—Vale, dejémoslo —dijo el inspector Flint, sirviéndose un café en un vaso de plástico del distribuidor de bebidas y entró pisando fuerte en su despacho.
—¿Dejarlo? —dijo el sargento Yates, que le seguía pegado a él.
—Eso es lo que he dicho. Desde el principio sabía que era una SD. De todos modos les he dado un buen susto a todos esos charlatanes, les venía bien una dosis de realidad. Viven en un mundo de sueños donde todo es agradable e higiénico porque puede verbalizarse. Las cosas no suceden de esa manera, ¿verdad?
—No había pensado en ello de ese modo —dijo Yates.
El inspector tomó una revista de la caja de cartón y estudió una fotografía de un trío grotescamente entrelazado.
—Es repugnante —dijo.
El sargento Yates se asomó por encima de su hombro.
—Es difícil de creer que haya gente capaz de permitir que la fotografíen haciendo eso, ¿verdad?
—A cualquiera que hiciera eso deberían pegarle un tiro, si quiere saber mi opinión —dijo Flint—. Aunque no crea que lo están haciendo de verdad. No podría ser. Se herniarían o algo así. Encontré esta coleccioncita en la sala de calderas y no le hizo la menor gracia a ese lúgubre director. Se puso de un color muy raro.
—No serán de él, ¿verdad? —preguntó Yates.
Flint cerró la revista y la arrojó a la caja.
—Uno nunca sabe, amigo mío, uno nunca sabe. Sobre todo con las personas que se dicen educadas. En ellas todo está escondido detrás de las palabras. Vistos desde fuera parecen correctos, pero lo que sucede ahí dentro es otro asunto —Flint se dio un significativo golpecito en la frente—. Es algo fantástico.
—Supongo que debe serlo —dijo Yates—. Especialmente si además es higiénico.
Flint le miró suspicaz. Nunca sabía si el sargento Yates era tan estúpido como parecía.
—¿Está tratando de ser gracioso o algo así?
—Claro que no. Usted dijo antes que vivían en un higiénico mundo soñado de palabras; y luego dijo que tenían la mente retorcida. Simplemente estaba juntando las dos cosas.
—Bueno, pues no lo haga —dijo Flint—. Ni siquiera lo intente. Será mejor que busque a Hodge. La Brigada de Estupefacientes puede cargar con esto y buena suerte.
El sargento salió, dejando a Flint contemplándose los dedos pálidos y perdido en fantásticos pensamientos de su cosecha acerca de Hodge, la escuela y las posibilidades que podrían resultar de asociar al jefe de la Brigada de Estupefacientes con la Escuela de Artes y Oficios. Y con Wilt. Era una perspectiva interesante, especialmente cuando recordaba la petición de Hodge para intervenir teléfonos y su aire conspiratorio general. El inspector Hodge no mostraba sus cartas y hasta ahora le había ido muy bien. Bueno, pues a ese juego podían jugar dos y si alguna vez alguien se empantanaba en inconsecuencias y desinformación, serían la escuela y Wilt. Flint cambió el orden. Wilt y la escuela. Y Wilt había estado vagamente conectado con la chica muerta, aunque sólo fuera yendo a los servicios equivocados. La palabra alertó a Flint respecto de sus propias necesidades inmediatas. Esas malditas píldoras habían actuado de nuevo.
Se apresuró por el pasillo para echar una meada y mientras estaba allí de pie mirando la pared de azulejos y el aviso que decía «No tiren sus colillas en el urinario, las humedece y las hace difíciles de encender», su disgusto se transformó en una inspiración. De ese aviso se podía aprender una lección, si fuera capaz de captarla. Tenía algo que ver con la relación entre una petición razonable y una suposición absolutamente repugnante. La palabra inconsecuencia le vino de nuevo a la mente. Unir a Wilt con el maldito inspector Hodge sería como atar dos gatos por el rabo y ver cuál de los dos se suelta primero. Y si no era Wilt, es que Flint había subestimado groseramente a ese tipejo. Y tras Wilt estaba Eva y esas espantosas cuatrillizas, y si esa espeluznante combinación no destrozaba la carrera de Hodge tan efectivamente como se había cargado la de Flint, el inspector merecería un ascenso. Con el delicioso pensamiento de que así también se vengaría de Wilt, volvió a su oficina y se puso a garabatear figuras de una infinita confusión como la que esperaba desencadenar.
