5

Las cosas estaban también al rojo vivo para otras gentes de Ipford. Por ejemplo, el director. Acababa de llegar a casa y estaba abriendo el mueble-bar con la esperanza de ahogar sus recuerdos de un día desastroso, cuando sonó el teléfono. Era el subdirector.

—Me temo que tengo noticias desagradables —dijo con una lúgubre satisfacción que el director reconoció. Estaba relacionada con funerales—. Es sobre esa chica que estábamos buscando… El director estiró la mano para alcanzar la botella de ginebra y se perdió el resto de la frase. Volvió al auricular a tiempo para oír algo acerca de la sala de calderas.

—Repítalo —dijo, sujetando la botella entre las rodillas y tratando de abrirla con una sola mano.

—Digo que el bedel la encontró en la sala de calderas.

—¿En la sala de calderas? ¿Y qué podía estar haciendo allí?

—Agonizando —dijo el subdirector, afectando un tono aún más sombrío.

—¿Agonizando? —El director ya había abierto la botella y se estaba sirviendo una ginebra doble. Eso era aún más espantoso de lo que esperaba.

—Me temo que sí.

—¿Dónde está ahora? —preguntó el director, tratando de conjurar lo peor.

—Todavía en la sala de calderas.

—Todavía… Pero hombre de Dios, si está en esas condiciones, ¿por qué demonios no la ha enviado al hospital?

—No está en esas condiciones —respondió el subdirector, e hizo una pausa. Él también había tenido un día duro—. Lo que dije era que estaba agonizando. El hecho es que está muerta.

—Oh, Dios mío —dijo el director, y bebió un trago de ginebra pura. Eso era mejor que nada—. ¿Quiere decir que murió de sobredosis?

—Probablemente. Supongo que la policía lo descubrirá.

El director se acabó el resto de ginebra.

—¿Cuándo sucedió?

—Hace más o menos una hora.

—¿Hace una hora? Yo todavía estaba en mi despacho hace una hora. ¿Por qué no se me informó?

—Lo primero que pensó el vigilante fue que estaba bebida y avisó a la señora Ruckner, que estaba dando una clase de bordados étnicos a Economía Doméstica en el bloque Morris y…

—Ahora eso no importa —contestó con brusquedad el director—. Una chica ha muerto en nuestros locales y tiene usted que hablarme de la señora Ruckner y los bordados étnicos.

—No estoy hablando de la señora Ruckner —dijo el subdirector un poco sublevado—, simplemente estoy tratando de explicar.

—Oh, bien, ya le he oído. ¿Así que qué han hecho con ella?

—¿Con quién, con la señora Ruckner?

—No, con esa maldita chica, por el amor de Dios. No es necesario que sea impertinente.

—Si va adoptar ese tono, lo mejor es que venga y lo vea por usted mismo —dijo el subdirector y colgó el teléfono.

—Maldita mierda —dijo el director, dirigiéndose involuntariamente a su esposa que acababa de entrar en la habitación.

En la comisaría de policía de Ipford la atmósfera era también bastante corrosiva.

—No me dé eso —decía Flint que acababa de volver de una infructuosa visita al manicomio para entrevistar a un paciente que había confesado (con bastante falsedad) ser el Fantasma Exhibicionista—. Déselo a Hodge, él está en lo de las drogas y yo ya he tenido suficiente con esa maldita escuela.

—El inspector Hodge no está —dijo el sargento—, y ellos preguntaron especialmente por usted. En persona.

—Ésa sí que es buena —dijo Flint—. Alguien le está tomando el pelo. La última persona que ellos desean ver es a mí. Y el sentimiento es recíproco.

—No es una broma, señor. Era el subdirector en persona. Un tal Avon. Mi chico va allí, por eso lo sé.

Flint se le quedó mirando con incredulidad.

—¿Su hijo va a ese infierno? ¿Y usted se lo permite? Debe de estar loco. Yo no dejaría que un hijo mío se acercase a menos de un kilómetro de ese lugar.

