Nuevas posibilidades empezaban a prosperar por todas partes, también para Wilt, pero él no habría calificado el día como uno de sus días mejores. Había vuelto a la oficina oliendo al mejor bitter de El Trato a Ciegas, y con la esperanza de que podría trabajar un poco en su clase para la base aérea sin ser molestado, pero únicamente se encontró al consejero comarcal en Técnicas de Comunicación esperándole junto a otro hombre de traje oscuro.
—Éste es el señor Scudd, del Ministerio de Educación —dijo el consejero—. Está haciendo una serie de visitas al azar por las Escuelas de Formación Profesional en nombre del ministro, para comprobar el grado de relevancia de algunos programas de estudio.
—Encantado —dijo Wilt, y se retiró detrás de su escritorio. No le gustaba mucho el consejero comarcal, pero eso no era nada comparado con su horror por los hombres de traje oscuro, y además con chaleco, que actuaban en nombre del Ministerio de Educación—. Siéntese, por favor.
El señor Scudd permaneció donde estaba.
—No creo que ganemos nada sentándonos en su despacho para discutir supuestos teóricos —dijo—. Mi encargo particular es informar de mis observaciones, de mis observaciones personales, de lo que realmente sucede en las aulas.
—Claro —dijo Wilt, esperando desesperadamente que nada estuviera sucediendo en ninguna de sus aulas. Algunos años antes había ocurrido un incidente singularmente desagradable cuando tuvo que impedir lo que tenía el aspecto de ser la violación múltiple por parte de los alumnos de Neumáticos II de una profesora en prácticas demasiado atractiva, la cual se había sentido inflamada por un pasaje de Poseídas por el amor recomendado por el director de Inglés.
—Bien, si nos indica el camino… —dijo el señor Scudd y abrió la puerta. Detrás de él, incluso el consejero comarcal había adoptado una expresión de pocos amigos. Wilt les precedió por el corredor.
—Me pregunto si no le importaría comentar las tendencias ideológicas de su personal —dijo el señor Scudd, interrumpiendo enseguida la desesperada indecisión de Wilt por decidir qué clase sería más segura para meter a aquel hombre—. He observado que tiene usted un cierto número de libros sobre marxismo-leninismo en su despacho.
—Es cierto, los tengo —dijo Wilt, para ganar tiempo. Si ese imbécil pretendía hacer una especie de caza de brujas política, la respuesta sucinta parecía la más adecuada. De ese modo el bastardo aterrizaría con el trasero en el suelo, pero rápido.
—¿Y la considera usted una lectura apropiada para los aprendices de la clase trabajadora?
—Puedo pensar en cosas peores —dijo Wilt.
—¿Realmente? Así que admite una tendencia izquierdista en su enseñanza.
—¿Admitir? Yo no he admitido nada. Usted dijo que tenía en mi despacho libros sobre marxismo-leninismo. No veo qué tiene que ver eso con lo que enseño.
—Pero usted dijo también que podía pensar en lecturas peores para sus estudiantes —dijo el señor Scudd.
—Sí —dijo Wilt—, eso es exactamente lo que dije. —El tipo ya le estaba hartando.
—¿Le importaría ampliar esa información?
—Encantado. ¿Qué le parece El almuerzo desnudo para los principiantes?
—¿El almuerzo desnudo?
—O Ultima salida para Brooklyn. Es un delicioso material de lectura para mentalidades jóvenes, ¿no le parece?
—Dios mío —murmuró el consejero comarcal, que se había puesto muy pálido.
El señor Scudd tampoco parecía estar muy bien, aunque se inclinaba al púrpura más que al gris.
—¿Está diciéndome seriamente que considera esos dos libros repugnantes… que fomenta usted la lectura de libros como ésos?
Wilt se detuvo frente al aula en la que el señor Ridgeway estaba librando una batalla perdida con un curso de primer año de estudiantes de nivel avanzado, que no querían oír lo que él pensaba acerca de Bismarck.
—¿Quién ha dicho algo acerca de animar a los estudiantes a leer algún libro en particular? —preguntó por encima del estrépito.
Los ojos del señor Scudd se entrecerraron.
