Y así continuó. Durante dos días, equipos de detectives vigilaron a los Wilt e informaron al inspector Hodge de que habían encontrado señales inequívocas. La visita de Eva a la doctora Kores era particularmente condenatoria.
—¿Una herborista? ¿Ha ido a una herborista en Silton? —dijo el inspector incrédulamente. Tras cuarenta y ocho horas casi sin dormir y muchas tazas de café negro, a él también le habría venido bien alguna medicina alternativa—. ¿Y salió con una gran botella de plástico?
—Aparentemente —dijo el detective. Tratar de seguir a Eva había sido demasiado para él. Y lo mismo con las cuatrillizas—. Por lo que sé, salió con una botella. Todo lo que vimos fue que sacaba la botella del bolso mientras estaba esperando el autobús.
Hodge ignoró la lógica. En lo que a él concernía, los sospechosos que visitaban herboristas y después tenían botellas en sus bolsos eran decididamente culpables.
Pero fue la llegada de Mavis Mottram al 45 de la avenida Oakhurst aquella misma tarde, lo que más le interesó.
«El sujeto recoge a las niñas en el colegio a las 15:30 —leyó en el informe escrito—, vuelve a casa y una mujer llega conduciendo un Mini.»
—Correcto.
—¿Cómo es ella?
—Unos cuarenta, por lo menos. Cabello oscuro. Uno sesenta. Anorak azul y pantalones marrones con calientapiernas. Llega a las 3:55 y se va a las 4:20.
—¿Así que podría haber recogido la botella?
—Podría, supongo, pero no llevaba bolso y no había señales de ella.
—Entonces ¿qué?
—Nada hasta que el vecino de al lado llegó a casa, a las 17:30. Véalo, todo está en mi informe.
—Ya lo sé que está —dijo Hodge—, sólo estoy tratando de hacerme una idea. ¿Cómo sabe usted que su nombre es Gamer?
—Dios, tendría que haber estado sordo para no oírlo, de la manera en que ella le interpeló, sin mencionar a su esposa, que organizó un jaleo terrible.
—Y ¿qué ocurrió?
—Ese tipo, Gamer, entra en la puerta 43 —dijo el detective— y cinco minutos más tarde está fuera otra vez, como un gato escaldado y con su esposa tratando de detenerle. Da la vuelta a la casa de los Wilt y trata de entrar por la puerta de atrás. Pone la mano en la puerta y al momento siguiente está tirado de espaldas sobre las flores, retorciéndose como si tuviera el baile de San Vito y su mujer aullando como si la hubieran matado.
—¿Dice usted que la puerta de atrás estaba electrificada?
—No lo digo yo. Él lo dijo. Tan pronto como pudo hablar, claro, y dejar de retorcerse. La señora Wilt sale y quiere saber qué está haciendo encima de sus flores. Para entonces ya ha conseguido ponerse de pie y está gritando que las jodidas arpías —ésas son sus palabras, no las mías— habían tratado de asesinarle robando alguna estatua que él tiene en su jardín trasero y que la habían puesto en el suyo y habían electrificado la puerta trasera con sus jodidas manos. Y la señora Wilt le dice que no sea tan tonto y haga el favor de no utilizar ese lenguaje sucio delante de sus hijas. Después de eso, las cosas resultaron algo confusas, él quería su estatua y ella decía que no la tenía y que no la hubiera querido ni regalada porque es una obscenidad.
—¿Una obscenidad? —murmuró Hodge—. ¿Qué tiene de obsceno?
—Es una de ésas con un niño meando. La tenía en su estanque. Ella prácticamente le llamó pervertido. Y todo ese tiempo su esposa le rogaba que volviera a casa y se olvidase de la dichosa estatua, siempre podían comprar otra cuando hubiesen vendido la casa. Eso le volvió loco. «¿Vender la casa?», aulló. «¿A quién? Ni siquiera un lunático de atar querría comprar una casa vecina a esos cerdos de los Wilt.» Y probablemente tenía razón en eso.
—¿Y qué sucedió al final? —preguntó Hodge, tomando nota mentalmente de que tenía un aliado en el señor Gamer.
