IV

»Durante mucho tiempo había imaginado lo que sentiría yo, y cuál sería su reacción, si me atrevía, como deseaba, a abofetear a Cannat. Había llegado al convencimiento de que debía hacerlo, de que era lo debido, lo apropiado, como si él fuese un caballero y yo una dama ofendida. Cien veces me había visto a mí misma penetrando en su alcoba, donde le encontraría sorprendido y desnudo. Me quedaría en el umbral durante unos segundos mientras él advertía mi mirada dura y helada. Él, que, al entrar yo, estaría inclinado guardando su ropa en el arcón, (así me gustaba imaginarlo), se incorporaría de inmediato, en guardia, con su mirada hundiéndose hasta el fondo de mi ser y los labios ligeramente separados. Daría un portazo, sin quitarle de encima la insultante mirada y, tras unos instantes, me acercaría a él. A partir de aquí mi fantasía encontraba diferentes salidas. A veces todo ocurría de un modo normal, es decir, yo le abofeteaba y él me devolvía la bofetada, o bien, yo le abofeteaba y él se echaba a reír, o yo le abofeteaba y él se quedaba estupefacto mientras yo le decía lo que Shallem y yo pensábamos de él y le exigía unas respuestas que él me daba y que yo me imaginaba distintas de una fantasía a otra, para luego abandonar la alcoba, orgullosamente, dejándole abochornado; esta claro, era la esencia de toda fantasía. Pero otras fantasías eran más perturbadoras, y aunque variaban ligeramente, (a veces conseguía golpearle, otras él detenía mi mano), compartían el mismo desenlace: yo, siempre la antigua Juliette, la verdadera, tumbada sobre las blancas sábanas de seda del lecho de Cannat. Era evidente que a él le atraía aquel cuerpo que ya había sido suyo, que lo había escogido de entre los miles que conocía. Y yo me preguntaba si aún lo desearía.

»No solo no me atreví a pegarle, sino que, cuando le tuve delante, me sentí dolida y recelosa, y deseé apartarme de él, y mirarle solo desde lejos. Sabía que debía odiarle, despreciarle, pero era incapaz de ello. Sin embargo, ¿de qué otra forma digna podía comportarme ante él, sino fingiendo esos lógicos sentimientos aunque no existieran, o no, al menos, en la medida en que hubieran debido? ¿Cómo iba a simular que todo seguía igual, que nada había cambiado, que no había obrado en mí el más diabólico de los milagros?

»No cruzamos una sola palabra durante aquel primer día. Él me miraba insistentemente y yo, que no me apartaba de Shallem, no sabía cómo interpretar sus miradas.

»—¿Ya eres feliz? —me preguntó al día siguiente, durante un minuto en que nos encontramos a solas.

»—¿Feliz? —le respondí—. Me has encerrado en una cárcel de carne. Me duele cada minuto de mi vida, cada instante de mi existencia innatural, cada partícula de este cuerpo que jamás será mío.

»Él se rió suavemente.

»—Genial —me dijo—. A mí me duele Shallem, a Shallem le duele el mundo, y a ti te duele tu existencia. Así, a todos nos duele algo. Y, por cierto, hace siglos que alientas de forma innatural…

»Esto fue todo por aquel día. Pero yo ansiaba más, mucho más. Y esos breves comentarios despertaron mi odio hacia él. ¿Por qué había siempre de burlarse de mí, incluso en aquellas circunstancias? ¿Por qué no me trataba siquiera con un poco de respeto?

»Los dos días siguientes cruzamos constantemente nuestras miradas, deseosos de hablar y sin que ninguno dijese nada.

