»Y, entonces, gradualmente, un extraño fenómeno me empezó a afectar.
»Comencé a sufrir períodos en los que me sumía en una especie de sueño constante. Era un inextinguible cansancio vital perpetuamente insatisfecho. Me era imposible salir de paseo sin quedarme dormida apoyada en el brazo de Shallem; me dormía comiendo, leyendo, conversando. Luego, de repente, mi espíritu resurgía cayendo en un estado de demencia y excitación que no hallaba la vía de extinguir, pues, para entonces, el cuerpo en que habitaba, falto de ejercicio, se había convertido en un enfermizo despojo humano incapaz de signo alguno de vitalidad. Así, durante esos despertares espirituales, enloquecía dentro del cuerpo desgastado hasta que, de nuevo, hallaban uno nuevo para mí, del que disfrutaba, con un vigor indescriptible, hasta que volvía a sobrevenirme el letargo.
»Pero, debe comprender que el origen de esa constante inquietud y de ese adormecimiento de los que le hablo era puramente espiritual, en absoluto físico. Era mi alma quien luchaba por vivir y mi alma quien sucumbía ante la vida. Por ello, la excitación era una intranquilidad interna que yo ignoraba cómo afrontar y que derivaba en amargos fenómenos físicos, pero que no encontraba en ellos sus fuentes.
»Y fue en medio de uno de esos períodos de ansiedad, o más bien de locura, cuando comencé a cuestionarme la actitud de Shallem, su comportamiento conmigo. Y en aquel momento de demencia llegué a la conclusión de que su amor hacía mí era indeciso, ambiguo, de que aún andaba irresoluto y vacilante cuando llegaba el momento de decidir sobre la continuidad de mi vida. Desde el principio había conocido el porqué de sus recelos respecto a insuflarme su espíritu, pero ya no lo podía entender. Si, de todas formas, continuaba existiendo, ¿por qué permitir que sufriera siquiera un catarro cuando él lo podía evitar? Es más, ¿por qué consentir el sufrimiento de mis constantes migraciones, cuando él podía convertir cualquier cuerpo humano que escogiese en eterno, inmutable, invulnerable, cuando podía evitar todo padecimiento y envejecimiento, como hubiera podido hacer con mi propio cuerpo original y no quiso? Estos pensamientos no me sobrevinieron de la noche a la mañana, eran pequeñas espinitas que llevaba clavadas en mi alma desde siglos atrás; tal vez desde el mismo momento en que supe que Shallem hubiera podido garantizar para siempre la existencia y el esplendor de mi cuerpo legítimo y, sin embargo, había rehusado hacer uso de ese poder. No me importaba cuáles hubiesen sido sus razones. Al principio las había aceptado, comprendido, él había hecho lo mejor para mí, pero ahora, ¿qué sentido tenían? Y, no obstante, Shallem hubiera sufrido lo indecible si yo le hubiese pedido una pizquita de su espíritu para restaurar el mío, a pesar de que era la única cosa en el mundo capaz de salvarlo. O así lo suponía yo.
»Me enojé con él. Me pareció negligente. Consideré su falta de iniciativa como una simple manifestación de su apatía hacia mi persona, prescindí de lo evidente: su debate interno, su lucha consigo mismo causada por el conocimiento de que mi bien y su deseo de seguir junto a mí eran opuestos e incompatibles. Él quería que viviese, pero no tanto como ansiaba mi muerte, ¿o era justo al contrario? Shallem no soportaba continuar dándome la vida terrenal ahora que mi enfermedad se había hecho patente, pero era incapaz de negármela; seguiría dándomela, en la esperanza de que un día yo misma la rehusara, o la perdiese de forma fortuita sin que él estuviese delante para poder devolvérmela, o hasta el día, que ya se vislumbraba, en que la agonía de mi espíritu le arrancase más lágrimas que nuestra separación y mi dolor ante su rechazo.
»Y a mí, todo aquello, en mi aflicción, se me antojaba simple pasividad, desidia por su parte.
