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Pero las cosas ya se estaban moviendo en una dirección que el inspector hubiera encontrado aún más estimulante. Wilt había salido de la reunión con el comité de crisis más bien encantado de su actuación. Si el señor Scudd tenía realmente la influencia que pretendía con el ministro de Educación, podía haber realmente una inspección a gran escala por parte del Cuerpo de Inspectores de Su Majestad. Wilt se felicitaba de esa perspectiva. Había pensado con frecuencia en las ventajas de tal confrontación. En primer lugar, podría pedir una manifestación explícita de lo que el Ministerio pensaba que eran los Estudios Liberales en realidad. Las Técnicas de Comunicación y la Adquisición Expresiva no lo eran. Desde el día en que, unos veinte años atrás, se había unido al personal de la escuela, nunca había tenido un conocimiento claro y nadie había sido capaz de explicárselo. La cosa había comenzado con la peculiar sentencia enunciada por el señor Morris, entonces director del Departamento, de que lo que se suponía estaba haciendo era «Exponer a la Cultura a los Aprendices a Tiempo Parcial», lo que había significado obligar a los pobres diablos a leer El señor de las moscas y Cándido, y luego discutir lo que ellos pensaban que era el tema de los libros y contrastar sus opiniones con la propia. En opinión de Wilt, todo el asunto había sido contraproducente, y como había dicho, si alguien se había expuesto a algo, eran los profesores los que habían estado expuestos a la barbarie colectiva de los aprendices, lo que explicaba el número de profesores que habían sufrido depresiones nerviosas o se habían convertido en lecheros titulados. Y su propio intento de cambiar el programa por materias más prácticas, como la manera de rellenar los formularios del impuesto sobre la renta, la petición del subsidio de paro, y en general de moverse con alguna confianza en el laberinto de complicaciones burocráticas que transforman el estado de bienestar en una hucha para las clases medias y los gandules literarios, y una incomprensible y humillante pesadilla de formas y lenguaje especializado para la gente pobre, había sido contrariado por las locas teorías de los llamados educadores de la década de 1960, como el doctor Mayfield, y las igualmente irracionales políticas de gasto de la década de 1970. Wilt había persistido en sus protestas de que los Estudios Liberales no necesitaban cámaras de vídeo ni otras ayudas audiovisuales, pero les vendría muy bien que alguien explicara claramente el propósito de tales estudios.

Había sido una petición imprudente. El doctor Mayfield y el consejero comarcal habían producido sendos memoranda que nadie podía comprender, se habían celebrado una docena de reuniones del comité en las que no se tomó decisión alguna, excepto que, puesto que estaban ahí todas esas cámaras de vídeo, también se podían usar, y que las Técnicas de Comunicación y Adquisición Expresiva estaban más adaptadas al espíritu de los tiempos que los Estudios Liberales. De hecho, los recortes de Educación habían puesto obstáculos a las ayudas audiovisuales, y el hecho de que en departamentos más académicos los profesores inútiles no pudieran ser expulsados, había significado que Wilt había tenido que cargar con más ineptos. Si el Cuerpo de Inspectores de Su Majestad apareciera, quizá podría eliminar esa multitud y racionalizar la cosa, a Wilt le encantaría. Además, estaba más bien orgulloso de su habilidad para llevar estas confrontaciones.

Su optimismo era prematuro. Después de pasarse cincuenta minutos oyendo a los Ingenieros Electrónicos explicarle el significado de la televisión por cable, volvió a su oficina y encontró a su secretaria, la señora Bristol, histérica.

—Oh, señor Wilt —dijo mientras estaba aún en el pasillo—. Tiene que venir enseguida. Ella está ahí de nuevo y no es la primera vez.

—¿El qué no es la primera vez? —preguntó Wilt desde detrás de una pila de Shane que nunca había utilizado.

—Que la he visto ahí.

—¿Ha visto a quién dónde?

—A ella, en los servicios.

—¿A ella en los servicios? —repitió Wilt, esperando desesperadamente que la señora Bristol no tuviera una de sus «crisis». Una vez se había comportado de forma muy extraña cuando una de las chicas de Tarta III había anunciado con toda inocencia que tenía cinco tortillas en el horno—. No sé de qué está usted hablando.

Y tampoco parecía que lo supiera la propia señora Bristol.