»Le busqué al tercero, un milagroso día soleado, casi cálido, por la campiña de nuestra propiedad. Le encontré tumbado junto al arroyo, con una mano introducida en sus límpidas y alegres aguas, disfrutando de su música y de la fragancia de las flores silvestres. No estaba desnudo, pero únicamente vestía una camisa blanca de seda, remangada y abierta hasta la cintura. Su serenidad, el éxtasis en el que se hallaba sumergido ante aquellas simples maravillas que lo rodeaban, su indeclinable belleza, que cada día me sorprendía con mayor fuerza que el anterior… Me pareció una visión celestial. Un ángel gozando de la gloria del paraíso, antes de que les fuese arrebatado. Me quedé observándole a prudente distancia. Sacó la mano del agua y salpicó unas margaritas con las gotas que resbalaban por sus dedos. Una mariquita debió cosquillearle en su pierna desnuda, pues la sacudió descuidadamente y se llevó la mano al lugar sin pensar en la causa de su molestia, y luego, cuando giró la cabeza para mirársela y vio partir de ella a la mariquita, se sentó y anduvo rebuscando entre las flores, como si temiera haberla dañado. Después volvió a tumbarse de nuevo, con la mirada sobre su arroyo.

»Me pareció un momento de lo más inoportuno, sobre todo porque en aquel instante no podía sentirlo, pero, de todas maneras, me acerqué a él y se lo solté:

»—Te odio.

»Se dio la vuelta para mirarme, pues estaba de espaldas.

»—¿Sí? —respondió—. Desahógate con un árbol, le importará lo mismo que a mí.

»Y en aquel momento volví a odiarle de verdad.

»—¿Por qué eres tan detestable conmigo? ¿Y por qué me has hecho esto?

»—¡Esto! —exclamó incorporándose—. ¡Ha! ¿Así llamas a lo que te he dado y por lo que la humanidad vendería su alma? Ya estás acostumbrada a ese hermoso y sano cuerpo, no lo niegues. ¡Ni que te hubiera arrancado de uno maravilloso! ¡Si estabas a punto de morir!

»—¡Pero esto es monstruoso! Me siento como si hubiese cometido un acto diabólico, de tal forma que me duele cada momento de felicidad. Como si no tuviese derecho a ella y algo dentro de mí saltara imponiéndome la penitencia del recuerdo de mi supervivencia preternatural.

»—Luego admites que eres feliz.

»Me di cuenta de que me había delatado.

»—Esporádicamente —le dije.

»—Olvídate de ello —me contestó—. No permitas que te obsesione. Yo no te di opción de elegir, ¿recuerdas? Por tanto, no eres culpable de nada.

»—¿Seguro? ¿De verdad lo piensas, o solo lo dices por consolarme? —inquirí, aunque no deseaba escuchar ninguna respuesta.

»—Es absolutamente cierto. Pero yo sabía que no me lo reprocharías. Y no lo haces, ¿verdad?

»¿Cómo se atrevía siquiera a sugerir que no lo hiciera, que no le guardase rencor? ¿Y cómo era posible que en verdad no lo hiciese?

»—¿Por qué lo hiciste? Tienes que decírmelo —le pedí con voz suplicante mientras él se ponía en pie.

»—Lo hice por amor —me respondió secamente—. Nunca he realizado un solo acto en el que no me moviese el amor.

»Ardí en deseos de preguntarle si era únicamente el amor por Shallem el que le había movido.

»—Y, ahora —añadió—, no vuelvas a hacerme esa pregunta nunca más, porque nunca te daré otra respuesta y solo conseguirás irritarme, ¿entendido? Y, no te preocupes, pronto te encontrarás bien. Se te pasará en seguida.

»Y de pronto, me encontré mirando al espacio vacío, sin haber obtenido una sola respuesta y con la seguridad de que nunca volvería a atreverme a preguntar, salvo, quizá, en algún momento de extrema intimidad.

»No fue en seguida, pero, efectivamente, aquella penosa y amarga sensación se fue suavizando lentamente, aunque el recuerdo del expolio permanece hasta hoy, imborrable, en mi memoria, y aunque aún no pueda contemplarme en un espejo sin sorprenderme ante el misterio de mi existencia.

