Pero si el humor de Flint había cambiado para mejor, el del inspector Hodge no. Su interpretación de la conducta de Wilt se había visto ilustrada por el accidente de la calle Nott.
—Ese cabrón tuvo que saber que lo seguíamos para aplastar así un coche de la policía —le dijo al sargento Runk—, y entonces, ¿qué es lo que hace?
—Maldito si lo sé —dijo el sargento, que prefería acostarse pronto y no podía pensar claramente a la una de la madrugada.
—Está provocando una detención prematura, sabiendo que no tenemos evidencias y que tendríamos que dejarlo ir.
—¿Y para qué quiere que hagamos eso?
—Porque si le interrogamos de nuevo puede comenzar a quejarse de que lo acosamos y atropellamos sus libertades civiles —dijo Hodge.
—Parece una manera extraña de hacer las cosas —dijo Runk.
—¿Y qué le parece enviar a su esposa a un herborista para recoger cargamento de drogas el mismo día que muere una joven por la misma razón? ¿No es eso extraño también? —preguntó Hodge.
—Desde luego —dijo Runk—. De hecho, es lo más extraño que he visto. Cualquier criminal normal se quitaría de en medio una temporada.
El inspector Hodge sonrió desagradablemente.
—Exacto. Pero no estamos tratando con un criminal ordinario. Eso es lo que estoy intentando señalar. Nos las tenemos que ver con uno de los tipos más listos que he encontrado nunca.
El sargento Runk no lo veía de ese modo.
—No puede ser tan listo cuando envía a su mujer a conseguir una botella de droga mientras la estamos vigilando. A mí me parece un completo estúpido.
Hodge negó con la cabeza tristemente. Siempre era difícil conseguir que el sargento captase las complejidades de la mente criminal.
—Suponga que nada había que tuviera relación con las drogas en esa botella —sugirió.
El sargento Runk apartó trabajosamente sus pensamientos de la cama y trató de concentrarse.
—Parece un día perdido —fue todo lo que se le ocurrió decir.
—También es una manera de despistarnos —dijo Hodge—. Y ésa es su táctica. No tiene más que mirar el expediente de Wilt para verlo. Por ejemplo, fíjese en lo de la muñeca hinchable. Se burló del viejo Flint, y ¿por qué? Porque ese estúpido le detuvo para interrogarle cuando toda la evidencia disponible era una muñeca deshinchada vestida de señora Wilt, en un agujero, con veinte toneladas de hormigón encima. ¿Y dónde estaba la verdadera señora Wilt toda aquella semana? Fuera, en un barco con un par de hippies estadounidenses que estaban drogados hasta las cejas, y Flint les deja largarse del país sin haberlos interrogado sobre lo que estaban haciendo realmente en la costa. A una legua se olía que estaban haciendo contrabando y que Wilt se había puesto en evidencia para mantener ocupado a Flint exhumando una muñeca de plástico. Así de hábil es Wilt.
—Supongo que dicho así, tiene sentido —dijo Runk—. Y usted cree que ahora está utilizando la misma táctica.
—Piense en el leopardo.
—¿El leopardo?
—Nunca pierde sus manchas.
—Oh, ya —dijo el sargento, que se podía haber ahorrado las metáforas a esa hora de la noche.
—Sólo que esta vez no está tratando con un poli pasado de moda y fracasado como Flint —dijo Hodge, ahora totalmente convencido de su propio argumento—. Está tratando conmigo.
—Es un cambio. Y hablando de cambios, me gustaría irme…
—Al 45 de la avenida Oakhurst —dijo Hodge con firmeza—, ahí es donde va usted a ir. Quiero que el coche de ese listillo de mierda esté lleno de micrófonos y vamos a abandonar la observación física. Esta vez todo va a ser electrónico.
—No, si es que yo voy a tener algo que ver con eso —dijo Runk desafiante—. Tengo suficiente sentido común para no empezar a toquetear un trasto como el coche de Wilt. Tengo una esposa y tres hijos que…
—¿Y qué demonios tiene que ver su familia con esto? —dijo Hodge—. Todo lo que estoy diciendo es que iremos mientras esté dormido…
—¿Dormido? Un tipo que electrifica su puerta trasera, ¿cree que va a correr riesgos con su maldito coche? Puede usted hacer lo que quiera, pero no estoy dispuesto a encontrarme con el Creador metido en una urna de cenizas por culpa de un maniático que ha conectado su coche con la red eléctrica nacional. Ni por usted ni por nadie.
