7

Cuando Wilt salió de Las Armas del Soplador de Vidrio, su desesperación se había visto aliviada por la cerveza y por su incapacidad de conseguir algún lugar cerca del teléfono. Se había pasado a la cerveza después de tres whiskies y, con ese cambio, le había resultado difícil estar en dos lugares a la vez, lo que parecía ser un prerrequisito para encontrar el teléfono libre. En la primera media hora, una joven había estado enfrascada en una intensa conversación y, cuando Wilt volvió de los lavabos, en su lugar había un jovenzuelo agresivo que le había mandado a tomar por el culo. Después de eso, pareció que hubiera una conspiración para mantenerle alejado del teléfono. Toda una serie de personas lo habían utilizado y Wilt había terminado por sentarse a la barra y beber, llegando a la conclusión general de que las cosas no estaban tan mal después de todo, aunque tuviera que volver andando a casa en lugar de conducir.

«Ese cabrón está en la cárcel —se dijo cuando salía del pub—. Y lo que es más, no saldrá en veinte años, así que ¿por qué preocuparse? No puede hacerme daño.»

De todas maneras, mientras caminaba por las calles estrechas hacia el río, fue mirando todo el rato por encima del hombro y preguntándose si no le seguían. Pero aparte de un hombre con un perrito y una pareja que le adelantó en bicicleta, estaba solo, y no pudo encontrar evidencia alguna de amenaza.

Eso llegaría más tarde, sin duda. Wilt trató de hacerse una idea. Era de suponer que McCullum le había dado el pedazo de papel como mensaje simbólico, una indicación de que era una especie de enlace. Bien, había un modo fácil de salir de ello; no volvería a acercarse a la prisión. Pero eso podría parecerle extraño a Eva. La solución era desaparecer los lunes por la noche y fingir que estaba dando clase al repugnante McCullum. No sería difícil, y en cualquier caso, Eva estaba tan ocupada con las cuatrillizas y su supuesto desarrollo, que difícilmente se fijaría en lo que él hacía. Lo principal era que todavía tenía el trabajo de la base aérea y que eso producía dinero.

Pero mientras tanto, tenía problemas más inmediatos que tratar. Como qué decirle a Eva al llegar a casa. Miró el reloj y vio que era medianoche. Después de medianoche y a pie. Por supuesto, Eva pediría una explicación. Vaya mundo tan asqueroso, pasarse los días tratando con burócratas idiotas que metían las narices en la escuela, ser amenazado por maníacos en la prisión y, después de todo eso, volver a casa para verse obligado a mentirle a su esposa que creía que no había dado golpe en todo el día. Y en un mundo asqueroso sólo triunfan los que tienen una mente asquerosa. Ésos y los astutos. La gente con energía y determinación. Wilt se detuvo bajo una luz de la calle y contempló los brezos y las azaleas del jardín del señor Sands por segunda vez en aquel día, pero esta vez animado por esa peligrosa energía y determinación que inducían en él la cerveza y la irracionalidad del mundo. Se afirmaría. Haría algo que le distinguiera de la masa de personas obtusas y estúpidas que aceptaban la vida que se les ofrecía y luego caían probablemente en el olvido (Wilt no estaba seguro acerca de eso) sin dejar más que los falsos recuerdos de sus hijos y las borrosas instantáneas de los álbumes familiares. Wilt sería… bueno, en cualquier caso, Wilt sería Wilt, fuera lo que fuese. Por la mañana pensaría un poco en eso.