—Tiene esa cosa con una aguja y… —dijo con voz desfalleciente.

—¿Cosa con una aguja?

—Jeringa —dijo la señora Bristol—, la tiene en el brazo, llena de sangre y…

—Oh, Dios mío —dijo Wilt, y se dirigió hacia la puerta—. ¿Qué servicios?

—Los del personal femenino.

Wilt detuvo sus pasos.

—¿Me está diciendo que uno de los miembros del personal se está dando un chute de heroína en los servicios de señoras?

La señora Bristol ya tenía su crisis.

—La habría reconocido si hubiera sido del personal. Era una joven. Oh, haga algo, señor Wilt. Puede hacerse daño.

—Ya puede decirlo —dijo Wilt, y corrió por el pasillo y las escaleras hasta el rellano y entró en los servicios de la planta baja. Se encontró frente a seis retretes, una fila de lavabos, un gran espejo y un distribuidor de toallas de papel. No había señales de chica alguna. Por otra parte, la puerta del tercer retrete estaba cerrada y alguien estaba haciendo ruidos desagradables dentro. Wilt dudó. En circunstancias menos desesperadas, podía haber supuesto que el señor Rusker, cuya esposa era una adicta a las fibras, estaba teniendo uno de sus días malos otra vez. Pero el señor Rusker no utilizaba los servicios de señoras. Quizá si se ponía de rodillas, podría echar una mirada. Wilt decidió que no. A) No le gustaban las miradas, y B) había comenzado a caer en la cuenta de que estaba, por decirlo suavemente, en una situación delicada, y que agacharse y fisgar bajo las puertas de los retretes de señoras podía prestarse a malas interpretaciones. Era mejor esperar fuera. La chica, si era una chica y no una invención peculiar de la imaginación de la señora Bristol, tendría que salir alguna vez.

Con una última mirada al cubo de la basura en busca de alguna hipodérmica, Wilt se dirigió hacia la salida. No llegó a ella. Detrás de él se abrió la puerta de un retrete.

—¡Lo que pensaba! —gritó una voz—. ¡Un sucio voyeur!

Wilt conocía esa voz. Pertenecía a la señorita Hare, una profesora de Educación Física a la que una vez en la sala de profesores había comparado con tono demasiado audible con un travesti. Un momento más tarde, su brazo estaba doblado sobre la parte trasera de su cuello y su cara se hallaba en contacto con los azulejos de la pared.

—Es usted un pervertido —continuó la señorita Hare, saltando a las conclusiones más sucias y menos deseables desde el punto de vista de Wilt. La última persona a la que hubiera querido espiar era la señorita Hare. Sólo un pervertido lo hubiera hecho. Pero no parecía el momento de decirlo.

—Sólo estaba mirando —comenzó, pero la señorita Hare evidentemente no había olvidado el chiste sobre el travesti.

—Puede guardar sus explicaciones para la policía —gritó ella, y reforzó su frase golpeándole la cara contra los azulejos. Estaba disfrutando mucho y Wilt no, cuando entró la señora Stoley, de Geografía.

—He atrapado al voyeur con la manos en la masa —continuó la señorita Hare—. Llame a la policía.

Contra la pared, Wilt trató de ofrecer su punto de vista y fracasó. Tener la amplia rodilla de la señorita Hare clavada en los riñones no le ayudaba, y su diente postizo había saltado.

—Pero si es el señor Wilt —dijo dudosa la señora Stoley.

—Claro que es Wilt. Es exactamente el tipo de cosa que se podría esperar de él.

—Bueno… —comenzó la señora Stoley, que evidentemente no lo había esperado.

—Oh, por Dios, muévase. No quiero que este tipejo se me escape.

—¿Es que trato de hacerlo? —balbuceó Wilt, y se encontró con la nariz aplastada contra la pared.

—Si usted lo dice… —dijo la señora Stoley, y salió de los servicios para volver cinco minutos más tarde con el director y el subdirector. Para entonces, la señorita Hare había trasladado a Wilt al suelo y estaba arrodillada sobre él.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó el director. La señorita Hare se levantó.

—Le pillé espiando mis partes privadas —dijo—. Estaba tratando de escapar cuando le agarré.