»Aunque, en principio, había arreglado yo misma mis antiguos trajes, adaptándolos a mis nuevas formas, demasiado melancólica y perturbada como para ocuparme en adquirir otros nuevos, Shallem consideró que eran telas demasiado oscuras y rancias para una mujer tan joven, y me llevó a París en busca de las más hermosas creaciones. Y, mientras las ordenanzas francesas se esforzaban, inútil y estúpidamente, en reprimir el lujo, allí, en la habitación de nuestro hotel, las más eficientes modistas adornaban mis vestidos con guipures y crespones de oro.

»No es difícil deducir que la intención de Shallem no era otra que la de procurarme distracciones, de modo que no me encontrase, como solía, explorando atentamente los más baladíes detalles de mi fisonomía, o sumida en un estado de apariencia catatónica mientras sondeaba mi nueva mente en busca de pensamientos, sentimientos o ideas con las que en el pasado no hubiese simpatizado.

»Nuestra vida transcurría felizmente. Yo, dentro de mi nuevo y vigoroso cuerpo, solo había experimentado un cambio que me tenía ligera, aunque agradablemente sorprendida. Me encontraba en permanente estado de nerviosismo y excitación. Gozaba de unas energías extraordinarias que no encontraba el modo de gastar. Por ello, comenzamos a viajar de nuevo.

»Pero el mundo era demasiado pequeño. En un periodo de veintidós años visitamos cincuenta y cinco de las residencias de Cannat. Una a una las fui redecorando y habilitando para las cortísimas temporadas que pasaríamos en ellas. Ellos contemplaban, perplejos, el frenético ritmo que les imponía y que, a menudo, les costaba trabajo seguir. Tanta era mi euforia que comencé a aproximarme más que nunca a Cannat, porque, en mi inquietud, Shallem me resultaba ahora una compañía demasiado pacífica y necesitaba la exuberante vitalidad de su hermano.

»A veces les veía observándome, circunspectos los dos, cuando regresaba yo sola de montar a caballo o de cualquier otra actividad que significase mantener mi cuerpo en movimiento, y advertía que encontraban algo en mí que les tenía intranquilos. Pero yo procuraba calmarles diciéndoles que hacía cuarenta años que no disponía de un cuerpo tan sano y vigoroso y que solo estaba disfrutando de mi segunda juventud, pues debía sacarle el mayor partido posible. “Ven aquí, siéntate con nosotros”, me instaban, y yo lo hacía y a los dos minutos volvía a levantarme.

»Cannat padecía un miedo tan obsesivo a que mi cuerpo sufriese daño o enfermedad mortal, que solía desconcertarme. Me prohibía montar a caballo por miedo a que me cayera y muriese súbitamente; me perseguía, cuando abandonaba la casa a escondidas para ir hasta las poblaciones cercanas, (a veces solo por el placer de verle aparecer a mi espalda), asustándome con montones de presuntos asesinos que podían acabar con mi débil carne en cualquier momento. Para él, todo humano era un peligro para mí.

»—Ten cuidado —me decía, con su dedo vigoroso oscilando ante mis ojos—, o acabarás muerta por los de tu propia especie.

»Y así estaba escrito que debía ser, por más que él tratara de impedirlo. Pero yo disfrutaba con sus temores, con sus desvelos y cuidados, a los que no deseaba detenerme a encontrar intrincadas explicaciones, sino tan solo ilusionarme con la creencia de que únicamente eran un reflejo de su cariño.

»Pero yo era feliz, tan feliz…, que a veces pensaba que iba a explotar. Valoraba la vida más de lo que nunca lo había hecho. Salvo cuando había estado a punto de perderla, por supuesto. Ahora, hasta la más vulgar brizna de hierba me parecía única y maravillosa.