Todavía estaba felizmente enfrascado en esas ensoñaciones vengativas cuando volvió Yates.
—Hodge ha salido —informó—. Dejó un mensaje de que volvería pronto.
—Típico —dijo Flint—. Ese cabrón debe rondar por alguna barra tratando de decidir cuál es la muñeca a la que va a echar el guante.
Yates suspiró. Desde que tomaba esos pene-bloqueantes o lo que fueran, Flint sólo tenía mujeres en la mente.
—¿Por qué iba a estar haciendo eso? —preguntó.
—Porque ésa es la manera como trabaja ese cabrón. Un verdadero falso policía. Agarra a un bebé por fumar hierba y luego intenta convertirle en un supertraficante. Ha visto demasiada televisión.
Fue interrumpido por el informe preliminar del laboratorio.
—Dosis masiva de heroína —le dijo el técnico—. Eso como aperitivo. Utilizó alguna otra cosa que todavía no hemos identificado. Podría ser un producto nuevo. Desde luego no es el usual. Aunque puede ser «Fluido Embalsamador».
—¿Fluido Embalsamador? ¿Qué demonios iba a estar haciendo con eso? —dijo Flint con una genuina y justificada repulsión.
—Es el nombre de otro de esos alucinógenos como el LSD, sólo que peor. En cualquier caso, ya se lo haremos saber.
—No —dijo Flint—. Trátelo directamente con Hodge. Ahora es cosa suya.
Colgó el teléfono y sacudió la cabeza tristemente.
—Dice que se inyectó heroína y alguna otra mierda que llaman Fluido Embalsamador —le explicó a Yates—. No se puede creer, ¿verdad? ¡Fluido Embalsamador! No sé dónde vamos a ir a parar.
A ochenta kilómetros de allí, la cena de lord Lynchknowle había sido interrumpida por la llegada de un coche de la policía y las noticias de la muerte de su hija. El hecho de que hubieran llegado entre el paté de arenque y el pastel de gamo, y del lado de los vinos, entre un excelente Montrachet y un Château Lafite 1962, varias de cuyas botellas habían sido abiertas para impresionar al ministro del Interior y a dos viejos amigos del Ministerio de Asuntos Exteriores, le incomodó particularmente. No es que pensara permitir que las noticias le estropearan la cena anunciándolas antes de terminar, pero preveía un desagradable episodio con su mujer posteriormente, por la sencilla razón de que había vuelto a la mesa con la desafortunada observación de que no era importante. Por supuesto, siempre podía poner como excusa que la hospitalidad era lo primero, y después de todo el viejo Freddie era el ministro del Interior y no iba a dejar que se desperdiciara ese Lafite del 62, pero de algún modo, conociendo a Hilary, sabía que iba a armar un gran jaleo después a causa de ello. Estaba sentado frente a Stilton con humor pensativo preguntándose por qué se había casado con ella. Al mirar años atrás, podía ver que su madre había tenido razón al advertirle de que había mala sangre en «esa familia», los Puckerton.
—No se puede eliminar la mala sangre, sabes —le dijo, y como criadora de bullterriers, sabía de lo que estaba hablando—. Al final volverá a salir, acuérdate de mis palabras.
