11

Durante todo el día siguiente, mientras Wilt permanecía en la cama con una botella de agua caliente que había transformado en bolsa de hielo tras meterla en el congelador y el inspector Hodge seguía los movimientos de Eva por todo Ipford, Flint seguía a su vez su propia línea de investigación. Consultó al forense y se enteró de que la heroína de alta calidad encontrada en la celda de McCullum era exactamente igual a la descubierta en el apartamento de la señorita Lynchknowle y, casi con seguridad, provenía de la misma fuente. Se pasó una hora con la señorita Jardin, la visitadora de prisiones, maravillándose de la notable capacidad de engañarse a sí misma que ya le había permitido echarle la culpa a todo el mundo de la muerte de McCullum. La culpa era de la sociedad por haber hecho de él un delincuente, de las autoridades educativas por su escolaridad totalmente inadecuada, del comercio y la industria por no haberle proporcionado un trabajo responsable, del juez por sentenciarlo…

—Fue una víctima de las circunstancias —dijo la señorita Jardin.

—Eso se podría decir de todo el mundo —dijo Flint, mirando una vitrina rinconera con piezas de plata que sugerían que las circunstancias habían proporcionado a la señorita Jardin los medios para ser la víctima de su propio sentimentalismo—. Por ejemplo, los tres hombres que la amenazaron con cortarla en pedazos…

—No siga —dijo la señorita Jardin estremeciéndose al recordarlo.

—Bien, ellos también fueron víctimas, ¿no es verdad? Lo mismo que un perro rabioso, pero eso no es un consuelo cuando le muerde a uno, y yo coloco a los vendedores de droga en esa categoría. —La señorita Jardin tuvo que mostrarse de acuerdo—. ¿Así que no podría reconocerlos si los viera otra vez? —preguntó Flint—, claro, si llevaban medias en la cabeza como usted dijo.

—Así es, y guantes.

—Y la llevaron a la calle London y le mostraron dónde debería hacerse la recogida.

—Detrás de la cabina telefónica enfrente del desvío hacia Brindlay. Tenía que entrar en la cabina y simular que hacía una llamada y entonces, si no había nadie, salir y coger el paquete y volver directamente a casa. Dijeron que estarían vigilándome.

—¿Y supongo que no se le ocurrió ir directamente a la policía e informarles? —preguntó Flint.

—Naturalmente que sí. Eso fue lo primero que pensé, pero dijeron que había más de un oficial sobornado.

Flint suspiró. Era una antigua táctica y, por lo que él sabía, los cabrones habían dicho la verdad. Había policías corrompidos, muchos más que cuando él había entrado en el servicio, pero entonces no existían las grandes bandas y el dinero para sobornar y, si el soborno fallaba, para pagar a un asesino a sueldo. Los buenos tiempos pasados, cuando siempre se ahorcaba a alguien si un policía era asesinado, aunque fuese el hombre equivocado. No, gracias a las buenas personas como la señorita Jardin y Christie, que mintió en el estrado de los testigos haciendo que un tipo mentalmente subnormal como Evans fuese condenado por asesinatos que el mismo Christie había cometido, ya no existían medios de disuasión. El mundo que Flint había conocido se había ido por la borda, así que en realidad no podía culparla por ceder a las amenazas. De todos modos, él continuaría siendo el que siempre había sido, un honesto y trabajador policía.

—Aún así podríamos haberle dado protección —dijo— y no se habrían vuelto a ocupar de usted una vez que hubiera dejado de visitar a McCullum.

—Eso lo sé ahora —dijo la señorita Jardin—, pero entonces estaba demasiado aterrorizada para pensar claramente.

«O para pensar siquiera», pensó Flint, pero no lo dijo. En lugar de ello, se concentró en el método de entrega del producto. Nadie coloca un paquete de heroína detrás de una cabina telefónica sin asegurarse de que va a ser recogido. Y seguramente no se quedaban por allí después de depositarlo. Luego tenía que haber algún sistema de comunicación.

—¿Qué habría sucedido si usted hubiese estado enferma? —preguntó—. Suponiendo que no hubiera podido recoger el paquete, entonces, ¿qué?

La señorita Jardin le miró con una mezcla de desprecio y asombro que evidentemente experimentaba al enfrentarse con alguien que se concentraba de manera tan insistente en los aspectos prácticos y desdeñaba los morales. Además, era un policía ignorante. Los policías sí que no pueden ser considerados víctimas.

—No lo sé —dijo. Pero Flint se estaba enfadando.

—Bájese del pedestal —dijo—, puede alegar que la obligaron a servir de intermediaria, pero todavía podemos acusarla de pasar drogas, y encima en una prisión. ¿A quién tenía usted que telefonear? —La señorita Jardin se derrumbó.

