—Es inútil que digas que no llegaste tarde anoche, porque lo hiciste —dijo Eva. Era la hora del desayuno y, como de costumbre, Wilt estaba siendo interrogado por su media naranja acerca de sus idas y venidas. En sus otros días Eva le dejaba a las cuatrillizas la tarea de amargarle la comida haciéndole preguntas sobre ordenadores o bioquímica, cosas sobre las cuales no sabía absolutamente nada. Pero, esa mañana, la ausencia del coche le había proporcionado la oportunidad de preguntar a su vez.
—Yo no he dicho que no llegase tarde —dijo Wilt con la boca llena de cereales. Eva seguía con su afición a la comida orgánica, y su muesli hecho en casa, destinado a garantizar un adecuado suministro de sustancia celulósica, hacía eso y mucho más.
—Ésa es una doble negación —dijo Emmeline.
Wilt la miró torvamente.
—Ya lo sé —dijo, y lanzó despedida la cáscara de una pipa de girasol.
—Entonces no estabas diciendo la verdad —continuó Emmeline—. Dos negativas hacen una afirmación y tú no dijiste que llegaste tarde.
—Y tampoco he dicho que no lo hiciese —replicó Wilt, luchando con la lógica de su hija y tratando de utilizar la lengua para expulsar el salvado de sus dientes postizos. La maldita masa parecía llenarlo todo.
—No es necesario que hables con la boca llena —dijo Eva—. Lo que quiero saber es dónde está el coche.
—Ya te lo he dicho. Dejé el coche en un aparcamiento. Voy a llevarlo a un mecánico para que lo vea y diga qué es lo que funciona mal.
—Podrías haberlo hecho ayer. ¿Cómo esperas que lleve a las niñas al colegio?
—Supongo que todavía pueden andar —dijo Wilt sacándose una pasa de la boca con los dedos y examinándola ofensivamente—. Es un medio de transporte orgánico, sabes. No como esta ciruela júnior, que parece haber tenido una vida sedentaria y una muerte sedimentaria. Me pregunto por qué las comidas sanas contienen con tanta frecuencia objetos destinados a matar. Mira esto…
—No me interesan tus comentarios —dijo Eva—. Estás tratando de salirte del tema, y si esperas que yo…
—¿Camines? —interrumpió Wilt—. Líbreme Dios. El tejido adiposo que te…
—No me llames adiposa, Henry Wilt —comenzó Eva, pero fue interrumpida por Penelope.
—¿Qué es adiposo?
—Mami lo es —dijo Wilt—. En cuanto al significado, significa gorda, depósitos de grasa y relativo a la gordura.
—Yo no estoy gorda —dijo Eva firmemente—, y si esperas que pierda mi precioso tiempo caminando cinco kilómetros de ida y cinco de vuelta todos los días, te equivocas.
—Como siempre —dijo Wilt—. Por supuesto. Olvidaba que la distribución de los géneros en esta casa me deja en una minoría de uno.
—¿Qué es la distribución de los géneros? —preguntó Samantha.
—Sexo —dijo amargamente Wilt y se levantó de la mesa.
Detrás de él, Eva gruñó. Nunca estaba dispuesta a hablar de sexo delante de las cuatrillizas.
—A ti esto te da exactamente igual —dijo, volviendo a la cuestión del coche que le facilitaba razones para quejarse—. Todo lo que tienes que hacer es…
—Tomar el autobús —dijo Wilt, y se apresuró a salir de la casa antes de que Eva pudiera pensar en una respuesta adecuada. De hecho no era necesario. Chesterton, del Departamento de Electrónica lo vio y lo llevó en su coche, donde escuchó sus lamentaciones sobre las reducciones de créditos y por qué no las hacían en Técnicas de Comunicación y se libraban de algunos de esos estúpidos de Estudios Liberales.
—Oh, bien, ya sabes —dijo Wilt mientras salía del coche al llegar a la escuela—. Es que tenemos que compensar las inexactitudes de la ciencia.
—No sabía yo que hubiera alguna —dijo Chesterton.
—El elemento humano —dijo Wilt enigmáticamente, y atravesó la biblioteca hacia el ascensor y su despacho. El elemento humano estaba esperándole.
—Llegas tarde, Henry —dijo el subdirector.
Wilt le miró con atención. Generalmente se llevaba bastante bien con el subdirector.
