VII

»Y, así, habíamos llegado a las décadas finales del siglo XIX.

»En 1890 me quedé a solas con Cannat por unos días. Leger estaba teniendo ciertos problemas que requerían la atención de su padre.

»Mucho tiempo había pasado desde aquella temible época en Florencia en que me había sentido aterrada bajo las alas protectoras de Cannat. No mentiría si dijese que ahora me sentía su igual, por más ridículo que pueda resultar el escucharlo y que me avergüence el decirlo. Incluso, hasta me ilusionó la idea de pasar unos desenfrenados días a solas con él. ¡Qué bien íbamos a pasarlo los dos! Hacía mucho tiempo que había dejado de asustarme o sorprenderme. Ahora, ansiaba su compañía como años antes hubiese deseado la de un amigo mortal. A él tampoco le importó quedarse a solas conmigo. Yo me había convertido en una mascota más traviesa y divertida de lo que él nunca hubiera sospechado que podría llegar a ser, incluso, más que Shallem. Y es que, Shallem había dejado de encontrar sentido a sus espantosos crímenes. Ya nunca le acompañaba de cacería, ni escuchaba, complacido, la hórrida y detallada descripción de sus matanzas. A veces, incluso le recriminaba, moderadamente, por unos actos que, según él, Cannat realizaba por la mera inercia de la costumbre.

»—Es posible —le contestaba Cannat, irritado—. Pero, aun así, me divierten.

»Cuando nos quedamos solos, Cannat me preguntó si quería acompañarle a divertirnos como se divierten los ángeles. Estando Shallem presente, nunca se hubiese atrevido a proponérmelo, ni yo a aceptar, si hubiera osado hacerlo. Pero Shallem no estaba.

»Recuerdo perfectamente aquella noche de verano. Vivíamos en la fastuosa Viena, por entonces. Allí, disponíamos de un lujoso y céntrico pisito, muy cerca del Teatro de la Opera. Cuando estábamos los tres juntos acudíamos, de vez en cuando, a las funciones. Pero, lo que más nos gustaba, era la música de Strauss. Lógicamente, engalanados como siempre íbamos, no pasábamos desapercibidos entre los nobles que llenaban el Teatro de la Opera. Por ello, recibíamos múltiples invitaciones a las fiestas de la nobleza que, alguna vez, aceptamos, por el solo placer de deslizarnos por los suelos pulidos y bajo las gigantescas arañas deslumbrantes de los palacios, al son del Danubio Azul. En realidad, creo que durante aquellos años no dejamos de bailar ni uno solo de los cuatrocientos setenta y nueve maravillosos valses de Strauss. Pero acudir a esas fiestas de sociedad significaba involucramos en el mundo de los humanos, exponernos a soportar su compañía, a su molesta conversación. Por ello, preferíamos el anonimato de los bailes populares, aunque no estuviesen rodeados de tanto boato y esplendor. Mientras Shallem y yo bailábamos un vals tras otro, hasta que la orquesta acababa tocando para nosotros solos, Cannat buscaba por el salón una damita atrayente con quien compartir el lecho. Si era soltera, la galanteaba y luego desaparecía con ella; si estaba casada, la seducía más discretamente y esperaba las instrucciones de ella.

»Le iba a contar lo que ocurrió aquella noche. En primer lugar, fuimos a bailar a un salón cercano al palacio del Kursalon. Bailar con Cannat era flotar en un ensueño idílico, sumirse en una embriaguez onírica a la que no se deseaba poner fin. Abría los ojos y veía a hombres y mujeres cuchicheando acerca de nosotros, las miradas frívolas e insinuantes que las jóvenes le dirigían, la admiración de los caballeros. Pero todo eso me hacía sentir incómoda. No deseaba ser el blanco de las miradas de los mortales. Únicamente quería que sirviesen de telón de fondo a nuestras vidas, a nuestros continuos pasos de baile; pero que se comportasen con nosotros como si fuésemos fantasmas a los que no pudiesen ver ni escuchar. Evidentemente, eso resulta imposible cuando se danza entre los brazos de un ángel.

