»Era la edad de mi espíritu, desde la fecha de su venida al mundo en Saint Ange, de ciento veintiséis años. Aunque habían transcurrido cuatrocientos veintiséis desde el nacimiento de Juliette Cressé. Era el año del Señor 1624.
»Mi cuerpo era hermoso. De pelo más oscuro que el anterior, largas y rizadas pestañas sombreando los ojos grises, y facciones delicadas.
»Durante las primeras horas de la posesión, sufrí la tortura de las extrañas visiones procedentes del joven pero repleto cerebro de la chica. Volví a tener miedo. De que no cesasen jamás, de tener que padecer para siempre la memoria de aquellos seres y lugares ignotos. Pero, al igual que la primera vez, mi espíritu dominó aquella carne borrando de ella todo recuerdo, toda mácula.
»Los primeros días padecí la lógica perturbación. Algo parecido al tormento anterior, pero mucho menos acusado, más vago e indefinido. Ahora no era una primeriza, y sabía que pronto me acostumbraría a las nuevas sensaciones. Me sentía más débil, en realidad, porque el cuerpo lo era más que el de Ingrid, aunque pronto aprendí a manejarme con soltura y a medir la fuerza que había de emplear para cada actividad. Pero era una debilidad puramente física, porque de nuevo había renacido a la vida dentro de aquella carne de unos veinte años y me sentía, interiormente, pletórica de energía. Exuberante en mi joie de vivre.
»Al principio, Shallem no me quitaba la vista de encima. Y Cannat observaba sus miradas y me reconocía, a su vez, estudiando cada uno de mis gestos, de mis palabras, las nuevas costumbres o actitudes extrañas que pudiese desarrollar, las variaciones en mi gusto; siempre en busca de algún indicio de alteraciones en mi personalidad que pudiesen llegar a derivar, o simplemente sugerir cambios negativos en mi espíritu; en definitiva, que pudiesen llevar a Shallem al disgusto y al arrepentimiento por su acción.
»—¿A qué vienen esas vestimentas tan sobrias, tan fúnebres? Tú nunca has llevado esos tonos tan rancios —me decía Cannat preocupado.
»—Es la moda en París —le contestaba yo—. Ya no se llevan los trajes subidos de color. Las pasamanerías de oro y de plata han sido prohibidas por Richelieu.
»—He visto vestidos más alegres en un velatorio. Estoy seguro de que puedes encontrar telas como las que siempre has usado —me porfiaba—. Y si no, iremos a Oriente a buscarlas.
»Otras veces las disputas se referían a mi modo de alimentarme.
»—¿Por qué comes tantas naranjas? Nunca te habían gustado tanto las naranjas —me decía.
»—Siempre me han gustado las naranjas —le contestaba yo—. Pero este año son más dulces que nunca. Están deliciosas.
»Pero lo que más le preocupaba era mi modo de hablar, de desenvolverme. Se disgustaba si me veía interesada por las cosas de los humanos, salvo que fuese por el arte, novelas, vinos, ropas, o joyas. Incluso mis pensamientos resultaban constantemente fiscalizados.
»—¿Desde cuándo te interesa la política humana? ¿Qué puede importarte a ti? —me censuraba.
»—No me importa en absoluto. Se lo he oído comentar a los criados. Eso es todo —me defendía yo.
»Los recelos desaparecieron a los pocos meses. El nuevo cambio no parecía haberme afectado sustancialmente. Mi espíritu no había sufrido daños. O eso parecía.
»Durante cincuenta años habité feliz y pacíficamente en el interior de aquel cuerpo, pero ni uno solo de sus días había transcurrido sin que dejara de preguntarme qué pasaría cuando, de nuevo, llegase al final del trayecto. Hasta que, un día, visitando la iglesia de Saint-Blaise de Dubrovnik, me sorprendió una especie de derrame cerebral que me dejó totalmente incapaz e indefensa.
»Estaba caída en el suelo cuando volví en mí, como si hubiera estado arrodillada rezando, pues tenía un rosario en las manos entrelazadas. Vi que estaba vestida de negro, un color que yo nunca usaba. Y esto me extraño. Luego vi que mis manos habían cambiado, que sus dedos eran largos y afilados y llevaban sortijas que jamás había visto. Y empecé a temblar. Pero aún no comprendía. Estaba algo mareada. Comprobé que tenía vello, abundante y oscuro, en mis, extrañamente delgados, brazos. Me quedé perpleja. Unas manos me ayudaban a levantarme. Era Cannat, a él le reconocí de inmediato; a mí misma no volvería a reconocerme jamás. A partir de ahí solo tardé unos instantes en darme cuenta de lo que había ocurrido, que de alguna manera, yo, otra vez ya no era yo, que me habían introducido en un nuevo cuerpo. Pero no recordaba mi último cuerpo profanado, sino el mío, el legítimo. Al no haber estado preparada, al no haber tenido ni siquiera conciencia de mi gravedad, pues no había tenido tiempo de apercibirme de nada, la conmoción fue tal que me desaté en gritos desaforados. Fue espantoso lo que ocurrió entonces.