—No creo que entienda usted realmente el tenor de mis preguntas —dijo—, estoy aquí… —Se detuvo. El ruido que provenía de la clase del señor Ridgeway hacía la conversación inaudible.
—Eso me ha parecido —gritó Wilt.
El consejero comarcal quiso intervenir.
—Realmente creo, señor Wilt —comenzó, pero el señor Scudd estaba mirando enloquecido la clase a través del panel de cristal. Al fondo, un joven acababa de pasar lo que parecía ser un porro a una chica con el pelo rubio al estilo de los mohawks a la que no le habría venido mal un sostén.
—¿Diría usted que ésta es una clase típica? —preguntó volviéndose hacia Wilt para hacerse oír.
—¿Típica de qué? —dijo Wilt que estaba empezando a disfrutar de la situación. La total incapacidad de Ridgeway para interesar o controlar a estudiantes de nivel avanzado supuestamente muy motivados, prepararía agradablemente a Scudd para la docilidad de Tarta II y el mayor Millfield.
—Típico de la manera en que se permite comportarse a sus estudiantes.
—¿Mis estudiantes? Esta clase nada tiene que ver conmigo. Esto es Historia, no Técnicas de Comunicación. —Y antes de que el señor Scudd pudiera preguntar qué demonios estaban haciendo delante de la puerta de una clase que era una casa de locos, Wilt había continuado su camino por el corredor.
—Todavía no ha contestado usted a mi pregunta —dijo el señor Scudd cuando le alcanzó.
—¿Cuál de ellas?
El señor Scudd trató de recordar. La visión de aquella maldita chica había destruido su concentración.
—La pregunta acerca de esa lectura pornográfica y repugnantemente violenta —dijo por fin.
—Interesante —dijo Wilt—. Muy interesante.
—¿Qué es interesante?
—Que lea usted esa clase de libros. Yo desde luego no los leo.
Subieron una escalera y el señor Scudd hizo uso del pañuelo que mantenía doblado como ornamento en el bolsillo de su chaqueta.
—Yo no leo esa porquería —dijo sin aliento, cuando llegaron al último rellano.
—Me alegra oírlo —dijo Wilt.
—Y me gustaría saber por qué ha sacado usted ese tema. —La paciencia del señor Scudd estaba a punto de acabarse.
—Yo no lo saqué —dijo Wilt que, habiendo llegado al aula en la que el mayor Millfield estaba dando clase a los de Tarta II, se había tranquilizado al ver que, como esperaba, reinaba el orden—. Usted fue quien lo sacó, en relación con cierta literatura histórica que encontró en mi oficina.
—¿Llama usted literatura histórica a El Estado y la revolución de Lenin? Yo no estoy en absoluto de acuerdo. Es propaganda comunista de una clase particularmente violenta, y encuentro extremadamente siniestra la idea de que está siendo instalada en las mentes de los jóvenes de su departamento.
Wilt se permitió una sonrisa.
—Continúe —dijo—. Nada me agrada más que escuchar a una inteligencia bien entrenada saltando por encima del sentido común y llegando a conclusiones equivocadas. Me renueva la fe en la democracia parlamentaria.
El señor Scudd hizo una profunda inspiración. En una carrera que se extendía sobre unos treinta años de autoridad ininterrumpida y apoyada por una pensión no afectada por la inflación en el futuro próximo, había llegado a tener en gran estima a su propia inteligencia y no tenía intención de que en ese momento se la menospreciaran.
—Señor Wilt —dijo—, estaría encantado de saber qué conclusiones se supone debo sacar de la observación de que el director del Departamento de Técnicas de Comunicación en esta escuela tiene un estante lleno de obras de Lenin en su despacho.
—Personalmente yo me sentiría inclinado a no sacar conclusión alguna —dijo Wilt—, pero si usted insiste…
—Por supuesto que sí —dijo el señor Scudd.
—Bien, una cosa es segura. Yo no supondría que ese tipo es un marxista delirante.
—No es una respuesta muy positiva.