—No conozco su nombre. Tenía que llamar a un número y…

—¿Qué número?

—Sólo un número. No puedo…

—Démelo —dijo Flint. La señorita Jardin salió de la habitación y Flint permaneció sentado mirando los títulos de la biblioteca. Significaban poco para él y sólo le decían que ella leía o al menos compraba muchos libros sobre sociología, economía, el Tercer Mundo y las reformas penales. Esto no le impresionó. Si esa mujer hubiera querido realmente hacer algo por las condiciones de los prisioneros, habría podido obtener trabajo como celadora y habría vivido con sueldos bajos, en lugar de mariposear por las prisiones y hablar de la poca categoría del personal que tenía que hacerle el trabajo sucio a la sociedad. Que se aumentaran sus impuestos para construir mejores prisiones, y pronto se la oiría protestar. Era pura hipocresía.

La señorita Jardin volvió con un trozo de papel.

—Éste es el número —dijo, alcanzándoselo. Flint lo miró. Una cabina de Londres.

—¿Cuándo tenía usted que llamar?

—Dijeron que entre las 9:30 y las 9:40 de la noche anterior a la recogida del paquete.

Flint cambió de dirección.

—¿Cuántas veces lo recogió?

—Sólo tres.

Se puso de pie. No valía la pena. Ellos sabían que Mac estaba muerto, incluso antes de que fuera anunciado en los periódicos, así que no tenía sentido suponer que harían otra entrega más, pero al menos estaban operando desde Londres. Hodge seguía un camino equivocado. Por otra parte, el mismo Flint no estaba seguro de seguir el correcto. La pista se detenía en la señorita Jardin y en un teléfono público de Londres. Si McCullum hubiera estado aún vivo… Flint salió de la casa y condujo hasta la prisión.

—Me gustaría echarle una mirada a la lista de visitas de Mac —le dijo al jefe de celadores Blaggs, y se pasó media hora escribiendo nombres en su bloc, junto con las direcciones—. Alguno de este grupito tenía que pasar los mensajes —dijo cuando hubo terminado—. No es que espere llegar a alguna parte, pero vale la pena intentarlo.

Más tarde, de vuelta en la comisaría, había comprobado la lista en el ordenador central y la había comparado con los datos sobre tráfico de drogas, pero la relación que estaba buscando, algún criminal de poca monta que viviera en Ipford o sus alrededores, no la encontró. Y no iba a perder el tiempo tratando de consultar con Londres. De hecho, para ser sincero, tendría que admitir que estaba perdiendo el tiempo también en Ipford, salvo que… salvo que algo le decía que no era así. Flotaba en su mente. Sentado en su despacho, siguió su instinto. La chica había sido vista por su compañera de piso en la marina. Varias veces. Pero la marina era simplemente otro lugar como la cabina telefónica de la calle London. Tenía que ser algo más concreto, algo que él pudiera verificar.

Flint descolgó el teléfono y llamó a la Unidad de Estudio de la Drogadicción en el hospital de Ipford.

A la hora de comer, Wilt estaba levantado. Para ser exactos, se había levantado varias veces durante la mañana, en parte para sacar otra bolsa de agua caliente del congelador, pero sobre todo, en un esfuerzo decidido por no masturbarse hasta la muerte. Estaba muy claro que Eva había supuesto que se beneficiaría de los efectos de ese diabólico irritante que había metido en su cerveza, pero en opinión de Wilt, una esposa que había estado a punto de envenenar a su esposo no merecía los pocos beneficios sexuales que él tenía para ofrecer. Si le daba una ínfima satisfacción como consecuencia del experimento, la próxima vez aterrizaría en un hospital con una hemorragia interna y una erección permanente. Por el momento, ya había tenido bastantes problemas con su pene.

«Voy a congelármelo», había sido su primera idea, y durante un tiempo había funcionado, aunque dolorosamente. Pero después se había adormecido y una hora más tarde despertaba con la horrible impresión de que se le había metido en la cabeza tener un plan con un lenguado recién pescado. Wilt se quitó esa idea de la cabeza y llevó la botella abajo para volver a meterla en el congelador cuando se le ocurrió que eso no sería particularmente higiénico. Estaba en el proceso de lavarla cuando sonó el timbre de la puerta. Wilt dejó caer la botella sobre el escurridor, la recuperó del fregadero cuando caía y finalmente trató de sujetarla entre la tetera y una fuente que estaba boca abajo en el escurreplatos, antes de ir a abrir.

No era el cartero como esperaba, sino Mavis Mottram.

—¿Qué estás haciendo en casa? —preguntó ella.

Wilt se parapetó tras la puerta y se cerró la bata con fuerza.