»A veces me sorprendía mirándole fija y abstraídamente, con el ceño fruncido, y, sobresaltado, desviaba la vista rápidamente, se levantaba y se iba, en la angustia de que la petición que temía brotase por fin de mis labios. Y esta actitud suya, este miedo, esta consternación, me hicieron disuadirme una y otra vez. Sin embargo, mientras sentía algo de inquina porque no me lo propusiese él, no hacía sino preguntarme: “¿Sería capaz de negármelo?”, y este pensamiento me reconcomía el alma. No podía vivir con la duda, pero no me atrevía a preguntar, temerosa de la respuesta. No obstante, el que cayera sobre él, mortificándole con mis exigentes deseos, y tal vez con mis reproches, solo era cuestión de tiempo.
»—Me niegas lo único que podría devolverme la paz —se dio la vuelta y contempló, acongojado, mi ceño y mis ojos desorbitados.
»Me sentía presa de un ataque de rabia. Era mucho el tiempo que llevaba esperando, vanamente, su posible reacción ante el degradado estado en que me había hundido, muchas las veces que había imaginado lo que habría de decirle.
»Era de noche. Shallem acababa de descorrer la tupida cortina de terciopelo granate de nuestra alcoba, y un charco de luz plateada penetraba a través de la ventana.
»—Ya sé que no tienes ninguna obligación de hacerlo —continué—, que solo el amor te podría empujar a ello.
»Me miró de hito en hito, paralizado.
»—El amor me impide hacerlo —susurró apenas.
»—¿El amor? Debe ser una de esas extrañas cábalas que mis limitaciones humanas me impiden comprender —musité irónicamente, y los ojos me dolían por la furia que asomaba a ellos.
»—Lo entiendes perfectamente —dijo en un tono más alto.
»—¿Por qué habría de entenderlo? Yo te lo daría todo. ¡Todo! —exclamé—. Mi cuerpo, mi vida, mi alma, mi existencia inmortal. ¡Todo! —Iracunda, anduve hacia él y me detuve a unos tres pasos de distancia—. ¿Sabes lo que creo? Que te aferras al respeto a esas leyes divinas solo cuando te conviene. Y ahora es el caso, ¿verdad?, ¡porque estás harto de mí!
»Levantó la mirada y exhaló un suspiro.
»—No es cierto —dijo, sacudiendo la cabeza—. Nada de lo que dices es cierto. Y tú no lo crees realmente. No puedo darte lo que me pides, no puedo jugar con los límites de tu alma. No se trata de leyes divinas que hayan de ser respetadas, sino de desenlaces atroces que han de ser evitados. Tú pretendes someterte voluntariamente a un castigo eterno, y yo no voy a ser su artífice.
»—¡Pero todo cambiaría si compartieses conmigo tu espíritu! ¡Estoy segura de ello! Volvería a ser lo que fui. Mi espíritu recobraría sus fuerzas, su salud, no necesitaría descanso…
»—¿Crees que si eso fuera posible no lo hubiera hecho ya? —me interrumpió en un grito, acercándose más hacia mí—. ¡Solo mi Padre puede sanar tu espíritu! ¡Yo únicamente podría retenerlo eternamente! ¿Quieres que lo haga?, ¿qué me pase los siglos viéndolo rendirse ante síntomas que ni siquiera conozco, hasta que, finalmente, indignado y compadecido ante tu agonía, mi Padre te arranque de mi lado?
»—No. Yo… —musité anonadada. Se había acercado tanto a mí que le había puesto la mano en el pecho para impedir que siguiera avanzando. Su inesperada explosión casi había extinguido mi fuego.
»—Yo puedo curar tus heridas mortales —prosiguió—, pero las inmortales, esas, son cosa de Dios. Puedo unirme a tu espíritu, pero no fundirme con él. Solo Él puede hacerlo. Por eso, habrás de acudir a Él…, un día.
