»No puede imaginar las sensaciones que me invadieron cuando esa noche, con un tacto extraño y tembloroso, me despojé, frente al espejo, de las simples ropas que portaba aquel cuerpo. El descubrir que aquellos ojos, brillantes y pulidos, que me devolvían la mirada, eran los míos, que aquellos senos, demasiado exuberantes, surgían de mi propio pecho. Lo mismo me daba que el cuerpo fuese hermoso u horrible, era, simplemente, un monstruo terrorífico que se había apoderado de mí; nunca yo de él.
»Luego me introduje en nuestro lecho común y, como cualquier noche, recibí las caricias y los besos de mi amado que no denotaron ni mayor ni menor pasión que cualquier otra.
»Aunque las visiones habían dejado de atormentarme al despertar la mañana siguiente, los primeros días fueron verdaderamente espantosos. Un calvario aún peor que aquel del que había escapado. Me sentía aprisionada dentro de un traje aterrador cuyo contacto me repelía y que ni por un segundo me permitía olvidarme de él. Si me sentaba, intentando leer, me quedaba embobada y sorprendida contemplando las rítmicas oscilaciones del desconocido y voluminoso pecho mediante el cual respiraba. En medio de las comidas, me alienaba cuando me apercibía de las rudas manos que manipulaban los alimentos, de los gordezuelos brazos que las sostenían. Entonces sentía una absorbente e inexcusable necesidad de tantear el rostro con las manos: aquellas carnosas protuberancias rosadas cuyo extraño tacto me hacía irreconocibles los labios de mi amado, los pómulos salientes, en lugar de mis delicadas facciones. Sentía un vómito continuo, como si habiendo asesinado a mi propia madre, hubiese sido condenada a deshacerme del cadáver cada día de mi vida.
»Sin embargo, con el transcurrir de los días, esta sensación de aturdimiento y miedo poco a poco se vio desplazada por otra harto distinta: la del placer que suponía manejar aquellas manos firmes que obedecían mis órdenes sin la menor queja temblorosa; la de sentirme segura sobre aquellas piernas, robustas como columnas, que jamás flaqueaban, y cuyas rodillas nunca se doblaban amenazando la integridad del resto del cuerpo. Y qué decir de la agudeza de aquellos ojos, que, incluso a la mortecina luz de las velas, eran capaces de distinguir el más ligero cambio de expresión en la faz de mi amado. Aquello era la juventud ya olvidada. Cosas que, cuando disfrutaba de mi joven cuerpo legítimo, me habían parecido tan simples, actos tan naturales, ahora me deslumbraban con la apariencia de poderes sobrenaturales de los que me hubiera visto repentinamente dotada.
»Nunca como entonces me di cuenta de cuan odioso era el estado de vejez que había padecido y que, de forma tan sutil y gradual, se había apoderado de mí sin que apenas me diera cuenta, hasta que había acabado por acostumbrarme a él de tal modo que ya no era capaz de distinguir claramente sus síntomas; como si el derramar el vino, cada vez que pretendía acercar la copa a mis agrietados labios, o el dejar impregnado de mechones de cabellos blancos el suave cepillo, o el tener que hacer diez altos en el camino cada vez que subía la escalera para ir al dormitorio, hubiesen sido, de siempre, circunstancias ingénitas y connaturales a mi persona, y no el producto de un largo y triste proceso de decadencia.
»El nuevo cuerpo era más basto que el mío, más fuerte, en consecuencia, y tenía que hacer un esfuerzo por suavizar mis gestos. Salvo por ese detalle, acabé por sentirme en perfecta comunión con él, como si fuese mío por derecho propio.
»El espíritu de Shallem desapareció durante aquella noche, regresó al amanecer, para, de nuevo, desvanecerse: andaba buscando a Cannat.
»—No le he encontrado y rehúsa ponerse en contacto conmigo —me explicó, irritado, tres mañanas después.