»Dejamos temprano el salón de baile y tomamos el ruidoso automóvil eléctrico que habíamos adquirido, para pasearnos por la Ringstrasse bajo el estrellado cielo nocturno vienés. Luego, lo dejamos aparcado a orillas del Danubio y ascendimos las empinadas escaleras hasta la iglesia de San Esteban. En sus alrededores había, aún hoy las hay, gran cantidad de tabernas donde catar los caldos de las últimas cosechas; o buenas cervezas, si se prefería. Pedimos sendos heurigen en la taberna más cercana a la iglesia y nos acomodamos en una mesita en el exterior desde donde podíamos ver las aguas del Danubio. Pero todo estaba muy en calma; demasiado. Solo un grupito de cinco jóvenes y exaltados socialdemócratas, bebiendo cerveza en una mesa contigua a la nuestra daban sonido a la noche.

»Naturalmente, usted ya se imaginará que la diversión que Cannat me había propuesto poco tenía que ver con bailar valses o visitar las sucias tabernas. Yo sabía que había aceptado presenciar la muerte aquella noche.

»Cannat estaba mirando fijamente a los cinco muchachos. Cuatro de ellos vestían muy pobremente, tanto que hasta daban pena. Pero, el quinto, parecía de una clase social más elevada, sus modales eran más refinados, y más culta su forma de expresarse. Sin duda se consideraban a sí mismos los representantes de la nueva intelectualidad de la época. Parecían ajenos a todo cuanto no fuesen sus planes para reformar el mundo. Demasiado frágiles e inocentes para interesar a un Cannat hambriento de violentas dificultades.

»Yo le observaba excitada, preguntándome qué pensaría hacer.

»—Este lugar carece de emoción —dijo, mirándome—. Será mejor que busquemos diversión en otra parte. —Y arrojó unas monedas sobre la mesa y me ayudó a levantarme.

»Pero, entonces, cuando íbamos a continuar ascendiendo en busca de otras tabernas más concurridas, ocurrió algo inesperado. Escaleras abajo, la música de un barco atrajo nuestra atención.

»—Parece una fiesta —comenté.

»—Es una fiesta, señorita —intervino el muchacho elegante, hablando en francés al igual que yo lo había hecho. Se puso en pie y se acercó a nosotros—: mi fiesta de cumpleaños. Y estaría encantado si una hermosa dama y un caballero extranjeros como ustedes, se dignasen ayudarme a soportar el tedio de un evento tan vergonzosamente infantil. Por su aspecto deduzco que son personas de mundo y de conversación infinitamente más interesante que la que han tenido la mala suerte de escuchar en esta mesa. ¿Me harían el honor de acompañarme a mi pequeño barco, si no les ata otro compromiso?

»Cannat acogió sonriente la inesperada invitación. Le tomé del brazo, de mala gana, pues no deseaba otra compañía que la suya, y nos dirigimos todos juntos al barco. Recuerdo que Cannat se había enzarzado por el camino en una documentada conversación sobre política austríaca que me tenía completamente sorprendida. ¿De dónde habría sacado él, a quien no le interesaba en absoluto nada de lo humano que no significase directamente diversión o placer, todas aquellas informaciones? De las mentes de ellos, probablemente. Parecía un exaltado más, imitando a la perfección los remilgados modales humanos de la época y sus fanáticos discursos.

»El barco estaba lleno de gente de toda condición y edad que recibió entusiásticamente al muchacho, que se había presentado con el nombre de Otto Adler, y al que perdimos rápidamente de vista entre la multitud, pues parecía una persona muy querida y solicitada.

»Yo me sentía perdida y extraña entre aquellos alborotadores seres humanos a quienes, hacía mucho tiempo, había perdido la costumbre y el gusto de tratar. Me apretujé contra Cannat.

»—Quiero irme. Odio estar aquí —le dije—. Odio a estos extraños.

»Él me sonrió y me rodeó con sus brazos.

»—Aguanta un poco y verás —me susurró al oído.

»Y me llevó a un lugar tranquilo en la popa del barco para evitar que la gente acabase aplastándonos.

»—¿Crees que lo has visto todo? —me preguntó, sonriendo pícaramente—. ¿Crees que ya no puedo sorprenderte?

»Yo le sonreí a mi vez, preguntándome, ansiosa, qué tramaría. Aquello empezaba a ponerse bien, me dije.

»El insoportable tumulto que la gente producía parecía no ir a extinguirse nunca. Era tan irritante como el de una monstruosa discoteca contemporánea.