—Puede que no —dijo el sargento, evitando con tacto la observación de que puesto que el hijo de Flint estaba cumpliendo una condena de cinco años, no era probable que fuese a ningún sitio—. De todos modos, es aprendiz de fontanero. Tiene clases a tiempo parcial y no puede negarse a ir. Hay una ley sobre eso.

—Si quiere saber mi opinión, debería haber una ley que impidiese que los jóvenes tuvieran algo que ver con los tipos que enseñan ahí. Cuando pienso en Wilt… —Sacudió la cabeza con desesperación.

—El señor Avon dijo algo acerca de que es necesario su discreto método de investigación —continuó el sargento—. De todos modos, no saben cómo murió la chica. Quiero decir que no tiene por qué ser una sobredosis.

Flint se irguió.

—Qué método discreto ni qué… —murmuró—. De todos modos, un asesinato de verdad cambia la situación.

Se puso de pie, bajó al aparcamiento y condujo por la calle Nott hasta la escuela. Un coche patrulla estaba aparcado delante de las puertas. Flint pasó delante de él y aparcó deliberadamente en el espacio reservado para el gerente. Luego, con la confianza menoscabada que siempre sentía al volver a la escuela, entró en el edificio. El subdirector le estaba esperando junto al mostrador de información.

—Ah, inspector, me alegra tanto que haya venido.

Flint le miró con suspicacia. Sus anteriores visitas no habían sido tan bien recibidas.

—Veamos, ¿dónde está el cuerpo? —dijo abruptamente, y le agradó observar que el subdirector se crispaba.

—Eh… en la sala de calderas —dijo—. Pero antes está la cuestión de la discreción, si pudiéramos evitar una gran parte de publicidad, sería realmente muy provechoso.

El inspector Flint se animó. Cuando esos tipos comenzaban a lloriquear sobre la publicidad y la necesidad de discreción, las cosas tenían que ir mal. Por otra parte a él ya le había tocado sufrir la mala publicidad de la escuela.

—Si tiene algo que ver con Wilt… —comenzó, pero el subdirector negó con la cabeza.

—Nada de eso, se lo aseguro —dijo—, al menos, no directamente.

—¿Qué significa no directamente? —dijo Flint con circunspección. Con Wilt nunca nada era directo.

—Bien, él fue el primero al que se le dijo que la señorita Lynchknowle había tomado una sobredosis, pero se equivocó de servicios.

—¿Se equivocó de servicios? —dijo Flint y enseñó los dientes en una sonrisa burlona. Un segundo después la sonrisa se había borrado. Estaba oliendo complicaciones—. ¿La señorita qué?

—Lynchknowle. A eso me refería… bueno, la necesidad de la discreción. Quiero decir…

—No tiene usted que decírmelo. Lo sé de sobra, como puede imaginar —dijo Flint, un poco más ásperamente de lo que al subdirector le gustaba—. La hija del representante de la Corona que la diña aquí y usted no quiere que él… —Se interrumpió y miró fijamente al subdirector—. En primer lugar, ¿cómo estaba ella aquí? No me diga que estaba liada con uno de sus así llamados estudiantes.

—Ella era una de nuestras estudiantes —dijo el subdirector tratando de mantener algo de dignidad frente al patente escepticismo de Flint—. Estaba en Secs Superiores III y…

—¿Sexos Superiores III? ¿Qué tipo de curso es ése, por el amor de Dios? Carne Uno ya era bastante desagradable, considerando que se trataba de un montón de chicos carniceros, pero si me está diciendo que hay aquí un curso para prostitutas y que la hija de lord Lynchknowle era una de ellas…

—Secretarias Superiores —balbució el subdirector—, un curso muy respetable. Siempre hemos obtenido excelentes resultados.

—Como muertes —dijo Flint—. Bueno, echemos una mirada a su última víctima.

Entonces, con la certeza de que había cometido un error al preguntar por Flint, el subdirector le indicó el camino al otro lado del patio.

Pero el inspector no había terminado.

—Entiendo que lo han establecido ustedes como una SD autoadministrada, ¿no es así?

—¿SD?

—Sobredosis.