—No —dijo Wilt buscando a tientas su diente postizo y metiéndoselo inadvertidamente en la boca. Tenía el sabor de un desinfectante extremadamente fuerte que no había sido formulado para enjuagarse la boca, y le estaba haciendo cosas a su lengua.

Cuando se puso de pie con dificultades y se encaminó hacia el lavabo, la señorita Hare le aplicó una media llave.

—Por Dios, suélteme —aulló Wilt, convencido ahora de que iba a morir envenenado por el ácido fénico—. Todo esto es un terrible error.

—Suyo —dijo la señorita Hare, y le cortó el suministro de aire.

El director les miraba indeciso. Aunque hubiera disfrutado con la desgracia de Wilt en otras circunstancias, el verle mientras era estrangulado por una mujer atléticamente constituida como la señorita Hare, cuya falda se había caído, era más de lo que su estómago podía aguantar.

—Creo que sería mejor que lo soltara —dijo, cuando la cara de Wilt estaba ya negra y la lengua le colgaba—. Parece que sangra mucho.

—Bien empleado le está —dijo la señorita Hare y, de mala gana, lo dejó respirar de nuevo. Wilt se precipitó a un lavabo y abrió el grifo.

—Wilt —dijo el director—, ¿qué significa esto?

Pero Wilt se había sacado de nuevo el diente postizo y estaba intentando desesperadamente enjuagarse la boca bajo el grifo.

—¿No sería mejor esperar a la policía antes de que haga una declaración? —preguntó la señorita Hare.

—¿La policía? —gritaron el director y el subdirector a la vez—. No estará usted sugiriendo seriamente que hay que llamar a la policía para tratar este… eh… asunto.

—Yo sí —farfulló Wilt desde el lavabo. Incluso la señorita Hare pareció asombrada.

—¿Usted? —preguntó—. Usted tiene la desvergüenza de venir aquí a espiarme…

—Cojones —dijo Wilt, cuya lengua parecía estar recuperando su tamaño normal, aunque todavía tenía el sabor de un retrete recién esterilizado.

—¿Cómo se atreve? —gritó la señorita Hare, y estaba a punto de hacerle otra llave cuando intervino el subdirector.

—Creo que deberíamos oír la versión de Wilt antes de hacer algo precipitado, ¿no le parece?

A la señorita Hare obviamente no le parecía, pero interrumpió su ataque:

—Ya le he dicho con toda precisión lo que estaba haciendo —dijo.

—Sí, bueno, pues déjeme decirle…

—Estaba agachándose y mirando por debajo de la puerta —continuó la señorita Hare, sin remordimientos.

—No es cierto —dijo Wilt.

—No se atreva a mentir. Siempre supe que era usted un pervertido. ¿Recuerda aquel repugnante incidente con la muñeca? —dijo, apelando al director.

El director no necesitaba que se lo recordaran, pero fue Wilt quien respondió.

—La señora Bristol —farfulló, secándose la nariz con una toalla de papel—, la señora Bristol es quien inició esto.

—¿La señora Bristol?

—La secretaria de Wilt —explicó el subdirector.

—¿Sugiere usted que estaba buscando a su secretaria aquí dentro? —preguntó el director—. ¿Es eso lo que está usted diciendo?

—No, no es eso. Digo que la señora Bristol les explicará por qué estaba yo aquí y quiero que se lo oigan a ella antes de que esa maldita aplanadora rellena de esteroides anabolizantes comience a machacarme de nuevo.

—No voy a quedarme aquí para que me insulte un…

—Entonces mejor sería que se pusiera la falda —dijo el subdirector, cuyas simpatías estaban completamente a favor de Wilt.

El pequeño grupo se dirigió escaleras arriba, pasó delante de una clase de Inglés de estudiantes de nivel avanzado que terminaban su hora con el señor Gallen sobre El Elemento Pastoral en el Preludio de Wordsworth y, por lo tanto, no estaban preparados para un elemento urbano como la nariz sangrante de Wilt. Y tampoco lo estaba la señora Bristol.

—Oh, querido señor Wilt, ¿qué le ha pasado? —preguntó—. ¿No le atacaría ella?

—Dígaselo —dijo Wilt—, dígaselo usted.

—¿Decirles qué?

—Lo que usted me dijo —gritó Wilt, pero la señora Bristol estaba demasiado preocupada por su estado, y la presencia del director y del subdirector la había acobardado.