—Ella insiste en que pase por la casa y vea si su estatua está allí, porque no está dispuesta a que llamen ladronas a sus hijas.
—¿Y fue? —preguntó Hodge, incrédulo.
—Con muchas dudas —dijo el detective—. Salió estremeciéndose y jurando que la había visto ahí y que si no quería creer que esas crías habían tratado de matarle, por qué estaban apagadas todas las luces de la casa. Esto la desconcertó y él señaló que había un trozo de alambre todavía enganchado en el hierro de limpiarse las botas, en el exterior de la puerta trasera.
—Interesante —dijo Hodge—. ¿Y estaba ahí?
—Debe de haber estado, porque ella se puso muy colorada, especialmente cuando él dijo que era evidencia para mostrar a la policía.
—Naturalmente, con esa botella de droga todavía en la casa —dijo Hodge—. No me extraña que reforzaran la puerta trasera. —Una nueva teoría se había formulado en su mente—. Le digo que esta vez tenemos algo.
Incluso el comisario, que compartía la opinión de Flint de que el inspector Hodge era una amenaza pública, mayor que la mitad de los pequeños delincuentes que arrestaba, y que le hubiera puesto encantado como agente de tráfico, tuvo que admitir que por una vez el inspector parecía estar en la buena pista.
—Ese tipo, Wilt, tiene que ser culpable de alguna cosa —murmuró, mientras estudiaba el informe de los extraordinarios movimientos del mismo durante su pausa para comer.
De hecho, Wilt había estado alerta por los posibles asociados de McCullum y había localizado casi inmediatamente a los dos detectives, en un coche sin distintivos, cuando salía de la escuela para recoger su Escort en la parte de atrás de Las Armas del Soplador de Vidrio, y rápidamente había emprendido una acción evasiva con la maestría que había adquirido observando viejas películas policíacas en la televisión. Como resultado, había torcido por las calles secundarias, había desaparecido en calles peatonales, había comprado un cierto número de objetos innecesarios en tiendas llenas de gente e incluso había entrado por la puerta delantera del limpiabotas y salido por la trasera al dirigirse hacia el pub.
—Volvió al aparcamiento de la escuela a las 14:15 —dijo el comisario—. ¿Dónde estuvo?
—Me temo que lo perdimos —dijo Hodge—. Ese hombre es un experto. Todo lo que sabemos es que volvió conduciendo deprisa y prácticamente corrió hacia el edificio.
Y tampoco el comportamiento de Wilt al salir de la escuela aquella noche había estado calculado para inspirar confianza en su inocencia. Cualquiera que saliera por la puerta principal llevando gafas oscuras, una gabardina con el cuello levantado y una peluca (Wilt la había tomado prestada del Departamento de Arte Dramático) y que pasara media hora sentado en un banco junto a la bolera de Midway Park, vigilando el tráfico que pasaba antes de volver al aparcamiento de la escuela, se habría colocado definitivamente en la categoría de principal sospechoso.
—¿Cree que estaba esperando a alguien? —preguntó el comisario.
—Es más probable que tratara de avisarles —dijo Hodge—. Seguramente tienen un sistema de señales. Sus cómplices pasan por allí y le ven sentado y captan el mensaje.
—Supongo que sí —dijo el comisario, que no podía pensar en alguna otra cosa razonable—. Así que podemos esperar pronto una detención. Se lo diré al jefe.
—Yo no diría eso, señor —dijo Hodge—, sólo que tenemos una buena pista. Si tengo razón, éste es obviamente un sindicato muy organizado. No quiero hacer un arresto prematuro cuando este hombre puede conducirnos a la fuente principal.
—Tiene razón —dijo el comisario con tristeza. Había esperado que la manera en que Hodge manejara el caso demostraría tal ineptitud que habría que llamar a la Brigada de Investigación Criminal de la región. En lugar de ello el maldito hombre parecía estar consiguiendo un éxito. Y después de eso sin duda pediría un ascenso y lo conseguiría. Ojalá que fuera en algún otro lugar. Si no, sería el comisario quien pediría un traslado. Y todavía había la posibilidad de que Hodge lo estropeara todo.
