II

»Los días previos y posteriores a los 7 de Agosto de cada año se habían convertido en un suplicio particular. Cada uno que transcurría era un paso que Caronte avanzaba en mí dirección, una arruga más sobre mi frente, otro velo de opacidad que se extendía sobre mis ojos.

»El lejano y fugaz estremecimiento de los primeros años se había convertido en una idea fulminante y obsesiva. Iba a morir. Faltaba muy poco para mi muerte. Pero yo no quería morir, era feliz. No quería dejar a Shallem, a mi Shallem, tan tierno y vulnerable. Yo sabía que él me necesitaba, que mi muerte anunciada supondría un grave golpe para él. Para él, que debería ser su artífice y a quien sorprendía, a veces, contemplándome con una expresión de infinito sufrimiento cuya causa podía adivinar. Y Cannat también descubría esas miradas y penetraba hasta el fondo de su significado. Nos miraba, circunspecto y pensativo, enojado ante el nuevo conflicto del que yo era la causante directa, mientras su aguda mente consideraba la viabilidad de aplicar el singular lenitivo que podría paliar el dolor que atormentaba a su hermano.

»Yo trataba de disimular mi angustia por no acrecentar la de Shallem, pero ¿cómo hubiera podido ocultársela, aun en el caso de que no hubiese tenido la capacidad de verlo en mi alma?

»Llevaba la fecha grabada a fuego. Pensaba que cualquiera podía leerla inscrita en mi frente. Era una idea única, torturante. Un sentimiento omnipresente que subyacía por debajo de cada frase que pronunciaba, de cada mirada que dirigía. “Quiero vivir, Dios mío, no quiero morir —suplicaba—. No quiero volver a empezar. No quiero perderle”.

»A veces, paseando distraídamente por la campiña, de pronto, el pensamiento acudía a mi mente con la violencia de un misil destructivo. Frenaba en seco y me llevaba la mano al corazón desbocado. Entonces, Shallem me abrazaba fervorosamente y me inundaba con sus besos bajo la reflexiva mirada de Cannat.

»—Trescientos treinta —me anunció este un día. Y me dio un vuelco el corazón.

»Pero no fue un malicioso susurro al oído ni tenía motivos para estar enfadado por nada. Se había quedado plantado frente a mí, con una ilegible seriedad en el rostro.

»—¿Sabes lo que Shallem está padeciendo por tu culpa? —me acusó, como si yo, deliberadamente, hubiese elegido morir para mortificarle a él.

»—Sí —contesté fríamente, sin molestarme en discutir la irrefutable lógica de Cannat.

»Se acercó más a mí y me miró con su habitual altivez. Padecía una irritación escondida, silenciosa.

»En aquel momento pensé que me iba a matar. Que iba a hacerlo con la intención de ahorrarle a Shallem el penoso trago final, los últimos y más dolorosos días.

»—¿Vas a matarme ahora? —le pregunté. Y, aunque atemorizada, el tono de mi voz no denotaba la menor emoción.

»Me miró como si no hubiera hablado. Sus ojos eran hielo azul sobre los que se reflejaban las rosas de nuestro jardín. Tenía las manos cruzadas a la espalda y su ondulante pecho destacaba poderoso. Nunca le había visto tan serio, tan callado. Normalmente Cannat me resultaba transparente. Nunca tenía necesidad de ocultar sus sentimientos, fuesen estos agradables o no. Dio un paso y se puso a mi lado, mi brazo rozándose contra el suyo, pero nuestros cuerpos en sentido opuesto.

»—¿Qué te pasa? —le pregunté asombrada.

»Pero la fina y delicada línea de sus labios permaneció inmutable.

»Sus gélidos zafiros centelleantes no se desviaban de mí. ¡Y qué fascinación me producían!

»Giró, y, situándose a mi espalda, me rodeó con sus brazos, como le gustaba hacer. Durante largo tiempo escuché su respiración junto a mi oído; alerta, esperando recibir la muerte en cualquier instante. Su mano me apartó el cabello por detrás de la oreja dejando espacio para un suave beso, y luego otro, y otro, descendiendo por mi mejilla. “Quiere matarme sin dolor —pensé—. Sin que yo me lo espere”.

»—No quiero morir así —gemí—. Quiero despedirme de Shallem.

»Siseó en mi oído y volvió a besarme. Yo temblaba. Estaba a su merced. Shallem había ido hasta el pueblo en busca de un cerrajero. Después, apoyó su mejilla sobre la mía y dejó sus brazos tranquilamente cruzados sobre mí pecho. Se quedó así largo tiempo, completamente abstraído.

»—No queremos que Shallem sufra —susurró, por último—. ¿Verdad?

»Y, de pronto, sentí que estaba libre y que Cannat se había evaporado.

»Supongo que debía haber supuesto que Cannat no se quedaría de brazos cruzados contemplando las lágrimas de Shallem. Pero tampoco imaginaba que los días finales llegarían a ser tan trágicos.

»Nunca nos separábamos. Siempre de la mano, siempre abrazados, siempre llorosos.

—Pero usted podía haberle pedido que prolongara su plazo. Al fin y al cabo, fue usted quien lo impuso —intervino el sacerdote.