—Tú sí que pareces tener un buen atraso —dijo—. De hecho, si no te hubiera oído hablar, habría creído que eras un cadáver puesto de pie. ¿Has estado peleándote con tu mujer?
El subdirector se estremeció. Todavía no había superado el horror de ver a su primer cadáver en carne y hueso, y tratar de ahogar ese recuerdo en brandy no le había ayudado.
—¿Dónde demonios estuviste anoche?
—Oh, aquí y allá, ya sabes —dijo Wilt. No tenía intención de hablarle al subdirector de sus clases de extramuros.
—No, no lo sé —dijo el subdirector—. Traté de llamar a tu casa y lo único que conseguí fue un maldito contestador automático.
—Debe de ser uno de los ordenadores —dijo Wilt—. Las cuatrillizas tienen ese programa. Funciona con cinta, creo. Muy útil en realidad. ¿Te dijo que te fueras a tomar por culo?
—Varias veces —dijo el subdirector.
—Las maravillas de la ciencia. Justamente acabo de escuchar a Chesterton cantar sus alabanzas…
—Y yo justamente acabo de escuchar al inspector de policía —cortó el subdirector— acerca del tema de la señorita Lynchknowle. Quiere verte.
Wilt tragó saliva. La señorita Lynchknowle nada tenía que ver con la prisión. Eso no tenía sentido. En cualquier caso, no podían haber llegado hasta él tan pronto. ¿O sí?
—¿La señorita Lynchknowle? ¿Qué pasa con ella?
—¿Quieres decir que no lo has oído?
—¿Oír qué? —preguntó Wilt.
—Ella era la chica que estaba en los servicios —dijo—. La encontraron muerta en la sala de calderas anoche.
—Oh, Dios —dijo Wilt—. Qué espantoso.
—Mucho. En cualquier caso, anoche tuvimos a la policía aquí husmeando por todas partes. Y esta mañana hay un tipo nuevo que quiere hablar contigo.
Se dirigieron por el pasillo al despacho del director. El inspector Hodge estaba allí esperando con otro policía.
—Es sólo un asunto de rutina, señor Wilt —dijo, cuando el subdirector hubo cerrado la puerta—. Ya hemos hablado con la señora Bristol y con otros miembros del personal. ¿Entiendo que fue usted profesor de la difunta señorita Lynchknowle?
Wilt asintió. Sus anteriores experiencias con la policía no le predisponían a decir más de lo estrictamente necesario. Aquellos cabrones habían elegido la interpretación más comprometedora.
—¿Le enseñó usted Literatura Inglesa? —continuó el inspector.
—Sí, enseñé Literatura Inglesa a las Secretarias Superiores III —dijo Wilt.
—¿Los jueves por la tarde, a las dos y cuarto?
Wilt asintió de nuevo.
—¿Y no notó algo raro en ella?
—¿Raro?
—Algo que sugiriese que podía ser una drogadicta, señor.
Wilt trató de pensar. Las Secretarias Superiores eran todas raras en su opinión. Ciertamente lo eran en el contexto de la escuela. En primer lugar, provenían de «mejores familias» que la mayoría de los otros estudiantes y parecían salir de los años cincuenta con sus permanentes y su charla sobre mami y papi, que en realidad eran granjeros ricos o algo en el ejército.
—Supongo que era un poco diferente del resto de las chicas de la clase —dijo finalmente—. Había ese pato, por ejemplo.
—¿Pato? —dijo Hodge.
—Sí, solía traer a clase un pato al que llamaba Humphrey. Era una molestia espantosa tener un pato en clase, pero supongo que para ella era un consuelo tener una cosa peluda como ésa.
—¿Peluda? Los patos no son peludos. Tienen plumas.
—Éste no —dijo Wilt—. Era como un osito de peluche. Ya sabe, relleno. ¿No pensará que voy a permitir un pato vivo cagándose durante mis clases, verdad?
El inspector Hodge no respondió. Estaba empezando a no gustarle Wilt.
—Aparte de esa particular adicción, no puedo recordar algo más particular en ella. Quiero decir que no se retorcía o se ponía pálida o sufría esos repentinos cambios de humor que uno espera encontrar en los yonquis.
—Ya veo —dijo Hodge, reprimiendo el comentario de que Wilt parecía estar realmente bien informado respecto de los síntomas—. ¿Y diría usted que se consumía mucha droga en la escuela?