—Naturalmente. ¿No sugerirá en serio que puede haber sido otra cosa?

El inspector Flint se atusó el bigote.

—No estoy en situación de sugerir nada. Todavía. Le pregunto por qué dice que murió a causa de las drogas.

—Bien, la señora Bristol vio a una chica inyectándose en los servicios del personal y fue a buscar a Wilt…

—¿Por qué precisamente a Wilt? La última persona a la que yo buscaría.

—La señora Bristol es la secretaria de Wilt —dijo el subdirector y continuó explicando el confuso curso de los acontecimientos.

Flint escuchaba sombrío. La única parte que le gustó oír fue cómo había sido tratado Wilt por la señorita Hare. Parecía ser una mujer de las que a él le gustaban. El resto de la historia coincidía con sus prejuicios sobre la escuela.

—Una cosa es segura —dijo cuando el subdirector terminó—, no voy a sacar la menor conclusión hasta que haya hecho un examen completo del asunto. Y quiero decir completo. La manera en que me lo ha explicado, no tiene ni pies ni cabeza. Una chica no identificada se pega un chute en los lavabos y lo siguiente que usted sabe es que la señorita Lynchknowle es encontrada muerta en la sala de calderas. ¿Cómo llega usted a la conclusión de que es la misma chica?

El subdirector dijo que simplemente le parecía lógico.

—A mí no me lo parece —dijo Flint—. ¿Y qué estaba haciendo en la sala de calderas?

El subdirector miró con aire deprimido a la puerta debajo de las escaleras y resistió la tentación de decir que ella había estado agonizando. Eso podía funcionar con el director, pero las maneras del inspector Flint no sugerían que fuese a responder amablemente a una afirmación obvia.

—No tengo idea. Quizá sólo quería ir a algún sitio oscuro y caliente.

—Y quizá no —dijo Flint—. En cualquier caso, pronto lo sabré.

—Espero solamente que sea usted discreto —dijo el subdirector—. Quiero decir que es un asunto muy delicado…

—Olvídese de la discreción —dijo Flint—, lo único que me interesa es la verdad.

Veinte minutos más tarde, cuando llegó el director, era ya demasiado obvio que la búsqueda de la verdad por parte del inspector había adquirido dimensiones alarmantes. El hecho era que la señora Ruckner, más habituada a la delicadeza del bordado étnico que a las técnicas de reanimación, había dejado que el cuerpo resbalara detrás de la caldera; el que la caldera no hubiera sido apagada proporcionaba a la escena un elemento macabro adicional. Flint se había negado a permitir que lo movieran hasta que fuese fotografiado desde todos los ángulos posibles, y había convocado a los expertos en huellas dactilares y forenses de la Brigada Criminal junto con el médico de la policía. El aparcamiento de la escuela estaba ocupado por coches de la brigada y una ambulancia, y el edificio mismo parecía infestado de policías. Y todo esto a la vista de los estudiantes que acudían a las clases nocturnas. Para el director parecía como si el inspector estuviese intentando atraer el máximo de publicidad adversa.

—¿Está loco? —le había preguntado el subdirector, pisando una cinta blanca que había sido tendida en el suelo a partir de los escalones de la sala de calderas.

—Dice que está tratándolo como un caso de asesinato hasta que se demuestre que no lo es —dijo débilmente el subdirector—, y, si fuese usted, yo no bajaría.

—¿Y por qué demonios no?

—Bien, en primer lugar, hay un cadáver y…

—Claro que hay un cadáver —dijo el director, que había estado en la guerra y frecuentemente lo mencionaba—. No es para desmayarse.

—Si usted lo dice. De todas maneras…

Pero el director había bajado ya los escalones hacia la sala de calderas. Fue escoltado fuera de ella un momento después con aspecto de encontrarse decididamente mal.

—¡Jesús bendito! Podía haberme dicho usted que estaban haciendo la autopsia allí mismo —murmuró—. ¿Cómo demonios está en tal estado?