»—Y ese día está próximo, ¿verdad? —afirmé. Él bajó la mirada, incapaz de contestar—. Y con esto no he hecho sino acercarlo, verificar tus temores. Hace tiempo que me hundo en el abismo y no hay nada que pueda salvarme —estallé en lágrimas y me abracé a él—. ¡Oh, Shallem! ¿Podrás perdonarme el daño que te he hecho? —le supliqué—. ¡No era yo quien hablaba, lo juro! Esto es lo más horrible, no era yo. Ya no soy dueña de mis actos o mis palabras, ni tan siquiera de mis más íntimos pensamientos. Yo no he dudado de tu amor, no he podido hacerlo. No te ha hablado con esa ira injusta y descontrolada. Es como si el espíritu de Dios me estuviera abandonado poco a poco; igual que la llama de una vela, al llegar a su final, se extingue lentamente.
»Shallem me acunaba entre sus brazos y siseaba intentando hacerme callar.
»—Pero, finalmente —me consolaba—, todo saldrá bien. Resistiremos mientras podamos. Todo irá bien.
La mujer, en silencio, miraba distraídamente al vacío.
—Eso que ha dicho me ha recordado algo —dijo el sacerdote—. Unas palabras bíblicas; palabras de Dios. Dicen algo así como: “No permanecerá por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne. Ciento veinte años serán sus días”.
—Es cierto, sí. Pero sigamos. En 1935, tras un largo periodo de contrición y autorepresión, mi ansia de violencia, tanto tiempo contenida, estalló como una bomba de relojería. Cuando Cannat salía solo, me moría de ganas de acompañarle y presenciar los horrores que, erróneamente, suponía que llevaba a cabo noche tras noche. Y, tanta era mi insistencia y el melancólico estado de abatimiento en que me sumía ante sus negativas, que, en alguna ocasión consintió en ello. Pero, entonces, se limitaba a llevarme a cenar y a algún espectáculo que no me ofrecía la menor diversión, y regresaba a casa enojada con él y decepcionada porque mis agresivas expectativas se habían visto completamente frustradas. Pero Cannat no estaba, en modo alguno, dispuesto a fomentar mi impulsiva e irracional violencia. Yo sabía por qué. Me daba cuenta de que Shallem respiraba aliviado cuando sondeaba mi alma al regreso de aquellas salidas. Y, entonces, yo me avergonzaba de mis pensamientos, de lo que había deseado ver hacer a Cannat, y lloraba y luchaba por arrepentirme y volver a ser lo que Shallem había amado.
»Pero, los acontecimientos se precipitaron solos. Yo había adquirido una pistola automática para mi presunta defensa, que solía llevar en el bolso cuando, por casualidad, salía sola, y que trataba como una joya. Pues bien, era un anochecer de Enero; había salido a comprar cualquier alimento cuando escuché los gritos de una mujer provenientes de un callejón de Manhattan. Tuve miedo, pero también sentí una embargadora emoción. Con mucho cuidado de que no me viera quien quiera que fuese, asomé mi cabeza al fondo del callejón con la pistola en la mano.
»Era una niña de no más de catorce años la que estaba gritando bajo el peso de un violador de unos dieciséis; pero había otros dos muchachos esperando su turno y riendo como enloquecidos villanos de opereta. Me fijé en que no tenían arma alguna. Me acerqué a ellos con la pistola firmemente sujeta ante mi pecho palpitante. Estaban en mis manos, tenía el poder de matarlos, y aquel conocimiento me excitaba como ningún otro en el mundo.
»Esperé hasta que los tres se hubieron dado cuenta de mis intenciones. Estaba muy nerviosa, mi respiración agitada, sudorosa.
»—¡Oh, señorita, qué miedo nos da! —se burló, con un grosero movimiento de caderas, el que la había estado violando y que ahora se había apartado de ella para enfrentarse a mí—. Vamos, suelta eso, preciosa. Ni siquiera sabes cómo manejarlo.
»Entonces, uno de ellos trató de huir e, inmediatamente, todas las fibras de mi ser recibieron la alarma y mi cuerpo entero se tensó. El muchacho recibió un tiro en el pecho y cayó fulminado. Pero, de improviso, el insolente, aquel a quien había pillado in fraganti sobre la chica y que aún seguía a su lado, sacó una navaja y, poniéndola sobre el cuello de ella, me amenazó con su muerte. La niña lloraba asustada.