»Pero, de pronto, comenzó a suceder algo tan extraordinario que la embarcación entera enmudeció, atónita.

»El barco había comenzado a elevarse. Los invitados se habían quedado perplejos hasta tal punto que, sin poder dar crédito a sus sentidos, ninguno se atrevía a decir una sola palabra al respecto. Ascendíamos muy despacio y sin el menor bamboleo, limpiamente. Cada uno permanecía en su lugar, y solo la bebida en las copas se tambaleaba ligeramente. Pero, en la oscuridad de la noche, la tenue sensación que se apreciaba al elevarnos podía confundirse con una ilusión sin fundamento.

»Mi espalda se apretaba fuertemente sobre el pecho de Cannat y me asía a sus brazos, que se cruzaban sobre el mío. Giré un poco la cabeza y vi sus pequeños y afilados caninos, su adorable expresión de encantadora fierecilla salvaje. Me sonrió, y sus brazos me rodearon con más fuerza, como si estuviese protegiendo a su cachorro de un peligro inminente.

»Cuando la altura se hizo evidente, y las luces de las ventanas y, luego, los tejados de las casas, surgieron bajo nuestras cabezas, hombres y mujeres estallaron en gritos de histeria. Mi corazón palpitaba desenfrenado ante el espectáculo de terror que Cannat había creado. Vasos y copas empezaron a rodar por el suelo, arrojados de las bandejas por los enloquecidos camareros. Algunos caballeros se precipitaron por la borda cayendo estrepitosamente a las aguas del Danubio, cuyo curso seguíamos desde unos veinte metros de altura. Y continuábamos ascendiendo. Las personas se aferraban a los mástiles y a cuantos objetos aparentemente firmes existían sobre la cubierta, pese a que nos deslizábamos bonanciblemente y no parecía existir posibilidad de caída. Los gritos de “¡Dios! ¡Dios mío, ten piedad! ¡Perdónanos!”, se convirtieron en una quejumbrosa letanía.

»Tras mi espalda percibía las agitadas oscilaciones de la breve y silenciosa risilla de Cannat. Solo él y yo permanecíamos quietos y callados, observando el comportamiento universal que el pánico desata en los seres humanos. Por encima del anárquico griterío, la voz de Otto Adler llamaba al orden y al sosiego desde algún lugar oculto por la multitud. Me llamó la atención y lo busqué con la mirada. De pronto le vi, discurseando subido sobre un tonel, y sujeto al palo mayor.

»Cannat se dio la vuelta, sin soltarme, para contemplar el paisaje que dejábamos atrás. Habíamos abandonado el lecho del río y ahora navegábamos por encima del oscuro campo, salpicado, de cuando en cuando, por las mortecinas lucecillas de las dispersas viviendas.

»Diez minutos después, los gritos se habían ido extinguiendo casi por completo. Casi todas las mujeres estaban caídas en el suelo de la cubierta, roncas y exhaustas, rezando y llorando. Muchos hombres continuaban tensa y desesperadamente agarrados a los aparejos o a la rueda del inútil timón, repasando su vida, sudorosos, musitando también sus oraciones; pero, los más valientes observaban la altura y el recorrido sujetos a la borda.

»Mi corazón palpitaba enloquecido por la emoción. Me pregunté qué sentirían los humanos, cuál pensarían qué era la fuerza que había producido aquel milagro.

»—Más deprisa, Cannat. Más deprisa —le pedí malignamente, viendo que la respuesta de los agotados mortales ante el terror parecía haberse apagado—. ¿Puedes?

»Desde luego que podía. La velocidad se incrementó gradualmente, la gente pareció reanimarse y, de nuevo, comenzó a chillar enloquecida. Sorprendidos de improviso, algunos de los valientes que se habían asomado como nosotros cayeron por la borda. Una mujer, desesperada por el pánico, se arrojó voluntariamente. Sus gritos frenéticos y, ya, afónicos; sus indescriptibles expresiones, en las que el terror más puro frente a lo desconocido adquiría la forma de un interrogante ante aquel suceso sobrenatural e inexplicable que solo un mortal entre ellos era capaz de comprender, me empujaron de tal forma al vértigo de la creciente excitación que comencé a chillar exaltadamente y mis gritos sobresalieron por encima de todas las voces. Pero yo no gritaba de miedo ni arrebatada de sentimiento ante el sufrimiento ajeno, sino porque me pareció una broma magistral el simular un falso terror y un inexistente vínculo emocional con aquellos seres cuyo pánico yo misma había propiciado y cuyas aterradas expresiones me causaban supina diversión.