—Creo que la señora Ruckner…

—¿La señora Ruckner, la señora Ruckner? —balbució el director, tratando de enlazar de algún modo lo que acababa de ver con la tenue figura de la profesora a tiempo parcial de bordados étnicos, y encontrándolo imposible—. ¿Qué demonios tiene que ver la señora Ruckner con… con eso…?

Pero antes de que consiguiera expresarse con alguna claridad, se les unió el inspector Flint.

—Bien, esta vez por fin hemos conseguido un cadáver real —dijo, encontrando el momento oportuno para expresar su satisfacción—. Es un cambio para esta escuela, ¿verdad?

El director le miró con odio. Cualesquiera que fueran los sentimientos de Flint sobre lo deseable de tener verdaderos cadáveres esparcidos por la escuela, él no los compartía.

—Mire, inspector —comenzó, en un intento de establecer alguna autoridad.

Pero Flint había abierto una caja de cartón.

—Creo que será mejor que primero mire esto —dijo—. ¿Es el tipo de publicación que recomienda leer a sus alumnos?

El director se quedó mirando la caja con una espantosa fascinación. Si es que la cubierta de la primera revista significaba algo —mostraba dos mujeres, un potro y un individuo andrógino, cargado de cadenas y un… el director prefería no pensar lo que parecía—, toda la caja estaba llena de publicaciones de las que no deseaba que sus alumnos hubiesen oído hablar, y menos aún leído.

—Por supuesto que no —dijo—, eso es rotundamente pornografía.

—Porno duro —dijo Flint—, y hay más donde encontramos esto. Arroja una nueva luz sobre las cosas, ¿no?

—Dios mío —murmuró el director, mientras Flint trotaba por el patio—, ¿nada se nos va a ahorrar? Ese maldito individuo parece encontrar tremendamente divertido todo este horrible asunto.

—Probablemente es a causa de aquel terrible incidente con Wilt hace algunos años —dijo el subdirector—. Creo que no lo ha olvidado.

—Ni yo —dijo el director, mirando con aire lúgubre a su alrededor a los edificios en los que una vez había esperado hacerse un nombre. Y en cierto sentido parecía haberlo conseguido. Gracias a tantas cosas que, en su mente, estaban relacionadas con Wilt. Era el único tema en el cual había estado de acuerdo con el inspector. Ese cabrón debería estar entre rejas.

Y, en cierto sentido, Wilt lo estaba. Para impedir que Eva se enterase de que pasaba las noches del viernes en la Base Aérea de Baconheath, los lunes se dedicaba a educar al señor McCullum en la prisión de Ipford y dejaba que ella supusiera que tenía otra clase con él cuatro noches más tarde. Se sentía bastante culpable por este subterfugio, pero se excusaba con el pensamiento de que si Eva quería comprar una educación cara con ordenadores para sus cuatro hijas, no podía esperar seriamente que su sueldo, ni siquiera aumentado por el del Servicio de Prisiones de Su Majestad, la pagase. Las lecciones en la base aérea sí lo hacían y en cualquier caso la compañía del señor McCullum constituía una manera de expiación. También tenía el efecto de suavizar el sentimiento de culpabilidad de Wilt. No es que su alumno no hiciese todo lo que estaba en su mano para instilarle a uno. Un profesor de sociología de la Universidad a Distancia le había dado una sólida base sobre el tema, y los intentos de Wilt por despertar en el señor McCullum el interés por E. M. Forster y La mansión eran constantemente interrumpidos por los comentarios del convicto sobre el entorno socioeconómico desfavorable que le había conducido a acabar estando donde estaba y siendo lo que era. También estaba muy enterado acerca de la lucha de clases, la necesidad de una revolución preferiblemente sangrienta y la total redistribución de la riqueza. Como había pasado toda su vida persiguiendo la riqueza por medios totalmente ilegales y desagradables, que implicaban la muerte de cuatro personas y el uso de un soplete para persuadir a varios caballeros recalcitrantes, ganándose así el mote de Harry «Fuegos Artificiales» y veinticinco años por parte de un juez con prejuicios sociales, Wilt encontraba el argumento algo sospechoso.