»—La mataré —decía él.
»Y, usándola como escudo, pasó ante mis ojos, dispuesto a escapar.
»Y, entonces, disparé a la chica, y vi cómo caía al suelo resbalando, pesadamente, de entre sus brazos.
La mujer sonrió, pero no miraba al sacerdote, sino que parecía absorta en su recuerdo.
—Disfruté con la estupefacta expresión de él al darse cuenta de lo que yo había hecho y al comprender que ya estaba muerto —continuó narrando la confesada—. Como él había dado un paso atrás al percibir el disparo, y, luego, se había quedado inmóvil y gimiente, el cadáver de la niña se había deslizado por su cuerpo hasta quedar con su espalda apoyada sobre las temblorosas piernas de él.
»—Por favor —lloriqueaba él—. Por favor.
»—¡Oh! ¿Era eso? —dije, altiva y más consciente que nunca de mi poder—. Ella tenía que haberte pedido que, por favor, no la violaras, y no lo hizo. ¿Fue ese su error?
»Toda su blanda debilidad afloró en forma de llanto. Sentí asco de él, repugnancia. El tercer chico era de bastante menor edad, unos diez años, tan solo, y se había acuclillado en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos, gimiente y aterrado. Me preocupó que pudiese intentar alguna tontería mientras me ocupaba del otro y le disparé un tiro en la cabeza. Sin emoción, porque era al insolente a quien quería ver sufrir.
»Él, el único que quedaba vivo, gritó, e, impedido de moverse por el peso de la chica, cayó al suelo al intentar escapar. Me acerqué a él y le sonreí sin dejar de apuntarle; ahora, con el brazo extendido y con una calma absoluta. Pero, entonces, apareció alguien en la boca del callejón. Lo reconocí de inmediato, a pesar de la oscuridad que había ido cayendo con rapidez durante el poco tiempo que llevaba allí. Entonces, en un impulso inexplicable pero incontenible, me apresuré a disparar contra el chico y lo dejé muerto de dos balazos.
»La figura de Shallem, con su oscuro cabello suelto sobre los hombros y un largo abrigo negro de lana, se detuvo a mi lado. Contempló los cadáveres. Me sentí morir del horror. Tenía la pistola en la mano y no sabía qué hacer con ella. Trataba, neciamente, de esconderla, como si con ella ocultase a los muertos. La cara de Shallem no reflejaba sorpresa, sino dolor. Un dolor lacerante.
»—¿Por qué la mataste a ella? —me preguntó en un murmullo inaudible—. ¿Lo sabes?
»Sentí un vahído y deseé desmayarme para poner fin a aquel nefasto, insufrible, momento. Sacudí la cabeza en un gesto de negación. No me atrevía ni a mirarle y, sin embargo, él lo hacía con tanta intensidad que me torturaba. Gracias a Dios, alguien había avisado a la policía, y hubimos de desaparecer, urgentemente, ante su llegada.
—Pero ¿por qué la mató? —preguntó el padre DiCaprio.
—Por el placer de contemplar el terror en la cara del chico, supongo. Era un bravucón que pensó que iba a salirse con la suya, pero nadie hubiera esperado una reacción como la mía. Su cara de perplejidad me entusiasmó. Aún hoy la recuerdo claramente, y podría reírme mucho tiempo a costa suya.
—¿Se arrepintió usted de lo sucedido? —preguntó luego el sacerdote, intentando superar la impresión.
—Desde luego. Me arrepentí de que Shallem se hubiese enterado.
—¿Pero no del crimen?
—No. Ni siquiera me paraba a pensar en ello. Yo no pensaba en que mis acciones estuviesen bien o mal en sí mismas, sino solo en que pudiesen causar el disgusto de Shallem, que era mi propio disgusto. Lo demás no me importaba en absoluto.
—Volvió a matar, ¿verdad? —preguntó el confesor.
La mujer sonrió fríamente.