»Sin embargo, pronto comencé a espantarme ante la inusitada velocidad a la que envejecía aquel cuerpo absolutamente mortal. Con solo unos treinta y seis años ya presentaba algunas canas y pequeñas arrugas. Esto me sorprendió muchísimo, me acongojó, pues, gracias al espíritu de Shallem, mi cuerpo legítimo a esa edad era casi el de una niña.

»A los cuarenta años de vida del cuerpo, me sentía como si hubiese vivido un milenio. Solicité volver a la tranquilidad de la campiña inglesa y lo hicimos. Mi vigor se había esfumado, y ahora era yo quien declinaba las invitaciones de ellos para el más tranquilo de los paseos. Estaba simplemente agotada. Y, de nuevo, asustada ante la inminencia de la vejez y la muerte. A veces me arrepentía de no haber permitido que Shallem volviera a hacerme invulnerable, pues, naturalmente, él me lo había propuesto. Y no es que no lo aceptara porque no lo desease fervientemente, sino porque intuía en Shallem un miedo incierto a las consecuencias de otra vida demasiado larga para mí ya fatigado espíritu. Sin embargo, en cada día de mi vida hubo al menos un momento en que estuve tentada a hacerlo. “Bueno —me decía—, cuando sea un poco mayor. Que detenga este impulsivo envejecimiento. Sí, que lo detenga, que se haga tan lento como el de mi propio cuerpo. ¡Oh! ¡Qué fugaz es la vida mortal!”.

»Yo sabía que durante los veinticuatro años de mi existencia en aquel cuerpo robado, Shallem no había cesado de lanzar contra Cannat continuas y pequeñas invectivas por haberme obligado a introducirme en él. Mi vigor era para él una consecuencia inesperada e insólita, pero directa y desdichada, de aquel acto. Sin embargo, mientras había poseído aquella desbordante energía, yo no me había sentido, en absoluto, desdichada. Mi cuerpo era tan robusto y estaba tan acostumbrado al frío que no había enfermado ni una vez desde que yo lo poseía.

»Hasta que, un día, mi corazón pareció cansado de tanto latir. Me metí en la cama, sin atreverme a moverme, porque el menor gesto me causaba la pérdida de conciencia.

»—¿Lo ves? —me preguntó Cannat, furioso, desde el pie de la cama—. ¿Por qué te negaste a que Shallem te hiciese invulnerable? ¿Pensabas que podrías librarte tú sola de las miserias de la mortalidad? —Luego se acercó a mí y me cogió las manos—. Solo hay dos soluciones —susurró, y miró a Shallem, que ocultaba su rostro, fingiendo contemplar la campiña a través de la ventana—. No hace falta que te las deletree. ¿Cuál prefieres?

»Mi tenue pulso se aceleró. Miré a Shallem, que se hacía el loco, como si no nos oyera.

»—Shallem, date ahora mismo la vuelta y ven aquí —le gritó Cannat impacientemente.

»Shallem no tuvo más remedio que hacerlo.

»—Creo que es más sensato que busquemos otro cuerpo —continuó Cannat, en voz baja, mirándome cálidamente, al tiempo que se sentaba sobre la cama, a mi lado—. Este ya está muy viejo. ¿No te parece?

»Le estaba observando completamente estupefacta por la tranquila serenidad de que su voz dotaba las atroces frases que pronunciaba, de tal modo que me parecían desposeídas de todo contenido.

»Shallem estaba ahora a mi lado, inquieto, torturado, pero incapaz de intervenir en el desarrollo de los hechos. Su mirada huía de la mía; la de Cannat, en cambio, era firme y exigente. La inseguridad de Shallem me arrancó las lágrimas.

»Mentiría si dijese que nunca había imaginado lo que ocurriría cuando llegase aquel momento; nuevamente, la hora de mi muerte corpórea. Y las dos opciones que planteaba Cannat se habían pasado por mi mente: recibir de nuevo el espíritu de Shallem o, quizá, apropiarme de un nuevo cuerpo.