—No, que yo sepa —contestó Wilt—. Aunque, puestos a pensar, supongo que debe de haber algo con la cantidad de alumnos que tenemos. Yo no lo sé. No es mi especialidad.
—Claro, señor —dijo el inspector, simulando respeto.
—Y ahora, si no le importa —dijo Wilt—, tengo trabajo.
Al inspector no le importaba.
—No hemos avanzado mucho —dijo el sargento cuando Wilt hubo salido.
—Nunca se consigue mucho con los cabrones que son realmente listos —dijo Hodge.
—Todavía no entiendo por qué no le preguntó usted acerca de su equivocación en los servicios y de lo que dijo la secretaria.
—Si realmente quiere saberlo —sonrió Hodge—, es porque pretendo no levantar la más mínima sospecha. He hecho una prueba con Wilt y es un tipo muy listo. Arruinó al viejo Flint, ¿verdad? Y ¿por qué? Se lo voy a decir. Porque Flint fue lo suficientemente tonto para hacer lo que Wilt quería. Lo hostigó y lo interrogó sin piedad y el señor Wilt escapó de una acusación de asesinato. A mí no me atrapará del mismo modo.
—Pero él nunca cometió un asesinato. Era sólo una obscena muñeca inflable lo que enterró —dijo el sargento.
—Oh, vamos. ¿No pensará que el tipo hizo eso sin tener una razón? Qué estupidez. No, estaba metido en algún otro asunto y quería una cobertura, para él y su mujer, así que le pusieron una trampa y Flint cayó en ella. Ese viejo tonto no vería un señuelo aunque se lo colgaran en el morro. Estaba tan ocupado interrogando a Wilt acerca de esa muñeca que los árboles no le dejaban ver el bosque.
El sargento Runk intentó orientarse en medio de tantas metáforas y salió de ellas como pudo.
—De todos modos —dijo por fin—, yo no veo a un profesor de aquí dedicándose a las drogas ni comerciando en ellas. ¿Dónde está el estilo de vida adecuado? No tiene una gran casa ni un gran coche. Ni tampoco un club privado. No da la imagen del personaje.
—Y aquí tampoco tiene un gran salario —dijo Hodge—. Así que quizá esté ahorrando para la vejez. En cualquier caso, lo comprobaremos y él nunca lo sabrá.
—Yo hubiera dicho que había por ahí otros lugares más prometedores —dijo el sargento—. ¿Qué le parece ese tipo del restaurante griego, Macropolis o como se llame, al que ha puesto los micrófonos? Sabemos que está en lo de la heroína. Y también está ese listillo del garaje de la calle Siltown al que hemos detenido por agresión. Ése también estaba colgado.
—Sí, bueno, pero está dentro, ¿no? Y el señor Macropolis está fuera del país ahora. En cualquier caso no digo que sea Wilt. Por lo que sabemos, ella podría haber ido a Londres a conseguir la droga. Y entonces no nos compete. Lo que digo es que quiero mantener la mente abierta y que el señor Wilt me interesa, eso es todo.
Y Wilt iba a interesarle aún más cuando volviera a la comisaría una hora más tarde.
—El jefe quiere verle —dijo el sargento de servicio—. El director de la cárcel está con él.
—¿El director de la cárcel? —dijo Hodge—. ¿Qué es lo que quiere?
—A usted —dijo el sargento— en el mejor de los casos.
El inspector Hodge ignoró la broma y se dirigió hacia el despacho del comisario. Cuando salió, media hora más tarde, su mente estaba llena de evidencias circunstanciales, todas las cuales apuntaban hacia Wilt de la manera más asombrosa. Wilt había estado dando clases a uno de los gángsters más notorios de Inglaterra, ahora por fortuna muerto por una sobredosis de sus propias drogas. (Las autoridades de la prisión habían decidido utilizar la presencia de aquella gran cantidad de heroína en el colchón de McCullum como causa de la muerte, en lugar del fenobarbital, para gran alivio del jefe de celadores Blaggs.) Wilt había estado encerrado con McCullum en el momento mismo en que el cuerpo de la señorita Lynchknowle era descubierto. Y todavía era más significativo que Wilt, en la hora después de salir de la prisión y presumiblemente al saber que la policía estaba ocupada en la escuela, hubiera llamado a la cárcel de manera anónima con un mensaje falso respecto de una fuga masiva y McCullum hubiera tomado inmediatamente una sobredosis.