—No —dijo—. Jamás. Cierto era que había perdido todo respeto por la vida humana, y que me hubiera resultado más sencillo descargar una ametralladora en un supermercado que fumigar insecticida sobre un mosquito repelente. Pero, aunque me resultase fácil de hacer, no encontraba particularmente divertido el matar sin motivo alguno, sin que mediara la menor provocación. Era distinto cuando estaba con Cannat, porque entonces me sentía arrastrada a una vorágine compulsiva que compartía con él. Y, juntos, nos reíamos y disfrutábamos como si el mundo fuese un inmenso parque de atracciones. Su pasión, su exuberante alegría de vivir, su dominio sobre un mundo que reinventaba cada día, me empujaban, me vivificaban. Pero, sola, ¿qué emoción podía sentir? Yo nunca fui una psicópata, no era mi mente la que estaba trastornada por algún trauma Freudiano. Entiéndalo. Pero, aunque el asesinato me hubiese causado placer en sí mismo, la trágica expresión de sentido dolor que Shallem mantuvo hasta varios años después, me disuadía de toda nueva intentona criminal.
La mujer se levantó de la mesa y deambuló, lentamente, por la habitación.
—Al día siguiente, por la mañana —se dispuso a contar ahora—, Cannat me encontró sola, sentada en el sofá del saloncito de nuestro lujoso apartamento, hojeando una de esas estúpidas revistas. Me levantó, cogiéndome de un brazo, y me sacudió con tal violencia que me pareció que me lo iba a descoyuntar.
»—¡Estúpida! —me gritó, con los ojos llameantes—. ¡Te mataré! ¿Me oyes? ¡Cumple con tu cometido o te mataré!
»—¿Qué dices? —le pregunté, perpleja y dolorida, intentando desasirme—. ¿Qué cometido?
»Me agarró entonces por el cabello y me arrojó sobre el sofá. Hacía cientos de años que no le veía tan iracundo; no contra mí, al menos. Se inclinó sobre mí y me acorraló con sus brazos.
»—¿Por qué demonios piensas que aún sigues viva? —preguntó, deleitándose en la lenta y rugiente pronunciación de las palabras.
»Sentí extrañeza, más que auténtico terror.
»—Dímelo tú —le exhorté desafiante, sintiendo el calor de su pecho sobre el mío y su aliento traspasando mi piel—. Siempre he sospechado que existía una interesante respuesta. Sí, dime por qué has defendido ardorosamente mi vida durante más de trescientos años incluso en contra de sus deseos. ¿Qué ocurrió para que, en el último instante, decidieras entregarme el cuerpo de Ingrid?
»—Limítate a cumplir lo que te ordeno. ¡Obedéceme! —gritó poniéndose en pie.
»Durante unos segundos me miró con furia contenida y luego dio media vuelta con intención de abandonar la habitación.
»Me levanté, rabiosamente, tras él.
»—¡No! —exclamé—. ¡Quiero respuestas!
»De súbito, giró sobre sus talones y me cogió por el cuello con su mano derecha.
»—Lo que ocurrió entonces —dijo en un fiero susurro—, está ocurriendo ahora, necia.
»—¿Y qué es? —balbucí, ahogada, pero sin arredrarme—. Dímelo de una vez por todas.
»—¡Tus cambios están llevando a Shallem al abismo! —gritó, incrementando la presión sobre mi cuello.
»Le clavé mis largas uñas sobre las manos con todas las fuerzas que pude y conseguí que me soltara, más por asombro ante mi atrevimiento que por otra causa.
»—¿Y quién es el culpable? —prorrumpí fuera de mí—. ¿Quién me ha arrastrado, inmisericorde, a este perpetuo estado de febril desasosiego, a esta falta de conciencia, escrúpulos y sentimientos? He matado y no siento la menor emoción. Me has forjado a tu imagen y semejanza. Mi humanidad ha muerto.
»—Gracias a Dios —musitó.
»—No a Él, eres tú quien la ha asesinado. Me has sumergido en la vorágine del horror y esto no puede acabar bien. Debe tener un fin.
»—Yo diré cuando ha llegado el fin.