—No era una pregunta muy positiva, si vamos a eso —dijo Wilt—. Usted me preguntó a qué conclusiones llegaría yo y cuando le digo que no llegaría a conclusión alguna, usted todavía no está satisfecho. No veo qué más puedo hacer.
Pero antes de que el señor Scudd pudiera replicar, el consejero comarcal se forzó a intervenir.
—Creo que el señor Scudd simplemente quiere saber si hay alguna tendencia política en la enseñanza de su departamento.
—Cantidades —dijo Wilt.
—¿Cantidades? —dijo el señor Scudd.
—¿Cantidades? —repitió el consejero.
—Está absolutamente atiborrada de ellas. De hecho, si usted me preguntara…
—Se lo pregunto —dijo el señor Scudd—. Eso es precisamente lo que estoy haciendo.
—¿Qué? —dijo Wilt.
—Preguntándole cuánta tendencia política hay —dijo el señor Scudd, teniendo que recurrir de nuevo a su pañuelo.
—En primer lugar, ya se lo he dicho, y en segundo lugar, es usted quien dijo que creía que nada se gana discutiendo supuestos teóricos y que había venido para ver por sí mismo lo que sucedía en las aulas. ¿No es así? —El señor Scudd tragó saliva y miró desesperadamente al consejero comarcal, pero Wilt continuó—: Así es. Entonces eche usted una miradita ahí dentro, donde el mayor Millfield está dando una clase a Hostelería a Tiempo Completo, abro paréntesis, Confitería y Pastelería, cierro paréntesis, Segundo Año, conocido familiarmente como Tarta II, y luego venga y dígame cuánta tendencia política ha conseguido usted extraer de la visita. —Y sin esperar otras preguntas, Wilt volvió a bajar las escaleras hacia su despacho.
—¿Extraer? —dijo el director dos horas más tarde—. ¿Le ha preguntado usted al secretario personal privado del ministro de Educación cuánta tendencia política podía extraer de Tarta II?
—Oh, ¿eso es lo que era?, ¿el propio secretario personal privado del ministro de Educación? —dijo Wilt—. Bien, qué le parece. De todos modos, si hubiera sido un inspector de Su Majestad…
—Wilt —dijo el director con cierta dificultad—, si piensa usted que ese cabrón no va a echarnos encima a uno de los inspectores… De hecho me sorprendería que no caiga sobre nosotros todo el Cuerpo de Inspectores de Su Majestad. Y todo gracias a usted; podía habérselo pensado mejor.
Wilt echó una mirada en derredor al comité que había sido convocado para hacer frente a la crisis. Se componía del director, el subdirector, el consejero comarcal y, por alguna razón oculta, el tesorero.
—A mí no me va ni me viene cuántos inspectores haya por aquí. Encantado de que vengan.
—Usted puede que sí, pero yo tengo mis dudas… —titubeó el director. La presencia del consejero no le permitía dar libre curso a sus opiniones acerca de las deficiencias de otros departamentos—. Doy por sentado que cualquier comentario que yo haga se considerará absolutamente oficioso y confidencial —dijo al fin.
—Absolutamente —dijo el consejero—, yo sólo estoy interesado en los Estudios Liberales y…
—Qué agradable oír ese término de nuevo. Es la segunda vez esta tarde —dijo Wilt.
—Si no hubiera usted permitido que ese desgraciado se fuera con la impresión de que aquel profesor idiota era un miembro de los Jóvenes Liberales y amigo personal de Peter Tatchell…
—El señor Tatchell no es un joven liberal —dijo Wilt—. Por lo que yo sé es un miembro del Partido Laborista, a la izquierda del centro, por supuesto, pero…
—Es un condenado maricón.
—No tengo ni idea. De todos modos, creía que la palabra compasiva era «gay».
—Mierda —murmuró el director.
—O eso, si lo prefiere —dijo Wilt—, aunque difícilmente describiría yo ese término como compasivo. De todos modos, lo que estaba diciendo…
—No me interesa lo que está usted diciendo. Lo que importa es lo que dijo delante del señor Scudd. Usted deliberadamente le dejó creer que esta escuela, en lugar de estar dedicada a la Formación Profesional…
—Me encanta ese «dedicada», de verdad —interrumpió Wilt.