Tampoco le gustaban mucho los cambios de humor del señor McCullum. Iban desde la autocompasión lacrimosa y la pretensión de que estaba siendo deliberadamente transformado en un vegetal, a los accesos de fervor religioso durante los cuales el nombre de Longford aparecía con demasiada frecuencia y finalmente a una beligerancia sangrienta, cuando amenazaba con asar a los chivatos hijos de puta que le habían entregado. En conjunto, Wilt prefería al McCullum vegetal y estaba satisfecho de que las clases se desarrollaran a través de una fuerte reja de gruesos alambres y en presencia de un guardián aún más fuerte. Después de la señorita Hare y de la batalla verbal que había sostenido con Eva, le venía bien algo de protección; y esa tarde el ánimo del señor McCullum nada tenía que ver con los vegetales.

—Escuche —le dijo a Wilt con voz apagada—, usted no tiene ni idea, ¿verdad? Cree que lo sabe todo pero nunca ha estado en el talego. Lo mismo que ese E. M. Forster. También era un tío de clase media.

—Posiblemente —dijo Wilt, reconociendo que aquélla no era una de las noches en que se podía señalar demasiado francamente al señor McCullum la necesidad de atenerse al tema—. Por supuesto era de clase media. Por otra parte, eso puede haberle proporcionado la sensibilidad necesaria para…

—Sensibilidad, los cojones. Vivía con un cerdo, eso es lo sensible que era, el muy sucio.

Wilt consideró dudosa esta estimación de la vida privada del gran autor. Lo mismo hizo, evidentemente, el guardián.

—¿Cerdo? —dijo Wilt—. Yo creo que no. ¿Está usted seguro?

—Por supuesto que estoy seguro. Un jodido cerdo llamado Buckingham.

—Oh, ése —dijo Wilt, maldiciéndose a sí mismo por haber animado a ese tipo bestial a leer la biografía de Forster como material de encuadre de sus novelas. Debería haberse dado cuenta de que cualquier mención de policías era suficiente para provocar el mal humor de Harry Fuegos Artificiales—. En todo caso, si miramos su obra como escritor, como observador de la escena social y…

McCullum no estaba dispuesto a tragarse eso.

—La escena social, los cojones. Pasaba la mayor parte del tiempo mirándose su propio culo.

—Bien, metafóricamente supongo que se podría…

—Literalmente —rugió McCullum y pasó las páginas del libro—. ¿Qué me dice de esto? Dos de enero «… tengo la ilusión de que soy encantador y hermoso… bla, bla… pero me empolvaría la nariz si no… bla, bla… el ano está forrado con cabellos…». Y éste es su maravilloso diario. Un maricón narcisista confeso.

—Supongo que habrá debido utilizar un espejo —dijo Wilt, temporalmente desconcertado por esta revelación—. De todos modos sus novelas reflejan…

—Ya sé lo que va usted a decir —interrumpió McCullum—. Tenían relevancia social en su tiempo. Tonterías. Deberían haberle encerrado por lo que hizo, vivir como pobres con uno de los verdugos del estado. Sus libros tienen tanta relevancia social como los de la maldita Barbara Cartland. Y todos sabemos lo que son, ¿verdad? Espárragos literarios.

—¿Espárragos literarios?

—La delicia de las criadas —dijo el señor McCullum con peculiar delectación.

—Es una teoría interesante —dijo Wilt, que no tenía idea de lo que estaba hablando aquel tipo—, aunque personalmente yo hubiera creído que la obra de Barbara Cartland era puro escapismo, mientras que…

—Basta de eso —intervino el guardián—, no quiero oír esa palabra otra vez. Se supone que habla usted de libros.

—Escuche a Wilberforce —dijo McCullum, mirando todavía fijamente a Wilt—, qué condenadamente maravilloso vocabulario domina, ¿no es verdad?

Tras él, el guardián se indignó.

—Mi nombre no es Wilberforce, y usted lo sabe —rugió.