»—¡Cálmate, cálmate! —me decía Cannat sacudiéndome—. ¿Quieres que tenga que matar a todo el mundo aquí dentro?
»Y entonces, una mujer de unos cuarenta años, llegó, gritando, hacia nosotros por el pasillo central. Se abalanzó furiosamente sobre Cannat dirigiéndole un agitado discurso en su lengua, tirándole de la ropa y tratando de apartarlo de mí. Era, evidentemente, la madre de la chica que ya no existía. La mujer, al igual que la hija, vestía ropas humildes de tonos oscuros; estaba muy delgada y ojerosa, como si padeciese disgusto o enfermedad.
»Pero había más gente en la iglesia. Abrí los ojos y vi que cuatro o cinco mujeres de edad avanzada se habían acercado en auxilio de la madre, que ahora yacía en el suelo del pasillo luchando por volver a incorporarse al ver que Cannat me obligaba a salir de entre los bancos, con evidente intención de sacarme de la iglesia. Y yo, mientras me sentía guiada por sus brazos, no podía apartar mi vista de ella, acongojada y sufriendo por ella como si en verdad fuese mi madre. Se levantaba del suelo extendiendo sus brazos hacia mí, intentando retenerme por el borde de mi falda, y yo, como en un trance, extendí también un brazo hacia ella, como para no decepcionarla o porque no supiera, realmente, si aún era su hija. Y, de pronto, todas las mujeres cayeron sobre nosotros, pegándoles a ellos y pretendiendo rescatarme de sus brazos. Mientras yo, en mi delirio febril, me decía fugazmente: “Las van a matar. Las van a matar a todas”. Y gritaba:
»—¡No! ¡No!
»—¡Haz que se aparten, Shallem! ¡Haz que la suelten! —gritaba Cannat.
»Y Shallem, haciendo uso de una fuerza que nunca hasta entonces le había conocido, cogió una a una a las mujeres y las lanzó por el pasillo hacia el altar, a poca distancia del suelo, como en una jugada de bolos, para evitar que se estrellaran contra aquel. Habían quedado todas perplejas y doloridas, y la madre, herida y gimiente, luchaba por volver a levantarse.
»La atónita mirada del Saint-Blaise de plata dorada sobre el altar, fue lo último que vi antes de que Shallem se abrazase a Cannat y desapareciésemos de aquel lugar.
»No podía quitarme de la mente el dolor de la madre. Los ojos de la hija, sus tan parecidas facciones, eran un recordatorio constante. La veía llorando, tendida en el suelo de la iglesia, y pensaba que aún seguiría llorando y suplicando a su santo en el mismo lugar. Y el cuerpo de la pobre chica no solo no era hermoso, ni siquiera gracioso, sino débil y enfermizo y continuamente aquejado de dolores.
»—Fue una urgencia —me decía Cannat—. Da gracias de que al menos fuese joven.
»Pero esa dolorosa posesión pareció hacerme despertar de un sueño. Como si aquella hubiese sido la primera vez, tomé conciencia del horror del fenómeno. Me miraba de continuo en los espejos, advirtiendo que no lograba dotar de una chispa de alegría aquellos tristes ojos oscuros. En aquel cuerpo abatido y enfermizo era menos yo de lo que nunca lo había sido en ninguno de los otros dos. No conseguía estar en comunión con él.
»Los oí cuchichear a mis espaldas durante varios días. Discutiendo la solución a tomar. Yo quería salir de ahí, huir de él.
»—Tengo algo para ti —me dijo Shallem una noche, una quincena después de los hechos.
»Habíamos vuelto a nuestra casona de Stratford on Avon, cuyos días ahora me parecían, más que nublados, inmutablemente oscuros y tormentosos. Entonces existía una public house en el pueblo que tenía el nombre de “Red Horse”. Durante tres noches habíamos acudido a ella sin que yo encontrara en tan ruidoso local sino angustia y aturdimiento. Ellos habían fingido que les gustaba, pero el motivo de nuestras visitas era bien distinto. Solo pretendían que me acostumbrase a la visión del joven cuerpo de una de sus camareras, una que recibía las constantes atenciones de Cannat, y en cuyo lecho se había encontrado este la noche anterior.