En la escuela, Hodge lo había conseguido. Su insistencia en colocar allí detectives de paisano, disfrazados de aprendices o, aún peor, de profesores en prácticas, estaba afectando duramente la moral del personal.
—No puedo soportarlo —le dijo el doctor Cox, jefe del Departamento de Ciencias, al director—. Ya es bastante malo enseñar a algunos de los estudiantes que tenemos, sin que haya un tipo por ahí que no sabe la diferencia entre un mechero de Bunsen y un lanzallamas. Prácticamente quemó todo el laboratorio del tercer piso. Y en cuanto a ser cualquier tipo de profesor…
—Él nada tiene que decir. Después de todo, sólo están aquí para observar.
—En teoría —dijo el doctor Cox—. En la práctica, se lleva a mis estudiantes a los rincones y les pregunta si pueden conseguirle algo de Fluido Embalsamador. Cualquiera pensaría que se dedica a las pompas fúnebres.
El director le explicó el término.
—Dios Todopoderoso, ahora entiendo por qué ese tipo pidió quedarse anoche para comprobar el inventario del material de química.
Lo mismo sucedió en Botánica.
—¿Cómo iba yo a saber que es una mujer policía? —se quejó la señorita Ryfield—. Y en cualquier caso, no tenía ni idea de que los estudiantes estuvieran cultivando marihuana en tiestos en el invernadero. Parece que me considera a mí responsable.
Sólo el doctor Board consideraba la situación filosóficamente. Gracias al hecho de que ninguno de los policías hablaba francés, su departamento se había librado de los intrusos.
—Después de todo, estamos en 1984 —anunció a un comité reunido para el caso en la sala de profesores—, y por lo que sé, la disciplina ha mejorado enormemente.
—No en mi departamento —dijo el señor Spirey, de Construcción—. He tenido cinco peleas entre los Enlucidores y Albañiles, y el señor Gilders está en el hospital con heridas producidas por cadenas de bicicleta.
—¿Cadenas de bicicleta?
—Alguien llamó jodido cerdo a ese joven gorila de la policía y el señor Gilders trató de intervenir.
—Y supongo que los aprendices fueron detenidos por llevar armas ofensivas —dijo el doctor Mayfield.
El director de Construcción negó con la cabeza.
—No, era el policía el que tenía la cadena de bicicleta. No se imaginan, le dieron una buena paliza después —añadió con cierta satisfacción.
Pero donde las investigaciones de Hodge se llevaron a cabo con más rigor fue entre las Secretarias Superiores.
—Si esto continúa mucho más tiempo, los resultados de nuestros exámenes van a ser espantosos —dijo la señorita Dill—. No tienen idea de los efectos que produce sobre su velocidad de mecanografía el que las chicas sean sacadas de clase e interrogadas constantemente. Parecen tener la impresión de que la escuela es el centro del vicio.
—Si por lo menos lo fuera —dijo el doctor Board—. Pero, como siempre, los periódicos lo han entendido todo al revés. No obstante, en la página tres hay algo. —Y mostró un ejemplar del Sun y una fotografía de la señorita Lynchknowle desnuda, tomada en las Barbados el verano anterior. La cabecera decía: HEREDERA DROGADA ENCONTRADA MUERTA EN LA ESCUELA DE ARTES Y OFICIOS.
—Por supuesto que he visto los periódicos y la publicidad es infecta —dijo el director a los miembros del Comité de Educación. Inicialmente reunido para discutir la inminente visita del Cuerpo de Inspectores de Su Majestad, ahora estaba mucho más preocupado con la nueva crisis—. Lo que estoy tratando de precisar es que se trata de un incidente aislado y…
—No lo es —dijo el consejero Blyghte-Smythe—. Tengo aquí una lista de las catástrofes que han acaecido en la escuela desde su nombramiento. Primero fue aquel horrible asunto del profesor de Estudios Liberales que…
La señora Chatterway, cuyas opiniones eran infatigablemente progresistas, intervino.