»—¡Más deprisa! ¡Más deprisa! —le pedí a Cannat de nuevo, arrobada por el placer de la velocidad y excitada por el pánico a mi alrededor.

»Y, cuando la velocidad se incrementó aún más, volví a chillar y me tiré del cabello, enloquecida, al tiempo que miraba a Cannat y me reía en medio de un éxtasis diabólico. Él se rió también, y, comprendiendo mi juego, comenzó a gritar desaforado y como lleno de terror. Éramos como esos niños que, dejándose arrastrar por inciertas emociones, se deleitan gritando a pleno pulmón en los inofensivos cochecitos de una montaña rusa.

»—¡Más rápido, Cannat! —exclamaba yo, entre grito y grito—. ¡Más! ¡Más!

»Y, de repente, la velocidad aumentó hasta un punto que ningún humano había conocido. Al principio, vi muchos cuerpos mortales saliendo despedidos por encima de nuestras cabezas. Luego, la oscuridad se hizo total; como si la Tierra, la Luna y las estrellas hubiesen desaparecido, y todo lo conocido se redujese a aquella nave invisible en un vertiginoso viaje por el universo. Los sentidos se embotaban hasta hacer imposible el pensamiento, pero yo seguía gritando, o intentándolo:

»—¡Así! ¡Así! ¡Así!

»Y no sé cuánto tiempo duró el inenarrable placer de la velocidad, pero se me hizo demasiado breve. Después empezó a frenar, algo violentamente para mi cuerpo mortal, y pronto advertí una desvaída franja blanca luminosa que, lentamente, adquirió forma elipsoidal, y luego circular y resplandeciente: la familiar Luna, que volvía a iluminar la noche.

»Cuando perdimos suficiente velocidad, miré por la borda y observé el lugar en que estábamos. Pequeñas montañitas arenosas extendiéndose hasta el infinito. Eso era cuanto se podía ver.

»Nos quedamos parados por completo, flotando en el aire sobre el mar de dunas, y traté de recuperar el aliento. El silencio era absoluto. Muy pocas personas habían conseguido permanecer a bordo, pero, los que aún quedaban, continuaban enloquecidamente aferrados a los mástiles con brazos y piernas, sin osar, siquiera, levantar la mirada. Nosotros éramos los únicos que, por algún milagro que desconozco, seguíamos en pie.

»Las velas estaban hechas auténticos jirones; en realidad, era difícil adivinar que aquellos hilachos colgantes hubiesen sido velas. Los trinquetes habían sido arrancados de su lugar, lo mismo que los masteleros y el palo de mesana, que, por cierto, había aplastado a dos mujeres en su caída.

»Empecé a reírme con una risilla histérica, blasfema. Cannat echó a andar conmigo de la mano, sorteando las jarcias dispersas por todas partes. Se detuvo junto a un cuerpo sangrante, que alzó la cabeza al percibir su proximidad, y que murmuraba, vanamente, unas frases incomprensibles.

»—Una fiesta encantadora, Herr Adler. Muy original —se burló Cannat, con su voz más fresca y jubilosa—. Pero, temo que ahora habrá de dispensarnos si le dejamos tan temprano. Nos ha fatigado tanto alboroto.

»Y, de improviso, me di cuenta de que mis pies habían perdido el apoyo de la cubierta del barco; mejor dicho, de que el barco había desaparecido bajo ellos y Cannat me sostenía entre sus brazos. Tuve la fugaz visión de un barco cayendo e incrustándose entre las blandas arenas de un desierto que serviría de lecho eterno a Otto Adler y a los pocos que no habían muerto por el camino, y donde nunca jamás sería descubierto por el ojo humano. O, tal vez, sí.

»Yo estaba arrebatada. Es posible que continuase riéndome enloquecida. No lo recuerdo bien.

»—¿He alcanzado tus expectativas? —me preguntó Cannat.

»—Las has superado —le contesté con la voz quebrada, orgullosa de él, y con las mejillas encendidas por la excitación.