—Bueno, la verdad es… —comenzó. Mavis le apartó y entró en la cocina.

—Sólo venía a ver si Eva se podía encargar de la comida en nuestro asunto.

—¿Qué asunto? —preguntó Wilt, mirándola con repugnancia. Eva había consultado a la doctora Kores gracias a aquella mujer.

Mavis ignoró la pregunta. En su doble papel de militante feminista y secretaria de Madres Contra la Bomba, consideraba evidentemente a Wilt como parte de la subespecie machos.

—¿Volverá pronto? —continuó.

Wilt sonrió desagradablemente y cerró la puerta de la cocina tras él. Si Mavis iba a tratarle como a un oligofrénico adulto, se sentía inclinado a comportarse así.

—¿Cómo sabes que ella no está aquí? —preguntó, probando con el pulgar la hoja de un cuchillo para el pan, bastante mellado.

—El coche no está fuera y pensé… bueno, tú generalmente te lo llevas y… —Se detuvo.

Wilt puso el cuchillo en el soporte magnético junto a los otros cuchillos de cocina. Parecía fuera de lugar.

—Fálico —dijo—. Interesante.

—¿El qué?

—Muy Lawrence —dijo Wilt, y agarró la jeringa de pastelería de un cubo de plástico donde Eva la había sumergido en desinfectante, en un intento de persuadirse ella misma de que podría utilizarla de nuevo.

—¿Lawrence? —dijo Mavis, empezando a parecer verdaderamente alarmada.

Wilt puso la jeringa sobre la encimera del fregadero y se secó las manos. Había visto los guantes de goma de Eva.

—Estoy de acuerdo —dijo, y empezó a ponerse los guantes.

—¿Pero de qué estás hablando? —preguntó Mavis, recordando de pronto a Wilt y la muñeca hinchable. Dio la vuelta por la cocina, dirigiéndose hacia la puerta y entonces se detuvo. Wilt con bata y sin los pantalones del pijama y encima ahora con guantes de goma y sosteniendo una jeringa de pastelería, era una visión extremadamente inquietante.

—En cualquier caso, dile que me llame. Ya le explicaré lo de la comida para… —su voz se extinguió.

Wilt estaba sonriendo otra vez. También estaba lanzando por los aires un líquido amarillento que salía de la jeringa. Las imágenes de un doctor loco en una de las primeras películas de horror vinieron a su mente.

—Estabas hablando de que ella no está aquí —dijo Wilt, y retrocedió hacia la puerta—. Continúa.

—¿Que continúe con qué? —dijo Mavis con un temblor en la voz.

—Con eso de que no está aquí. Encuentro curioso tu interés, ¿tú no?

—¿Curioso? —dijo Mavis, tratando desesperadamente de encontrar algún rasgo de cordura en sus inconsecuentes observaciones—. ¿Qué tiene de curioso? Evidentemente ha ido de compras y…

—¿Evidentemente? —preguntó Wilt, mirando con aire ausente por la ventana más allá del jardín—. Yo no hubiera dicho que algo era evidente.

Mavis siguió involuntariamente su mirada y encontró el jardín trasero casi tan siniestro como Wilt con guantes de goma y esa maldita jeringa. Con un nuevo esfuerzo, se obligó a volverse y hablar con tono normal.

—Me marcho —dijo, y empezó a caminar. La sonrisa fija de Wilt desapareció.

—Oh, no tan pronto —dijo—. ¿Por qué no ponemos el hervidor y hacemos un poco de café? Después de todo, es lo que harías si Eva estuviera aquí. Te sentarías y charlaríais un rato. Eva y tú teníais tanto en común.

—¿Teníamos? —dijo Mavis, y deseó haber mantenido la boca cerrada. La horrible sonrisa de Wilt había reaparecido—. Bien, si te apetece una taza, creo que tengo tiempo todavía.

Se dirigió hacia el hervidor eléctrico y lo llevó al fregadero. La bolsa de agua caliente estaba en el fondo. Mavis la tomó y sintió otro espantoso escalofrío. No es que la bolsa de agua caliente no estuviera caliente, es que estaba helada. Y detrás de ella, Wilt había comenzado a gruñir de forma alarmante. Mavis lo dudó un momento antes de darse la vuelta. Esta vez no había duda de la amenaza a la que se enfrentaba. La estaba apuntando desde los pliegues de la bata de Wilt. Con un grito, corrió hacia la puerta trasera, la abrió de par en par, salió rápidamente y, con un estruendo de tapaderas de cubos de la basura, atravesó la verja y se dirigió hacia el coche.

Wilt dejó caer de nuevo la jeringa en el cubo y trató de sacar las manos de los guantes de goma tirando de los dedos. No era el mejor método, y le costó un cierto tiempo liberarse de ellos y sacar otra bolsa del congelador.