Mientras tanto, tenía que enfrentarse con Eva. No iba a tolerar una tontería como «¿Dónde has estado?» o «¿Qué has hecho todo este tiempo?». Le diría que se ocupara de sus propios… No, eso no serviría, ése era el tipo de desafío que ella estaba esperando y lo único que conseguiría era que le mantuviera despierto la mitad de la noche discutiendo qué era lo que iba mal en su matrimonio. Wilt ya sabía lo que iba mal en su matrimonio; que había durado veinte años y Eva había tenido cuatrillizas en lugar de tenerlas una después de otra. Lo cual era típico en ella. Nunca hacía las cosas a medias. Pero ése no era el asunto. Aunque a lo mejor sí, ella había tenido cuatrillizas para compensar de alguna manera determinista y genética el haberse casado con un solo hombre. La mente de Wilt se fue de nuevo por las ramas, considerando el hecho, si es que era un hecho, de que tras las guerras la proporción de nacimientos de varones se disparaba, como si la Naturaleza con N mayúscula estuviera compensando automáticamente su escasez. Si la Naturaleza era tan inteligente, no tendría que haberle hecho a él tan atractivo para Eva y viceversa. De esta línea de pensamiento se desvió también, debido a otro aspecto de la Naturaleza, en este caso una necesidad. Bien, no iba a mear de nuevo en un rosal. Una vez era suficiente.

Se apresuró en su camino y empezó a introducirse subrepticiamente en el 45 de la avenida Oakhurst, decidido a decir, si Eva estaba despierta, que el coche se había averiado y que lo había llevado a un garaje. Después de todo era mejor ser astuto que retorcido. De hecho, no hubo necesidad de ser más que silencioso. Eva, que se había pasado la tarde arreglando las ropas de las cuatrillizas, pues descubrió que habían cortado braguetas en sus pantalones como manifestación en favor de la igualdad de sexos, dormía ahora profundamente. Wilt se deslizó con precaución entre las sábanas a su lado, y tendido en la oscuridad pensó en la energía y la determinación.

En el ambiente de la comisaría de policía sí que había energía y determinación. Lord Lynchknowle llamó al jefe de policía, y la noticia de que el ministro del Interior había prometido la ayuda de Scotland Yard, había puesto un resorte debajo del comisario y lo había lanzado de su asiento ante el televisor y devuelto a la comisaría para una conferencia urgente.

—Quiero resultados, y no me importa cómo los consigan —dijo imprudentemente a sus oficiales reunidos—. No quiero que se nos conozca como el equivalente en Fenland del Soho o de Picadilly Circus o de cualquier barrio de ésos. ¿Está claro? Quiero acción.

Flint sonrió sardónico. Por una vez se alegraba de la presencia del inspector Hodge. Además, podía afirmar con toda honestidad que había ido a la escuela y había realizado una investigación exhaustiva de la causa de la muerte.

—Creo que encontrará todos los detalles preliminares en mi informe, señor —dijo—. La muerte se debió a una sobredosis de heroína y a algo llamado Fluido Embalsamador. Hodge debe de conocerlo.

—Es feniciclidina o PCP —dijo—. Toma toda una serie de nombres como Super Hierba, Cerdo, Polvo de Ángel y Hierba de la Muerte.

El comisario no quería un catálogo de nombres.

—¿Qué efectos produce esa mierda, aparte de matar niños, naturalmente?

—Es como el LSD sólo que mucho peor —dijo Hodge—. Les produce psicosis si fuman demasiado y en general les quema el cerebro. Es terriblemente mortífera.

—Ya nos lo habíamos imaginado —dijo el comisario—. Lo que quiero saber es dónde la consiguió. Yo y el jefe de policía y el ministro del Interior.

—Es difícil decirlo —dijo Hodge—, es un hábito yanqui. No la hemos visto por aquí antes.

—¿Así que fue a los Estados Unidos de vacaciones y la compró allí? ¿Es eso lo que está diciendo?

—No se lo habría inyectado si así fuera —dijo Hodge—, hubiera sabido las consecuencias. Quizá lo consiguió de alguien de la universidad, supongo.

—Bien, venga de donde venga —dijo el comisario firmemente— quiero que le sigan la pista y rápido. De hecho, quiero que esta ciudad quede limpia de heroína y de cualquier otra droga antes de que caiga sobre nosotros Scotland Yard y demuestre que no somos más que un montón de polizontes de pueblo. Estas no son mis palabras, son las del jefe de policía. Ahora bien, ¿estamos seguros de que se lo tomó ella misma? ¿No podrían habérselo dado…, hummm…, contra su voluntad?