»—¿Tú? ¿Y por qué tú y no Shallem? ¿Alguna vez cuentas con él para algo, a riesgo de que se interponga en la consecución de tus fines?
»—¿Ya no recuerdas las veces que te has arrojado a mis brazos, suplicante, implorando un nuevo cuerpo, una nueva vida?
»—Tú me indujiste a ello. Me guiaste al horror, a la enfermedad espiritual, a sabiendas de lo que acabaría sucediéndome.
»—Y Shallem no tuvo nada que ver, no pudo negarse —ironizó.
»—Utilizaste sus sentimientos como utilizas todo mi ser. ¿Por qué? —grité—. ¿Cuál es la finalidad de que continúe existiendo?
»—No puedo decírtelo —masculló furibundo.
»—¿Por qué no? —volví a gritar.
»—Porque es un secreto que debo ocultar a los ojos de Shallem y tu alma es tan transparente como ese cristal.
»Me quedé mirándole como si de pronto hubiera perdido todo mi coraje y ya no supiera qué decir. Agaché la cabeza. Sabía que no iba a sacar nada en claro. Di media vuelta y me derrumbé en el sofá. Oí que se acercaba, lentamente, por detrás, y luego sentí que me rodeaba la cabeza con sus brazos, delicadamente, cruzándolos bajo mi cuello. No encontré ánimos para rechazarle.
»—Quisiera decírtelo —susurró sobre mi oído, y cada fibra de mi ser se estremeció—. Quisiera compartir contigo mi carga. Pero eso sería malo para todos. Te advertí que Shallem no debía verte matar jamás, que debías ser tierna y dulce como siempre, que debías controlarte.
»—Tú no lo entiendes —murmuré—. No soy yo quien actúa, no me reconozco. Es una zona escondida, un yo que no soy yo y cuyos impulsos no puedo dominar.
»Aún vuelvo a estremecerme cuando revivo sus labios paseándose desde mi sien hasta la comisura de los míos. Cerré mis ojos y suspiré sin poder evitarlo.
»—Hablas de tu humanidad perdida. ¿Es que alguna vez has sido humana? —susurraba él sobre mi piel—. Tu espíritu era un ente atormentado y sin lugar en la Tierra hasta que Shallem se cruzó en su camino y lo rescató. Detestabas a la humanidad entera, renegabas de ella. ¡Si me atreviese a explicarte lo que tu alma había vívido antes de volver al mundo en Saint-Ange! ¿Por qué crees que Shallem te eligió?
»—Dímelo —susurré, mientras mis labios parecían buscar por sí mismos la caricia de los suyos.
»—No puedo —continuó, negándome su beso—. Es tabú para Shallem.
»—También lo era lo que me hiciste —seguí, capturando su rostro entre mis manos y buscando desesperadamente su boca sin conseguirla—. Y ello no te detuvo.
»—Pero el fin justifica los medios, dicen los mortales. —Y huyó de mi beso dirigiendo sus labios de nuevo hacia el lóbulo de mi oreja—. Y no hay fin que justifique el que yo haga lo que me estás pidiendo. Además, algún día me lo echarías en cara, como hacéis con todo lo que yo hago por vosotros. Parece que ese es mi destino, ¿no?
»—Cannat —susurré, concentrando mis fuerzas en crear el deseo de apartarme de él, mientras las lágrimas nublaban mi vista—, ¿no lo ves? Carezco incluso de la más débil voluntad. Trato de luchar y no lo consigo. Mis deseos me arrastran con ellos.
»—No te preocupes. Esto es natural, y a Shallem no le importa en absoluto. No son las pasiones de tu cuerpo las que debes dominar, sino las de tu alma.
»Luego levantó mi mano derecha y contempló el enorme zafiro que me había regalado, y que yo siempre llevaba en el dedo índice.
»—Porque, si no lo haces —continuó en un susurró—, será mi pasión la que te destruya. Me gustaría esta sortija para mi mano izquierda…, contigo dentro.
»Y, de pronto, me soltó y rodeó el sofá hasta quedar delante de mí.
»—Se lo que Shallem quiere que seas —me amenazó—, o no serás ninguna otra cosa.