La mujer quedó en silencio. El padre DiCaprio parecía estremecido.

—Pero, en aquellos momentos…, ¿usted no sentía nada en absoluto por los seres humanos que acababan de morir? —preguntó.

La mujer se encogió de hombros e hizo una elocuente mueca.

—Nada —contestó—. No me importaron nada. Cuando reparé en ello, tiempo después, me sentí algo avergonzada. Al fin y al cabo, no eran más que pobres inocentes que no habían hecho daño a nadie, supongo; y, entonces, sentí lástima por el amable Otto y por sus exaltados amigos.

—¿Luego regresaron a Viena inmediatamente? —preguntó el sacerdote.

—Así es. Regresamos directamente a nuestro piso. Habíamos tenido suficiente. Pero la diversión continuó a la noche siguiente.

—No quisiera escuchar… —comenzó el padre DiCaprio, enjugándose la frente con su pañuelo.

—¡Oh! Pues lo siento. Porque es su obligación, ¿no? No salimos con planes fijos a la noche siguiente, salvo el de tomar un coche de caballos que nos llevara al lugar en que habíamos aparcado el automóvil; bastante lejos, como sabrá si conoce Viena. Pero, no se preocupe; no pensábamos matar al cochero. En realidad, lo más fácil hubiera sido que nadie hubiera muerto aquella noche. Solo pretendíamos dar un simple paseo bajo el fresco nocturno, ya que, como le he dicho, creo, era verano, y el sol pegaba fuerte durante el día. Pero los hados tramaron un destino diferente.

»Cuatro tipos se estaban dedicando a destrozar nuestro cacharro, justo cuando llegamos a él.

—¡Oh, no! —exclamó el confesor—. Los mató de inmediato.

La mujer sonrió.

—No. Me temo que no —contestó—. Eran gallitos de pelea e iban armados con unas de esas pistolas de arzón que se hacían entonces. Por lo tanto, decidieron hacerle frente.

—Con lo cual él, sin duda, estuvo encantado —aventuró el sacerdote.

—No muy especialmente. Consideraba que las armas de fuego carecían de emoción. ¿Comprende? Pero se sintió verdaderamente enfurecido al ver que habían destruido nuestra propiedad. No había lugar para la diversión, sino solo para el castigo. Creo que se hubiera limitado a liquidarlos rápida y limpiamente de no haber sido porque ocurrió algo más. Un quinto delincuente surgió de las sombras, me sorprendió por la espalda y, sujetándome, le amenazó con el filo de un cuchillo de cocina sobre mi garganta. Estaba tan nervioso que apretó demasiado y me lo clavó, de forma que proferí un grito y la sangre empezó a brotar de mi cuello. Estaba verdaderamente asustada. Los dos que portaban armas de fuego tenían a Cannat encañonado.

»—Su dinero, su reloj, sus joyas, caballero, si no quiere sufrir un daño irreparable —le amenazó el más joven de los ladrones, y los otros, tres golfos de aspecto vomitivo, se echaron a reír.

»Pero Cannat se había vuelto hacia mí y tenía los ojos clavados en mi tembloroso atacante. Yo estaba casi llorando cuando el cuchillo cayó el suelo y el individuo me soltó.

»—Pero, Johann, ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco? —Oí que le recriminaba el mismo joven de antes, que parecía el líder del grupito.

»Johann se había quedado tan exánime como una momia, y continuaba mirando a Cannat, completamente ido. Me puse la mano en el cuello y me asusté al ver lo mucho que sangraba.

»—¡Cannat! —exclamé, asustada.

»Y él se acercó rápidamente a mí y me cubrió con su cuerpo.

»—¡Malditos! —le oí susurrar enfurecido—. ¡Malditos!

»—¡Mátalos, Cannat! —le rogué—. ¡Mátalos!

»Oí una extraña explosión, como de grandes bolsas de agua que estallaran. Cuando Cannat se apartó de mí y pude mirar, lo que vi me revolvió las entrañas. No, no tema; no tengo intención de hacerle ninguna cruenta descripción.

»Johann era el único que quedaba vivo. Le observé mientras Cannat me examinaba el cuello. Tenía la expresión vidriosa y petrificada de una momia etrusca.

»—Shallem hubiese sabido que esto iba a ocurrir —se recriminó Cannat, enfadado consigo mismo—. Lo hubiese presentido.