—Según mis informaciones, no —dijo Flint, reconociendo el intento de desviar la investigación en su dirección y limpiar el nombre de lord Lynchknowle de cualquier conexión con el mundo de la droga—. Ella se estaba dando un chute en uno de los servicios del personal en la escuela. Si chute es la palabra correcta —dijo Flint, y miró a Hodge, esperando cargarle con el muerto de mantener a distancia a Scotland Yard y proteger al mismo tiempo a los Lynchknowle.

El comisario no estaba interesado.

—En todo caso —dijo—, ¿no es cuestión de juego sucio?

Flint negó con la cabeza. Todo el tema entero de las drogas era para él juego sucio, pero éste no parecía ser el momento de discutir esa cuestión. Lo importante desde el punto de vista de Flint era cargar a Hodge con el problema hasta las cejas. Dejarle meter la pata en este caso y así su cabeza acabaría de verdad en la picota.

—De todos modos —dijo—, encontré sospechoso que estuviera utilizando los servicios del personal. Podría ser que fuera ésa su conexión.

—¿Qué? —preguntó el comisario.

—Bueno, no es que yo diga que anden mezclados en ello ni que no anden —dijo Flint, con lo que a él le parecía un sutil juego de palabras—. Lo único que digo es que alguien del personal puede andar en ello.

—¿Andar en qué, por el amor de Dios?

—En el tráfico —dijo Flint—. Quiero decir que a lo mejor por eso está siendo tan difícil averiguar de dónde viene la droga. Nadie sospecha que los profesores sean camellos, ¿verdad? —Hizo una pausa antes de asestar el golpe final—. Tomen a Wilt, por ejemplo, el señor Henry Wilt. Ése es un tipo en el que no confiaría ni teniéndolo al alcance de mi mano, y aun así, no le daría la espalda. No es la primera vez que tenemos problemas con él, ya lo sabe usted. Tengo una ficha sobre él más gorda que la guía de teléfonos. Y es el director del Departamento de Estudios Liberales. Tendría que ver a los tipos que tiene trabajando para él. Para empezar, me asombra cómo pudo lord Lynchknowle dejar que su hija fuera a esa escuela. —De nuevo hizo una pausa. Por el rabillo del ojo podía ver al inspector Hodge tomando notas. Ese hijo de puta había mordido el anzuelo. Y también el comisario—. Puede que tenga usted algo ahí, inspector —dijo—. Muchos profesores son nostálgicos de los años sesenta y setenta y de aquella época podrida. Y el hecho de que la chica fuera vista en los servicios del personal… —Esto fue lo que lo decidió. Cuando la reunión terminó, Hodge se había comprometido a realizar una investigación completa de la escuela y se le había autorizado a enviar agentes de paisano.

—Déme una lista de nombres y se la haré llegar al jefe de policía —dijo el comisario—. Con el Ministerio del Interior en el asunto, no habrá dificultad, pero por Dios, consigan resultados.

—Sí, señor —dijo el inspector Hodge, y salió del despacho sintiéndose feliz.

Lo mismo hizo Flint. Antes de irse de la comisaría, entró en el despacho del jefe de la Brigada de Estupefacientes con el expediente de Wilt.

—Si les sirve de algo… —dijo, y lo dejó sobre el escritorio con aparente desgana—. Y cualquier otra ayuda que pueda prestarles, sólo tienen que pedirla.

—Lo haré —dijo el inspector Hodge, con la intención contraria. Si de algo estaba seguro era de que Flint no obtendría crédito alguno para resolver el caso.

Y así, mientras Flint volvía a casa y se tomaba imprudentemente una cerveza negra antes de irse a la cama, Hodge se sentaba en su oficina a planear la campaña que le conduciría al ascenso.

Allí estaba todavía dos horas más tarde. Fuera, las luces de la calle se habían apagado e Ipford dormía, pero Hodge continuaba sentado, con la mente todavía infestada por el virus de la ambición y la esperanza. Había repasado cuidadosamente el informe de Flint sobre el descubrimiento del cuerpo y por una vez no pudo encontrar un defecto en las conclusiones del inspector. Éstas fueron confirmadas por el informe preliminar del forense. La víctima había muerto de una sobredosis de heroína mezclada con Fluido Embalsamador. Era esto último lo que interesaba a Hodge.

