12

La tarde siguiente, hubiera sido difícil decir lo que era el inspector Hodge. Como Wilt no había emergido de la casa, el inspector había pasado la mayor parte de esos dos días siguiendo el recorrido de Eva de ida y vuelta al colegio y por todo Ipford en el maldito Escort.

—Es un buen ejercicio —le dijo al sargento Runk, mientras la seguían en un coche que Hodge había convertido en su puesto de escucha.

—¿Para qué? —preguntó el sargento, clavando una chincheta en el mapa de la ciudad para marcar que Eva había aparcado ahora detrás de Sainsbury’s. Ya había estado en Tesco’s y en Fine Fare—. ¿Para saber dónde hacen más descuento en el detergente?

—Para cuando él se decida a moverse.

—Si lo hace —dijo Runk—. Hasta ahora no ha salido de casa en todo el día.

—La ha enviado a ella para comprobar si la siguen —dijo Hodge—. Entretanto se esconde.

—Pero usted dijo que eso era exactamente lo que no haría —le recordó Runk—. Yo dije que sí y usted dijo…

—Ya sé lo que dije. Pero eso era cuando él sabía que lo seguían. Ahora es diferente.

—Sí —dijo Runk—. Así que el cabrón nos envía a dar una vuelta por las tiendas y no tenemos ni idea de lo que está pasando.

Aquella noche tuvieron una idea. Runk, que había insistido en tener la tarde libre para echar una siesta, si es que debería trabajar por la noche, recuperó la cinta debajo del asiento y la sustituyó por una nueva. Era la una de la madrugada. Media hora más tarde, Hodge, que había pasado su niñez en una casa donde el sexo no se mencionaba, escuchaba a las cuatrillizas discutir el estado de Wilt con una franqueza que le espantó. Si era necesaria alguna excusa para convencerle de que el señor y la señora Wilt eran verdaderos criminales, se la proporcionó la repetida exigencia de Emmeline de saber por qué papi había estado levantado toda la noche poniéndose hielo en el pene. La explicación de Eva no mejoró la situación.

—No se sentía muy bien, cariño. Había bebido demasiada cerveza y no podía dormir, así que se levantó y fue a la cocina para ver si podía hacer un pastel y…

—No me agradó el tipo de pastel que estaba adornando —interrumpió Samantha—. Y además era crema de la cara.

—Ya lo sé, cariño, pero estaba practicando y la derramó.

—¿En su polla? —preguntó Penelope, que le dio a Eva la oportunidad de decirle que nunca utilizara esa palabra.

—No es bonito —dijo—, no es bonito decir cosas como ésa, y no vayas a decírselo a alguien en el colegio.

—Tampoco fue muy bonito que papi cogiera la jeringa de los pasteles para meterse crema de la cara en el pene —dijo Emmeline.

Cuando la discusión había concluido y Eva había depositado a las cuatrillizas en el colegio, Hodge estaba lívido. El sargento Runk tampoco se sentía muy bien.

—No lo creo, no creo ni una palabra de eso —murmuró el inspector.

—Yo desearía no creerlo —dijo Runk—. He oído cosas repugnantes en mis tiempos, pero ésta se lleva la palma.

—Cállese —dijo Hodge—. Todavía no puedo creerlo. Nadie en su sano juicio querría hacer una cosa como ésa. Están tomándonos el pelo.

—No estoy tan seguro. Conocí una vez a un tipo que solía untarse la polla con mermelada de fresas y hacía que su mujer…

—No diga eso —gritó Hodge—, si hay algo que no puedo soportar son las marranadas y, por esta noche, ya he tenido más que suficiente.

—También Wilt, por lo que parece —dijo Runk—, teniendo que andar por ahí de esa manera, con la polla metida en cubitos de hielo. No puede haber sido sólo crema de la cara o azúcar glas lo que había en esa jeringa.

—Dios mío —dijo Hodge—. No está sugiriendo que se estaba drogando con una jeringa de pastelería, ¿verdad? Estaría ya muerto y, en cualquier caso, con la jeringa lo derramaría todo.

—Si mezclaba la droga con crema, no. Esa sería una explicación.

—Podría ser —admitió Hodge—. Supongo que si la gente puede esnifar esa mierda, quién sabe lo que podrían hacer con ella. Aunque eso no nos es de mucha utilidad.

—Claro que sí —dijo el sargento, que había visto de pronto la manera de acabar con el tedio de pasarse la noche sentados en el coche—. Significa que tiene la droga en casa.

—O en el conducto —dijo Hodge.

—Donde sea. De todas maneras, tiene que tener suficiente por ahí para detenerle y darle una buena pasada.