»—Pero, Shallem —le pregunté inquieta—, ¿con qué intención le buscas? ¿Qué piensas hacer?
»—Tengo que hablar con él —me contestó—. No está bien lo que ha hecho. No es justo para ti.
»Me quedé estupefacta con la respuesta que se me quedó sujeta a los labios, como si hubiese salido a la fuerza impulsada por un huracán interior, y, en el último instante, hubiera conseguido agarrarse a ellos: “¡Pero si a mí no me importa!”. Eso fue lo que iba a decir. Y el simple pensamiento de haber llegado a pronunciar semejante sentencia hizo enrojecer mi lechosa piel para todo el día.
»“¿Tenía razón Cannat? —me pregunté—. ¿Sería esta la respuesta que anhelaba a mi súplica inconsciente a los dioses poderosos?”.
—¿Y lo era? —preguntó el confesor.
—Nunca tuve todas las respuestas a mi comportamiento consciente, conque imagínese a mis actos inconscientes. ¿Las tiene usted?
—No —respondió él.
—Usted puede juzgar por mí y de forma más objetiva, porque sabe lo mismo que yo. Se lo he explicado todo y con franqueza. Pero, créame que no merece la pena que nos detengamos en este punto, pues, si bien en su momento me pareció tan importante como a usted ahora, los acontecimientos posteriores lo reducen a la nada a la hora de juzgarme. ¿Quiere preguntarme algo más?
—Sí, hay algo —contestó al tiempo que se inclinaba ansiosamente sobre la mesa como si pretendiera estar más cerca de ella—. No acierto a comprender por qué lo hizo Cannat Porque el sufrimiento de Shallem no hubiera durado mucho tiempo, según sus propias palabras. ¿La quería a usted? ¿Se había aficionado a su compañía? Solo eso justifica el que estuviera dispuesto a pasar a su lado otros sesenta años, más o menos, cuando siempre estuvo tan deseoso de que al fin les dejara solos. Y eso si Shallem no volvía a prestarle su propio espíritu y ese plazo aún se hacía más largo…
—Naturalmente, pasé incontables horas cuestionándome esas mismas preguntas. De haberme odiado, lógicamente a Cannat nunca le hubiera compensado paliar el año, poco más o menos, de sufrimiento de Shallem tras mi muerte, a costa de tenerme a mí por el medio durante otros sesenta, aproximadamente, como usted bien dice. Por tanto, me resultaba cómodo y sugestivo pensar que ese que usted ha apuntado era el motivo. Yo me había convertido en una especie de mascota, suave, dulce, manejable e inofensiva. Como un perrito, salía a recibirle alegremente cuando volvía de sus viajes; nunca ponía objeciones a sus propuestas, es más, siempre las apoyaba; era comprensiva y astuta, y sabía reconocer cuando un momento no me pertenecía, cuando debía desaparecer y estorbarles lo menos posible porque deseaban estar solos, porque lo necesitaban de una forma que nosotros no podemos ni imaginar, aunque yo intuía. Y no era avara con ese tiempo. Les rogaba que marchasen juntos a tal cual país lejano en donde podían comprar cualquier chuchería que simulaba se me había antojado, o que fuesen a visitar a nuestros hijos, ellos dos solos, porque yo consideraba que mi vejez los habría espantado. Y en esos viajes, a petición mía, a menudo pasaban dos o más días juntos y a solas. Y eso era mucho tiempo, teniendo en cuenta que no necesitaban ni un segundo para ir y volver del lugar más alejado de la Tierra. Además, por la noche, a menudo notaba que el cuerpo de Shallem estaba vacío a mí lado, y entonces sabía que estaban juntos en algún lugar, y me alegraba. Creo que mostré inteligencia comportándome de este modo y que ellos siempre lo apreciaron. Era necesario que yo no me convirtiese en una lapa pegada al cuerpo de Shallem. Cannat hubiera acabado asesinándome, seguro, y, muy probablemente, Shallem habría terminado hastiado de mí. Recuerde que nuestra naturaleza era completamente distinta: había un millón de cosas que yo no podía entender ni compartir con ellos.