»“¿Me dará una nueva vida Cannat? —me había preguntado—. ¿O será el propio Shallem quien lo haga? ¿O, tal vez, ninguno de los dos? ¿Y yo aceptaré, si alguno me lo ofrece? Aceptaré, desde luego, si Shallem me lo propone, pero ¿y si es Cannat quien lo hace, en contra, una vez más, del criterio de Shallem? No, no creo que se atreva. —Y el corazón me saltaba de miedo y de dolor ante tal contingencia—. Pero ¿y si lo hace? Lo dejaré todo en manos de Shallem”. Eso había determinado: que fuese Shallem quien decidiera.

»—Shallem es quien debe decidir lo que se ha de hacer, si es que ha de hacerse algo —dije, mirándole—. Mi corazón, mi alma, mi vida, le pertenecen.

»Shallem se angustió más todavía. Yo sabía que él hubiera deseado que yo, simplemente, me negase de modo recusable a seguir viviendo, que, sinceramente, me hubiese cansado de la vida y no estuviese dispuesta a aceptar una tercera; incluso aunque él mismo me lo pidiese, lo cual habría de hacer para tranquilizar su conciencia. Era cruel por mi parte, pero astuto, el desviar hacia él toda responsabilidad. Él me adoraba y nunca escogería el perderme. Estaba segura de ello. En su interior se debatía el terror a perderme con el temor a que algo malo acabase sucediéndole a mi alma extenuada. Pero, hasta entonces, no había pruebas de que nada fuese a ocurrir.

»Shallem miraba a Cannat con grave y dolorida expresión. Estaba tan serio que empecé a asustarme. ¿Y si me había confiado demasiado?

»De improviso, Cannat se levantó de la cama.

»—Shallem —le dijo, encarándose con él—, ella está bien. Apura la copa hasta el final antes de decirla adiós.

»Mirando a Cannat, el rostro de Shallem se había vuelto tan severo que mi pulso comenzó a sufrir las consecuencias de la preocupación que me embargaba. Parecía seriamente enfadado con él. Me llevé la mano a la boca temiéndome lo peor. Shallem me miró y, pronto, desvió la vista hacia la lejanía que se divisaba a través de la ventana, hacia el escape.

»—Shallem —musitó Cannat, poniéndole una mano en el hombro, atónito ante su actitud.

»Shallem viró bruscamente para desasirse y rodeó la cama en dirección a la ventana. Parecía un hombre a punto de firmar la sentencia de muerte de su madre.

»Cannat le siguió con la vista y luego se aproximó hacia él. Estaba mudo de asombro.

»—Shallem —volvió a susurrar.

»Yo estallé en lágrimas.

»—Cannat, basta —imploré.

»—¡Shallem! ¡Su corazón puede pararse en cualquier momento! ¿Es que no te das cuenta? —le acució Cannat.

»Qué espectáculo increíble significaba para mí el ser testigo del fervor con que Cannat defendía mi vida.

»—¡La quieres! ¡Sé que la quieres! —le gritó a Shallem.

»—¡La quiero demasiado para hacerle esto! ¡No quieres aceptarlo! —aulló este, volviéndose violentamente hacia él—. ¡No puedo soportar el pensamiento de perderla, pero aún es más insufrible el de llevar su alma a la perdición! Si la dejo ahora, la buscaré, la recuperare.

»—Shallem, mi Shallem —susurró Cannat, con el tono paciente de quien corrige a un niño simple de sus desvaríos—, sabes que puede que ni siquiera regrese a este planeta. Si la dejas ahora, la perderás para siempre. Eso es todo. No hay más.

»Shallem se tapó desesperadamente los ojos con las manos; después los oídos.

»—¿Debo hacerlo yo —comenzó a gritar Cannat—, para que, de nuevo, tu conciencia quede tranquila y durante los próximos cuarenta años puedas atormentarme con el recuerdo de los actos sacrílegos que cometo para tu satisfacción y en tu nombre? Esta vez no será así, Shallem, lo siento.