Pero el inspector tenía su vista puesta en objetivos más ambiciosos.

—Menudo provecho nos va a traer —dijo— incluso si se ha burlado de nosotros, y si ha leído lo que le hizo al viejo Flint debería saber…

—Pero esto sería diferente —interrumpió Runk—. En primer lugar, tendrá el mono. No tendríamos que interrogarle. Le dejamos en una celda durante tres días sin un chute y balará como un corderito.

—Sí, y yo sé para qué —dijo el inspector—. Para llamar a su costilla.

—Sí, pero también la tendremos atrapada a ella, recuerde. Y esta vez disponemos de evidencias y será sólo cuestión de establecer los cargos. No conseguiría fianza con una acusación de heroína.

—Cierto —dijo Hodge de mal talante—, si tuviéramos evidencias. Sí.

—Bueno, tiene que haber droga por encima de su pijama, por lo que dijo la niña. Sería fácil para el forense. Por ejemplo, piense en esa jeringa de pastelería. Y tiene que haber toallas y ropas secándose. Joder, la casa tiene que estar llena de droga. Hasta las pulgas del gato deben de ser adictas por la manera en que la va regando por todas partes.

—Eso es lo que me preocupa —dijo Hodge—. ¿Quién ha oído hablar de un traficante que vaya regando la droga por todas partes? Nadie. Son demasiados cuidadosos. Especialmente cuando la cosa está que arde, como ahora. ¿Sabe lo que pienso? —El sargento Runk negó con la cabeza. En su opinión el inspector era incapaz de pensar—. Pienso que ese cabrón está intentando su viejo truco. Quiere que lo arrestemos. Está tratando de tendernos una trampa. Eso lo explica todo.

—Para mí no explica nada —dijo Runk desesperado.

—Escuche —dijo Hodge—, lo que acabamos de oír en esa cinta es demasiado extraño para ser creíble, ¿no? Sí. Nunca habrá usted oído hablar de un drogadicto que se chuta en el pene, y yo tampoco. Pero, aparentemente, Wilt lo hace. No sólo eso, sino que organiza un gran escándalo, lo hace en mitad de la noche y con una jeringa de pastelería y se asegura de que sus crías le sorprendan en la cocina mientras está en ello. ¿Para qué? Porque quiere que esas brujas hablen del asunto en público y que nosotros lo oigamos. Ésa es la razón. Bueno, pues no voy a picar. Me voy a tomar todo el tiempo necesario y a esperar que el listillo señor Wilt me conduzca hasta su fuente. No estoy interesado en traficantes aislados, esta vez quiero echar el guante a toda la organización.

Y habiéndose satisfecho a sí mismo con esta interpretación de la extraordinaria conducta de Wilt, el inspector se sentó a saborear su eventual triunfo. Con los ojos de la mente podía ver a Wilt en el banquillo con una docena de criminales importantes, de cuya existencia ni siquiera había sospechado Flint. Serían hombres ricos con grandes casas, que jugarían al golf y pertenecerían a los mejores clubs, y después de sentenciarlos, el juez felicitaría al inspector Hodge por su brillante actuación en este caso. Nadie volvería a llamarle inepto. Sería famoso y su fotografía aparecería en los periódicos.

Los pensamientos de Wilt seguían líneas similares, aunque con un énfasis diferente. Los efectos del entusiasmo de Eva por los afrodisíacos todavía se hacían sentir y, lo que era aún más desastroso, le habían provocado lo que parecía ser una erección permanente.

—Claro que estoy confinado en esta maldita casa —dijo, cuando Eva se quejó de que anduviese por ahí en bata el día en que tenía ella su café semanal con sus amigas—, no esperarás que vuelva a la escuela con la cosa tiesa como un nabo, ¿verdad?

—Bueno, no quiero que hagas una exhibición delante de Betty y las otras como hiciste con Mavis.

—Mavis tuvo lo que se merecía —dijo Wilt—. Yo no le pedí que entrara en la casa, fue ella la que se metió y, en cualquier caso, si ella no te hubiera enviado a la envenenadora, yo no tendría que estar deambulando por aquí con una percha atada a la cintura.

—¿Una percha? ¿Para qué?

—Para mantener la bata alejada de la inflamación —dijo Wilt—. Si supieras lo que se siente cuando algo así como una manta pesada roza la punta supersensible y bajo presión…

—No quiero oírlo —dijo Eva.