»A mí me gustaba la compañía de Cannat, a pesar de que en ocasiones pretendiese hacérseme odioso y llegase a causarme terror, y él lo sabía. Y estoy segura de que a él también le gustaba la mía, puesto que la reclamaba en multitud de ocasiones. A menudo era él quien me buscaba para que les acompañase a los dos a pasear, o para que fuese con él a algún determinado lugar, o, simplemente, para dialogar conmigo sobre cualquier tema. Y, todo esto que le estoy contando, venía sucediendo así casi desde que nos conocimos. Por ello, era tentador pensar que a Cannat le diera lástima perderme y que ello, unido a su incapacidad de soportar el dolor de Shallem, le hubiese impulsado a darme una nueva vida.
»Sin embargo, otros pensamientos en contradicción cruzaban mi mente como fugaces centellas que ella soslayaba como ideas contrapuestas a sus deseos y a sus simples y más gratas respuestas; aunque, en su profundidad, subyacía la conciencia de que aquella no era la verdad, al menos no la única, no la decisoria. Cannat necesitaba un motivo poderoso para enfrentarse con la terrible invectiva de Shallem por no haber respetado el imprescindible descanso de mi alma. Él sabía que, al menos en principio, a Shallem no le gustaría nada aquello. Incluso yo lo había sabido. ¿Por qué, sino, no lo había llevado él mismo a cabo?
»Por tanto, siempre intuí que había algo por encima de la suficiencia de mis razones. Aunque tardé mucho tiempo en averiguar qué era.
—¿Y qué era? —preguntó impaciente el confesor.
La mujer se rió.
—También usted tardará un poco. Debo contar las cosas por orden. —Se puso seria, de repente, mientras miraba a un lugar indeterminado del vacío—. Porque ahora estamos llegando al que fue el peor de mis pecados, y debe tener los oídos muy atentos. Debe comprenderlo todo claramente, todo el proceso.
El sacerdote miró anhelante la botella de agua vacía, pero no dijo nada, no deseaba distraer a su confesada, que luchaba por narrar los sucesos de forma coherente.
—Bien. Shallem persistió en su búsqueda durante varios días más, pero, lógicamente, su única esperanza era que Cannat deseara ser encontrado. Y no lo deseaba. Volvía siempre de muy mal humor. Creo que maldije mil veces a Cannat por haberme abandonado en aquellas circunstancias. Por abandonarme, repito, no por haberlas creado, pues, aunque me encontraba todavía muy intranquila por la delicada situación que se había creado entre ellos dos, y veía el futuro de forma incierta, ya había acabado por acostumbrarme al nuevo cuerpo, o al menos no me espantaba de él; Shallem me quería lo mismo y me trataba como siempre lo había hecho, o mejor, tal vez, por consolarme del trauma al que Cannat me había sometido. Lo que significa que yo comenzaba a ser feliz como no lo era desde hacía varios años. Atroz. ¿No? Pero tenía una larga vida por delante. Mi único deseo era que todo se solucionara cuanto antes y volviéramos a la normalidad. Y esa normalidad a la cual aspiraba incluía a Cannat. Increíble. ¿Verdad? Monstruoso. Pero hubiera sido hipócrita por mi parte el haberle odiado eternamente por concederme lo que yo deseaba tener: la vida, en lugar de la muerte. Eso no puedo negarlo, aunque nunca me hubiese parado a pensar en los posibles medios para conseguirla.