—Estadounidense —murmuró una vez más, y comprobó en el ordenador de la policía nacional la incidencia de su uso. Insignificante, como había supuesto. De todas maneras, la droga era extremadamente peligrosa y su extensión por los Estados Unidos había sido tan rápida que se había descrito como la sífilis del drogadicto. Si solucionaba este caso, el nombre de Hodge sería conocido, no solamente en Ipford, sino a través del representante de la Corona hasta el ministro del Interior y… Los sueños de Hodge siguieron a su nombre antes de volver al presente. Tomó con recelo el expediente de Wilt. No había estado en Ipford en la época del caso de la Gran Muñeca y sus nefastos efectos sobre la carrera de Flint, pero había oído hablar de ello en la cantina, donde era sabido por todos que el señor Henry Wilt había sido más listo que el inspector Flint. La opinión general era que le hizo parecer un estúpido, pero nunca había estado claro qué era lo que estaba haciendo Wilt. Nadie en su sano juicio andaría por ahí enterrando muñecas hinchables vestidas con las ropas de su esposa, en el fondo de un agujero con veinte toneladas de hormigón encima. Y Wilt lo había hecho. Por lo tanto, o Wilt no había estado en su sano juicio o había estado encubriendo algún otro delito. Maniobras de diversión. En cualquier caso, el tío se había salido con la suya y había puesto en ridículo a Flint. Así que Flint sentía odio por ese cabrón. Y eso era también de dominio público.

Así que Hodge volvió al expediente de Wilt con justificadas sospechas y comenzó a leer con detalle la trascripción de su interrogatorio. Mientras leía, crecía en su mente cierto sentimiento de respeto por Wilt. El cabrón no se había movido de su historia, a pesar de mantenerle despierto y lanzarle un diluvio de preguntas. Y había hecho aparecer a Flint como el idiota que era. Hodge podía ver esto y también podía ver por qué Flint le odiaba. Pero sobre todo, su propia intuición le decía que Wilt tenía que haber sido culpable de algo. Simplemente tenía que ser así. Pero había sido demasiado listo para ese viejo imbécil. Lo que explicaba que Flint le hubiera pasado el expediente. Quería acabar con Wilt. Era natural. De todas maneras, conociendo la actitud de Flint hacia él, Hodge estaba extrañado de que le hubiera pasado el expediente. Sobre todo con todo aquel material que ponía en evidencia lo cretino que era. Tenía que haber algo más. Por ejemplo, ¿que sabía que había perdido? Desde luego, últimamente tenía ese aspecto. Y lo que decía también, así que quizá al pasarle el expediente lo estaba reconociendo tácitamente. Hodge sonrió para sí. Siempre había sabido que era el mejor y que le llegaría la oportunidad de demostrarlo. Bueno, pues había llegado el momento.

Volvió al informe de Flint sobre la señorita Lynchknowle y lo leyó de nuevo con cuidado. No había error alguno en los métodos de Flint, y sólo cuando llegó al asunto de que Wilt se había equivocado de servicios, el inspector Hodge encontró dónde se había equivocado el viejo. Lo leyó de nuevo:

«El director informa de que Wilt había ido a los servicios del segundo piso cuando debería haber ido a los del cuarto piso.» Y más adelante: «La secretaria de Wilt, la señorita Bristol, afirma que le dijo a Wilt que fuera a los servicios del personal femenino del cuarto piso. Aseguró que, un poco antes, había visto allí a la joven.» Eso concordaba. Otra de las pequeñas movidas del astuto señor Wilt, ir a los servicios equivocados. Pero Flint no había caído en esto, o habría interrogado a ese cabrón. Hodge tomó nota mentalmente de investigar los movimientos de Wilt. Pero subrepticiamente. No tenía sentido ponerle en guardia. Hodge tomó más notas. «El laboratorio de la escuela tiene medios para hacer Fluido Embalsamador. Comprobarlo», era una. «Origen de la heroína», otra. Y todo el tiempo, mientras estaba concentrado en esto, parte de su mente corría por líneas diferentes, que implicaban lugares de nombres románticos como «Triángulo de Oro» y «Creciente de Oro», esas áreas de jungla en Thailandia, Birmania y Laos, o en el caso del «Creciente de Oro», los laboratorios de Pakistán, desde los cuales llega la heroína a Europa. En la mente de Hodge, pequeños hombres oscuros, paquistaníes, turcos, iraníes, árabes, convergían sobre Inglaterra con trucos como contenedores o barcos ocasionales: siempre por la noche, un oscuro y siniestro movimiento de los mortíferos narcóticos, financiado por hombres que vivían en grandes casas y pertenecían a clubs de campo y poseían yates. Y luego estaba la conexión siciliana con los asesinos de la mafia casi diariamente en las calles de Palermo. Y finalmente, los camellos en Inglaterra, pobres tipos como el hijo de Flint que pasaba su tiempo en Bedford. Esto también podía ser una explicación del cambio de actitud de Flint, su desgraciado hijo. Pero la romántica visión de lejanas tierras y hombres perversos era la dominante, y el propio Hodge la figura dominante en ella, un luchador solitario en la guerra contra el más insidioso de los crímenes.