—Sí, dedicada a la Formación Profesional, Wilt, y usted le hizo creer que no empleamos más que a miembros del Partido Comunista y por el otro extremo a un puñado de lunáticos del Frente Nacional.
—El mayor Millfield no es miembro de ningún partido, por lo que yo sé —dijo Wilt—. El hecho de que estuviera discutiendo las implicaciones sociales de la política de inmigración…
—¡Política de inmigración! —explotó el consejero comarcal—. No estaba haciendo tal cosa. Estaba hablando sobre canibalismo entre algunos negros de África y de un cerdo que conserva cabezas humanas en su refrigerador.
—Idi Amin —dijo Wilt.
—No me importa quién sea. El hecho es que estaba demostrando un grado de prejuicio racial que podría acarrearle la persecución del Consejo de Relaciones Raciales, y usted tenía que decirle al señor Scudd que entrase y escuchara.
—¿Cómo cuernos iba yo a saber de qué estaba hablando el mayor? La clase estaba en silencio y tenía que advertir a los otros profesores de que ese tipo andaba por allí. Quiero decir que si a usted se le ocurre aparecer de pronto con un tipo que no tiene estatus oficial alguno…
—¿Estatus oficial? —dijo el director—. Ya le he dicho que justamente el señor Scudd era…
—Oh, ya lo sé y eso no cambia gran cosa. El hecho es que se metió en mi despacho con el señor Reading aquí presente, metió sus narices entre los libros del estante, e inmediatamente me acusó de ser un agente del maldito Komintern.
—Ah, ése es otro asunto —dijo el director—. Usted deliberadamente le dejó con la impresión de que utilizaba ese libro de Lenin, como quiera que se llame…
—El Estado y la revolución —dijo Wilt.
—… como material de enseñanza para los aprendices a tiempo parcial. ¿Tengo razón, señor Reading?
El consejero comarcal asintió débilmente. Todavía no se había recuperado de aquellas cabezas en el frigorífico o de la ulterior visita a las Enfermeras Puericultoras que se encontraban enfrascadas en una discusión sobre el imposible y absolutamente terrorífico tema del aborto posnatal de los disminuidos físicos. Las malditas mujeres habían estado a su favor.
—Y eso es sólo el principio —continuó el director, pero Wilt ya tenía bastante.
—El final —dijo—. Si se hubiera molestado en ser cortés, podría haber sido diferente, pero no lo hizo. Y ni siquiera fue lo suficientemente observador para darse cuenta de que aquellos libros de Lenin pertenecen al Departamento de Historia, tenían el sello correspondiente y estaban cubiertos de polvo. Por lo que yo sé, habían permanecido en ese estante desde que me cambié de despacho y ellos lo utilizaban para un tema especial sobre la Revolución rusa en el nivel avanzado.
—Entonces ¿por qué no le dijo usted eso?
—Porque él no lo preguntó. No veo por qué voy a dar información voluntaria a totales desconocidos.
—¿Y qué hay de El almuerzo desnudo? Ahí le ofreció usted información voluntaria —dijo el consejero comarcal.
—Sólo porque preguntó por un material de lectura peor y no se me ocurrió algo más absurdo.
—Gracias a Dios —dijo el director en un murmullo.
—Pero usted afirmó definitivamente que la enseñanza en su departamento está atiborrada (sí, usó claramente la palabra «atiborrada») de tendencias políticas. Yo mismo lo oí —continuó el consejero comarcal.
—Exactamente —dijo Wilt—. Considerando que yo cargo con un profesorado de cuarenta y nueve miembros, contando los de dedicación parcial, y toda la enseñanza que dan consiste en enrollarse en la clase como sea para mantenerlos tranquilos durante una hora, yo diría que sus opiniones políticas deben cubrir todo el espectro, ¿no le parece?
—Ésa no es la impresión que usted le dio.
—Yo no estoy aquí para dar impresiones —dijo Wilt—, soy un profesor, ése es un hecho incuestionable, y no un maldito experto en relaciones públicas. Bueno, ahora tengo que irme a una clase de Ingenieros Electrónicos para sustituir al señor Stott, que está enfermo.