Pero Hodge no iba a dejarse convencer.
—Podemos comprobar que no hay peligro —insistió.
—¿Cómo? —preguntó Runk, que ahora estaba completamente despierto—. ¿Dejando que un perro policía mee contra el cacharro y viendo si le descarga treinta y dos mil voltios en el pito? Debe estar bromeando.
—No estoy bromeando —dijo Hodge—. Estoy ordenándoselo. Vaya y recoja el equipo.
Media hora más tarde, un sargento desesperadamente nervioso, llevando botas de goma y guantes de caucho aislantes especiales, abría la puerta del coche de Wilt. Ya había girado cuatro veces a su alrededor para comprobar que no había cables provenientes de la casa y lo había conectado a tierra con una varilla de cobre. Aún así, no estaba corriendo riesgos y se quedó un poco sorprendido cuando la cosa no explotó.
—De acuerdo, ¿dónde quiere que ponga la grabadora? —preguntó cuando finalmente se le reunió el inspector.
—En algún sitio en que podamos acceder a la cinta fácilmente —susurró Hodge.
Runk tanteó bajo el salpicadero y trató de encontrar un sitio.
—Eso es demasiado obvio —dijo Hodge—. Colóquelo bajo el asiento.
—Lo que usted diga —dijo Runk, y metió la grabadora entre los muelles. Cuanto más pronto estuviera fuera de aquel maldito coche, mejor—. ¿Y qué hago con el transmisor?
—Uno en el portaequipajes y el otro…
—¿Otro? —dijo Runk—. Lo van a localizar incluso los detectores de licencias de televisión. Uno de estos aparatos tiene un radio de ocho kilómetros.
—No quiero correr riesgos —dijo Hodge—. Si encuentra uno, no buscará el otro.
—No hasta que lleve el coche a revisión.
—Póngalo donde nadie mire.
Al final, y después de muchos esfuerzos, el sargento enganchó magnéticamente una radio en un rincón del portaequipajes, y estaba tumbado debajo del coche buscando un escondite para la otra cuando se encendieron las luces del dormitorio de los Wilt.
—Ya le dije que ese cerdo no corre el menor riesgo —le susurró frenéticamente mientras el inspector se arrastraba hasta él—. Ahora nos ha pillado.
Hodge no dijo palabra. Con la cara aplastada contra un parche de asfalto aceitoso y alguna cosa que olía desagradablemente a gato, no era capaz de hablar.
Lo mismo le pasaba a Wilt. El efecto del estimulante sexual de la doctora Kores añadido a su cerveza casera —Wilt había acabado subrepticiamente con seis botellas en su esfuerzo por encontrar una que no tuviera aquel gusto peculiar— había sido dejarlo mentalmente confundido y con la clara impresión de que algo como un batallón de hormigas había tomado posesión de su pene y excavaba galerías en él. Eso o bien una de las cuatrillizas le había introducido el cepillo de dientes eléctrico mientras estaba dormido. No parecía probable. Pero tampoco parecía probable la sensación que estaba experimentando. Al encender la lamparilla de noche y apartar la sábana para ver qué era lo que ocurría, tuvo una visión de bragas rojas a su lado. ¿Eva con bragas rojas? ¿O también ella estaba inflamada?
Wilt salió tambaleándose de la cama y libró una batalla con el cordón del pijama antes de poder bajarse el maldito pantalón, sin molestarse en desatarlo, y dirigió la lámpara sobre el órgano afectado en un esfuerzo por identificar la causa de su agonía. La maldita criatura (Wilt siempre le había adjudicado a su pene un cierto grado de autonomía, o más bien, nunca se había sentido totalmente asociado con sus actividades) parecía bastante normal, pero ciertamente no daba esa sensación en absoluto. Quizá si le pusiera un poco de crema…
Fue cojeando hasta la coqueta de Eva y buscó entre los potes. ¿Dónde demonios guardaba el colcrén? Al final eligió uno que decía hidratante. Ése serviría. Pero no sirvió. Cuando se hubo aplicado la mitad del pote y dejado caer el resto sobre la almohada, la sensación de ardor parecía haber empeorado. Fuera lo que fuese lo que pasaba, era en el interior. Las hormigas guerreras no estaban horadando para entrar, sino para salir. Durante un momento de locura consideró la posibilidad de rociarse con insecticida para matarlas, pero decidió no hacerlo. Sólo Dios sabía lo que un chorro de insecticida a presión podía hacerle a su vejiga que, en cualquier caso, ya estaba llena otra vez. Quizá si echase una meada… Todavía sosteniendo la crema hidratante se dirigió hacia el baño.