Naturalmente, la realidad era diferente, y convergía con la geografía mental de Hodge sólo en el hecho de que la heroína venía de Asia y Sicilia, que una epidemia de la terrible adicción había llegado a Europa y sólo la acción más decidida podría detenerla. Así pues, como el inspector ni era inteligente ni poseía más que una vívida imaginación, iba a meterse en problemas. En lugar de inteligencia sólo había determinación, la determinación de un hombre sin familia y con pocos amigos, pero con una misión. Y así, el inspector Hodge preparó, planeándola durante la noche, la acción que pensaba emprender. Eran las cuatro de la madrugada cuando finalmente salió de la comisaría y dio la vuelta a la esquina hacia su piso para dormir unas horas. Incluso entonces, tumbado en la oscuridad, disfrutaba con el despecho de Flint. «Ese imbécil no tiene más que lo que se merece», pensó mientras se dormía.

En el otro extremo de Ipford, en una casa pequeña con un bonito jardín que se distinguía por un estanque de peces dorados agradablemente simétrico con un querubín de piedra en el centro, el inspector Flint habría estado de acuerdo con él, aunque la causa de sus problemas tenía más que ver con la cerveza negra y con aquellas malditas píldoras para mear que con el futuro de Hodge. Sobre este último punto, se sentía secretamente confiado. Volvió a la cama preguntándose si no sería prudente tomarse unos días libres. Le debían dos semanas y en cualquier caso podía alegar justificadamente que su doctor le había dicho que se lo tomase con calma. ¿Un viaje a la Costa Brava?, ¿o quizá a Malta? El único problema era que la señora Flint tendía a sentirse lasciva con el calor. Gracias a Dios era la única ocasión en que eso le sucedía. Quizá sería mejor elegir Cornualles. Por otra parte, sería una lástima perderse el fracaso de Hodge, y si Wilt no era capaz de conseguirlo, Flint se comería su gorra. ¡Desde luego que era como matar dos pájaros de un tiro!

Y así transcurrió la noche. En la prisión, las actividades que Wilt había iniciado siguieron su curso. A las dos, otro prisionero del Bloque D incendió su colchón, que fue apagado por un ladrón con iniciativa que utilizó el orinal. Pero donde las cosas estaban más serias era en Máxima Seguridad. El director se había quedado desconcertado al encontrar a dos prisioneros completamente despiertos en la celda de McCullum y, como se trataba de McCullum, no había querido entrar sin seis celadores para preservar su seguridad, y seis celadores eran difíciles de encontrar, en parte porque compartían la aprensión del director y en parte porque estaban ocupados en otros lugares. Al no contar con su apoyo, el director se vio obligado a establecer el diálogo con los compañeros de McCullum a través de la puerta de la celda. Conocidos como el Toro y el Oso, actuaban como guardaespaldas de McCullum.

—¿Por qué no están ustedes durmiendo? —preguntó el director.

—Quizá si no hubiera usted encendido esa maldita luz —dijo el Toro, que una vez había cometido el error de enamorarse de la mujer de un banquero sólo para ser traicionado por ella cuando satisfizo sus esperanzas asesinando a su esposo y robando en el banco cincuenta mil libras. Ella se había ido con un agente de bolsa.