Si todos estos pequeños datos no constituían un todo que representaba la certeza de que Wilt estaba implicado, Hodge no sabía nada. En cualquier caso, al añadirle a eso lo que ya sabía del pasado de Wilt, los indicios se transformaban en certeza. Por otra parte, todavía quedaba el pequeño detalle de las pruebas. Ésta era una de las desventajas del sistema legal británico, y Hodge hubiera hecho alegremente dispensa de ellas en su lucha contra los bajos fondos, pues uno tenía primero que persuadir al fiscal general de que había un verdadero caso, y a continuación presentar una evidencia que convenciera a un juez senil y a un jurado de personas bienintencionadas, la mitad de las cuales ya habían sido sobornadas, de que un canalla obvio era culpable. Y Wilt no era un canalla obvio. Ese cabrón era muy sutil y para desmontarle haría falta una evidencia tan firme como el hormigón armado.
—Escuchen —dijo Hodge al sargento Runk y al pequeño equipo de policías de paisano que constituía su brigada criminal privada—. No quiero la menor metedura de pata, así que todo tiene que ser secreto y bien secreto. Nadie, ni siquiera el comisario, va a saber lo que pasa, así que le daremos el nombre en clave de Flint. De esta manera nadie sospechará. Todo el mundo en esta comisaría puede decir Flint y nadie lo registra. Esto es lo primero. En segundo lugar, quiero que se siga al señor Wilt continuamente, las veinticuatro horas. Y lo mismo con su mujer. Trabajo fino. Quiero saber lo que esa gente hace en cada momento del día y de la noche a partir de ahora.
—¿Eso no resultará un poco difícil? —preguntó el sargento Runk—. Día y noche. No hay modo de meter a alguien en la casa y…
—Lo que haremos será poner micrófonos —dijo Hodge—. Más tarde. Lo primero es hacer un horario de sus vidas. ¿Entendido?
—Entendido —dijo el grupo a coro. En su momento, habían vigilado la vida de un comerciante de pescado frito con patatas fritas y de su familia al que Hodge consideraba sospechoso de dedicarse al porno duro; un maestro de capilla retirado, esta vez a causa de los niños; y un tal señor y señora Pateli por ninguna otra cosa en especial más que su nombre. Sospechas que en ninguno de los casos se habían confirmado y que de hecho no tenían la menor base, pero que habían establecido como hechos incontrovertibles que el comerciante de pescado frito con patatas fritas abría su tienda todos los días a las seis de la tarde excepto los domingos; que el maestro de capilla había tenido un feliz y vigoroso asunto amoroso con la esposa de un pugilista, y que en cualquier caso tenía una aversión que casi rayaba en alergia por los niños pequeños; y que los Pateli iban a la biblioteca pública todos los martes, que el señor Pateli hacía un trabajo no remunerado con los deficientes mentales, mientras que la señora Pateli distribuía comida a los necesitados. Hodge había justificado el tiempo empleado y los gastos alegando que eran sesiones de entrenamiento para preparar los casos reales.
—Y éste es uno —dijo Hodge—. Si podemos echarle mano a esto antes de que Scotland Yard intervenga, la gloria será para nosotros. También vamos a poner bajo vigilancia la escuela. Ahora mismo voy a hablar con el director. Mientras tanto, Pete y Reg pueden entrar en la cantina y en la sala de estudiantes y hacerse pasar por estudiantes maduros expulsados por drogas de Essex o de alguna otra universidad.
Una hora más tarde, la Operación Flint había comenzado. Pete y Reg, adecuadamente vestidos con ropas de cuero que hubieran alarmado a los más duros Ángeles del Infierno, habían vaciado la sala de estudiantes de la escuela con su lenguaje y su dar por supuesto que todos eran heroinómanos. En el despacho del director, el inspector Hodge estaba provocando más o menos el mismo efecto sobre el director y el subdirector, que encontraban particularmente espantosa la idea de que la escuela fuese el centro de distribución de drogas de Fenland. No les gustó mucho la idea de que les largaran quince policías educacionalmente subnormales como estudiantes adultos.
—¿En esta época del año? —dijo el director—. Pero hombre, si estamos en abril. En este trimestre no matriculamos a estudiantes adultos. No matriculamos a nadie, en realidad. Vienen en septiembre. Y en cualquier caso, ¿dónde demonios los vamos a poner?
