Una vez en los servicios de caballeros, Wilt contempló su rostro en el espejo. La visión era tan desagradable como la sensación. La nariz estaba hinchada, había hilos de sangre en la barbilla y la señorita Hare había conseguido abrirle un antiguo corte encima del ojo derecho. Wilt se lavó la cara en un lavabo y pensó lúgubremente en el tétanos. Luego se sacó el diente postizo y estudió su lengua. No tenía dos veces el tamaño normal, como había esperado, pero todavía sabía a desinfectante. Se enjuagó la boca bajo el grifo, un poco reconfortado por el pensamiento de que sus papilas gustativas no podrían albergar ningún germen del tétanos a juzgar por su concentración en ácido fénico. Después de esto, volvió a colocarse el diente y se preguntó qué era lo que había en su persona que atraía los malentendidos y las catástrofes.
El rostro del espejo nada le dijo. Era un rostro muy ordinario y Wilt no se hacía ilusiones de ser guapo. Y, sin embargo, a pesar de su vulgaridad, tenía que ser la fachada tras la cual se ocultaba un cerebro extraordinario. En el pasado había acariciado la idea de que era una mente original, o al menos particular. No es que eso ayudase mucho. Todas las mentes tenían sus particularidades y eso no las hacía propensas a los accidentes, por decirlo suavemente. No, la verdad era que carecía del sentido de su propia autoridad.
—Simplemente permites que las cosas te sucedan —le dijo a la cara del espejo—. Ya va siendo hora de que seas tú quien las haga suceder.
Pero mientras lo decía, sabía que nunca iba a ser así. Nunca sería una persona dominadora. Un hombre de poder cuyas órdenes fueran obedecidas sin rechistar. Ésa no era su naturaleza. Para ser más exactos, carecía del impulso y de la energía necesarios para ocuparse de los detalles, para aplicar sutilezas al procedimiento y ganar aliados y superar las maniobras de los adversarios, en resumen, para concentrar su atención en los medios de adquirir poder. Peor todavía, despreciaba a la gente que tenía esa energía. Invariablemente, se limitaban a una visión del mundo en la que sólo ellos eran importantes y les tenía sin cuidado lo que los demás desearan. Y estaban en todas partes, esos Hitler de comité, especialmente en la escuela. Ya era hora de que se les desafiara. Un día quizá él mismo…
Fue interrumpido en sus ensoñaciones por la entrada del subdirector.
—Ah, está usted aquí, Henry —dijo—, creo que será mejor que sepa que hemos tenido que llamar a la policía.
—¿Para qué? —preguntó Wilt, alarmado repentinamente al pensar en la reacción de Eva si la señorita Hare le acusaba de ser un voyeur.
—Drogas en la escuela.
—Ah, claro. ¿No es un poco tarde para eso? Las tenemos aquí desde que puedo recordar.
—¿Quiere decir que lo sabía?
—Yo creía que todo el mundo lo sabía. Es del dominio público. En cualquier caso, es obvio que debemos contar con algunos yonquis, con todos los estudiantes que tenemos —dijo Wilt, y se las arregló para escapar mientras el subdirector estaba todavía ocupado en el urinario.
Cinco minutos más tarde había salido de la escuela y estaba inmerso una vez más en esos pensamientos especulativos que parecían ocupar gran parte de su tiempo cuando estaba solo. Por ejemplo, ¿por qué se hallaba tan preocupado con el poder si no estaba realmente dispuesto a hacer cosa alguna al respecto? Después de todo, ganaba un sueldo adecuado —que sería realmente bueno si Eva no gastase la mayor parte en la educación de las cuatrillizas— y objetivamente hablando no tenía de qué quejarse. Objetivamente, eso nada quería decir. Lo que importa es lo que uno siente. Y en ese terreno, Wilt iba de culo, incluso los días en que la señorita Hare no le machacaba la cara.