—Ésa no es manera de hablarme —dijo el director, asomándose con suspicacia por la mirilla. A diferencia de los otros dos prisioneros, McCullum parecía estar dormido por completo. Una mano le colgaba blandamente por el borde de la litera y su cara tenía una extraña palidez. Considerando que ese cerdo tenía generalmente un color muy vivo, el director estaba inquieto. Si alguien hubiera estado envuelto en un plan de fuga, hubiera jurado que sería McCullum. En ese caso, hubiera estado… El director no tenía seguridad de lo que hubiera estado haciendo, pero seguro que no dormiría de aquella manera, con la cara de ese horrible color grisáceo, mientras el Toro y el Oso estaban despiertos. Había algo siniestro en su manera de dormir.

—McCullum —gritó el director—, McCullum, despierte.

McCullum no se movió.

—Joder —dijo el Oso, irguiéndose—. ¿Qué mierda está pasando?

—McCullum —aulló el director—, le ordeno que se levante.

—¿Qué pasa con usted? —aulló el Toro—. En mitad de la jodida noche algún tipejo tiene que perder la chaveta y dedicarse a despertar al personal. Tenemos derechos, joder, aunque estemos en el trullo, y a Mac esto no le va a gustar.

El director apretó los dientes y contó hasta diez. Que le llamaran tipejo no era lo que más le gustaba.

—Sólo estoy tratando de asegurarme de que el señor McCullum está bien —dijo—. Ahora, por favor, despiértele.

—¿Bien? ¿Bien? ¿Por qué no iba a estar bien? —preguntó el Oso. El director no lo dijo.

—Es sólo una medida de precaución —respondió. McCullum se negó a dar signos de vida, de hecho su actitud y aspecto mostraban justo lo contrario, y eso le estaba poniendo nervioso. Si se hubiera tratado de cualquier otro, habría abierto la puerta de la celda y entrado. Pero el muy cerdo podía estar fingiendo, y con el Toro y el Oso para ayudarle, podría estar planeando hacerse con un guardia que entrase para averiguar lo que iba mal. Con una silenciosa maldición para el jefe de celadores por hacerle la vida tan difícil, el director corrió a buscar ayuda. Tras él, el Toro y el Oso expresaron sus sentimientos hacia los jodidos cretinos que dejaban la jodida luz encendida toda la jodida noche en cuanto se les ocurría que había algo que registrarle a McCullum. Al momento siguiente, Máxima Seguridad era un infierno con sus gritos.

—Está muerto —gritaba el Oso, mientras el Toro efectuaba un rudimentario intento de resucitar a McCullum aplicándole lo que él pensaba que era la respiración artificial y que, de hecho, consistía en lanzarse sobre el cuerpo de su víctima y hacerle expeler lo que quedaba de aire en sus pulmones.

—Dale el maldito beso de la vida —ordenó el Oso, pero el Toro tenía sus reservas. Si McCullum no estaba muerto, no tenía la intención de devolverle la vida para que se encontrase que le estaban besando, y si la había palmado, no le hacía gracia besar un cadáver.

—Cabrón remilgado —aulló el Oso, cuando el Toro planteó su visión del asunto—. Venga, déjame a mí. —Pero incluso él se desanimó ante lo frío que estaba McCullum—. Malditos asesinos —gritó a través de la puerta de la celda.

—Esta vez lo ha conseguido usted —dijo el director. Había encontrado al jefe de celadores en el despacho disfrutando de una taza de café—. Usted y sus infernales sedantes.

—¿Yo? —dijo el celador.

El director hizo una profunda inspiración.

—O bien McCullum está muerto o está fingiendo de un modo muy convincente. Consígame diez guardias y el médico. Si nos damos prisa, puede que estemos a tiempo de salvarlo.

Corrieron por el pasillo, pero el jefe de celadores todavía no estaba convencido.

—Le di la misma dosis que a los demás. Le está tomando el pelo.

Incluso cuando ya habían conseguido los diez celadores y estaban ante la puerta de la celda, siguió dilatando el asunto.