Y había salido, en esa maldita chica, Penny. La muy estúpida debería haberse limitado a montar a caballo en lugar de meterse en la cabeza que iba a ser una especie de intelectual y acabar en esa escuela podrida de Ipford, mezclándose allí con la escoria. Todo era culpa de Hilary, además, por animar a la chica. Pero ella no lo veía de ese modo. Toda la culpa era de él. Bien, tendría que hacer alguna cosa para calmarla. Quizá telefonear al jefe de policía y conseguir que Charles interviniera. Sus ojos vagaron por la mesa y se detuvieron en el ministro del Interior. Eso es, tener una charla con Freddie antes de que se fuera y ver que la policía recibiera las órdenes desde arriba.
Cuando consiguió quedarse solo con el ministro del Interior, un proceso que exigió que se ocultase en la oscuridad fuera del vestíbulo y escuchase algunas francas observaciones sobre su persona de las camareras contratadas para la cocina, lord Lynchknowle había llegado a un estado de indignación que aplicó positivamente por el bien público.
—No es simplemente un asunto personal, Freddie —le dijo al ministro del Interior, cuando este último se convenció finalmente de que la hija de lord Lynchknowle había muerto y que su anfitrión no estaba mostrando ese curioso sentido del humor que le había hecho famoso en el colegio—. Ella estaba en esa espantosa escuela a merced de los traficantes de drogas. Tienes que parar esto.
—Por supuesto, por supuesto —dijo el ministro del Interior acorralado contra un perchero y una colección de punzantes bastones y paraguas—. Lo siento muchísimo…
—De nada sirve que lo sintáis vosotros, malditos políticos —continuó Lynchknowle, haciéndole retroceder contra un bosque de impermeables—, comienzo a comprender la decepción del hombre de la calle con el proceso parlamentario. —El ministro del Interior lo dudaba—. Lo que es más, las palabras no arreglan las grietas —el ministro del Interior no dudaba de esto— y quiero acción.
—Y la tendrás, Percy —le aseguró el ministro del Interior—, te lo garantizo. Hablaré de esto a los responsables de Scotland Yard mañana por la mañana sin falta. —Tomó el pequeño cuaderno de notas que utilizaba para apaciguar a sus votantes influyentes—. ¿Cómo dijiste que se llamaba el lugar?
—Ipford —dijo lord Lynchknowle, todavía amenazador.
—¿Y estaba ahí en la universidad?
—En la Escuela Técnica.
—¿De veras? —dijo el ministro del Interior, con la justa inflexión en la voz para rebajar la seguridad de lord Lynchknowle.
—Todo es culpa de su madre —dijo a la defensiva.
—De todos modos, si permites que tus hijas vayan a Escuelas Técnicas, no es que yo esté en contra, ya comprenderás, pero un hombre de tu posición tiene que ser muy cuidadoso…
En la sala, lady Lynchknowle captó la frase.
—¿Qué están haciendo ustedes dos aquí? —preguntó cortante.
—Nada, querida, nada —dijo lord Lynchknowle. Era un comentario que tendría que lamentar más tarde cuando los invitados se hubieran ido.
—¿Nada? —gritó lady Lynchknowle recobrándose del pésame que el ministro del Interior le había presentado tan inesperadamente—. ¿Te atreves a quedarte ahí de pie y decir que la muerte de Penny no es nada?
—No estoy de pie, querida —dijo lord Lynchknowle desde las profundidades de un sillón. Pero su esposa no iba a abandonar tan fácilmente.
—¿Y te quedas sentado toda la cena sabiendo que ella estaba yaciendo sobre un mármol? Sabía que eras un cerdo insensible pero…
—¿Qué otra cosa se supone que debía hacer? —aulló Lynchknowle antes de que ella pudiera coger el ritmo—. ¿Volver a la mesa y anunciar que tu hija era una drogadicta? ¿Te hubiera gustado eso, verdad? Puedo oírte…
—¡No! —gritó su esposa, haciendo que su furia fuese escuchada en la zona del servicio. Lynchknowle se levantó pesadamente y cerró de un portazo—. Y no creas que vas a…
—¡Cállate! —aulló—, he hablado con Freddie y va a poner a Scotland Yard en el caso y ahora voy a llamar a Charles, como jefe de policía puede…
—¿Y de qué sirve hacer todo eso? ¡El no puede devolvérmela!