—Y yo no quiero sentirlo —replicó Wilt—. Por eso la percha. Y lo que es más, tendrías que probar a ponerte de rodillas y a la vez inclinarte hacia adelante cuando tienes que orinar. Es una agonía. Me he dado dos veces con la cabeza contra la pared y no he podido orinar desde hace dos días. Ni siquiera puedo sentarme para leer. Sólo puedo estar tumbado de espaldas en la cama con la papelera como protección, o de pie con la percha. Y prefiero estar de pie y moverme. A este paso, tendrán que construir un ataúd con periscopio cuando la palme. —Eva le miró dudosa.

—Quizá tendrías que ver a un doctor, si es tan serio.

—¿Cómo? No pensarás que voy a salir a la calle con este aspecto de artista embarazada que se ha cambiado de sexo, olvídalo. Me detendrían antes de estar a medio camino y el periodicucho local haría su agosto. PROFESOR DE LA ESCUELA DE ARTES Y OFICIOS EN ERECCIÓN PERMANENTE. Y te encantaría que me llamaran Henry Polla Tiesa. Así que celebra tu reunión de matronas de barrio y yo permaneceré arriba.

Wilt subió con precauciones al dormitorio, se tendió en la cama y se puso la papelera, invertida, sobre su sexo dolorido. Oía las voces abajo. El Comité de Ayuda a la Comunidad de Eva había comenzado a llegar. Wilt se preguntó cuántas de ellas habrían oído ya la versión de Mavis del episodio de la cocina y se sentían secretamente encantadas de que Eva estuviera casada con un exhibicionista homicida. Por supuesto que no lo admitirían. No, sería «¿Oíste lo del horrible marido de la pobre Eva?» o «No comprendo cómo puede soportar el permanecer en la misma casa que ese espantoso Henry», pero, de hecho, el blanco de su malicia sería la propia Eva. Lo cual era justo, considerando que ella había sido la que había adulterado su cerveza con aquel veneno que le había dado la doctora Kores. Wilt, tumbado de espaldas, imaginaba cosas sobre la doctora, y en este momento caía en una ensoñación en la que la denunciaba judicialmente reclamándole una enorme suma en concepto de… ¿qué tipo de concepto? ¿Alienación de morada en el pene? ¿Privación de los derechos escrotales? O simplemente envenenamiento. Eso no serviría, porque Eva era quien le había administrado la sustancia y, presumiblemente, si se ingería en dosis correctas no tendría efectos tan espantosos. Y, por supuesto, esa bruja de la Kores no podía saber que Eva nunca hacía las cosas a medias. En su mundo, si un poco de alguna cosa era bueno para uno, el doble era mucho mejor. Incluso Charlie, el gato, lo sabía, y había desarrollado una asombrosa maestría en desaparecer durante varios días en el momento en que Eva le ofrecía un platillo de crema copiosamente regado de vermífugos. Porque Charlie no era tonto, y evidentemente recordaba todavía la experiencia de tener sus entrañas refregadas por una dosis doble de la recomendada. El pobre animal había vuelto a casa cojeando después de pasarse una semana en los arbustos del extremo del jardín con el aspecto de una tenia con pelo, y rápidamente adoptó un régimen intensivo de arenques para recuperarse.

Bien, si un gato podía aprender de la experiencia, Wilt no tenía excusa. Por otra parte, Charlie no tenía que vivir exactamente con Eva y podía largarse al menor signo de peligro. «Afortunado animal», murmuró Wilt y se preguntó qué pasaría si telefoneaba una noche y anunciaba que no volvería a casa en una semana. Podía imaginar la explosión al otro extremo de la línea y, si colgaba el teléfono sin haber presentado una explicación plausible, tendría que oírla el resto de su vida cuando volviese a casa. ¿Y por qué? Porque la verdad era siempre demasiado absurda o increíble. Igual de increíble que los sucesos de aquella semana, que había comenzado con aquel idiota del Ministerio de Educación y había continuado con el karate de la señorita Hare en los servicios de señoras, para terminar con las amenazas de McCullum y los hombres del coche que le habían seguido. Si se le añadía a esto una sobredosis de cantáridas, se obtenía una verdad que nadie podría creer. Pero de todos modos, no tenía sentido estar ahí especulando sobre cosas que no podía alterar.

«Tienes que emular al gato», se dijo a sí mismo, y se dirigió al cuarto de baño para comprobar en el espejo cómo iba su pene. Desde luego se sentía mejor, y cuando quitó la papelera se sintió encantado de ver que comenzaba a bajar. Se duchó y se afeitó, y cuando el grupito de Eva se disolvió, ya era capaz de bajar las escaleras con los pantalones puestos.

—¿Qué tal fue la fiesta de gallinas? —preguntó.