»—No te preocupes —traté de confortarle—. Es solo un rasguño.

»—Igual que es solo un rasguño podías estar muerta si te hubiesen disparado inesperadamente con esas armas —dijo, y señaló al lugar desde donde, los ahora despojos humanos, nos habían amenazado con unas armas que ya no existían.

»—No te atormentes. No ha pasado nada —insistí—. Ha habido muertes que Shallem no pudo evitar, que presintió demasiado tarde, o que no presintió.

»Me apretó el hombro y me llevó contra sí. Después, se dio la vuelta y contempló a Johann, que parecía un animal disecado.

»—Este ha sido el causante de todo —dijo, rabioso—. Para ti, algo especial.

»Y le puso la mano en el cuello y Johann pareció resucitar y se echó hacia atrás, de modo que quedó apoyado contra el coche.

»—Tus amigos se han ido —le dijo Cannat—. Pero lamentan no haber podido despedirse. Tenían prisa.

»Y le señaló los restos humanos, apenas reconocibles como tales, y el muchacho estalló en desquiciados alaridos. Cannat levantó las manos hacia su rostro, con intención de quitarle las redondas gafitas que llevaba, y él, aterrado, se lo cubrió con las manos.

»—¿No querrás que se rompan? —le preguntó, quedamente, Cannat.

»Y se las quitó y las arrojó con tal fuerza sobrenatural, que, desde la acera donde estábamos, atravesaron la calzada y la avenida y fueron a caer dentro del río. El muchacho gemía lleno de pánico, y aún me dio más asco a causa de ello.

»—No lo mates deprisa —dije—. Haz que sufra.

»—Desde luego, madame —me contestó Cannat, sin quitarle la vista de encima. Y, luego, se dirigió a él—. ¿Qué, de especial, podríamos hacer contigo?

»Y, durante varios segundos, pareció meditar seriamente, con una mano cubriéndole la boca y el codo apoyado sobre el otro brazo.

»—Juliette, dame tu sortija —me pidió, finalmente.

»Cannat había hecho engastar en oro tres de los zafiros que guardaba en su casa de la selva. Los tres eran enormes e idénticos y nos había regalado uno a Shallem y otro a mí. A esa sortija se refería.

»Ignoraba con qué intención me la pedía, pero, excitada como estaba, preferí no retrasar con preguntas el desarrollo de los hechos, y, rápidamente, me la saqué del dedo y se la tendí. Él se la mostró al chico.

»—¿Te gusta? —le preguntó. Y me fijé, entusiasmada, en que sus dientes brillaban como diamantes.

»El muchacho asintió, temblando. Cannat estaba encima de él, por lo que tenía medio cuerpo doblado hacia atrás sobre la portezuela del coche.

»—¿Sí? ¿Te gusta tanto como para vivir en él? Tu casa no es tan hermosa, ¿verdad? —le preguntó Cannat.

»—Cannat, no, no quiero —dije yo, adivinando sus intenciones—. Si lo metes ahí tendré que soportarlo sobre mi dedo el resto de mi vida.

»—Te regalaré otro —me aseguró sin mirarme.

»—¡No! —insistí—. ¡Quiero ese!

»Y, entonces, vi que Cannat no me estaba haciendo ningún caso y, por los ojos desorbitados del chico, supuse que había comenzado a extraer su alma y que tardaría segundos en habitar en mi piedra por toda la eternidad. Creo que no lo dude. El sangriento filo del cuchillo que me había herido brillaba a mis pies bajo los rojizos reflejos de una farola cercana. Lo cogí y se lo clavé en el corazón. Luego lo solté, de súbito, como si su sordo quejido de dolor me hubiese quemado el alma.

»—¿Y tú eras la que quería que sufriera? —me preguntó, indignado, Cannat—. Nunca he visto una muerte más rápida y piadosa.

»Yo estaba paralizada, contemplando, hipnotizada, la sangre que manaba de la herida que yo había abierto; la estúpida expresión del chico, que, apoyado en el coche, no había llegado a caer al suelo. Me toqué el cuello y percibí la humedad de mi propia sangre.

»—¿Nos vamos ya, Cannat? —le pregunté, mirándole bravamente a los ojos.

»Dudó un momento, pues me miraba enfadado y con un matiz de sorpresa. Luego asintió.