—¿Qué le sucede? —preguntó el director por descuido.
—Tiene otra depresión nerviosa. Es comprensible —dijo Wilt, y salió de la habitación.
Los miembros del comité se quedaron mirando vanamente la puerta por la que salió.
—¿Cree usted realmente que ese hombre, Scudd, conseguirá del ministro que se haga una investigación? —preguntó el subdirector.
—Eso es lo que él me dijo —respondió el consejero—. Seguro que habrá preguntas en el Parlamento después de lo que vio y oyó. No es solamente el sexo lo que se le atragantó, aunque francamente eso ya era bastante duro. Ese hombre es católico y la insistencia sobre la contracepción…
—No siga —susurró el director.
—No, lo que realmente le impresionó es que un gamberro borracho de Mecánica de Motores III le mandó a tomar por el culo. Y Wilt, por supuesto.
—Y en cuanto a Wilt, ¿no podemos hacer algo? —preguntó el director con desespero cuando él y el subdirector regresaron a sus despachos.
—No veo qué —dijo el subdirector—. Heredó a la mitad de su profesorado y como no puede echarlos, tiene que arreglárselas como puede.
—Lo que Wilt puede hacernos es provocar interpelaciones en el Parlamento, la total movilización del Cuerpo de Inspectores de Su Majestad y una encuesta pública sobre el modo en que se lleva esta institución.
—Yo no creo que el asunto llegue hasta una encuesta pública. Ese hombre, Scudd, puede tener influencia, pero dudo mucho…
—Yo no lo dudo. Vi a ese marrano antes de irse y estaba prácticamente enloquecido. Y en nombre de Dios, ¿qué es el aborto posnatal?
—Suena como asesinato… —comenzó el subdirector, pero el director se le adelantó en un proceso mental que le conduciría al retiro forzado.
—Infanticidio. Eso es lo que es. Quería saber si yo estaba enterado de que se impartía un curso de Infanticidio para futuras puericultoras y preguntó si teníamos también clases nocturnas para ciudadanos de la tercera edad sobre Eutanasia o Suicidio tipo Hágalo-usted-mismo. ¿No los tenemos, verdad?
—No, que yo sepa.
—Si los tuviéramos le pediría a Wilt que los diera. Ese maldito individuo será mi fin.
En la comisaría de policía de Ipford, el inspector Flint compartía esos sentimientos. Wilt ya había arruinado sus posibilidades de convertirse en comisario y la miseria de Flint se había agravado por la carrera de uno de sus hijos, Ian, que había abandonado la escuela y el hogar antes de llegar al nivel avanzado, y después de graduarse en marihuana y de una sentencia de libertad provisional, había continuado hasta hacerse detener por Aduanas y Arbitrios cargado de cocaína en Dover.
—Adiós a toda esperanza de promoción —había dicho morosamente Flint cuando su hijo fue encarcelado por cinco años, y había atraído sobre sí las iras de la señora Flint, que le había culpado de la delincuencia de su hijo.
—Si no hubieras estado tan interesado en tu propio maldito trabajo y en ascender y todo lo demás, y te hubieras tomado interés por él como un buen padre, nunca habría llegado donde ahora está —le gritó—, pero no, tenía que ser «sí, señor; no, señor; oh, por supuesto, señor», y todas las noches de trabajo que podías hacer. Y los fines de semana. ¿Y cuándo veía Ian a su propio padre? Nunca. Y cuando lo veías le hablabas siempre de este crimen, o de aquel delincuente y de lo condenadamente listo que habías sido al trincarlo. Esto es lo que tu carrera ha hecho por tu familia. Una mierda.
Y por una vez en su vida, Flint no estaba seguro de que ella no tuviese razón. No conseguía ver la situación de manera más positiva. Él siempre había tenido razón. O había puesto la razón de su lado. Hay que hacerlo así para ser un buen poli. Y él ciertamente había sido honesto. Y su carrera había tenido que ser lo primero.