—Sugiero que nos deje esto a nosotros, señor —dijo—. Si toman rehenes, usted deberá estar fuera para dirigir las negociaciones. Tratamos con tres hombres muy peligrosos, ya lo sabe usted.

El director lo dudaba. Dos le parecía más probable.

El jefe de celadores Blaggs se asomó a la celda.

—Podría haberse pintado la cara con tiza o algo así —dijo—. Es un pájaro muy hábil.

—¿Y además emborracharse como un cerdo?

—Nuestro Mac nunca hace las cosas a medias —dijo el jefe de celadores—. Muy bien, apartaos de la puerta ahí dentro. Vamos a entrar.

Un momento más tarde la celda estaba llena con los oficiales de la prisión, y en la refriega que siguió el difunto McCullum recibió algunas heridas post mortem que no mejoraron su apariencia. Pero no cabía duda de que estaba muerto. Apenas se necesitaba el diagnóstico del médico de la prisión para decir que la muerte se había debido a un agudo envenenamiento por barbitúricos.

—Bueno, ¿cómo iba yo a saber que el Toro y el Oso le darían a él sus tazas de cacao? —dijo quejoso el jefe de celadores en una reunión organizada en el despacho del director para discutir la crisis.

—Eso es algo que va usted a tener que explicar en la investigación del Ministerio del Interior —señaló el director.

Fueron interrumpidos por un oficial de la prisión que anunció que se había encontrado un escondrijo con drogas en el colchón de McCullum. El director miró al cielo del amanecer y gimió.

—Oh, y otra cosa, señor —dijo el guardia—. El señor Coven ha recordado en el despacho dónde oyó esa voz del teléfono. Pensó entonces que la reconocía. Dice que era la del señor Wilt.

—¿El señor Wilt? —dijo el director—. ¿Quién demonios es el señor Wilt?

—Un profesor de la Escuela de Artes y Oficios o algo así que estaba enseñándole a McCullum Literatura Inglesa. Viene todos los lunes.

—¿A McCullum? ¿Que le estaba enseñando Literatura a McCullum? ¿Y Coven está seguro de que fue él quien llamó?

A pesar de su fatiga, el director se despertó completamente.

—Seguro, señor. Dice que pensó que le era familiar y, naturalmente, cuando oyó hablar de Fuegos Artificiales encontró la relación.

Lo mismo le sucedía al director. Con su carrera en peligro, estaba dispuesto a actuar de manera decisiva.

—Bien —dijo, abandonando toda discreción—, McCullum murió por intoxicación alimentaria. Esa es la versión oficial. A continuación…

—¿Qué quiere decir con «intoxicación alimentaria»? —preguntó el médico de la prisión—. La muerte fue debida a una sobredosis de fenobarbital y no voy a certificar…

—¿Y dónde estaba el veneno? En el cacao, naturalmente —dijo el director—. Y si el cacao no es un alimento, no sé qué será. Así que lo pondremos como intoxicación alimentaria. —Hizo una pausa y miró al médico—. A menos que usted quiera aparecer como el que casi envenenó a treinta y seis prisioneros.

—¿Yo? Yo nada tuve que ver con eso. Ese estúpido fue y les drogó. —Apuntó al jefe de celadores Blaggs, pero éste ya había encontrado la solución.

—Siguiendo sus instrucciones —dijo con una mirada significativa al director—, quiero decir que yo no habría podido poner la mano sobre esa sustancia si usted no me hubiera autorizado a ello, ¿no es verdad? Hubiera sido irresponsable no hacerlo así.

—Pero yo nunca… —comenzó el doctor, pero el director le detuvo.

—Me temo que el señor Blaggs tiene razón en eso —dijo—. Por supuesto, si quiere usted discutir los hechos ante la Comisión de Investigación, está en su derecho. Y sin duda la prensa lo aprovecharía. MÉDICO DE PRISIÓN IMPLICADO EN ENVENENAMIENTO DE CONVICTOS. Eso haría muy buen efecto en el Sun, ¿no le parece?

—Si tenía drogas en esa celda, supongo que podría haber muerto por sobredosis —dijo el doctor.