—Nadie puede, maldita sea. Y si tú no hubieras metido en su cabeza vacía la idea de que era capaz de ganarse la vida, cuando estaba claro como la luz del día que era más bruta que un arado, nada de esto hubiera sucedido.
Lord Lynchknowle descolgó el teléfono y marcó el número del jefe de policía.
En Las Armas del Soplador de Vidrio, Wilt estaba también al teléfono. Había pasado el tiempo tratando de pensar en algún modo de entorpecer los planes siniestros, cualesquiera que éstos fueran, que McCullum tenía en mente para él, sin revelar su propia identidad a las autoridades de la prisión. No era fácil.
Después de dos whiskies largos, Wilt había hecho acopio del coraje suficiente para telefonear a la prisión, se había negado a dar su nombre y había preguntado por el número particular del director. No estaba en la guía.
—No está en la guía —dijo el celador de la oficina.
—Ya lo sé —dijo Wilt—. Por eso lo pregunto.
—Y por eso no puedo dárselo a usted. Si el director quisiera que todos los criminales de este distrito supieran dónde pueden amenazarle, lo habría puesto en la guía, ¿no le parece?
—Sí —dijo Wilt—. Por otra parte, cuando un ciudadano está siendo amenazado por alguno de sus pensionistas, ¿cómo se supone que debe informar al director de que va a haber una evasión masiva?
—¿Evasión masiva? ¿Qué sabe usted de planes de evasión masiva?
—Lo suficiente para querer hablar con el director.
Hubo una pausa durante la cual el guardia consideraba la cuestión y Wilt tuvo que meter otra moneda en el teléfono.
—¿Por qué no puede decírmelo a mí? —preguntó finalmente el celador.
Wilt ignoró la pregunta.
—Escuche —dijo con la astucia de la desesperación que provenía del conocimiento de que, habiendo llegado tan lejos, ya no podía retroceder y que si no convencía a ese hombre de que había una verdadera crisis, los cómplices de McCullum estarían pronto haciéndoles algo horrible a sus rodillas—, le aseguro que es un asunto muy serio. Deseo hablar con el director en privado. Llamaré de nuevo dentro de diez minutos. ¿De acuerdo?
—Puede que no sea posible contactar con él en ese tiempo, señor —dijo el celador, reconociendo la voz de genuina desesperación—. Si puede darme usted su número, le diré que le llame a usted.
—Es Ipford 23194 y no estoy bromeando —dijo.
—No, señor —dijo el celador—. Estaré con usted tan pronto como pueda.
Wilt colgó el teléfono y volvió a su whisky en la barra, incómodamente consciente de que estaba lanzado a un curso de acción que podría tener horrendas consecuencias. Terminó su whisky y pidió otro para adormecer el pensamiento de que le había dado al celador el número de teléfono de un pub donde era muy conocido.
«Al menos eso le demostró que yo iba en serio», pensó, y se preguntó qué tenía la mentalidad burocrática que hacía la comunicación tan difícil. Lo principal era entrar en contacto con el director lo antes posible y explicarle la situación. Una vez que McCullum fuese transferido a otra prisión, él estaría fuera de peligro.
En la prisión de Ipford, la información de que era inminente una fuga masiva estaba causando ya repercusiones. El jefe de celadores, arrancado de la cama, había tratado de telefonear al director.
—Ese estúpido debe haber salido a cenar a alguna parte —dijo, cuando el teléfono hubo sonado varios minutos y nadie respondió—. ¿Está seguro de que no era una broma?
El celador de servicio negó con la cabeza.
—A mí me sonó auténtico —dijo—. Una voz educada y evidentemente aterrorizada. De hecho, tengo la idea de que le reconocí.
—¿Le reconoció?
—No podría decir su nombre, pero de algún modo me sonó familiar. En cualquier caso, si no era auténtico, ¿por qué me dio tan rápidamente su número?