Por ejemplo, observemos a Peter Braintree. Ese no tenía la menor sensación de futilidad o de carencia de poder. Incluso había rechazado el ascenso, porque hubiera significado dejar de enseñar y dedicarse a tareas administrativas. En lugar de eso, estaba contento con dar sus clases de Literatura Inglesa y volver a casa con Betty y los niños y pasar las veladas jugando con los trenes o haciendo modelos de aeroplanos cuando había terminado de corregir ejercicios. Y los fines de semana, salía a ver un partido de fútbol o a jugar al cricket. Y lo mismo durante las vacaciones. Los Braintree siempre iban de camping y de caminata y volvían tan contentos, sin las broncas y catástrofes que parecían parte inevitable de las excursiones familiares de Wilt. A su manera, Wilt les envidiaba, aunque tenía que admitir que esa envidia estaba temperada por un desprecio que él sabía totalmente injustificado. En el mundo moderno, en cualquier mundo, no había razones suficientes para estar contento y esperar que todo resultara bien al final. Según la experiencia de Wilt, todo resultaba superlativamente mal, por ejemplo la señorita Hare. Por otra parte, cuando él había tratado de hacer algo para enderezar la situación, el resultado había sido siempre catastrófico. No parecía haber una salida.
Todavía estaba enfrascado en el problema mientras cruzaba la calle Bilton y subía por la avenida Hillbrow. También allí, los signos le mostraban que casi todo el mundo estaba contento con lo que le había tocado. Los cerezos estaban en flor, y los pétalos rosados y blancos se diseminaban sobre la acera como confeti. Wilt contempló los jardines delanteros; la mayoría de ellos estaban cuidados y resplandecientes de alhelíes, pero algunos, donde vivían los profesores universitarios, estaban descuidados y llenos de hierbajos. En la esquina de la calle Pritchard, el señor Sands estaba ocupado con sus azaleas y brezos, demostrando a un mundo indiferente que un banquero retirado podía hallar satisfacción cultivando plantas de terreno ácido en un terreno alcalino. Un día el señor Sands había explicado a Wilt las dificultades y la necesidad de sustituir todo el terreno superficial por turba, para reducir el pH. Como Wilt no tenía ni idea de lo que era el pH, no se había enterado de lo que estaba hablando el señor Sands, pero en cualquier caso, estaba más interesado en el carácter del señor Sands y en el enigma de su satisfacción. El hombre se había pasado cuarenta años presumiblemente fascinado por el movimiento del dinero de unas cuentas a otras, las fluctuaciones en el tipo de interés y las garantías para préstamos y descubiertos, y sin embargo parecía que todo lo que podía decir era acerca de las necesidades de sus camelias y coníferas enanas. Esto no tenía sentido y era tan inexplicable como el carácter de la señora Cranley, que había participado una vez de manera muy espectacular en un juicio acerca de un burdel en Mayfair, pero que ahora cantaba en el coro de St. Stephens y escribía cuentos para niños llenos de fantasía irrefrenable y asombrosa inocencia. Todo esto estaba fuera de su alcance. De estas observaciones sólo podía deducir un hecho. La gente podía y de hecho cambiaba sus vidas de un instante al otro, y además de manera muy profunda. Y si ellos podían, no había razón alguna para que él no pudiera. Fortalecido con este conocimiento, continuó su camino con más confianza y con la determinación de no soportar la menor tontería de las cuatrillizas esa noche.
Como siempre, se reveló su error. Tan pronto como abrió la puerta delantera se vio asediado.
—Oh, papi, ¿qué te has hecho en la cara? —preguntó Josefina.
—Nada —dijo Wilt, y trató de escapar escaleras arriba antes de que pudiera comenzar la verdadera inquisición. Necesitaba un baño y su ropa apestaba a desinfectante. Fue detenido por Emmeline, que estaba jugando con su hámster a medio camino.
—No pises a Percival —dijo—, está preñada.
—¿Preñado? —dijo Wilt, momentáneamente desconcertado—. No puede estarlo. Es imposible.