»Yo, como una hábil arpía vengativa, hubiera podido intentar mantener a Cannat separado de Shallem hasta el día de mi muerte. Quizá lo hubiera conseguido, utilizando en mi provecho el acto innatural cometido por él en contra de la voluntad de Shallem. Había sido algo demasiado horrible como para que Shallem hiciera oídos sordos a mi dolor. Lo hubiera comprendido si yo hubiese insistido en mantenerme alejada de él para siempre. Aunque ellos, seguro, hubiesen seguido manteniendo sus invisibles entrevistas privadas. Y durante unos días esta idea me pareció maravillosa. Sería una venganza supina, perfecta. Me ensoñaba pensando en el momento en que Shallem le diese la noticia; hubiese dado cualquier cosa por poder ver su expresión al escuchar que no volverían a vivir juntos mientras yo existiese. Y pensar que era él mismo quien me había facilitado tan fácil victoria. ¡Cómo se odiaría a sí mismo por haberme devuelto la vida, y cómo me odiaría a mí!
»Pero mi venganza perdía la gracia y el sentido al pensar que yo no tendría oportunidad de contemplar esa faz transmutada. Que sufriera ante mis ojos malévolos y burlones durante una buena temporada, sí, eso sí. Pero ¿para qué quería que sufriese si yo no podía reírme en su cara ante mi primer triunfo; convertirme en el blanco de sus miradas asesinas; ser el objeto de sus terroríficas bromas, ante las cuales yo ansiaba gritar tanto de placer como de pánico; ser seducida por el fuego de sus susurros abrasando mi piel, sumergiéndome en un estado febril, sin saber si obtendría de él el éxtasis o la muerte, o tal vez ambas cosas? ¿Para qué intentar que desapareciese para siempre de mi vida, o, mejor dicho, que se transformase en un omnipresente fantasma entre Shallem y yo, para quien, tarde o temprano, yo pasaría de ser la pobre víctima indefensa a la causante de su divina soledad? Podía augurar mi propia ruina y el triunfo final de Cannat, ante cuyos hipnóticos ojos, brillantes como luceros azules, no podría volver a extasiarme al arrullo de su mágica voz que me hablara de épocas pretéritas, de mundos increíbles, de seres de otros planetas, de su propia historia, con su brazo sobre mis hombros y las crepitantes llamas del hogar danzando sobre nuestros rostros. ¿No volver a sentir el corazón galopando en mi pecho, mis ojos saliéndose de las órbitas ante visiones que en otros tiempos me hubiesen podido conducir a la muerte? Deseaba espeluznarme, gritar, en el convencimiento de que nunca me haría ningún mal, por más que me amenazase.
»Nunca se me ocurrió en serio la idea de tejer una trama contra Cannat por estas y otras razones, la más evidente de ellas, que jamás hubiese sido capaz de manipular de semejante manera los sentimientos de Shallem. No era el deseo de venganza el que podía moverme contra Cannat, sino solo el de jugar con él. Esto era algo que había aprendido con el transcurso del tiempo: que había habido muy pocas veces en las que mi vida hubiese corrido auténtico peligro en manos de Cannat; que me amenazaba como una vieja costumbre en cuyo significado apenas se repara; que los sustos que me causaba no eran sino bromas, diversión a la que yo había acabado por acostumbrarme, o más, por cogerla el gusto. Pero, lo que sí deseaba era abofetearle una y mil veces, impunemente, mientras le exigía una respuesta al porqué de sus acciones.
»Pienso que Cannat hubiera debido explicarme su propósito, y que si no lo hizo fue porque la decisión final le sobrevino con la urgencia y rapidez de un rayo. ¿Qué hubiera respondido yo?, se preguntará usted, ¿y usted mismo? ¿Qué hubiera contestado ante una oferta semejante? No me responda. Probablemente no hallaría la auténtica respuesta a no ser que se encontrase en la misma situación en que yo lo estuve. Teorizar es fácil cuando la pregunta es pura fantasía, cuando no existe una posibilidad real, pero en la práctica nuestras respuestas varían… Creo que solo había un pensamiento que, tal vez, hubiese hecho que me negase. El recordatorio de las palabras de Shallem hablándome acerca de la necesidad de la muerte para el descanso del alma.