El jefe de celadores miró el número y lo marcó. La línea estaba ocupada. En Las Armas del Soplador de Vidrio una chica estaba hablando con su novio.
—¿Por qué no dio su nombre?
—Como le digo, parecía aterrorizado. Dijo algo acerca de estar amenazado. Y con algunos de los cerdos que tenemos aquí…
El jefe de celadores no necesitaba que se lo dijeran.
—Bien. No vamos a correr el menor riesgo. Ponga inmediatamente en acción el plan de emergencia. Y siga tratando de contactar con el maldito director.
Media hora más tarde, el director volvió a casa y se encontró el teléfono del estudio sonando.
—Sí, ¿qué hay?
—Amenaza de evasión en masa —le dijo el celador—, un hombre… Pero el director ya no esperaba. Había vivido durante años con el terror de que sucediera algo de este tipo.
—Estaré ahí enseguida —gritó, y se lanzó a su coche. Para cuando llegaba a la prisión, sus temores se habían convertido en pánico por el aullido de las sirenas de la policía y la presencia en la carretera de varios coches de bomberos que avanzaban a gran velocidad delante de él. Cuando se acercaba a las puertas, fue detenido por tres policías.
—¿Dónde cree usted que va? —le preguntó un sargento. El director le miró lívido.
—Como da la casualidad de que soy el director —dijo—, el director de esta prisión, comprende, voy a entrar. Ahora, si es tan amable de apartarse…
—¿Tiene alguna identificación, señor? —preguntó el sargento—. Tengo órdenes de no dejar entrar ni salir a nadie.
El director rebuscó en los bolsillos de su chaqueta y acabó sacando un billete de cinco libras y un peine.
—Mire, oficial… —comenzó, pero el sargento estaba ya mirando. Al billete de cinco libras. Ignoró el peine.
—Yo no intentaría eso, si fuese usted —dijo.
—¿Intentar qué? Es todo lo que llevo encima.
—¿Ha oído eso, agente? —dijo el sargento—. Intento de soborno de…
—¿Intento de soborno? ¿Quién ha hablado de soborno? —explotó el director—. Me pide usted que me identifique y cuando trato de presentar algún papel comienza a hablar de sobornos. Pida al guardia de la puerta que me identifique, maldita sea.
Le costó otros cinco minutos de protestas entrar en la cárcel y para entonces sus nervios no estaban en condiciones de enfrentarse adecuadamente con la situación.
—¿Qué han hecho hasta ahora? —le gritó al jefe de celadores.
—He desplazado a todos los hombres de los pisos superiores a las celdas de abajo, señor. He pensado que sería mejor en el caso de que pensaran salir por el tejado. Naturalmente están un poco apretados, pero…
—¿Apretados? Ya había cuatro hombres por celda individual. ¿Y quiere decir que ahora hay ocho? Es fantástico que no hayan comenzado ya un motín.
Fue interrumpido por el ruido de gritos en el Bloque C. Mientras el oficial de prisiones Blaggs corría hacia allí, el director trató de averiguar lo que estaba sucediendo. Fue casi tan difícil como lo había sido entrar en la prisión. Aparentemente se estaba librando una batalla en el tercer piso del Ala A.
—Eso se debe a que pusieron a Fidley y Gosling con Stanforth y Haydow —dijo el celador de la oficina.
—Fidley y… ¿Poner a dos asesinos de niños con dos honestos atracadores de bancos? Blaggs debe de estar loco. ¿Cuánto tardaron en morir?
—No creo que estén muertos todavía —dijo el celador, con un tono algo más decepcionado de lo que el director aprobaba—. Por lo último que oí, han conseguido impedir que Haydow castrase a Fidley. Entonces fue cuando el señor Blaggs decidió intervenir.
—¿Quiere decir que ese chalado esperó? —preguntó el director.
—No exactamente, señor. Verá, había fuego en el bloque D…
—¿Fuego en el Bloque D? ¿Qué fuego en el Bloque D?