—Percival es hembra, por eso.
—¿Hembra? Pero si el hombre de la tienda garantizó que eso era un macho. Se lo pregunté específicamente.
—Y no es una cosa —añadió Emmeline—, sino una mamá que está esperando.
—Más le vale no serlo —dijo Wilt—. No pienso permitir que una explosión demográfica de hámsters invada la casa. Y en cualquier caso, ¿cómo lo sabes tú?
—Porque la pusimos el otro día con el de Julián, para ver si luchaban hasta la muerte como el libro decía, y Percival entró en trance y no hizo nada.
—Un tipo razonable —dijo Wilt, identificándose inmediatamente con Percival en tan horribles circunstancias.
—Ella no es un tipo. Las mamás hámsters siempre entran en trance cuando quieren que se les haga.
—¿Que se les haga qué? —dijo Wilt imprudentemente.
—Lo que tú le haces a mami los domingos por la mañana, y mami está luego muy rara.
—¡Dios! —exclamó Wilt, maldiciendo a Eva por no cerrar la puerta del dormitorio. Además, esa mezcla de exactitud y charla infantil estaba sacándole de quicio—. En cualquier caso, no importa lo que hacemos. Quiero que…
—¿Mami también entra en trance? —preguntó Penelope, que bajaba las escaleras con una muñeca en su cochecito.
—Eso no es algo que esté dispuesto a discutir —dijo Wilt—, necesito un baño y voy a dármelo. Ahora.
—No puedes —dijo Josephine—. Sammy se está lavando el pelo. Tiene piojos. Tú también hueles muy raro. ¿Qué tienes en el cuello?
—Y por todo el delantero de la camisa. —Esta fue Penelope.
—Sangre —dijo Wilt poniendo en la palabra tanta amenaza como fue capaz. Apartó el cochecito y entró en el dormitorio, preguntándose qué era lo que les imbuía a las cuatrillizas esa especie de espantosa autoridad colectiva. Cuatro hijas por separado no hubieran tenido el mismo grado de seguridad, y las cuatrillizas definitivamente habían heredado la capacidad de Eva para empeorar las cosas. Mientras se desvestía, podía oír a Penelope anunciando sus desgracias triunfalmente a su madre a través de la puerta del cuarto de baño.
—Papi ha venido oliendo a desinfectante y se ha cortado la cara.
—Se está quitando los pantalones y tiene sangre por toda la camisa —coreó Josephine.
—Oh, fantástico —dijo Wilt—. Esto la hará venir como un gato escaldado.
Pero fue el anuncio de Emmeline de que papi había dicho que mami entraba en trance cuando quería echar un polvo lo que provocó el drama.
—No digas esa palabra —aulló Wilt—. Te lo he dicho una y cien veces, y yo nunca he hablado de que tu jodida madre entrase en trance. Yo dije…
—¿Qué me has llamado? —gritó Eva saliendo como una tromba del cuarto de baño. Wilt se volvió a subir los calzoncillos y suspiró. En el rellano, Emmeline estaba describiendo con exactitud clínica los hábitos de apareamiento del hámster y atribuyendo la descripción a Wilt.
—Yo no he dicho que fueras un maldito hámster. Ésa es una completa mentira. No sé una palabra de esas jodidas bestias y por supuesto nunca quise tenerlas…
—Ya estamos —gritó Eva—. Les dices a las niñas que no digan palabras obscenas y luego las usas tú. No puedes esperar que ellas…
—Espero que no mientan. Eso es mucho peor que el tipo de lenguaje que usan y, en cualquier caso, Penelope lo usó primero. Yo…
—Y no tienes derecho en absoluto a discutir nuestra vida sexual con ellas.
—No, y no lo estaba haciendo —dijo Wilt—. Lo que dije es que no quería la casa llena de condenados hámsters. El tipo de la tienda me vendió esa rata mentalmente deficiente como un macho, no como una maldita máquina de procrear.