»Pero yo estaba viva, despierta y descansada. Plena de una vitalidad que deseaba derrochar a manos llenas.
»Como diez días después de los hechos, Cannat se puso en contacto con Shallem.
»—Le he dicho que no se atreva a aparecer por aquí —me dijo.
»—Pero, Shallem, ¡esta es su casa! —le hice ver yo.
»—Que se vaya a otra —me contestó.
»Esas charlas se prolongaron durante dos meses, hasta que, un día, sorprendí a Shallem en el cuarto de Cannat, sentado en la cama con uno de los birretes de este en la mano y en plena ensoñación.
»—Llámale ahora mismo y pídele que vuelva —le grité desde la puerta.
»Se quedó sorprendido y algo avergonzado. Me acerqué a él y me senté a su lado.
»—Shallem —le dije tiernamente—, lo hizo por ti. Y yo no puedo decir, con la mano en el corazón, que no deseara seguir viviendo al precio que fuera. No quería dejarte. Para evitarlo hubiera hecho cualquier cosa voluntariamente, tal vez incluso esto si hubiese llegado a preguntarme. Él lo sabía. Y ahora me alegro de que haya sucedido. ¿Crees que soy un monstruo por ello?
»Él me miró y dijo dulcemente:
»—No. Pero la responsabilidad es suya, solo suya. Yo nunca lo hubiera consentido, él lo sabía.
»—Pero ya está hecho, y tú no querrías dar marcha atrás, ¿verdad que no?
»Acarició, amorosamente, mi extraña mejilla. Yo estaba cada vez más pasmada, preguntándome cómo era posible que me mirase exactamente como miraba a su antigua Juliette. Sus ojos de ángel me sonrieron.
»—Nunca —susurró su deliciosa voz.
»Cannat reapareció una mañana, más de un mes después de aquel día, y nos encontró jugando con los perros en el campo, en el colmo de la felicidad. Era muy astuto. Estuvo espiando, seguramente aguardando pacientemente, un momento como aquel. ¿Cómo iba Shallem a atreverse a reprocharle nada, si aquella felicidad en la que nos había sorprendido se la debíamos a él?
»Cuando Shallem le vio sus ojos resplandecieron, y, luego, su expresión se tornó artificialmente circunspecta. Se acercó a Cannat y se quedó frente a él durante unos minutos, hablándole con palabras que mis limitados oídos humanos no podían captar.
»—¡Oh, Shallem, por favor, más diatribas no! ¡No te disgustará tanto mi acción cuando no le pusiste inmediato remedio! ¿O estás esperando a que lo haga yo? ¿Lo hago? ¿Quieres que lo haga? ¿Es eso?
»—¡No! —gritó Shallem—. ¡Ya no! ¡Pero sabías lo que no debías hacer y por qué!
»—¿Por qué sufrir cuando existía un remedio tan sencillo? —preguntó Cannat enojándose seriamente.
»—¡E innatural! —aulló Shallem.
»—¡Tú sabes que era su deseo! ¿No la oíste, acaso, suplicar, lo mismo que yo? Tú mismo hiciste una vez lo que no debías por salvar su vida mortal. Y lo hubieras hecho de nuevo, ¿verdad? Lo deseabas tanto como ella misma; que no muriese, que continuase a tu lado.
»—¡Pero no lo hubiese llevado a cabo! ¡Sabía que no era justo!
»—Mira Shallem, la próxima vez seré un niño bueno, ¿de acuerdo? Pero ahora, o son estas las últimas palabras que hablamos respecto a este tema, o me iré hasta que se te pase. ¿Lo prefieres así? ¿Es mejor si me voy?
»Shallem lo miró un momento, suspiró, sacudió la cabeza, y dijo:
»—No.