«Debe de haber sido un jodido lunático el primero que le llamó a esto aliviarse», pensó mientras terminaba. El único alivio que había encontrado era que no había orinado sangre y tampoco parecía haber hormigas en el retrete. Y orinar no le había aliviado, si acaso había puesto las cosas peor.
—Creo que voy a prenderme fuego en un minuto —murmuró, y estaba considerando la posibilidad de servirse de la manguera de la ducha como extintor cuando se le ocurrió una idea mejor.
No tenía sentido hidratarse por fuera. Donde se necesitaba la sustancia era en el interior. ¿Pero cómo meterla ahí? Su mirada se posó en el tubo de pasta dentífrica. Eso era lo que necesitaba. Oh, no, con pasta dentífrica no. Con crema hidratante. ¿Por qué no la envasarían en tubos?
Wilt abrió el botiquín y buscó entre cuchillas de afeitar viejas, tubos de aspirinas y jarabes para la tos algo que fuera vagamente apropiado para calmar su pene, pero aparte de la crema depilatoria de Eva…
—No sería una broma de buen gusto —dijo Wilt, que una vez se había cepillado los dientes accidentalmente con esa sustancia—, no voy a aplicarme ese desfoliante en ningún sitio.
Tendría que ser la crema hidratante o nada. Con una nueva sensación frenética de desesperación, se tambaleó desde el cuarto de baño, aferrado al pote de crema, hasta la cocina, escaleras abajo y ahora estaba rebuscando en el cajón al lado del fregadero. Un momento más tarde había encontrado lo que buscaba.
Arriba, Eva se dio la vuelta. Durante cierto tiempo había sido vagamente consciente de que su espalda estaba fría, pero demasiado vagamente para hacer algo al respecto. Ahora también era consciente de que la luz estaba encendida, el otro lado de la cama estaba vacío y las sábanas echadas hacia atrás. Lo que explicaba por qué había tenido frío. Evidentemente Henry había ido al lavabo. Eva tiró de las mantas y se quedó despierta esperando a que él volviera. Quizá estuviera de humor para hacer el amor. Después de todo, se había tomado dos botellas de cerveza y el afrodisíaco de la doctora Kores, y ella se había puesto bragas rojas y era mucho más agradable hacer el amor en medio de la noche cuando las cuatrillizas estaban completamente dormidas que los domingos por la mañana cuando no lo estaban, y ella tenía que levantarse y cerrar la puerta por si entraban. Ni siquiera eso estaba garantizado que funcionase. Eva siempre recordaría una ocasión espantosa en que cuando Henry casi lo había hecho, ella había olido repentinamente a humo y habían oído una serie de gritos de las niñas. «¡Fuego, Fuego!», gritaban, y ella y Henry habían saltado de la cama y llegado al rellano en un segundo para encontrarse que las cuatrillizas estaban con su cacerola de hacer mermeladas llena de periódicos ardiendo. Fue una de esas raras ocasiones en que había estado de acuerdo con Henry acerca de la necesidad de una corrección. Y no es que las cuatrillizas la hubieran recibido. Habían corrido escaleras abajo y salido por la puerta de la calle antes de que Henry pudiera alcanzarlas, y no podía perseguirlas por la calle sin un trapo encima. No, era mucho más agradable por la noche, y se estaba preguntando si debía quitarse las bragas ahora y no esperar, cuando un estruendo en el piso de abajo le quitó esa idea de la mente.
Eva salió de la cama y, poniéndose una bata, bajó a investigar. Al momento todos sus sueños de hacer el amor se habían esfumado. Wilt estaba en medio de la cocina con la jeringa de pastelería en una mano y su pene en la otra. De hecho, los dos parecían unidos.