—Supongo que podemos llamarles «profesores en prácticas» —dijo el subdirector—. De este modo podrán entrar en la clase que quieran sin tener que dar explicaciones.
—De todos modos, va a parecer muy extraño —dijo el director—, y, francamente, no me gusta nada.
Pero fue la afirmación del inspector de que el representante de la Corona, el jefe de policía y, lo peor de todo, el ministro del Interior no estaban contentos con lo que pasaba en la escuela, lo que hizo que se volvieran las tornas.
—Dios, qué hombre tan espantoso —dijo el director cuando salió Hodge—. Yo creía que Flint era ya bastante estúpido, pero éste es mucho peor. ¿Qué tienen los policías para ser tan desagradables? Cuando yo era niño, eran muy distintos.
—Supongo que también lo eran los criminales —dijo el subdirector—. Me refiero a que las escopetas de cañones recortados y los gamberros que te tiran cócteles Molotov no deben de ser muy divertidos. Eso basta para cambiar a un hombre.
—Curioso —dijo el director, y dejó las cosas así.
Mientras tanto, Hodge había puesto a Wilt bajo vigilancia.
—¿Cómo va eso? —le preguntó al sargento Runk.
—Wilt está todavía en la escuela, así que no hemos podido seguirle todavía, y su mujer no ha hecho más que la compra.
Pero mientras él hablaba, Eva estaba actuando ya de manera calculada para levantar grandes sospechas. Había decidido telefonear a la doctora Kores para pedir una cita. No podría decir cuándo había llegado a esa decisión, pero tenía algo que ver con un artículo que había leído en la revista de su supermercado, sobre el sexo y la menopausia, titulado «Nada de pausa en la pausa. La importancia de los juegos preliminares a los cuarenta», y en parte porque le había echado una mirada a Patrick Mottram en la caja donde normalmente coqueteaba con la chica más guapa. En esta ocasión, sólo le había echado miradas a las tabletas de chocolate, y se había alejado con la mirada nublada de un hombre para el que la secreta consumición de media libra de Cadbury’s con frutas y avellanas era la cima de las experiencias sensuales. Si la doctora Kores podía reducir al hombre más mujeriego de Ipford a una condición tan espantosa, había muchas posibilidades de que pudiera producir el efecto opuesto en Wilt.
En la comida, Eva había leído otra vez el artículo y, como siempre cuando se trataba de sexo, se había sentido confusa. Todas sus amigas parecían saciadas en ese punto, bien con sus maridos bien con otros, y obviamente era un asunto importante, si no la gente no escribiría y hablaría tanto de ello. Sin embargo, Eva todavía tenía dificultades en reconciliar esa situación con la manera en que ella había sido educada. Es verdad que su madre había estado equivocada en insistir en que permaneciera virgen hasta el matrimonio. Ahora se daba cuenta de ello. Por supuesto, ella no iba a hacer lo mismo con las cuatrillizas. Claro que no las dejaría convertirse en unas fulanitas como las niñas Hatten, que se maquillaban a los catorce e iban por ahí con los chicos en las motos. Pero más tarde, cuando tuvieran ya dieciocho y fueran a la universidad, eso estaría bien. Necesitaban tener experiencias antes de casarse, en lugar de casarse para… Eva se detuvo. Eso no era verdad, ella no se había casado con Henry sólo a causa del sexo. Habían estado verdaderamente enamorados. Claro que Henry le había metido mano, pero nunca de manera sucia como algunos de los chicos con los que ella había salido. Más bien se había mostrado tímido y poco lanzado, y ella había tenido que animarle. Mavis tenía razón al decir que era una mujer llena de ardor. A ella le gustaba el sexo, pero sólo con Henry. No le interesaba tener amantes, especialmente ahora que estaban las cuatrillizas. Había que dar buen ejemplo y los hogares rotos no eran buenos. Por otra parte, lo mismo se podía decir de los hogares en que los padres estaban siempre riñendo y se odiaban el uno al otro. Así que el divorcio también era una buena cosa. Pero nada de eso amenazaba su matrimonio. Era sólo que ella tenía derecho a una vida amorosa más plena y si Henry era demasiado tímido para pedir ayuda, como realmente lo era, ella tendría que hacerlo por él. Así que telefoneó a la doctora Kores y le sorprendió saber que podía ir ese mismo día a las dos y media.