»Aquella noche me hicieron observar, sutilmente, la gracia de la chica, su encanto. Hablaban de su nariz respingona, de sus pecas, de su estropajoso cabello rojizo, y de sus modales, bruscos, más que ágiles, como si fuesen dignos de eterna alabanza. Yo estaba casi embriagada de cerveza cuando, varias horas después de nuestra llegada, Shallem comenzó a explicarme lo bien que estaría allí dentro, lo robusto y bien constituido que era; que no podía continuar así, deprimida y angustiada, y que todo cambiaría cuando tomase un nuevo cuerpo, pues aquel que ahora poseía no había sido más que una solución de emergencia. Me preguntó si me gustaba, si pensaba que estaría a gusto en él. Me dijo que no tenía por qué ser aquella noche, que podía tomarme tiempo, hacerme a la idea, verme dentro de él, o escoger otro, si prefería. Estaba aturdida según le escuchaba, y en aquel momento únicamente ansiaba una cosa, algo que nadie en el mundo, quizá Dios sí, podría devolverme: mi amado, mi querido, mi añorado legítimo cuerpo inalienable. Y aun lo hubiera recibido gustosa siendo viejo y achacoso, pues no era su belleza lo que me hacía añorarlo. Según Shallem me hablaba, paseé las yemas de mis lánguidos dedos por su rostro eterno; ¿por qué no envejecer juntos, mi amor, morir juntos, vivir eternamente juntos como almas inmortales en el paraíso?, me decía. Y deseé que él pudiese envejecer y morir, para extinguir mi deseo de arrastrarme, eternamente, cuerpo tras cuerpo enajenado, en pos de sus pasos inmortales. Pero él no podía morir, ni envejecer un día, una hora, un minuto, siquiera un segundo de un tiempo que, bien lo decían, no existía en realidad. Le dije que sí, que lo hiciéramos aquella misma noche, en un sitio tranquilo, sin que ella sufriese o gritase, sin violencia, sin traumas.
»Cannat se la llevó a la parte trasera de la taberna y allí, de un beso, como hiciera con Ingrid, la arrancó el alma.
»Y con ello, un pedazo de la mía acababa de morir. Durante solo quince días había poseído el cuerpo de la chica de Saint-Blaise y me había deshecho de él, no porque fuese a dejar de existir de forma inminente, sino porque no resultaba lo bastante bueno para mí. La había matado a ella, y también a su madre. Y todo por quince miserables días. Me sentí más sacrílega que nunca. Pensé que debía haber permanecido en él, aceptado mi culpa, mi cruz; que debía haber envejecido en él; que la chica estaría en aquel momento ante Dios, señalando su cuerpo abandonado, reclamando justicia. Pero, no había muerto absolutamente en vano, ella me había salvado, aunque solo hubiese permanecido un minuto en él, me habría salvado.
»—Pronto volverás a ser feliz —me aseguró Cannat.
»A la mañana siguiente, Shallem y yo abandonamos Stratford on Avon, a donde no sería conveniente volver en los próximos años. Shallem me llevó a conocer las curiosas tribus de África. Lugares maravillosos donde no existían espejos ni recuerdos. Creo que fui feliz casi desde el momento en que pise tierra extraña, con toda su fascinación y hermosura, y no dispuse de un minuto en el día para pensar.
»Necesitaba, además estar a solas con él. Él era la paz, sus ojos, la visión de la Gloria Celestial. Y tras múltiples horas hundida en su pecho, escuchando sus dulces palabras, volví a recuperarlas: la Paz, la Gloria.
»Pero cada día me sorprendía a mí misma pensando en Cannat. Y más le echaba de menos cuanto más feliz era.
»Y allí, en África, bajo la inmensa bóveda cuajada de palpitantes estrellas, Shallem retornó a hablarme de Dios, de su angustia inextinguible, de su hambre inmortal, de su corazón desgarrado ante el silencio de un Padre inconmovible a quien cada día clamaba en busca de una palabra de Amor.
»—Pero Él me escucha —susurraba, con sus ojos fijos en el firmamento—. Él sabe que le amo, que no soporto la existencia sin Él… Y un día retornaré a Él. Le arrancaré el Amor, lo quiera o no lo quiera.
»—¿Cuándo Shallem? ¿Cuándo volverás a Él? —le preguntaba yo, angustiada ante la idea de perderle.
ȃl se daba la vuelta para mirarme a los ojos, para besarme, para susurrarme:
»—Cuando tú…, ya…, no debas seguir siendo mortal…
»Casi tres meses después, apareció Cannat. Llegó, feliz, al reencuentro con los suyos, como siempre, besándonos y abrazándonos y contando sus fechorías.
»—¿Has visto? —me susurró, indignado, en un aparte—. ¡Ya está otra vez con sus… sus…! ¡Mañana mismo me lo llevaré de aquí!
»Y yo le miré, embobada, sonriente: ya era intensamente feliz.
»En los ciento sesenta años siguientes, hasta 1834, fui dichosa través de cuatro cuerpos diferentes. Entonces, en esa fecha, ocupé el siguiente, el que hacía el número siete.
»Pasaron veinte felices años. El cuerpo era sano y no sufría más que ligeros constipados. Aún podía durar muchos años en perfecto estado. Sin embargo, había comenzado a envejecer.