—Moore prendió fuego a su colchón, señor, y entonces…
Pero el director ya no estaba escuchando. Ahora sabía que su carrera estaba en juego. Lo que le faltaba para acabar con ella era que ese lunático de Blaggs actuase como instrumento para el asesinato metiendo a todos los cerdos del bloque de alta seguridad en la misma celda. Justamente iba a asegurarse cuando el jefe de celadores Blaggs apareció.
—Todo está bajo control, señor —anunció alegremente.
—¿Bajo control? —estalló el director—. Si piensa usted que el ministro del Interior va a creer que «bajo control» significa que los asesinos de niños sean castrados por otros prisioneros, le puedo asegurar que no está usted al día con las regulaciones actuales. Y ahora, acerca de los de alta seguridad.
—No hay por qué preocuparse de eso, señor. Todos están durmiendo como bebés.
—Qué extraño —dijo el director—. Si tuviese que haber un intento de fuga, yo diría que éstos serían los responsables. ¿Está seguro de que no fingen?
—Positivamente, señor —dijo Blaggs con orgullo—. Lo primero que hice, señor, como medida de precaución, fue cargar su cacao con una doble dosis de somnífero.
—Dulce Jesús —gimió el director, tratando de imaginar las consecuencias del experimento del jefe de celadores en materia de sedación preventiva si las noticias llegaban a la Liga Howard para la Reforma Penal—. ¿Dijo usted ración doble?
El jefe de celadores asintió.
—Lo mismo que utilizamos con Fidley aquella vez que vio la película de Shirley Temple y se puso furioso. En todo caso, después de esa noche no creo que vuelva a hacerlo. No le conviene.
—Pero si era una dosis doble de fenobarbitol —balbució el director.
—Eso es, señor. Así que les di doble dosis como dice en las instrucciones. Se cayeron redondos.
El director podía creer eso.
—Les ha dado usted cuatro veces la dosis correcta —gimió—, probablemente los ha matado. Esa sustancia es letal. Yo nunca le dije que lo hiciera.
El jefe de celadores Blaggs pareció decaído.
—Yo sólo hice lo que creí lo mejor, señor. Quiero decir que esos cerdos son una amenaza para la sociedad. La mitad de ellos son psicópatas asesinos.
—No son los únicos psicópatas por aquí —murmuró el director.
Estaba a punto de llamar a un equipo médico a la prisión para hacerle un lavado de estómago a los prisioneros que Blaggs había drogado, cuando intervino el celador del teléfono.
—Siempre podemos decir que Wilson los envenenó —dijo—, me refiero que a ellos les aterroriza eso. Recuerde aquella vez que montaron una huelga salvaje y el señor Blaggs aquí presente dejó que Wilson lavase los platos en la cocina.
El director lo recordó y hubiera preferido olvidarlo. Poner a un envenenador en masa cerca de una cocina siempre le había parecido demencial.
—Funcionó, señor. Dejaron de ensuciar sus celdas casi de inmediato.
—Y en lugar de eso comenzaron una huelga de hambre —dijo el director.
—Y a Wilson tampoco le gustó, si vamos a eso —dijo el celador, que evidentemente tenía recuerdos agradables del incidente—. Dijo que no teníamos ningún derecho a hacerle fregar los platos con guantes de boxeo. Estaba hecho una furia…
—Cállese —gritó el director, tratando de volver a un mundo de relativa cordura, pero fue interrumpido por el teléfono.
—Es para usted, señor —dijo el jefe de celadores significativamente. El director le arrancó el auricular.
—Entiendo que tiene usted alguna información que darme acerca de un plan de fuga —dijo, y se dio cuenta de que estaba hablándole al zumbido de un teléfono público. Pero antes de que pudiera preguntar al celador cómo sabía que era él, la moneda cayó. El director repitió su frase.
—Por eso le llamo —dijo la voz—. ¿Hay algo de verdad en el rumor?