—Hija de puta —murmuró, mientras aplicaba la bolsa a su pene y trataba de pensar qué haría a continuación. Si ella iba a la policía… No, no era probable que lo hiciera, pero de todos modos sería prudente tomar precauciones. Sin tener en cuenta la higiene, metió la bolsa del fregadero en el congelador y subió las escaleras cojeando. «Al menos es la última vez que vemos a Mavis Mottram», pensó mientras volvía a la cama. Ése era un consuelo para la reputación que indudablemente ya estaba adquiriendo. Como siempre, se equivocaba por completo.

Veinte minutos más tarde, llegó Eva, que había sido interceptada por Mavis al volver a casa.

—Henry —gritó tan pronto como hubo traspasado la puerta delantera—. Ven inmediatamente y explícame qué estabas haciendo con Mavis.

—Mierda —dijo Wilt.

—¿Qué has dicho?

—Nada, sólo estaba gimiendo.

—No, no es verdad. Te oí claramente decir algo —dijo Eva mientras subía las escaleras.

Wilt salió de la cama con la bolsa aplicada en las partes.

—Ahora escúchame tú —dijo, antes de que Eva pudiera abrir la boca—, ya he aguantado todo lo que podía aguantar de todo el mundo, tú, la oligofrénica de Mavis, la envenenadora de Kores, las cuatrillizas y los malditos asesinos que han estado siguiéndome. Y de hecho, todo el jodido mundo moderno con su presión para que yo sea agradable y dócil y pasivo mientras todos los demás hacen sus cosas sin importarles las consecuencias. A) no soy una cosa, y B) no voy a dejarme manejar más. Ni por ti, ni por Mavis ni, desde luego, por esas malditas crías. Y paso totalmente de las opiniones ajenas que tú absorbes como una esponja deshidratada de los charlatanes que escriben artículos sobre la educación progresista y el sexo para la tercera edad y la salud a través de la maldita cicuta…

—La cicuta es un veneno, no un… —dijo Eva, tratando de desviar su furia.

—Y también lo es esa bazofia ideológica con la que te llenas la cabeza —gritó Wilt—. El cianuro de la permisividad, los desnudos de la página tres para la así llamada intelligentsia o vídeos porno para los parados, todos los malditos placebos para los que no son capaces de pensar o sentir. Y si no sabes lo que es un placebo, trata de enterarte en un diccionario.

Hizo una pausa para respirar y Eva aprovechó la oportunidad.

—Sabes muy bien lo que pienso de esos vídeos porno —dijo—, ni en sueños permitiría que las cuatrillizas vieran algo así.

—Muy bien —aulló Wilt—, entonces ¿por qué no dejarnos a mí y al desgraciado de Gamer fuera del asunto? ¿Se te ha ocurrido alguna vez que tienes auténtica pornografía, sin necesidad de vídeos, en esos horrores prepúberes que son esas cuatro hijas? Oh, no, ellas no. Ellas son especiales, ellas son únicas, condenados genios. Nada debemos hacer que retarde su desarrollo intelectual, como por ejemplo enseñarles algunas buenas maneras o a comportarse de modo civilizado. Oh, no, nosotros somos padres modernos modélicos que permitimos que esas cuatro innobles salvajes se conviertan en tecnócratas adictas del ordenador con tanto sentido moral como Ilse Koch en uno de sus días malos.

—¿Quién es Ilse Koch? —preguntó Eva.

—Sólo una asesina de masas en un campo de concentración —dijo Wilt—, y no te creas que soy uno de esos reaccionarios de derecha que piensan que la letra con sangre entra, porque no lo soy, y esos idiotas tampoco piensan. Yo sólo soy el que está en el medio y no sabe a qué lado saltar. Pero por lo menos pienso. O trato de hacerlo. Ahora déjame sufrir en paz y dile a tu amiga Mavis que la próxima vez que no desee ver una erección involuntaria, no te aconseje que vayas a ver a Kores la Castradora.

Eva bajó las escaleras sintiéndose extrañamente revigorizada. Hacía mucho tiempo que Henry no había planteado sus sentimientos con tanta fuerza y, aunque no había entendido todo lo que había dicho y por supuesto no creía que hubiera sido justo con las cuatrillizas, era tranquilizador verle restablecer su autoridad en casa. Le hacía sentir mejor por haber ido a ver a esa horrible doctora Kores con toda la verborrea estúpida acerca de… ¿qué era?… «la superioridad sexual de la hembra en el mundo de los mamíferos». Eva no quería ser superior en todo y, en cualquier caso, no era simplemente un mamífero. Era un ser humano. Eso era algo muy diferente.