»—¿Qué quieres decir? ¡Jamás hubiera osado pedirte algo así! —exclamó Shallem.

»—Desde luego que no. Naturalmente que no. Bastaba un fugaz deseo en tu alma que tu hermano sabría atender. ¡Y lo tuviste! ¡Atrévete a negarlo! Esta vez no será igual, Shallem, desengáñate. No iré a buscarla ni huiré con ella en los brazos devolviéndotela en un joven cuerpo para que puedas tener la falsa ilusión de no haber podido hacer nada para impedirlo. ¿No quieres remordimientos? Calla y crúzate de brazos. No tardará en morir.

»—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —gimió Shallem, con el semblante crispado. Y acercándose a la cama se apoyó sobre uno de sus postes torneados.

»Cannat se quedó mirándole con el rostro endurecido, cargando su peso sobre el cristal de la ventana y con los brazos cruzados sobre el pecho.

»Shallem alzó la vista y me miró con una indescriptible expresión de tristeza, de desesperación. Después, avanzó lentamente y, arrodillándose junto a mí, me tomó una mano. ¡Cómo lamenté ser la causante de la amargura que sus dulces ojos reflejaban!

»—Perdóname, amor mío —me susurró—. Perdóname.

»Y me besó en la mejilla, y, durante largo tiempo, permaneció con su rostro hundido en el mío.

»Cannat se acercó a nosotros decidido, y dijo resueltamente:

»—Bien. Ella está demasiado fatigada. Ve tú, entonces, y trae otro cuerpo adecuado para ella. No te preocupes, yo la cuidaré. No dejaré que muera.

—Luego Shallem aceptó, pese a todo —observó el sacerdote.

—Para mi alivio, sí —corroboró ella—. Aunque no tuve la certeza de que lo haría hasta que se marchó.

»—¿Por qué haces esto? —le pregunté a Cannat cuando Shallem hubo desaparecido—. ¿Por qué preservas mi vida aun a costa de causarle a él semejante dolor?

»Él se acercó a mí con sus ojos azules chisporroteantes.

»—No te excites —me dijo—. Es peligroso.

»Y se sentó en la cama, a mi lado, mirándome con una intensa expresión de placer, y acariciándome la mejilla como solía.

»—Todo ha salido bien —murmuró—. Necesitaba saber hasta qué punto le atas, y ahora lo sé. Y me ha satisfecho la respuesta.

»Yo no comprendía el sentido de sus palabras, pero estaba demasiado agotada para seguir sonsacando sus inextricables respuestas.

»Shallem regresó al cabo de una media hora, con una chica en brazos. Ella le miraba hipnotizada, como si de pronto hubiese descubierto a su príncipe azul. No sé lo que la habría hecho. La dejó en el suelo, cerca de mí. De improviso, la chica pareció despertar y su semblante se llenó de pavor al darse cuenta de la situación, del lugar desconocido en que se hallaba, súbitamente, y de las extrañas personas que la rodeaban. Y eso que desconocía el motivo por el que había sido trasladada a mi habitación.

»—Espléndida —comentó Cannat—. ¿De dónde la has sacado?

»—De Londres —contestó Shallem.

»—¿Londres? Debiste ir más lejos. Alguien podría reconocerla —le amonestó Cannat.

»—¿Qué hago aquí? —gimió la chica, con el rostro traumatizado y una voz que me pareció encantadora—. ¿Quiénes son ustedes? Por favor, díganme dónde estoy.

»Cannat se rió quedamente.

»—Adorable —dijo.

»La muchacha trató de escapar hacia la puerta y Shallem la interceptó y le dio una bofetada.

»—No vuelvas a intentarlo —la advirtió. Y la arrojó a los pies de mi cama.

»Y ella comenzó a llorar a gritos.

—¿Y usted que sintió entonces? —preguntó el sacerdote.