—Algo de verdad en… —dijo el director—. ¿Cómo demonios voy yo a saberlo? Era usted el que nos iba a aclarar el asunto.
—Primera noticia —dijo el hombre—. Ésa es la prisión de Ipford, ¿no?
—Claro que es la prisión de Ipford, y lo que es más, yo soy el director. ¿Quién demonios pensó que era?
—Nadie —dijo el hombre, que ahora parecía decididamente perplejo— nadie en absoluto. Bien, nadie exactamente pero… bueno… no parece usted un director de prisión. En cualquier caso, estoy tratando de averiguar si ha habido una fuga o no.
—Escuche —dijo el director, comenzando a compartir las dudas del otro acerca de su propia identidad—, usted llamó antes con información acerca de un plan de fuga y…
—¿Yo? ¿Está usted borracho? He estado cubriendo un choque de camiones en la calle Bliston durante las tres últimas horas, y si cree que he tenido tiempo para llamarle, es que está completamente chalado.
El director luchó con la aliteración antes de darse cuenta de que alguna otra cosa estaba mal.
—¿Con quién estoy hablando? —preguntó, reuniendo el poco de paciencia que aún le quedaba.
—Mi nombre es Nailtes —dijo el hombre—, soy del Ipford Evening News y…
El director colgó el teléfono de golpe y se volvió a Blaggs.
—En buen lío nos ha metido usted —gritó—. Era el Evening News queriendo saber si ha habido una fuga.
El jefe de celadores Blaggs adoptó un aire debidamente contrito.
—Lo siento si ha habido algún error… —comenzó, y atrajo un nuevo torrente de insultos sobre su cabeza.
—¿Error? ¿Error? —aulló el director—. Un maníaco llama hablando de una increíble historia de fuga rocambolesca y usted tiene que envenenar…
Pero la discusión posterior fue interrumpida por noticias de una nueva crisis. Tres reventadores de cajas fuertes, que habían sido trasladados de una celda destinada a contener un sólo convicto victoriano a otra celda ocupada por cuatro reclusos por agresión de Glasgow, conocidos como los Maleantes Gay, habían comenzado a cumplir la profecía de Wilt respecto de la fuga y pedían ser encerrados con algún asesino heterosexual, como medida de protección.
El director los encontró discutiendo su caso con los celadores en el Bloque B.
—No vamos a instalarnos con esos maleantes del culo, y eso es un hecho —dijo el portavoz.
—No es más que un traslado temporal —dijo el director, contemporizando—. Por la mañana…
—Todos habremos cogido el SIDA —dijo el atracador.
—¿El SIDA?
—Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida. Queremos algún buen asesino, limpio, y no esas putas mierdas con herpes anal. Una cosa es la prisión sin circunstancias atenuantes y otra el tipo de prisión que esos maricones escoceses nos darían, y estamos jodidos si tenemos que sufrir esas circunstancias agravantes. Se supone que esto es una prisión, no Dotheboys Hall.
Cuando por fin el director consiguió apaciguarlos y enviarlos de nuevo a su propia celda, comenzaba a tener dudas sobre el lugar en que se encontraba. En su opinión, la prisión parecía más bien un manicomio. Su siguiente visita, esta vez a Máxima Seguridad, le causó todavía peor impresión. Un silencio sepulcral reinaba en el edificio iluminado, y mientras el director pasaba de celda en celda, tenía la impresión de estar en un osario. Allí donde mirase, encontraba hombres que en otras circunstancias de buena gana hubiera visto muertos, que parecían estarlo. Sólo un ocasional y lúgubre ronquido sugería otra cosa. Por lo demás, los presidiarios colgaban por los bordes de sus camas o yacían grotescamente en posición supina sobre el suelo en actitudes que parecían indicar que la rigidez cadavérica ya se había instalado.
—Deja que localice al cerdo que ha comenzado este jueguecito —murmuró—. Le voy a… Le voy a… Le voy a… —Abandonó. Nada había en el libro de castigos legales que respondiera a este delito.