Eva respondió a la provocación.

—Veo que ya has vuelto a tu normalidad sexista. En cualquier caso, no era una fiesta. Pero la tendremos el viernes que viene. Aquí.

—¿Aquí?

—Eso es. Va a ser una fiesta de disfraces con premios para los mejores y una tómbola para recoger dinero para el grupo Comunidad en Armonía.

—Sí, y yo le enviaré un recibo a todos los que estás invitando para que paguen el seguro por adelantado. Recuerda lo que les pasó a los Vurkells cuando Polly Merton les demandó porque se había caído por las escaleras borracha como una cuba.

—Eso no fue así —dijo Eva—. Toda la culpa fue de Mary por haber dejado floja la alfombra de la escalera. Nunca supo cuidar bien de la casa. Aquello estaba siempre en un estado desastroso.

—Así estaba también Polly Merton cuando llegó al suelo del vestíbulo. Fue un milagro que no se matara —dijo Wilt—. Pero ésa no es la cuestión. La casa de los Vurkells quedó destruida y la compañía de seguros se negó a pagar porque habían estado contraviniendo la ley, poniendo un casino ilegal con una ruleta de su propiedad.

—Exactamente —dijo Eva—. Nosotros no estamos fuera de la ley por hacer una tómbola de caridad.

—Yo lo comprobaría si fuera tú, y no cuentes conmigo para nada —dijo Wilt—. Ya he tenido suficientes problemas con mis partes íntimas los dos últimos días sin necesidad de ponerme ese disfraz de Francis Drake que me endosaste la Navidad pasada.

—Estabas muy guapo con él. Incluso el señor Persner dijo que merecías un premio.

—Por llevar la camisa de tu abuela rellena de paja, desde luego que lo merecía, pero yo no me sentía bien. Además, esa noche tengo que darle clase a mi presidiario.

—Puedes cancelarla, por una vez —dijo Eva.

—¿Cómo, justo antes de los exámenes? Por supuesto que no —dijo Wilt—. Invitas a un montón de idiotas disfrazados a invadir mi casa con fines caritativos y esperas que yo interrumpa mi trabajo caritativo.

—En ese caso, ¿saldrás esta noche? —dijo Eva—. Es viernes y tienes que continuar con tus buenas obras, ¿no?

—Dios mío —dijo Wilt, que había perdido la noción del tiempo.

Era viernes y se había olvidado de preparar algo para su clase en Baconheath. Espoleado por los sarcasmos de Eva y por la convicción de que terminaría el viernes siguiente con una camisa rellena de paja o incluso como el Gato con Botas, con ese leotardo negro demasiado revelador, Wilt se pasó la tarde trabajando en algunas notas sobre Cultura e Instituciones Británicas. Se titulaban «La necesidad de deferencia, el paternalismo y la estructura de clases» y estaban planteadas como una provocación.

Hacia las seis había terminado de cenar, y media hora más tarde estaba conduciendo por la carretera hacia la base aérea, más rápido de lo habitual. Su pene sufría de erección otra vez, y sólo sujetándolo a su bajo vientre con una larga venda había conseguido sentirse cómodo y no provocativamente indecente.

Tras él, los dos coches de vigilancia seguían su avance y el inspector Hodge estaba jubiloso.

—Lo sabía. Sabía que tendría que moverse —le dijo al sargento Runk mientras escuchaban las señales que provenían del Escort—. Ahora estamos llegando a alguna parte.

—Si es tan listo como usted dice, será a un callejón sin salida —dijo Runk.

Pero Hodge estaba consultando el mapa. La costa estaba a la vista. Aparte eso, unos pocos pueblos, la llanura del paular y…

—En cualquier momento va a girar hacia el oeste —predijo.

Sus esperanzas se habían convertido en certeza. Wilt se dirigía a la Base Aérea de los Estados Unidos en Baconheath y la conexión estadounidense era un hecho.

En la prisión de Ipford, el inspector Flint miraba al Toro a la cara.

—¿Cuántos años te quedan todavía? —preguntó—. ¿Doce?

—Con la reducción de penas, no —dijo el Toro—. Sólo ocho. He tenido buena conducta.

—La tuviste —dijo Flint—. La perdiste al cargarte a Mac.

—¿Cargarme a Mac? Yo no lo hice. Ésa es una jodida mentira. Yo no lo toqué. Él…

—Eso no es lo que dice el Oso —interrumpió Flint, y abrió un expediente—. Dice que tú has estado ahorrando esas píldoras para dormir para poder matar a Mac y librarte de él. ¿Quieres leer su declaración? Está todo aquí negro sobre blanco y firmadito. Toma, echa una mirada.