—Me parece que nada ganamos con discutir sobre el pasado —dijo.
—¿Por qué no? —preguntó el señor Squidley—. Ya es hora de que alguien sea responsable de lo que pasa. Como contribuyentes tenemos derecho a una decente educación práctica para nuestros hijos y…
—¿Cuántos hijos tiene usted en la escuela? —preguntó bruscamente la señora Chatterway. El señor Squidley la miró con disgusto.
—Ninguno, gracias a Dios —dijo—. No permitiría que uno de mis chicos se acercara siquiera a este lugar.
—Si nos atuviéramos al tema… —dijo el presidente del comité.
—No me estoy saliendo del tema —dijo el señor Squidley—, y el tema es que como patrón no voy a pagar todo ese dinero para que los aprendices sean convertidos en drogadictos por un montón de profesores de quinta fila.
—No acepto eso —dijo el director—. En primer lugar, la señorita Lynchknowle no era una aprendiza, y en segundo lugar tenemos algunos profesores muy dedicados…
—Y peligrosos dementes —cortó el consejero Blyghte-Smythe.
—Iba a decir «y competentes».
—Lo que sin duda explica el hecho de que el secretario del ministro de Educación esté presionando para que se constituya una comisión de investigación de la enseñanza de marxismo-leninismo en el Departamento de Estudios Liberales. Si ésa no es una clara indicación de que algo va mal, usted me dirá.
—Protesto. Protesto con la mayor energía —dijo la señora Chatterway—. La causa real del problema son los recortes en el presupuesto. Si hemos de dar a nuestros jóvenes el sentido de la responsabilidad, de sus deberes…
—Oh, Dios, otra vez no —murmuró el señor Squidley—. Si la mitad de los cretinos que tengo que emplear supieran por lo menos leer y escribir…
El director miró significativamente al presidente del comité y se sintió mejor. El Comité de Educación no llegaría a una conclusión sensata. Nunca lo hacía.
En el 45 de la avenida Oarkhurst, Wilt miraba nerviosamente por la ventana. Desde su hora de almorzar y el descubrimiento de que estaba siendo seguido, tenía los nervios de punta. De hecho, había conducido hasta casa con los ojos tan firmemente fijos en el espejo retrovisor que no había visto los semáforos de la calle Nott y había chocado por detrás con el coche de policía que había tomado la precaución de precederle para vigilarle. La discusión consiguiente con los dos hombres de paisano, que afortunadamente no iban armados, había contribuido a confirmar su opinión de que su vida estaba en peligro.
Y Eva no había estado muy comprensiva.
—Nunca miras por dónde vas —dijo, cuando le explicó por qué el coche tenía aplastados el parachoques y el radiador—. No tienes remedio.
—Tú te sentirías sin remedio si hubieras tenido el día que yo he tenido —dijo Wilt y agarró una botella de cerveza casera. Se tomó un trago y miró el resto con aire dubitativo—. Debo de haberme olvidado el azúcar o algo así —murmuró, pero Eva desvió rápidamente la conversación al incidente con el señor Gamer. Wilt la escuchaba a medias. Su cerveza no tenía ese gusto normalmente y, en cualquier caso, nunca era tan floja.
—Como si niñas de su edad fueran capaces de pasar una estatua tan horrenda como ésa por encima de la cerca —dijo Eva, concluyendo una versión singularmente tendenciosa del incidente.
Wilt apartó con esfuerzo la atención de su cerveza.
—Oh, no lo sé. Eso explica quizá lo que estaban haciendo el otro día con la polea del señor Boykins. Me preguntaba por qué estaban tan interesadas por la física.
—Pero decir que trataron de electrocutarlo —dijo Eva indignada.
—Dime tú por qué estaba toda la casa a oscuras —dijo Wilt—, porque el fusible principal había saltado. Y tampoco me digas que un ratón se metió otra vez en el tostador, porque ya lo he verificado. En cualquier caso, aquel ratón no fundió todos los fusibles, y si no me hubiera opuesto a desayunar ratón putrefacto en lugar de tostadas y mermelada, tú ni te habrías dado cuenta.