—Puedes decir lo que quieras —dijo, un poco gratuitamente, pues ésa era casi la única cosa que le había permitido hacer, aparte la compra y lavar y limpiar la casa y preocuparse por Ian, dar de comer al gato y al perro y en general hacerle de fregona—. Si yo no hubiera trabajado como lo he hecho, no tendríamos la casa ni el coche y no habrías podido llevar a ese cabrito a la Costa…
—¡No te atrevas a llamarle así! —había gritado la señora Flint, poniendo con rabia la plancha caliente sobre su camisa, que se quemó.
—Puedo llamarle lo que me dé la gana. Es un despreciable delincuente como todos ellos.
—Y tú eres un despreciable padre. La única cosa que hiciste como padre en tu vida fue deshollinarme la chimenea, y digo deshollinar, porque en lo que a mí respecta no fue más que eso.
Flint se había marchado de casa y había vuelto a la comisaría de policía, dándole vueltas a sombríos pensamientos sobre las mujeres y cómo su lugar estaba en el hogar o debería estarlo, y que iba a ser el hazmerreír de la policía de Fenland, que haría chistes sobre él cuando visitase, en la prisión de Bedford, a su convicto particular, y encima traficante, y en lo que haría con el primer imbécil que le llamara Blancanieves y le acosara… Y, durante todo ese tiempo, en el fondo de su mente había un sentimiento de rencor contra el condenado Henry Wilt. Siempre había estado ahí, pero ahora volvía más fuerte que nunca: Wilt había destrozado su carrera con aquella muñeca y luego el asedio. Oh, sí, él casi había admirado a Wilt en un momento dado, pero eso fue mucho tiempo antes, realmente muchísimo tiempo. El pequeño imbécil estaba estupendamente instalado en su casa de la avenida Oakhurst y con un buen salario en esa mierda de escuela, y un día probablemente sería el director de ese apestoso lugar. Mientras que cualquier esperanza que Flint pudiera haber albergado de llegar a comisario y ser destinado a algún lugar donde no estuviera Wilt, se había desvanecido como el humo. Le tocaba ser el inspector Flint por el resto de su vida, y cargar con Ipford. Como para subrayar esta ausencia de toda esperanza, habían nombrado al inspector Hodge jefe de la Brigada de Estupefacientes; Hodge, un tonto del culo. Oh, habían tratado de dorarle la píldora, pero el comisario había llamado a Flint para decírselo personalmente, y eso tenía que significar algo. Que estaba acabado y no podían confiar en él en el asunto de las drogas, porque su hijo estaba dentro. Todo lo cual le había producido otro de sus dolores de cabeza, que él siempre había pensado que eran migrañas, sólo que esta vez el médico de la policía le diagnosticó hipertensión y le recetó unas píldoras.
—Claro que soy hipertenso —le había dicho Flint al matasanos—. Con toda esa cantidad de inteligentes cabrones por ahí que tendrían que estar entre rejas, cualquier oficial de policía decente tiene que estar tenso. Si no lo estuviera, no conseguiría atrapar a los mierdas. Es una enfermedad laboral.
—Será lo que usted quiera llamarlo, pero yo le digo que tiene la presión sanguínea alta y…
—Eso no es lo que dijo hace un momento —había replicado Flint como un rayo—. Usted dijo que tenía tensión. Bien, ¿entonces qué es, hipertensión o presión sanguínea alta?
—Inspector —había dicho el doctor—, no está usted interrogando a un sospechoso. —Flint tenía sus reservas acerca de ello—. Y le estoy diciendo tan sencillamente como soy capaz que hipertensión y presión sanguínea alta son una y la misma cosa. Le voy a recetar un diurético al día…
—¿Un qué?
—Le ayudará a orinar.
—Como si yo necesitase algo para eso. Ya me levanto dos veces cada maldita noche.
—Entonces mejor sería que dejara de beber, eso ayudaría también a su presión.
—¿Cómo? Me dice usted que no esté tenso, y la única cosa que ayuda para eso es una o dos cervezas en el pub.
—U ocho —dijo el doctor, que había visto a Flint en el pub—. En cualquier caso, le hará bajar de peso.
—Y orinaré menos. Así que me da una píldora para hacerme orinar y me dice que beba menos. Eso no tiene sentido.