Empujó el papel sobre la mesa, pero el Toro ya estaba de pie.

—Usted no puede cargarme eso a mí —gritó, y fue enseguida empujado de nuevo a su silla por el jefe de celadores.

—Puedo —dijo Flint, inclinándose hacia adelante y mirando a los ojos del aterrorizado Toro—. Tú querías librarte de McCullum, ¿verdad? ¿Estabas celoso de él? Te volviste ambicioso. Pensaste que podrías poner en marcha una bonita operación dirigida desde dentro y en ocho años saldrías de aquí con una pensión tan larga como tu brazo puesta a buen recaudo por tu viuda.

—¿Viuda? —La cara de Toro era ahora cenicienta—. ¿Qué quiere decir con eso?

Flint sonrió.

—Exactamente lo que he dicho. Viuda. Porque ahora no vas a salir nunca. Ocho años, otra vez convertidos en doce y una condena perpetua por asesinar a Mac suman veintisiete, y durante esos veintisiete años estarás solo, por tu propia seguridad. No te imagino aguantándolo, ¿y tú?

El Toro le miró patéticamente.

—Está usted cometiendo una injusticia.

—No quiero oír tu defensa —dijo Flint y se puso de pie—. Deja el lloriqueo para el tribunal. A lo mejor encuentras un juez amable que te crea. Especialmente con tu historial. Ah, y no cuentes con tu mujer para que te ayude. Lleva seis meses liada con Joe Slavey, ¿o es que no lo sabías?

Se dirigió hacia la puerta, pero el Toro ya se había derrumbado.

—Yo no lo hice. Juro por Dios que no lo hice, señor Flint. Mac era como un hermano para mí. Yo nunca…

Flint apretó más los tornillos.

—Mi consejo es que alegues locura —dijo—. Estarías mejor en Broadmoor. A mí no me gustaría tener a Brady o a Ripper como vecinos el resto de mis días. —Se detuvo un instante en la puerta—. Si quiere hacer una declaración, hágamelo saber —le dijo al jefe de celadores—. Supongo que podría ayudarnos…

No hubo necesidad de continuar. Incluso el Toro había captado el mensaje.

—¿Qué quiere usted saber?

Esta vez le correspondió a Flint pensar. Si dejaba salir la presión demasiado rápidamente, podría estropearlo todo. Por otra parte, había que golpear el hierro cuando aún estaba caliente.

—Todo —dijo—. Cómo se llevan a cabo las operaciones. Quién hace qué. Cuáles son los enlaces. Lo quiero todo. ¡Absolutamente todo!

El Toro tragó saliva.

—Yo no lo sé todo —dijo, y miró con aire infeliz al jefe de celadores.

—No se preocupe por mí —dijo el señor Blaggs—. No estoy aquí. Sólo soy parte del mobiliario.

—Comienza por cómo el propio Mac se hizo drogadicto —dijo Flint. Era mejor empezar por algo que ya sabía. El Toro se lo dijo y Flint lo escribió todo con un sentimiento creciente de satisfacción. No había sabido que el carcelero Lane estaba vendido.

—Con esto estoy perdido —dijo el Toro cuando hubo terminado con la señorita Jardin, la visitadora de prisiones.

—No sé por qué —dijo Flint—. El señor Blaggs aquí presente no va a decírselo y no tiene por qué salir a la luz en el juicio.

—Cristo —dijo el Toro—. ¿No irá a seguir usted con eso, verdad?

—Tú lo decidirás —dijo Flint, manteniendo la presión.

Cuando salió de la cárcel, tres horas más tarde, el inspector Flint era un hombre casi feliz. En verdad, el Toro no se lo había dicho todo, pero tampoco lo había esperado. Según todas las probabilidades, ese tonto no sabía mucho más, pero le había dado a Flint nombres suficientes para continuar. Y lo mejor de todo es que había dicho demasiado para retractarse, incluso si la amenaza de una acusación de asesinato perdía su efecto. Desde luego, si la noticia se sabía, el Toro sería hecho pedazos por algún otro prisionero. Y el Oso era el siguiente objetivo de Flint.

«Ser policía es un oficio sucio algunas veces», pensó mientras volvía a la comisaría. Pero las drogas y la violencia eran aún más sucias. Flint subió a su despacho y comenzó a comprobar algunos nombres.

El nombre de Ted le sonaba, le sonó mucho cuando cotejó sus listas. Y Lingon tenía un garaje. Prometedor. ¿Pero quién era Annie Mosgrave?