—Eso es muy distinto —dijo Eva—. El pobre bicho entró allí buscando migas. Por eso murió.
—Y también el señor Gamer estuvo a punto de morir porque buscaba su maldito ornamento de jardín —dijo Wilt—. Y puedo decirte quién le dio la idea a tus hijas, el maldito ratón, ése fue. Uno de estos días conseguirán la receta para la silla eléctrica y al volver a casa encontraré al niño de los Radley con una cacerola en la cabeza y un gran cable que lo conectará con el enchufe de la cocina, más muerto que un pavo asado.
—Ellas nunca harían una cosa así —dijo Eva—. Son sensatas. Tú siempre ves el lado malo de las cosas.
—Realmente —dijo Wilt—, eso es lo que miro, y lo que veo son cuatro criaturas letales que hacen parecer a Myra Hindley una candidata apropiada para profesora de jardín de infancia.
—Estás siendo horrible —dijo Eva.
—Igual que esta maldita cerveza —dijo Wilt, y abrió otra botella. Tomó un sorbo y juró, pero sus palabras fueron ahogadas por el robot que Eva había enchufado, en parte para hacer una ensalada de zanahoria y manzana, que era tan buena para las niñas, y en parte para expresar su irritación. Henry nunca podría admitir que las niñas eran inteligentes y brillantes y buenas. Siempre eran malas para él.
Y lo mismo pasaba con la cerveza. La adición, por parte de Eva, de cinco mililitros del estimulante sexual de la doctora Kores a la Best Bitter de Wilt le había conferido un sabor especial y además había eliminado el gas.
—Han debido dejar flojo el tapón en esta serie —murmuró Wilt cuando el robot se detuvo.
—¿Qué dices? —preguntó Eva sin amenidad.
Siempre sospechaba que Wilt aprovechaba la cobertura del robot o del molinillo de café para expresar sus verdaderos sentimientos.
—Nada, nada —dijo Wilt, prefiriendo dejar el tema de la cerveza. Eva siempre estaba recordándole que no era buena para el hígado y por una vez la creía. Por otra parte, si los gángsters de McCullum iban a hacerle cisco, prefería estar borracho cuando comenzaran, aunque la bebida tuviera aquel gusto tan peculiar. Era mejor que nada.
Al otro extremo de Ipford, el inspector Flint estaba sentado delante de la tele y miraba abstraído una película sobre el ciclo vital de la tortuga gigante. Le importaban un pimiento las tortugas y su vida sexual. La única cosa que encontraba a su favor era que tenían el sentido común de no preocuparse de sus descendientes y los dejaban eclosionar en una playa distante o, mejor aún, que fueran comidos por los depredadores. En cualquier caso, las cabronas vivían doscientos años y probablemente no tenían la presión alta.
Sus pensamientos más bien volvían a Hodge y a la chica Lynchknowle. Después de enfilar al jefe de la Brigada de Estupefacientes hacia el pantano de inconsecuencias que era el fuerte de Wilt, había comenzado a pensar que podría ganar algunos laureles resolviendo el caso por sí mismo. En primer lugar, Wilt no andaba con drogas. De eso Flint estaba seguro. Sabía que Wilt estaba en algún lío —saltaba a la vista—, pero su instinto de policía le decía que las drogas no encajaban en él.
Así que alguna otra persona le había proporcionado a la chica la mierda que la había matado. Con la lenta persistencia de una tortuga gigante nadando en las profundidades del Pacífico, Flint repasó los hechos. La chica muerta por la heroína y el PCP, ése era un hecho. Wilt dando clases a ese cabrón de McCullum (también muerto por drogas): otro hecho. Wilt llamando por teléfono a la prisión: no un hecho, meramente una posibilidad. Una posibilidad interesante realmente, y si se sacaba a Wilt del caso, nada quedaba en absoluto. Flint cogió el periódico y miró la foto de la chica muerta. Tomada en Barbados. Gente esnob y la mitad de ellos drogados. Si la chica había conseguido el material en ese círculo, Hodge no tenía la más mínima posibilidad. Ellos guardaban sus secretos. En cualquier caso, podría valer la pena comprobar estos hallazgos. Flint apagó el televisor y se dirigió al vestíbulo.