—Bueno, pero yo no estaba hablando de usted, ¿verdad? —dijo McCullum—. Todo el mundo sabe que usted es el señor Gerard, no un jodido idiota que necesita a alguien ilustrado para que le lea los resultados de las carreras. Ahora, como iba diciendo aquí el señor Wilt…

Wilt trató de recordar.

—Acerca de Barbara Cartland como lectura para retrasados mentales —facilitó McCullum.

—Oh sí, bien, de acuerdo con sus teorías, leer novelas románticas es aún más perjudicial para la conciencia de la clase trabajadora que… ¿Qué pasa?

El señor McCullum estaba sonriéndole espantosamente a través de la reja.

—El guardia está de mala leche —susurró—. Sabía que lo estaría. Lo tengo en mi nómina y su mujer lee a Barbara Cartland, así que no puede soportar escucharnos. Tome, agarre esto.

Wilt miró el pedazo de papel enrollado que McCullum le pasaba por entre los alambres.

—¿Qué es?

—Mi ensayo semanal.

—Pero usted los escribe en su cuaderno.

—Considérelo así —dijo McCullum— y agárrelo rápido.

—Yo no…

La expresión feroz del señor McCullum había vuelto.

—Cójalo —dijo.

Wilt metió el rollo en su bolsillo y Fuegos Artificiales se relajó.

—No gana usted mucho para vivir, ¿verdad? —preguntó—. Vive en un semi y conduce un Escort. Nada de casa grande con un Jaguar en el garaje, ¿eh?

—No exactamente —dijo Wilt, cuya ambición nunca había sido conducir Jaguars. Eva ya era bastante peligrosa en un coche pequeño.

—Bien. Pues ahora es su oportunidad de ganar quinientas mil libras.

—¿Quinientas mil libras?

—Eso he dicho. En efectivo —dijo McCullum, y lanzó una mirada a la puerta detrás de él. Lo mismo hizo Wilt, esperanzado, pero no había señales del guardián.

—¿En efectivo?

—Billetes usados. Valores pequeños imposibles de identificar. ¿De acuerdo?

—No —dijo Wilt firmemente—. Si piensa usted que puede sobornarme…

—Corte el rollo —dijo McCullum con un gruñido amenazador—. Tiene una mujer y cuatro hijas y vive en una casa de ladrillo y mortero, en el 45 de la avenida Oakhurst. Conduce un Escort color cagada de perro claro, matrícula HPR 791 N. Banco Lloyds, cuenta número 0737… ¿quiere que siga?

Wilt no quería. Se puso de pie, pero McCullum no había terminado.

—Siéntese mientras disponga todavía de rodillas —rugió—. Y de hijas.

Wilt se sentó. De pronto se estaba sintiendo muy débil.

—¿Qué quiere? —preguntó. El señor McCullum sonrió.

—Nada. Nada en absoluto. Simplemente se va a casa y mira el papel y todo estará bien.

—¿Y si no lo hago? —preguntó Wilt sintiéndose más débil aún.

—El luto repentino es un asunto muy triste —dijo McCullum—, muy triste. Especialmente para los paralíticos.

Wilt miró a través del alambre y se preguntó, no por primera vez en su vida, aunque por el aspecto podría ser la última, qué había en él que atraía lo horrible. Y McCullum era horrible, horrible y perversamente eficiente. ¿Y por qué el mal ha de ser tan eficiente?

—Sigo queriendo saber qué hay en ese papel —dijo.

—Nada —dijo McCullum—, es sólo una señal. Bien, desde mi punto de vista Forster era el típico producto de un entorno de clase media. Mucha pasta y vivía con su vieja mamá…

—A la mierda la madre de E. M. Forster —dijo Wilt—. Lo que quiero saber es por qué piensa usted que yo voy a…

Pero cualquier esperanza que albergara de discutir su futuro se fue al traste con la llegada del guardián.

—Puede terminar la clase. Estamos cerrando la tienda.