Cuando el inspector Flint dejó el consultorio, todavía no se había enterado del efecto que tendrían sobre él las píldoras que debía tomar. Ni siquiera el doctor había sido capaz de explicarle cómo funcionaban los betabloqueantes. Sólo dijo que funcionaban y que Flint debería tomarlos hasta su muerte.
Un mes más tarde Flint pudo decirle al doctor cómo funcionaban.
—Ni siquiera puedo ya escribir a máquina —dijo mostrando un par de manos grandes con dedos blancos—. Mírelas. Como malditos troncos de apio que hubieran sido blanqueados.
—Forzosamente tiene que tener efectos secundarios. Le daré algo para aliviar esos síntomas.
—No quiero más píldoras para orinar —dijo Flint—. Esas malditas cosas me están deshidratando. Voy trotando sin parar y obviamente no me queda suficiente sangre para que me llegue a los dedos. Y eso no es todo. ¿Qué le parecería estar trabajándose a un delincuente y sentir una imperiosa necesidad justo en el momento en que está a punto de conseguir una confesión? Le digo que está afectando a mi trabajo.
El doctor le miró con suspicacia y pensó nostálgicamente en los días en que sus pacientes no le replicaban y los oficiales de policía eran de calibre diferente al de Flint. Además, no le había gustado la expresión «trabajarse a un delincuente».
—Sólo tenemos que probar en usted otras medicinas —dijo, y se sobresaltó con la reacción de Flint.
—¿Probar en mí otras medicinas? —dijo belicoso—. ¿A quién se supone que está tratando, a mí o a las malditas medicinas? Yo soy quien tiene la presión alta, no ellas. Y no me gusta que experimenten conmigo. Yo no soy ningún maldito perro, ¿sabe?
—Supongo que no —dijo el doctor, y dobló las dosis de betabloqueantes del inspector, pero con diferente nombre comercial, añadió algunas píldoras para contrarrestar los efectos en los dedos, y cambió el nombre del diurético. Flint volvió a la oficina desde la farmacia sintiéndose como un botiquín ambulante.
Una semana más tarde le era difícil decir cómo se sentía.
—Jodidamente mal, eso es todo lo que sé —le dijo al sargento Yates que había sido lo suficientemente imprudente para preguntar—. Debo haber soltado más agua en las seis últimas semanas que la presa de Assuan. Y me he enterado de una cosa: esta maldita ciudad no tiene suficientes retretes públicos.
—Yo hubiera creído que había para ir tirando —dijo Yates, que una vez había pasado por la desagradable experiencia de ser arrestado por un policía uniformado mientras merodeaba por un urinario público cerca del cine vestido de paisano, tratando de cazar a un verdadero merodeador de urinarios.
—Bueno, pues estaba usted equivocado —gruñó Flint—. Me entró una necesidad acuciante en la calle Canton, ayer, y ¿cree usted que encontré alguno? Ni pensarlo. Tuve que utilizar un pasaje entre dos casas y casi me pesca una mujer que tendía la ropa. Uno de estos días me detendrán por exhibicionista.
—Hablando de exhibicionistas, tenemos otro informe de un caso cerca del río. Esta vez lo intentó con una mujer de unos cincuenta años.
—Por lo menos es un cambio respecto a esas crías de Wilt y el concejal Birkenshaw. ¿Pudo ver bien al tipo?
—Dice que no pudo ver muy bien la cosa porque estaba en la otra orilla, pero que tuvo la impresión de que no era muy grande.
—¿La cosa? ¿La cosa? —gritó Flint—. No me interesa lo más mínimo eso. Estoy hablando del aspecto de ese mierda. ¿Cómo demonios piensa usted que vamos a identificar a ese maníaco? ¿Haciendo una rueda de identificación de pollas y pidiendo a las víctimas que vengan a estudiarlas?
—Ella no pudo ver su cara. Estaba mirando al suelo.
