perderlo? ¿Por qué rayos iban a querer perderlo?

—No lo sé —continuó el cabo—. Usted es el de Seguridad. Yo sólo soy un técnico y no es cosa mía por qué alguien quiere hacer las cosas. Todo lo que sé es que yo no enviaría un agente a un sitio con esas señales anunciando su llegada, a no ser que quisiera perderlo. Es como poner un ratón en una habitación con un gato, el ratón no puede dejar de chillar.

Pero Glaushof no se dejó persuadir.

—Lo importante en el asunto es que ese Wilt vino con un equipo de espionaje no autorizado y que no se va a ir con él.

—Así sabrán que él está aquí por esas señales —dijo el cabo.

Glaushof le miró. El sentido común de este hombre empezaba a resultarle intensamente irritante. Ahí estaba su oportunidad de devolver el golpe.

—¿No querrá decirme que esas radios todavía son operacionales? —gritó.

—Claro —dijo el coronel—. Usted y el mayor me ordenaron que registrase el coche por las bombas. Nada dijeron de averiar su equipo de transmisión. Bombas, es lo que dijeron.

—Correcto —dijo el mayor—. Eso es lo que usted dijo. Bombas.

—Ya sé que dije bombas —aulló Glaushof—. ¿Cree que necesito que me lo recuerden? —Se interrumpió y dirigió su atención hacia el coche con aspecto lívido. Si las radios estaban todavía en marcha, era de suponer que el enemigo ya sabía que lo habían descubierto, en cuyo caso… Su mente galopó, siguiendo senderos que conducían a la catástrofe. Tenía que tomar una decisión inmediata. Glaushof la tomó—. Muy bien, nosotros entramos —dijo—, y ustedes salen.

Cinco minutos después, a pesar de las protestas del cabo de que no iba a conducir un jodido coche durante cuarenta y ocho kilómetros mientras unos jodidos tipos rastreaban sus movimientos, a menos que fuera con una jodida escolta, tuvo que salir de la base conduciéndolo. La cinta de la grabadora había sido sustituida por una nueva, pero en todos los demás aspectos nada indicaba que se hubiera hecho un registro del vehículo. Las instrucciones de Glaushof habían sido muy explícitas.

—Conduce usted en línea recta y aparca delante de su casa —le había dicho al cabo—. Lleva usted al mayor que le traerá de vuelta y, si hay algún problema, él se ocupará. Si esos cabrones quieren saber dónde está su chico, pueden empezar por mirar en su casa. Van a tener problemas para encontrarlo aquí.

—No van a tener el menor problema para encontrarme a mí —dijo el cabo a pesar de que sabía que nunca se debe discutir con un oficial superior. Debería haber mostrado simplemente una actitud insolente.

Durante unos instantes, Glaushof contempló los dos vehículos que desaparecían en la noche. Ese paisaje nunca le había gustado, pero entonces adquirió un aspecto aún más siniestro. Era en esas llanuras donde el viento soplaba desde la Unión Soviética, directamente desde los Urales. En la mente de Glaushof era un viento infeccioso, que después de haber soplado en torno de las cúpulas y torretas del Kremlin, amenazaba el futuro mismo del mundo. Y ahora en alguna parte del exterior había alguien a la escucha. Glaushof se dio la vuelta. Iba a descubrir quiénes eran esos siniestros espías.