La mujer había tomado la maltrecha Biblia y jugaba con sus arrugadas hojas distraídamente.
—Cambié de cuerpo enseguida —explicaba ahora—, por si algún testigo había presenciado lo sucedido, y, además, nos trasladamos a vivir a un lugar más hermoso y tranquilo, y de nombre sugerente. ¿Lo adivina? Los Ángeles. Mi tumba.
—Aún no está muerta —dijo el sacerdote.
La mujer se detuvo y le miró sorprendida durante unos segundos, como tratando de encontrar un oculto significado a la evidencia de aquellas simples palabras. Luego sonrió y de nuevo, muy erguida y expectante, ocupó su lugar en la silla frente a la de él.
—Pero mi sentencia ya está firmada —dijo quedamente.
El sacerdote agachó la cabeza, como si aquella realidad fuese culpa de su propia negligencia.
—Sí —susurró.
—En Los Angeles adquirimos un apartamento en un lugar sobre el que no voy a darle ninguna pista —continuó ella—, para evitar tentaciones que acarrearían su muerte segura.
—¿Quiere decir que ellos están aquí? —pareció emocionarse el sacerdote.
—¿Lo ve? —dijo ella sonriéndole—. No debe conocer más de lo estrictamente necesario, por su propio bien.
»Al poco de llegar, caí en uno de mis estados letárgicos que resultó aún más intensamente agudo que los anteriores. Durante esas temporadas me volvía indefensa y mimosa, y Shallem era incapaz de negarme el menor capricho. Por ello, no bien me recuperaba, se apresuraba a concederme un nuevo cuerpo donde mi espíritu recuperaría la alegría largo tiempo dormida.
»Pero mis letargos eran cada vez más largos y profundos que los anteriores. A veces pasé casi medio año en un estado poco menos que vegetal. Como el de esos ancianos que dormitan constantemente, pasando más tiempo en el lado de la muerte que en el de la vida, y, cuando despiertan, parecen extrañados y a veces enojados por su vuelta, y confundidos primero y luego decepcionados por el lugar en que se hallan.
»Pero yo no me enojaba por haber regresado, sino por haberme ido. Lo hacía sin darme la menor cuenta. A veces, cuando me despertaba tumbada en mi cama, no tenía la más mínima noción de cómo había llegado allí. Mi último recuerdo podía ser un paseo por la playa, una cena en un restaurante, una película en un cine cuyo final no podía recordar… Y cuando volvía en mí, me quedaba desconcertada al no estar donde yo suponía. En ocasiones era incapaz de soportar el horror de lo que me ocurría y estallaba en gritos al recuperar la conciencia. Shallem corría a mi lado y, a pesar de mí misma, comenzaba a atormentarle con mis preguntas.
»—¿Pero qué me pasa, Shallem? ¿Qué es esto? ¿Es que nunca va a cesar? ¿No hay nada que podamos hacer?
»Pero no había nada que pudiese ser hecho, ningún remedio esotérico que pudiese ser aplicado, ninguna pócima sobrenatural. Se abrazaba a mí durante horas, en un desconsuelo que me hacía aborrecerme por no haber sabido controlarme; y entonces era yo quien acababa tranquilizándole a él, diciéndole que todo iría bien, que acabaría superando aquel trance. Pero ninguno de los dos lo creíamos.
»En 1985 la situación se había hecho completamente insoportable. Pero, aun así, sobrevivía. ¡Y a costa de cuántas vidas, Dios mío, que nada me importaban! Shallem no podía más. Lo leía en sus ojos húmedos de dolor, en su expresión eternamente consternada. Sufría continuamente. Incluso cuando éramos felices podía ver en él el sutil velo del dolor cubriendo su rostro, nunca olvidado, nunca dejado de lado.
»Recorrimos de nuevo los lugares hermosos: cada rincón de mi añorado Mediterráneo; la querida Florencia, en la que poco había cambiado; el hermoso París, donde poco resultaba reconocible; incluso Egipto, donde paseé mis ojos con una visión distinta.
»Fue… como una melancólica despedida.