Eva había salido con una escolta inadvertida de dos coches y cuatro policías, y había tomado el autobús al extremo de la calle Perry, hacia Silton y el huerto de hierbas y plantas de la doctora Kores.
«Supongo que no dispone de tiempo para cuidarlo», se dijo Eva al descubrir en su camino hacia la casa un cierto número de hierros viejos y un cultivador oxidado. En cualquier caso, se sentía ligeramente decepcionada por la falta de organización. Si el jardín hubiera sido suyo, no habría tenido aquel aspecto. Pero todo lo orgánico tiene tendencia a desarrollarse libremente y además la doctora Kores tenía fama de excéntrica. De hecho, Eva se había preparado para encontrarse con una vieja bruja envuelta en un chal de lana cuando se abrió la puerta y apareció una mujer severa con una bata blanca que la miraba a través de unas gafas con cristales extrañamente oscurecidos.
—¿La señora Wilt? —preguntó. Parecía pronunciar ligeramente más una V que una W. Pero antes de que Eva pudiera considerar esta cuestión, estaba siendo introducida a través del vestíbulo a una sala de consulta. Eva miró a su alrededor con aprensión mientras la doctora tomaba asiento tras su escritorio—. ¿Tiene usted problemas? —preguntó.
Eva se sentó.
—Sí —dijo, jugando con el cierre de su bolso y arrepintiéndose de haber pedido esa entrevista.
—Con su esposo, creo recordar.
—Bien, no exactamente con él —dijo Eva, tomando la defensa de Henry. Al fin y al cabo no era culpa suya el no ser tan enérgico como otros hombres—. Es sólo que… bueno… no es tan activo como podría ser.
—¿Sexualmente activo? —Eva asintió, y la doctora continuó—: ¿Qué edad tiene?
—¿Quiere decir Henry? Cuarenta y tres. Cumplirá cuarenta y cuatro en marzo. Es…
Pero la doctora Kores no estaba interesada evidentemente en el signo astrológico de Wilt.
—¿Y el declive sexual ha sido abrupto?
—Supongo que sí —dijo Eva, que se preguntaba qué era el declive sexual.
—¿Máxima actividad semanal, por favor?
Eva miró ansiosamente a la lámpara del despacho y trató de pensar.
—Bueno, cuando nos casamos… —se interrumpió.
—Continúe —ordenó la doctora.
—Bien, recuerdo que Henry lo hizo tres veces en una noche —dijo Eva con precipitación—. Naturalmente sólo lo hizo una vez.
El bolígrafo de la doctora se detuvo.
—Por favor, explíquese —dijo—. Primero ha dicho usted que era sexualmente activo tres veces en una noche. Y luego ha dicho que sólo una. ¿Está afirmando que sólo hubo eyaculación seminal la primera vez?
—En realidad, no lo sé —dijo Eva—. No es fácil asegurarlo, ¿verdad?
La doctora Kores le lanzó una mirada de duda.
—Permítame expresarme de otro modo. ¿Hubo un espasmo del pene en el climax de cada episodio?
—Supongo que sí —dijo Eva—. Hace tanto tiempo que sólo recuerdo que estaba muy cansado al día siguiente.
—¿En qué año sucedió eso? —preguntó la doctora después de escribir «espasmo de pene incierto».
—En julio de 1963 —dijo Eva—. Lo recuerdo porque eran unas vacaciones en las que paseábamos por el distrito de Peah y Henry decía que había alcanzado el pico.
—Muy divertido —dijo secamente la doctora—. ¿Y ése es su máximo rendimiento sexual?
—Lo hizo dos veces en 1970, el día de su cumpleaños…
—¿Y el término medio era de cuántas veces por semana? —preguntó la doctora, evidentemente decidida a impedir que Eva introdujera algún elemento remotamente humano en la discusión.
—¿El término medio? Oh, bien, antes solía hacerlo dos o tres veces, pero ahora tengo suerte si es una vez al mes, y a veces incluso menos.
La doctora Kores se pasó la lengua por sus labios finos y dejó el bolígrafo sobre la mesa.
—Señora Wilt —dijo, inclinándose sobre la mesa y formando un triángulo entre los dedos índices y los pulgares—, yo trato exclusivamente problemas de la hembra en un contexto social dominado por el macho, y, hablando francamente, encuentro su actitud en la relación con su esposo indebidamente sumisa.