—Y meando, seguro. Probablemente está tomando los mismos malditos comprimidos que yo. De todas maneras, yo no haría caso del testimonio de una condenada mujer de cincuenta años. A esa edad están todas locas por el sexo. Tengo razones para saberlo. Mi mujer está prácticamente siempre salida y yo no hago más que decirle que ese matasanos me ha bajado tanto la presión que no podría conseguir que se me levantara aunque quisiera. ¿Sabe lo que me dijo?
—No —dijo el sargento Yates, que encontraba el tema bastante desagradable y en cualquier caso era obvio que él no sabía qué era lo que había dicho la señora Flint y no quería oírlo. La sola idea de que alguien pudiera desear al inspector le parecía increíble.
—Tuvo el descaro de decirme que lo hiciera en el otro sentido.
—¿El otro sentido? —dijo Yates sin poderlo remediar.
—Es viejo, el sesenta y nueve. Repugnante. Y probablemente ilegal. Si alguien piensa que yo voy a tragar a mi edad, y encima con mi condenada costilla, van listos.
—Eso diría yo también —dijo el sargento, con aire lastimoso. Sentía un cierto apego por el viejo Flint, pero todo tiene un límite. En un frenético intento de cambiar a un tema menos repugnante, mencionó al jefe de la Brigada de Estupefacientes. Justo a tiempo. El inspector acababa de comenzar una repulsiva descripción de los intentos de la señora Flint para estimularlo.
—¿Hodge? ¿Qué quiere ahora ese maldito soplapollas? —aulló Flint, consiguiendo todavía aunar los dos temas.
—Facilidades para pinchar teléfonos —dijo Yates—. Afirma que está sobre un sindicato de heroína. Y muy importante.
—¿Dónde?
—No lo dijo, al menos a mí no.
—¿Y para qué quiere mi permiso? Que se lo pida al comisario o al prefecto, yo no entro en eso. ¿O sí? —Se le acababa de ocurrir a Flint que podía ser una indirecta sutil acerca de su hijo—. Si ese cabrón cree que va a hacerme mear fuera del tiesto… —murmuró, y se detuvo.
—No creo que pudiera —dijo Yates tomándose la revancha—, con todos esos comprimidos que usted toma.
Pero Flint no le había oído. Su mente se había desviado por otros caminos, más determinados de lo que él creía por betabloqueantes, vasodilatadores y todas las demás drogas que estaba tomando, pero que combinadas con su odio natural por Hodge y las preocupaciones acumuladas de su trabajo y su familia, le habían convertido en un hombre extraordinariamente agrio. Si el jefe de la Brigada de Estupefacientes pensaba que iba a apuntarse un tanto a su costa, ya podía pensar en otra cosa.
—Hay otras maneras de engordar a un gato aparte de atiborrarlo de crema —dijo con una sonrisa sardónica.
El sargento Yates le miró vacilante.
—¿No sería más bien en el otro sentido? —preguntó, e inmediatamente se arrepintió de esa referencia al otro sentido. Ya estaba harto de la vida sexual frustrada de la señora Flint, y lo de engordar gatos era mejor dejarlo. El viejo debía de estar loco.
—Desde luego que sí —dijo el inspector—, vamos a atiborrar de crema a ese mierda. ¿Tiene alguna idea de a quién quiere pincharle el teléfono?
—No me explica esa clase de cosas. Piensa que los de uniforme no somos de confianza y no quiere que haya filtraciones.
Esa palabra fue demasiado para el inspector Flint. Saltó de la silla y ya estaba en el lavabo, buscando un alivio temporal.
Para cuando volvió al despacho, su humor había cambiado y estaba casi enloquecidamente alegre.
—Dígale que le daremos toda la cooperación que necesite —le dijo al sargento—, encantados de serle útiles.
—¿Está usted seguro?
—Por supuesto que estoy seguro. Lo único que tiene que hacer es venir a verme. Dígaselo.
—Si usted lo dice… —dijo Yates, y salió del despacho desorientado. Flint se sentó en un estado de placidez inducido por las drogas. Sólo había un punto brillante en su limitado horizonte. Si ese cabrón de Hodge quería destruirse la carrera pinchando teléfonos sin autorización, Flint haría todo lo posible por animarlo. Confortado por este brusco brote de optimismo, se tomó distraídamente otra tableta de betabloqueantes.