—Voy a estirar las piernas —le gritó a su esposa, pero la respuesta fue un silencio total. A su esposa le tenía sin cuidado lo que hiciese con sus piernas.
Veinte minutos más tarde, estaba en el despacho con el informe de la entrevista con lord y lady Lynchknowle delante de él. Naturalmente, nunca se les había ocurrido que Linda se drogara. Flint reconoció los síntomas y el deseo de evitar toda culpabilidad. «Aproximadamente el mismo cariño paternal que esas tortugas», murmuró para sí y volvió a la entrevista con la chica que compartía un piso con la señorita Lynchknowle.
Ahí había alguna cosa más positiva. No, Penny no había estado en Londres desde hacía mucho tiempo. De hecho nunca iba a ninguna parte, ni siquiera a casa los fines de semana. A las discotecas ocasionalmente, pero en general era una solitaria y había roto con su novio en la universidad antes de Navidad, etc. Tampoco tenía visitantes recientes. De vez en cuando salía una noche a un café o a pasear por el río. Se la había visto allí dos veces al volver del cine. ¿Dónde exactamente? Cerca de la marina. Flint tomó nota de esto, y también del hecho de que el sargento que la visitó había hecho las preguntas pertinentes. Flint anotó los nombres de algunos de los cafés. No tenía sentido visitarlos, ya lo había hecho Hodge y, además, Flint no tenía intención de que le vieran interesado por el caso. Aunque sabía que estaba actuando sobre todo por intuición, tenía el olfato que provenía de su larga experiencia y de su conocimiento de que Wilt podía ser cualquier cosa —y el inspector tenía sus propias opiniones sobre esto—, pero no era un traficante. De todas maneras, sería interesante saber si había hecho aquella llamada a la prisión la noche en que McCullum tomó la sobredosis. Resultaba una coincidencia extraña la de aquel incidente. Era bastante fácil conseguir que el señor Blaggs le contase la historia. Flint conocía al jefe de celadores desde hacía años y frecuentemente había tenido el placer de confiar prisioneros a su dudoso cuidado.
Así que ahora estaba en el pub al lado de la prisión hablando de Wilt con el jefe de celadores, con una franqueza que Wilt habría encontrado en parte tranquilizadora.
—Si quiere saber mi opinión —dijo el señor Blaggs—, educar a los canallas es antisocial. Sólo les da más cerebro del que necesitan. Hace su trabajo aún más difícil cuando salen, ¿no es verdad?
Flint tuvo que admitir que no lo hacía más fácil.
—¿Pero usted no cree que Wilt tenga algo que ver con el escondrijo de drogas que Mac tenía en su celda? —preguntó.
—¿Wilt? Nunca. Un maldito bienintencionado, eso es lo que es. Mire, yo no digo que este tipo de gente no sea estúpida, porque sé que lo son. Lo que digo es que una prisión tiene que ser una prisión y no una jodida escuela de perfeccionamiento para convertir a ladronzuelos medio retrasados en ladrones de banco de primera clase con título de abogado.
—¿Eso no era lo que estaba estudiando Mac, no? —preguntó Flint. El señor Blaggs se echó a reír.
—No lo necesitaba —dijo—. Tenía dinero suficiente en el exterior para poner en nómina a un montón de abogaduchos.
—Entonces, ¿cómo es que se sospecha que fue Wilt quien hizo aquella llamada? —preguntó Flint.
—Es sólo lo que piensa Bill Coven, él cogió el teléfono —dijo Blaggs, y miró significativamente su vaso. Flint encargó dos jarras más—. Sólo cree que reconoció la voz de Wilt —continuó Blaggs, satisfecho de estar sacando de la información lo que valía—. Pudo haber sido cualquiera.
Flint pagó las cervezas y trató de pensar qué preguntar a continuación.