—¿De verdad? —dijo Eva comenzando a reanimarse—. Henry siempre dice que soy demasiado autoritaria.
—Por favor —dijo la doctora con una especie de escalofrío—. No estoy en absoluto interesada en las opiniones de su esposo ni en su persona. Si usted ha decidido estarlo, es su problema. El mío es ayudarla en tanto ser enteramente independiente, y para ser sincera, encuentro su autoobjetivación enormemente desagradable.
—Lo siento —dijo Eva, preguntándose qué sería la autoobjetivación.
—Por ejemplo, ha establecido usted reiteradamente, y cito sus palabras: «Lo hizo tres veces» y otra vez «Lo hizo dos»…
—Pero es que lo hizo —protestó Eva.
—¿Y quién era «lo»? ¿Usted? —dijo la doctora con vehemencia.
—Eso no es lo que he querido decir… —comenzó Eva, pero la doctora no pensaba detenerse ahí.
—Y la misma palabra «hizo» o «hecho» es una aceptación tácita de la violación marital. ¿Qué diría su esposo si se lo hiciera usted a él?
—Oh, no creo que a Henry le gustase —dijo Eva—, quiero decir que no es muy grande y…
—Si no le importa —dijo la doctora—, el tamaño nada tiene que ver en este asunto. Lo predominante es la cuestión de la actitud. Sólo podré ayudarla si hace usted un esfuerzo claro por verse a sí misma como el líder de la relación. —Tras sus gafas de cristales azules, sus ojos se estrecharon.
—Desde luego lo intentaré —dijo Eva.
—Lo conseguirá —dijo la doctora con voz sibilante—, eso es lo esencial. Repita conmigo «lo conseguiré».
—Lo conseguiré —dijo Eva.
—Soy superior —dijo la doctora.
—Sí —dijo Eva.
—No diga «sí» —silbó la doctora, mirando con aire aún más extraño a los ojos de Eva—, sino «soy superior».
—Soy superior —dijo Eva, obediente.
—Ahora las dos cosas.
—Las dos cosas —dijo Eva.
—No. Quiero que repita las dos afirmaciones. Primero…
—Lo conseguiré —dijo Eva, captando por fin el mensaje—. Soy superior.
—Otra vez.
—Lo conseguiré. Soy superior.
—Bien —dijo la doctora—, es vital que establezca usted la correcta actitud psíquica si es que voy a ayudarla. Repetirá estas autoinstrucciones trescientas veces al día. ¿Entendido?
—Sí —dijo Eva—. Lo conseguiré. Soy superior.
—Otra vez —dijo la doctora.
Durante los siguientes cinco minutos Eva estuvo fija a la silla, repitiendo las frases mientras la doctora Kores la miraba a los ojos, sin pestañear.
—Basta —dijo por fin—. Naturalmente, usted entiende lo que esto significa, ¿verdad?
—En cierto modo —dijo Eva—. Tiene que ver con lo que Mavis Mottram dice sobre que las mujeres deben tomar el papel dirigente en el mundo, ¿no?
La doctora se echó hacia atrás en la silla con una sonrisa fría.
—Señora Wilt —dijo—, durante treinta y cinco años he estudiado continuamente la superioridad sexual de las hembras en el mundo de los mamíferos. Cuando aún era una niña, reflexionaba sobre los hábitos de apareamiento de los arácnidos; mi madre era una experta en ese campo antes de casarse con mi padre, desgraciadamente, sabe usted.
Eva asintió. Por fortuna para ella no había oído la referencia a las arañas pero estaba demasiado fascinada para no comprender que cualquier cosa que dijera la doctora Kores era de algún modo importante. Ella tenía en la mente el futuro de las cuatrillizas.
—Pero —continuó la doctora— mi propio trabajo se ha concentrado en las formas de vida superiores y, en particular, en los talentos infinitamente superiores de lo femenino en la esfera de la supervivencia. En cualquier nivel de desarrollo, el papel del macho es subordinado y la hembra demuestra una adaptabilidad que preserva la especie. Sólo en el mundo humano, y exclusivamente en el contexto social más que en el puramente biológico, este proceso se ha invertido. Esta inversión se ha logrado mediante la naturaleza competitiva y militarista de la sociedad, en la cual ha encontrado justificación la fuerza bruta de lo masculino para la supresión de lo femenino. ¿Está usted de acuerdo?