Eva buscó las palabras.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —dijo cuando pudo hablar. Wilt volvió a ella un rostro de color carmesí.
—¿Haciendo? —preguntó, consciente de que la situación estaba abierta a un gran número de interpretaciones y ninguna de ellas agradables.
—Eso es lo que he dicho, haciendo —dijo Eva. Wilt miró la jeringa.
—En realidad… —comenzó, pero Eva se le adelantó.
—Ésa es mi jeringa de pastelería.
—Ya lo sé, y ésta es mi polla —dijo Wilt. Eva estaba mirando ambos objetos con igual disgusto. Nunca podría volver a adornar un pastel con esa jeringa y no comprendía cómo pudo haber encontrado atractivo en la polla de Wilt, que tenía ante ella—. Y para tu información —continuó—, lo que hay en el suelo es tu crema hidratante.
Eva miró el pote. Incluso para el peculiar lenguaje del 45 de la avenida Oakhurst había algo desorientador en la conjunción —y conjunción era la palabra correcta— del aparato de Wilt y la jeringa de pastelería y la presencia en el suelo de la cocina de un pote de su crema hidratante. Se sentó en un taburete.
—Y para tu información también… —continuó Wilt, pero Eva le detuvo.
—No quiero oír más —dijo.
Wilt la miró lívido.
—Y yo no quiero sentirlo —dijo bruscamente—. Si crees que encuentro alguna satisfacción en inyectarme lo que sea ese producto con el que te embadurnas la cara a las tres de la mañana, te puedo asegurar que no.
—No veo entonces por qué lo haces —dijo Eva, comenzando a experimentar una terrible sensación.
—Porque si no supiera que no es así, pensaría que algún sádico ha espolvoreado mis vías urinarias con pimienta, por eso.
—¿Con pimienta?
—O vidrio molido y curry —dijo Wilt—. Añádele un poco de gas mostaza y tendrás una idea del panorama. O de la sensación. Algo espantoso en cualquier caso. Y ahora, si no te importa…
Pero antes de que pudiera ponerse manos a la obra con la jeringa, Eva le había detenido de nuevo.
—Debe de haber algún antídoto —dijo—. Voy a telefonear a la doctora Kores.
A Wilt se le salieron los ojos de las órbitas.
—¿Que vas a qué? —preguntó.
—Dije que…
—Ya te oí —gritó Wilt—. Dijiste que ibas a llamar a esa herbolaria homotrópica de la doctora Kores, y quiero saber por qué.
Eva miró desesperadamente a su alrededor pero en la cocina no había consuelo, ni en el robot ni en las cacerolas Le Creuset que colgaban junto al fogón y ciertamente tampoco en el cartel de hierbas que colgaba en la pared. Aquella maldita mujer había envenenado a Henry y toda la culpa era suya por haber escuchado a Mavis. Pero Wilt la estaba mirando con aire peligroso y tenía que hacer algo de inmediato.
—Simplemente pensé que tenías que ver a un doctor —dijo—. Quiero decir que puede ser serio.
—¿Puede ser? —aulló Wilt, ahora totalmente alarmado—. Lo es, y todavía no me has dicho…
—Bien, si quieres saberlo —interrumpió Eva, batiéndose en retirada— no deberías haber tomado tanta cerveza.
—¿Cerveza? Dios mío, bruja, sabía que había algo malo en la cerveza —gritó Wilt y se lanzó sobre ella a través de la cocina.
—Sólo quería… —comenzó Eva, dando la vuelta alrededor de la mesa para esquivar la jeringa.
La salvaron las cuatrillizas.
—¿Qué está haciendo papi con esa crema sobre los genitales? —preguntó Emmeline. Wilt se detuvo en su persecución y se quedó mirando a las cuatro caritas en el umbral. Como siempre, las cuatrillizas estaban empleando tácticas que le dejaban desconcertado. Combinar el pueril «papi», particularmente con la inflexión que le daba Emmeline, con una descripción anatómica tan exacta estaba calculado para dejarle paralizado. ¿Y por qué no le preguntaban a él, en lugar de aludirle indirectamente? Dudó un instante y Eva aprovechó la oportunidad.