—Quiere decir acerca de…

—Quiero decir… No importa lo que yo quiero decir —dijo Wilt, lívido— sólo dígales lo que estaba haciendo yo en los servicios de señoras, eso es todo.

El rostro de la señora Bristol registró aún más confusión.

—Pero yo no lo sé —dijo—, no estaba allí.

—Ya sé dónde estaba usted, maldita sea, lo que quieren saber es por qué estaba yo allí.

—Bueno… —comenzó la señora Bristol y perdió la serenidad otra vez—. ¿No se lo ha dicho usted?

—¿Será posible —dijo Wilt— que no pueda usted soltarlo de una vez? Estoy aquí acusado de ser un voyeur por la señorita Hare la Estranguladora, aquí presente.

—Si me llama eso otra vez, ni su propia madre lo reconocerá —dijo la señorita Hare.

—Como hace diez años que murió, supongo que no podría —dijo Wilt, retrocediendo tras el escritorio.

Cuando la profesora de Educación Física pudo ser reducida, el director trató de sacar algo en claro de una situación cada vez más confusa.

—Por favor, ¿puede alguien arrojar alguna luz sobre este sórdido asunto? —preguntó.

—Si alguien puede, es ella —dijo Wilt señalando a su secretaria—, después de todo ella me excitó.

—¿Yo lo excité, señor Wilt? Nunca hice una cosa así. Todo lo que hice fue decirle que había una chica en los lavabos del personal con una jeringuilla hipodérmica y que no sabía quién era y… —Intimidada por la mirada de horror que había en la cara del director, se detuvo—. ¿He dicho algo malo?

—¿Vio usted a una chica con una jeringuilla en los servicios del personal? ¿Y se lo dijo a Wilt?

La señora Bristol asintió silenciosamente.

—Cuando dice usted «chica» presumo que no se refiere a algún miembro del personal.

—Estoy segura de que no. No vi su cara, pero seguramente la hubiera reconocido. Y tenía esa espantosa jeringuilla clavada en el brazo y llena de sangre… —Miró a Wilt en busca de ayuda.

—Usted dijo que se estaba drogando.

—No había nadie en aquellos servicios mientras yo estuve —dijo la señorita Hare—, yo lo habría oído.

—Supongo que podría haber sido alguien que padezca diabetes —dijo el subdirector—, alguna estudiante adulta que no quisiera utilizar los servicios de alumnos por razones obvias.

—Oh, claro —dijo Wilt—, quiero decir que todos conocemos diabéticos que andan por ahí con jeringuillas llenas de sangre. Evidentemente estaba redoblando el chute para conseguir la dosis máxima.

—¿Redoblando el chute? —preguntó el director, débilmente.

—Eso es lo que hacen los yonquis —dijo el subdirector—. Se inyectan y luego…

—No quiero saberlo —cortó el director.

—Bueno, si estaba inyectándose heroína…

—¡Heroína! Es lo que nos hacía falta —dijo el director, y se sentó deprimidísimo.

—Si quieren saber mi opinión —dijo la señorita Hare—, todo este asunto es una invención. Yo estuve allí diez minutos…

—¿Haciendo qué? —preguntó Wilt—. Aparte de atacarme.

—Algo femenino, si lo quiere saber.

—Como tomar esteroides. Bueno, pues déjeme decirle que cuando llegué ahí abajo y no estuve más de…

Ahora era el turno de la señora Bristol para intervenir.

—¿Abajo? ¿Ha dicho usted abajo?

—Claro que he dicho abajo. ¿Qué esperaba usted que dijera? ¿Arriba?

—Pero los servicios están en el cuarto piso, no en el segundo. Allí es donde estaba esa chica.

—Ahora nos lo dice usted. ¿Y adonde demonios pensó usted que iba yo?

—Pero si yo siempre voy arriba —dijo la señora Bristol—, me mantiene en forma. Quiero decir que es bueno hacer ejercicio y…

—Oh, cállese —dijo Wilt, y se enjugó la nariz con un pañuelo manchado de sangre.