»Aquella fue la primera vez que maté con mis propias manos, a sangre fría y sin ningún remordimiento; porque, desde luego, no considero las veces que lo hice en defensa propia. Pero, comprendiendo la debilidad de mi cuerpo y los peligros a que estaba expuesto, al día siguiente adquirí mi propia pistola. Un juguete, en realidad, que me hallaba ansiosa por probar. Pues, no tanto lo había comprado para defenderme de los poco probables peligros que pudiesen acecharme, como para resarcirme de la impotencia que había padecido en las manos de aquel criminal, experimentando, por mí misma, el poder sobre la vida y la muerte.

»Durante tres pacíficos días esperé la ocasión adecuada para utilizar la pistola que llevaba incómodamente atada al tobillo y cubierta por la falda. Un borracho me dio el pretexto mientras Cannat buscaba un carruaje que nos llevase a casa tras un paseo, pues nuestro automóvil también había ardido.

»El hombre se detuvo a mi lado y me dijo cualquier cosa con su aliento apestoso, luego me pasó un brazo por los hombros y comenzó a hablarme con voz gangosa. Me sentí vomitar. Me agaché, extraje la pistola de su lugar y disparé sobre él a quemarropa, sin cruzar una palabra o darle tiempo para huir o, siquiera, para darse cuenta de que un arma amenazaba su vida. Cannat lo había visto todo. Vino hasta mí y me arrebató la pistola hecho una furia. Durante unos segundos solo me miró, como si no estuviera seguro de lo que debía decir. Señaló mi vestido, lleno de sangre. Parecía boquiabierto, mudo de asombro.

»—Nunca —dijo por fin, con sus ojos ardiendo ferozmente ante los míos—, nunca jamás hagas una cosa así delante de Shallem. ¿Me oyes?

»—Pero, Cannat —traté de defenderme, confusa ante su inesperada reacción—, este hombre me estaba molestando.

»—Solo tenías que haberme llamado. Le has matado sin necesidad, y tú no puedes hacer eso. No debes. ¿Sabes lo que significaría para Shallem si llegara a enterarse de que andas por ahí matando sin razón? ¡Sería el fin!

»—¡Pero este hombre me estaba asustando! ¿Quién sabe?, podía llevar un cuchillo escondido o pretender hacerme algún daño —alegué, en un gemido.

»—¡Guárdate tus falsedades! —exclamó—. Aunque fuese verdad que hubieses pensado eso, que no lo es, Shallem nunca lo vería así. ¿Quieres perderle? Déjate llevar por tus instintos humanos. Es el camino más rápido.

»Pasé incontable tiempo cuestionándome mi comportamiento durante los días que había pasado a solas con Cannat. ¿Por qué el sufrimiento de aquellos que ya no eran mis congéneres me había enloquecido de tal manera? ¿Por qué había querido y conseguido equipararme a él, matando con indiferencia y sin piedad? ¿Por qué había buscado venganza en un pobre mendigo borracho? ¿Por qué, Shallem y él, no podían soportar el verme matar, cuando ellos lo hacían sin darle la menor importancia? Pero ninguna de mis preguntas hallaba respuesta.

»Cuando Shallem regresó, sentí una paz inmensa que ya había olvidado y todo volvió a la normalidad. Había estado quince días sin él; una eternidad.

»No obstante. Cannat se apostaba a mi lado, como un guardaespaldas, vigilando mis actos y escuchando mi conciencia, y amenazándome con penas terribles si me desviaba del buen camino.

»El tiempo pasó en absoluta tranquilidad, pero los pensamientos sobre lo ocurrido en aquellos días me reconcomían el alma. Pero no era un pesar por lo que había hecho, sino por lo que no había sido capaz de sentir: pena, piedad remordimientos, compasión…, sentimientos que ya no podía sentir por ningún humano. Y no lo lamentaba tanto por mí misma como por el cierto hecho de que mi crueldad causaba la amargura y el intenso disgusto de Shallem, quien se culpaba de cuanto de malo le sucedía a mi espíritu, y quien no había tardado dos minutos en conocer mi vergüenza. Y, para entonces, ya era un hecho irrefutable el que mi alma estaba sufriendo profundos trastornos. Nadie podía permanecer ciego a esa evidencia; ni siquiera yo.