—Ahora además te estás comportando como un machista —aulló Eva.
Wilt miró a su alrededor con aire enloquecido.
—No estoy siendo machista —dijo por último—. Simplemente sucede que es un hecho bien conocido que los hámsters…
Pero Eva había captado su incongruencia.
—Oh sí, claro que lo eres. Por la manera en que hablas cualquiera diría que piensas que las mujeres son las únicas que desean lo-que-tú-sabes.
—Lo-que-tú-sabes, no seas ridícula. Esas cuatro alcahuetas de ahí fuera saben que sin lo-que-tú-sabes…
—¡Cómo te atreves a llamar alcahuetas a tus propias hijas! Ésa es una palabra repugnante.
—Es la apropiada —dijo Wilt—, y en cuanto a que sean mis propias hijas, puedo decirte que…
—Yo que tú no lo haría —dijo Eva.
Wilt no lo hizo. Si se empujaba a Eva demasiado lejos nunca se sabía hasta dónde podía llegar. Además, ya estaba más que harto del poder femenino en acción por ese día.
—De acuerdo. Pido disculpas —dijo—. Fue una estupidez decir eso.
—Desde luego que lo fue —dijo Eva, calmándose y recogiendo la camisa del suelo—. ¿Cómo fue a parar toda esta sangre a tu camisa nueva?
—Me resbalé y me caí en los servicios —dijo Wilt tras decidir que no era el momento más apropiado para una descripción más detallada—. Por eso huele así.
—¿En los servicios? —preguntó Eva, suspicaz—. ¿Te caíste en los servicios?
Wilt apretó los dientes. Podía ver cómo se desencadenaba un gran número de terribles consecuencias si la verdad salía a la luz, pero ya se había lanzado.
—A causa de una pastilla de jabón —dijo—. Algún idiota la había dejado en el suelo.
—Y otro idiota la pisó —dijo Eva, recogiendo la chaqueta y los pantalones de Wilt y poniéndolos en un cesto de plástico—. Puedes llevar esto a la tintorería mañana cuando vayas al trabajo.
—Bien —dijo Wilt y se dirigió al cuarto de baño.
—No puedes entrar ahí ahora. Todavía estoy lavando el pelo a Samantha y no puedes pasearte por ahí…
—Pues me ducharé en calzoncillos —dijo Wilt, y se quedó escondido tras la cortina de la ducha mientras escuchaba a Samantha explicar al mundo en general que las hembras de los hámsters mordían frecuentemente los testículos de los machos después de la copulación.
—Me extraña que se molesten en esperar. Es como decir tú te lo guisas y tú te lo comes —murmuró Wilt, mientras se enjabonaba distraídamente los calzoncillos.
—Te he oído —dijo Eva e inmediatamente abrió el grifo de agua caliente de la bañera. Tras la cortina de la ducha, Wilt temblaba bajo la cascada de agua fría. Con un gruñido de desesperación, cerró el grifo y salió de la ducha.
—Las bragas de papi echan espuma —gritaron las cuatrillizas encantadas.
Wilt las miró con furia.
—No es el único lugar que va a echar espuma si no salís de aquí en este jodido instante —gritó.
Eva cerró el grifo de agua caliente de la bañera.
—Ése no es modo de dar ejemplo —dijo—, hablando de esa manera. Debería darte vergüenza.
—Vergüenza, y una mierda. He tenido un día espantoso en la escuela y tengo que salir para ir a la cárcel a enseñar a esa siniestra criatura McCullum, y tan pronto pongo el pie en el seno de mi hogar, entonces yo…
El timbre de la puerta de entrada sonó estrepitosamente.
—Ése tiene que ser el señor Leach, el de la puerta de al lado, que viene a quejarse otra vez —dijo Eva.
—Que se vaya a hacer puñetas —dijo Wilt y se metió de nuevo en la ducha.
Esta vez comprobó lo que se siente al ser escaldado.