—Inquietud —contestó la mujer, tras unos segundos—. Era consciente de que la vida de aquella mujer iba a ser sacrificada por mi causa. De que ella iba a morir para que yo pudiese seguir viviendo. ¿Era justo aquello? Desde luego que no. Yo era perfectamente capaz de distinguir entre el bien y el mal. Pero también sabía que a menudo el hombre mata con mucho menor motivo que el de salvar una vida. Cuando yo muera mañana, por ejemplo, ninguna vida será salvada. Ninguna de las personas de cuyos crímenes me acusan resucitará. Y, sin embargo, esta sociedad ha decidido sacrificar mi vida en aras de la nada más absoluta. Hoy, como entonces, existen asesinos que ejecutan a sus víctimas por solo unas monedas; e, incluso, a veces, por un simple sentimiento de molesto odio. La vida humana, en aquellos tiempos, no tenía el valor de los presentes. La esclavitud; las ejecuciones tras procesos secretos en los que, a menudo, el reo no llegaba a conocer los cargos que se le imputaban ni menos las pruebas que existían en su contra, y en los que no tenía la menor oportunidad de defenderse; las ejemplares torturas públicas convertidas en espectáculos callejeros: eran cosas que nos resultaban tan naturales como hoy un partido de rugby. Yo mataba en defensa propia. Y estoy segura de que, en mi caso, ellas hubieran hecho lo mismo. Esto no justifica mis crímenes, soy consciente de ello.

»Shallem no sentía la menor piedad por la mujer. La maltrató deliberadamente, como si ella fuese la culpable de su dolor. Aunque Shallem ya no parecía sentir dolor, sino solo odio. Un odio que pagaba con aquella mujer. No comprendí por qué hacía tal cosa, por qué la trataba con semejante brusquedad. Me sentí mal. Una cosa era la muerte instantánea e indolora, pero otra el hacerla padecer innecesariamente.

»Luego temblé. No por la muerte inminente o por el sufrimiento de ella. Sino por el nuevo cambio a que me iba a someter.

»Shallem, con una arrogancia extraordinaria, observó atentamente a la chica, tendida en el suelo llorando. De pronto, el cuerpo de ella comenzó a padecer convulsiones; su boca se abrió, sus ojos se desorbitaron. Enseguida quedó desgalichada en el suelo, como una marioneta una vez terminada la función. Lo observé todo, fascinada.

»Después, Shallem me miró a mí. Y fue como la otra vez, solo que aún más rápido. Un adormecimiento instantáneo, la observación del cuerpo que me esperaba, ahora sin resistencia ni negativas, y, luego, la sensación de ser aspirada por él.

»Shallem besó la escocida mejilla que antes había abofeteado y cuyo dolor ahora padecía yo, y me ayudó a levantarme. Miré mi antiguo cuerpo, desfallecido en estado de coma, sobre la cama.

»—Shallem, el alma de la chica… —dijo Cannat—. No la quiero rondando por mi casa.

»Shallem le miró como a un monstruo y luego posó sus ojos sobre un ángulo del techo y mi viejo cuerpo se movió. El alma de la chica había penetrado en él. Empezó a gemir agónicamente. Se había dado cuenta de todo.

»Shallem me tenía abrazada mientras yo contemplaba hipnotizada, a través de mis nuevos ojos, el calvario de aquel ser encerrado en mi vieja y enferma masa de carne. Y ella me miraba ahora, es decir, se miraba a sí misma, al borde del delirio.

»Vi a Cannat dirigiéndose a la cama y sacando de ella el cuerpo condenado.

»—Me desharé de ella —dijo. Y la llevó a la campiña y dejó que el viento extendiera sus cenizas entre los rosales.

»A Cannat no le gustaba dar explicaciones a los humanos. De modo que, después, se deshizo también de nuestro servicio: un matrimonio ya mayor; mi doncellita, huérfana y casi una niña; y su hermana, poco mayor que ella. Nadie llamaría nunca a nuestra puerta preguntando por ellos.