—Muy bien, vamos a aclarar esto —dijo el director, al decidir que ya era hora de ejercer su autoridad—. La señora Bristol dijo a Wilt que había una chica arriba inyectándose alguna cosa y Wilt, en lugar de ir arriba, bajó a los servicios del segundo piso y…

—Y fui reducido al estado de puré por la señorita Estranguladora Cinturón Negro aquí presente —dijo Wilt, que estaba comenzando a recuperar la iniciativa—. Y supongo que a nadie se le ha ocurrido todavía subir y ver si esa drogadicta continúa ahí.

Pero el subdirector ya había salido.

—Si este mierda se atreve a llamarme Estranguladora otra vez… —dijo la señorita Hare amenazadora—. Además, todavía creo que deberíamos avisar a la policía. Quiero decir, ¿por qué Wilt bajó en lugar de subir? A mí me parece raro.

—Porque yo no uso los servicios de señoras o, en todo caso, no los servicios bisexuales, por eso.

—Oh, por Dios —dijo el director—, obviamente ha habido algún error y si todos conservamos la calma…

El subdirector regresó.

—No hay señales de ella —dijo.

El director se puso de pie.

—Bueno, ya está. Evidentemente ha habido un error. La señora Bristol puede haber imaginado…

Pero cualquiera que fuera el comentario que estuviera a punto de hacer sobre la imaginación de la señora Bristol, fue interrumpido por las siguientes palabras del subdirector:

—Pero encontré esto en el cubo de la basura —dijo, y mostró una toalla de papel arrugada y manchada de sangre, que se parecía al pañuelo de Wilt.

El director lo miró con desagrado.

—Eso nada prueba. Las mujeres sangran en ocasiones.

—Considerémoslo una compresa y no hablemos más —dijo Wilt con rencor. Ya estaba harto de sangre. La señorita Hare se volvió hacia él.

—Eso sí que es típico de un machista bocazas —le soltó.

—Sólo estaba interpretando lo que el director…

—Y algo más concluyente… esto —interrumpió el subdirector, esta vez mostrando una aguja hipodérmica.

Esta vez fue la señora Bristol quien remachó:

—Vaya, qué les dije. No me he imaginado nada. Había una chica allí arriba inyectándose y yo la vi. ¿Y ahora qué van a hacer ustedes?

—No debemos pasar por alto las conclusiones sólo porque… —comenzó el director.

—Llamen a la policía. Exijo que llamen a la policía —dijo la señorita Hare, decidida a aprovechar esta oportunidad para airear sus opiniones acerca de Wilt el voyeur tan ampliamente como fuera posible.

—Señorita Estranguladora —dijo el director, compartiendo los sentimientos de Wilt respecto de la profesora de Educación Física—, éste es un asunto que requiere mantener la calma.

—Señorita Hare es mi nombre, y si no tiene usted la decencia… ¿Adonde piensa usted que va?

Wilt había aprovechado la oportunidad para deslizarse hasta la puerta.

—A los servicios de caballeros, a reparar los daños que usted me causó y luego a la Unidad de Transfusiones de Sangre para repostar, y después de eso, si mi estado lo permite, a mi médico y al abogado más hábil que pueda encontrar para procesarla a usted por agresión. Y antes de que la señorita Hare pudiera alcanzarle, Wilt había salido al pasillo y se había atrincherado en los servicios de caballeros.

La señorita Hare lanzó su furia sobre el director.

—Muy bien, está decidido —gritó—. Si no llama usted a la policía, lo haré yo. Quiero que los hechos de este caso se digan en voz alta y clara, de manera que si ese maníaco sexual va a algún abogado, el público se entere del tipo de gente que enseña aquí. Quiero que todo este asqueroso asunto se trate abiertamente.

Esto era lo último que deseaba el director.

—Realmente no creo que eso sea sensato —dijo—. Después de todo, puede ser que Wilt haya cometido simplemente un error natural.

La señorita Hare no estaba dispuesta a ablandarse.

—El error que ha cometido Wilt no era natural. Y, además, la señora Bristol vio a una chica inyectándose heroína.

—Eso no lo sabemos. Puede haber una explicación totalmente normal.

—La policía lo sabrá enseguida que tenga la jeringuilla —dijo la señorita Hare inconmovible—. Y ahora, ¿van a llamar o no?

—Si lo pone usted así, supongo que tendré que hacerlo —dijo el director, mirándola con aversión. Y descolgó el auricular del teléfono.