—Sí, supongo que sí —dijo Eva, que había encontrado la argumentación difícil de seguir, aunque pudo ver que tenía cierto sentido.
—Bien —dijo la doctora—. Y ahora hemos llegado a una crisis mundial en la que la exterminación de la vida en la tierra ha llegado a ser probable a causa de la distorsión masculina del desarrollo científico, desviado para propósitos militares. Sólo las mujeres podemos salvar el futuro. —Hizo una pausa y dejó que Eva saborease esta perspectiva—. Por suerte, la ciencia también ha puesto en nuestras manos los medios de hacerlo. La fuerza puramente física del macho ha perdido sus ventajas en la sociedad automatizada del presente. El hombre es redundante y, en la era del ordenador, es la mujer la que tendrá el poder. Habrá leído usted, naturalmente, acerca del trabajo que se lleva a cabo en St. Andrew’s. Se ha demostrado que la mujer tiene un corpus collossum más grande que el hombre.
—¿Corpus collossum? —dijo Eva.
—Cien millones de células cerebrales, fibras neurales que conectan los hemisferios del cerebro esenciales en la transmisión de la información. Trabajando con ordenadores, este intercambio es de la más alta significación. Podría ser a la era electrónica lo que el músculo fue a la era de la fuerza física…
Durante otros veinte minutos, la doctora siguió hablando, oscilando entre un fervor casi demente por lo femenino, la argumentación racional y el establecimiento de los hechos. Para Eva, siempre dispuesta a aceptar el entusiasmo de manera acrítica, la doctora parecía encarnar todo lo que era más admirable en el mundo intelectual al que ella nunca había pertenecido. Sólo cuando la doctora pareció debilitarse, recordó Eva la razón por la que había ido.
—Acerca de Henry… —comenzó titubeando.
Durante un momento, la doctora Kores continuó concentrada en un futuro en el que probablemente no habría hombres, antes de volver de nuevo al presente.
—Oh, sí, su esposo —dijo casi distraída—, desea algo para estimularle sexualmente, ¿no?
—Si es posible —dijo Eva—. Él nunca ha sido…
Pero la doctora Kores la interrumpió con una risa áspera.
—Señora Wilt —dijo—, ¿ha considerado usted la posibilidad de que la falta de actividad sexual de su esposo puede ser sólo aparente?
—No la entiendo bien.
—¿Otra mujer quizá?
—Oh, no —dijo Eva—. Henry no es así. Realmente no es así.
—¿O bien homosexualidad latente?
—No se habría casado conmigo si hubiera sido así, ¿verdad? —dijo Eva, verdaderamente escandalizada.
La doctora Kores la miró con aire crítico. En momentos como éstos su fe en la innata superioridad femenina se veía puesta a prueba.
—Ha habido casos —dijo a través de sus dientes apretados y estaba a punto de iniciar una discusión sobre la vida familiar de Oscar Wilde, cuando sonó el timbre de la entrada—. Perdóneme un momento —dijo y salió deprisa. Cuando volvió lo hizo por la otra puerta—. Mi dispensario —explicó—, tenía allí un preparado que podría ser eficaz. La dosis, sin embargo, es crítica. Como muchas medicaciones, contiene elementos que tomados en exceso pueden producir decididas contraindicaciones. Debo prevenirla que no exceda la dosis establecida en más de cinco mililitros. Le entrego una jeringa para mayor exactitud en las medidas. Dentro de esos límites, la tintura producirá el resultado deseado. Fuera de ellos, no me hago responsable. Naturalmente, debe tratar este tema con el máximo secreto. Como científica, no puedo hacerme responsable de una mala aplicación de la fórmula experimental.
Eva puso la botella de plástico en su bolsa y salió. Cuando pasaba junto al cultivador oxidado, su mente sufría una tempestad de impresiones contradictorias. Había algo extraño en la doctora Kores. No es que ella dijera que estaba equivocada, Eva podía ver que sus palabras tenían sentido. Era más bien la manera en que las decía y cómo se comportaba. Tendría que discutirlo con Mavis. De todos modos, cuando estaba en la parada del autobús se sorprendió repitiendo: «Soy superior. Lo conseguiré», casi involuntariamente.
A cierta distancia, dos de los hombres de paisano del inspector Hodge la observaban tomando notas de la hora y el lugar. La vigilancia de la vida de los Wilt había comenzado.