—¿Y usted no tiene ni idea de cómo consiguió Mac la droga? —preguntó finalmente.
—Lo sé con exactitud —dijo Blaggs orgulloso—. Otro maldito bienintencionado, sólo que esta vez un visitante. Si quiere saber mi opinión, deberían prohibir todas las vi…
—¿Una visita? —interrumpió Flint, antes de que el jefe de celadores expresara su opinión acerca del régimen carcelario, que consistía en un confinamiento solitario y perpetuo de todos los convictos, y pena de muerte para los asesinos y violadores y cualquiera que insultase a un oficial de prisiones—. ¿Se refiere a un visitante de la prisión?
—No. Me refiero a una visitadora oficial de prisiones, una maldita estúpida con licencia. Llegan y nos amenazan a los oficiales como si hubiéramos cometido los crímenes y los delincuentes fueran todos pobres huérfanos que no tuvieron suficiente teta cuando eran bebés. Pues bien, esa puta de visitadora de prisiones, llamada Jardin, fue la que entregó la droga a McCullum.
—Cristo —dijo Flint—. ¿Por qué hizo eso?
—Estaba asustada —dijo Blaggs—. Alguno de los troncos de Mac en el exterior le hizo una visita con navajas y una botella de ácido nítrico y la amenazó con dejarla como un cruce entre el paté de perros y un leproso cubierto de acné a menos que…, ¿entiende usted?
—Sí —dijo Flint, que había comenzado a simpatizar con la visitadora de prisiones, aunque se sentía incapaz de visualizar a un leproso con acné—. ¿Entonces fue ella misma a decirles esto?
—Oh, no, claro —dijo Blaggs—. Comenzó por acusarnos de haber acabado con el señor (¿a usted le parece? Señor), con el jodido McCullum. Prácticamente me acusó de haberlo colgado con mis propias manos, y no es que me hubiera importado. Esto sucedía mientras el médico de la prisión hacía la autopsia, y por lo que se ve no le gustó mucho el espectáculo, porque estaba usando una sierra y no era momento de decirle que alguien le había hecho algo malo a aquel cabrón. Bueno, cuando volvió en sí, y el médico le dijo que el cerdo había muerto de sobredosis y que cualquiera que dijera otra cosa terminaría en el juzgado por difamación, se derrumbó. Se echó a llorar y prácticamente se puso de rodillas ante el director. Y entonces explicó que había estado metiendo heroína en la prisión durante meses. Y que estaba arrepentida y lo sentía tanto.
—Ya lo creo que sí —dijo Flint—. ¿Cuándo la acusarán?
—Nunca —gruñó el señor Blaggs bebiendo su cerveza tristemente.
—¿Nunca? Pero introducir cualquier cosa, cuanto más drogas, en la prisión, es un delito grave…
—No me lo diga a mí —dijo Blaggs—. Por otra parte, el director no quería escándalos, no puede permitírselo, con ese tipo de trabajo siempre en peligro y, en cierto modo, ella ha hecho un servicio a la sociedad librándola de ese cabrón.
—Eso sí —dijo Flint—. ¿Sabe esto Hodge?
El jefe de celadores negó con la cabeza.
—Como digo, el director no quería publicidad. Además, ella sostenía que pensaba que eran polvos de talco. Y una mierda, pero ya sabe usted lo que un Rumpole haría con una defensa como ésa. La culpa de todo es de las autoridades de la prisión, y así sucesivamente. Negligencia y demás.
—¿Dijo dónde conseguía la heroína? —preguntó Flint.
—La cogía por la noche en una cabina telefónica de la calle London. Nunca vio a los tipos que la ponían allí.
—Y no sería alguno de los tipos que la habían amenazado.
Cuando el inspector salió del pub, era un hombre feliz. Hodge estaba fuera de juego y Flint tenía una visitadora de prisiones con mala conciencia a la que entrevistar. Ni siquiera se preocupaba de los efectos de tres jarras de la mejor cerveza bitter circulando por su sistema gracias a esas malditas píldoras para mear. Ya había marcado en su ruta hacia casa tres retretes públicos relativamente limpios.