—Le veré la semana que viene, señor Wilt —dijo McCullum, con un guiño cuando era llevado de nuevo a su celda. Wilt lo dudaba. Si había una cosa a la que estaba decidido, era que nunca volvería a ver a ese cerdo. Veinticinco años era una sentencia demasiado corta para un gángster asesino. De por vida, debía ser para toda la vida y no menos. Caminó con aire miserable por el pasaje hacia la puerta principal, consciente del papel en su bolsillo y de las espantosas alternativas que se le presentaban. Lo más obvio era informar de las amenazas de McCullum al guardián de la puerta. Pero ese cabrón había dicho que pagaba a un guardián, y si pagaba uno, ¿por qué no a más? De hecho, considerando los meses pasados, Wilt podía recordar varias ocasiones en las que McCullum había indicado que tenía una gran influencia en la prisión. Y también en el exterior, porque conocía incluso el número de cuenta bancaria de Wilt. No, tendría que informar a alguien con mucha autoridad, no a un guardián ordinario.

—¿Ha tenido una buena sesión con Fuegos Artificiales? —preguntó el guardián al fondo del corredor con lo que Wilt consideró un énfasis siniestro. Sí, definitivamente tendría que hablar con alguien con autoridad.

En la puerta principal fue aún peor.

—¿Algo que declarar, señor Wilt? —dijo el guardián con una mueca—. ¿No podemos tentarle para que se quede dentro?

—Por supuesto que no —dijo Wilt apresuradamente.

—Podría hacer cosas peores que unirse a nosotros, ¿sabe? A todo confort y con televisión, y el rancho no es malo ahora. Una celdita agradable con un par de tipos amistosos. Y dicen que es una vida muy sana. Sin el estrés que tienen fuera…

Pero Wilt no esperó a oír más. Se lanzó hacia lo que anteriormente había considerado la libertad. No parecía tan libre en ese momento. Incluso las casas al otro lado de la calle, bañadas en el sol del atardecer, habían perdido su moderado atractivo; por el contrario, sus ventanas estaban vacías y amenazadoras. Entró en el coche y condujo un kilómetro y medio por la calle Gill antes de entrar en una calle lateral y detenerse. Luego, asegurándose de que nadie le observaba, sacó el trozo de papel de su bolsillo y lo desenrolló. El papel estaba en blanco. ¿En blanco? Eso no tenía sentido. Lo puso a la luz y lo contempló, pero el papel no tenía rayas y absolutamente nada había escrito en él. Ni siquiera poniéndolo en horizontal pudo detectar la menor marca sobre la superficie que sugiriera que se había escrito sobre él con un punzón o el extremo de un lápiz sin mina. Un hombre venía hacia él por la acera. Con un sentimiento de culpabilidad, Wilt puso el papel en el suelo y tomó un mapa de carreteras de la guantera y se puso a mirarlo hasta que el hombre hubo pasado. Incluso entonces miró por el retrovisor antes de recoger el papel del suelo. Seguía siendo como antes, un trozo de papel en blanco con los bordes rasgados como si hubiera sido arrancado violentamente de un bloc. Quizá el cerdo había utilizado tinta invisible. ¿Tinta invisible? ¿Cómo demonios iba a conseguir tinta invisible en la prisión? No podía a menos que… Algo se agitó en los recuerdos literarios de Wilt. ¿No había Graham Greene o Muggeridge mencionado la utilización de mierda de pájaro como tinta cuando era espía en la segunda guerra mundial? ¿O era zumo de limón? No es que importase mucho. La tinta invisible se utilizaba para que fuese invisible, y si ese cabrón hubiese querido que él lo leyera le habría dicho cómo. A menos que ese tipejo estuviera realmente como una cabra y, en opinión de Wilt, alguien que había asesinado a cuatro personas y torturado a otras con un soplete como parte del proceso de ganarse la vida tenía que estar muy tocado. Y no es que esta consideración excusase a McCullum, en absoluto. Loco o cuerdo ese monstruo era un asesino, y cuanto antes se cumplieran sus propias predicciones y se convirtiera en un vegetal, mejor. Lástima que no hubiera nacido vegetal.

Con una sensación nueva de desesperación, Wilt se dirigió al pub Las Armas del Soplador de Vidrio para meditar las cosas mientras bebía algo.