—Eso nada tiene que ver con vosotras —dijo, y les tapó la vista ostentosamente—. Es sólo que vuestro padre no está muy bien y…
—Eso es —gritó Wilt, que podía ver lo que se avecinaba—. Échame a mí toda la culpa.
—No te estoy echando toda la culpa —dijo Eva por encima del hombro—. Es sólo…
—Que has cargado mi cerveza con algún veneno infernal e irritante, y luego tienes el descaro de decirles que no estoy muy bien. Claro que no estoy muy bien. Estoy…
Un sonido de martillazos en el muro de los Gamer distrajo momentáneamente su atención. Mientras Wilt le lanzaba la jeringa al Caballero risueño que su suegra les había regalado cuando vendió su casa y que Eva pretendía que le recordaba su niñez feliz, ésta envió a las cuatrillizas arriba. Cuando volvió, Wilt había recurrido a los cubitos de hielo.
—Creo que deberías ver a un doctor —dijo.
—Debería haber visto uno antes de casarme contigo —dijo Wilt—. Supongo que te das cuenta de que podía estar muerto ahora. ¿Qué demonios pusiste en mi cerveza?
Eva tenía un aspecto deprimido.
—Yo sólo quería ayudar a nuestro matrimonio —dijo—, y Mavis Mottram dijo…
—¡Estrangularé a esa bruja!
—Dice que la doctora Kores ha ayudado a Patrick y…
—¿Ayudar a Patrick? —dijo Wilt, momentáneamente olvidado de su pene envuelto en hielo—. La última vez que le vi, parecía como si necesitase un sostén. Dijo algo acerca de que ya no tenía que afeitarse mucho.
—Eso es lo que quiero decir. La doctora Kores le dio a Mavis algo para enfriar su ardor sexual y yo creí… —Hizo una pausa. Wilt tenía de nuevo un aspecto peligroso.
—Sigue, aunque cuestiono el uso de «pensé».
—Bien, que podía tener alguna cosa para animar…
—¿Animar? —dijo Wilt—. ¿Por qué no decirlo claramente, excitar? ¿Y por qué demonios necesito yo un excitante? Soy un hombre trabajador… o lo era, con cuatro malditas hijas, no algún demente pistola sexual de diecisiete años.
—Yo sólo pensé… Se me ocurrió que si ella había podido hacer tanto por Patrick… —aquí Wilt soltó una risotada—, podría ayudarnos a… bueno, a tener una vida sexual más plena.
—¿Envenenándome con cantárida? Como pleno, ya estoy —dijo Wilt—. Bueno, permíteme que te diga algo. Para tu información, yo no soy un jodido procesador de sexo como ese robot, y si deseas el tipo de vida sexual que sugieren esas idiotas revistas femeninas que lees, como quince veces a la semana, es mejor que te busques otro esposo, porque yo no estoy dispuesto. Y tal como me siento ahora, tendrás suerte si estoy dispuesto alguna vez.
—¡Oh, Henry!
—¡Cierra la boca! —dijo Wilt, y se dirigió al aseo de la planta baja cojeando y con su bol de cubitos de hielo. Al menos parecía que el hielo ayudaba y el dolor se atenuaba.
Cuando murió el sonido de la discordia en el interior de la casa, el inspector Hodge y el sargento se volvieron por la avenida Oakhurst hacia su coche. No habían podido escuchar lo que se decía, pero el hecho de que hubiese tenido lugar una especie de terrible riña había reforzado la opinión de Hodge de que los Wilt no eran criminales ordinarios.
—La presión comienza a hacer efecto —le dijo al sargento Runk—. Si no le encontramos llamando a sus compinches en un día o dos, yo no soy el hombre que creo que soy.
—Y si yo no duermo un poco, tampoco lo seré —dijo Runk—, y no me sorprende que ese tipo de la puerta de al lado quiera vender su casa. Debe de ser un infierno vivir al lado de gente como ésa.
—No tendrán que aguantar mucho tiempo más —dijo Hodge, pero la mención del señor Gamer le dio una nueva idea. Con un poco de colaboración de los Gamer, estaría en condiciones de oír todo lo que pasaba en la casa de Wilt. Por otra parte, con ese coche transformado en una estación de radio ambulante, esperaba hacer pronto una detención.