—¿Y qué? ¿Prolongar el sufrimiento? ¿Y durante cuánto tiempo? No. Pedirle eso hubiese sido incrementar su dolor, y el mío, también. Y no tenía ningún objeto. Aquello ya no era vivir.

»Las palabras de Shallem en Florencia reverberaban en mi cerebro. “No debes conocer la fecha de tu muerte”, me había dicho, y se había negado a fijarla, a revelármela, pero yo había insistido, le había acorralado, como una bestia injustamente furiosa, gritándole inconmovible a pesar de su angustia. Y había conseguido ochenta largos años de vida cuasi-inmortal. Pero ya habían pasado. ¡Y cuántos me habían parecido cuando Shallem dijo!: “¡Ochenta!”. ¡Qué perpleja me había quedado! Pero ¿qué eran ochenta años en su compañía?

»Llegó un momento en que la angustia quedó estancada. Ya no crecía más. Era un simple pensamiento en la mente, puro y constante y desprovisto de emoción.

»—Quince días —dijo Cannat—. Y de nuevo la angustia estalló como negros fuegos de artificio en una mañana soleada.

»Yo no podía soportar la idea de perder a Shallem y de causarle dolor.

»—Te encontraré donde quiera que estés —me dijo él—. Te arrancaré de tu cuna y te traeré conmigo. Crecerás a mi lado y volverás a enamorarte de mí.

»—¿Y si resulta que soy un varón? —bromeé tristemente.

»¿Y eso qué importa? —me preguntó.

»—Nada —le respondí—. Absolutamente nada. —Por fin lo había comprendido.

»Saboreaba de un modo morboso cada palabra que cruzábamos, cada paso que daba, cada objeto que miraba, cada seda que abrazaba mis brazos desnudos, como si fuese la última vez. “Nunca más volveré a escuchar esa frase en sus labios —pensaba—. Quizá no vuelva a salir el sol en los días que me quedan y nunca más vuelva a apreciar el verdemar de sus ojos”, “Nunca más volverá a besarme en este lugar exacto”, o, “Tal vez sea esta la última ocasión en que haya visto en su rostro ese gesto que tanto me emociona”, “¿Volveré a cortar una rosa, a inhalar su delicado perfume, a pincharme con sus fieras espinas, o será esta la última vez?”. La última vez que me ponga este vestido, que visite esta habitación cerrada, que abra aquel cajón, que Cannat se acerque a mí por la espalda y me suma en un vergonzante y terrorífico éxtasis.

»—¿No le ves? —me dijo otro día Cannat—. ¡El de la azada sonríe a tu lado!

—Pero ¿tanto la odiaba aún él? —preguntó, perplejo, el sacerdote—. Después de tanto tiempo… ¿Por qué ese inagotable deseo de mortificaría, si pronto iba a librarse de usted?

—No. No era un deseo de mortificarme, sino de crear en mí un estado de ánimo extremo, de ponerme a punto para sus planes, como pronto comprenderá.

»Los dos días anteriores al señalado, Shallem y yo no salimos de nuestro dormitorio. Ni tan siquiera comí. Apenas hablábamos. Pasé las horas con mi cabeza recostada contra su pecho, húmedo por mis lágrimas.

»Por fin llegó el día. Fue como si me arrancara mi propia alma. Algo que hubiera estado tan agarrado a mi ser como la carne a los huesos. Shallem me besó, del mismo modo que había hecho en Orleans. De pronto me sentí débil, seca y vacía. Tan anciana como nunca lo había sido. Shallem me miraba como un joven arqueólogo que, imprudentemente, acabase de exponer a la luz del sol un antiquísimo tesoro, y estuviese a punto de transformarse en polvo ante sus ojos. Me sentía agotada, derrumbada, como si el peso del mundo acabase de caer sobre mi pecho. Era evidente que me quedaban horas de vida; puede que algún agónico día.

»Shallem me bajó en brazos hasta el salón y me sentó junto a la ventana. No quería desperdiciar mis últimas horas postrada en la cama. Quería disfrutar de una escena familiar más. Y tenía que ver a Cannat, por supuesto. Había compartido con él ochenta años de mi vida. Casi tanto tiempo como con Shallem.

»Cannat estaba sentado cerca de la chimenea; parecía un hombre con un nudo en la garganta. No podía soportar mi visión. La visión de la muerte. Le pedí a Shallem que fuese a cortarme algunas flores: deseaba hablar con Cannat a solas.

»—Ya sé que es absurdo que te lo pida —le dije—. Pero necesito oírte que estarás siempre con él, que tú le consolarás hasta que logré recuperarse —las lágrimas comenzaron a nublar mi cansada vista—. Una vez me aseguraste que su dolor no duraría mucho tiempo, que tú estarías allí para ayudarle a superarlo. Cuando yo no esté, trata de que se reúna con nuestros hijos. Eso le ayudará.

»Cannat se levantó de su asiento y vino hasta mí. Jamás le había visto tan peligrosamente serio. Me hubiera asustado, de no ser porque todo había acabado ya. Las lágrimas rodaban por mis mejillas, a su libre voluntad.

»—¿Ves? —sollocé—. Ya casi te has librado de mí —me limpié los ojos con las manos y sorbí a través de mi ocluida nariz—. Ahora ten cuidado de que no vuelva a enamorarse. —Me cubrí los ojos con las manos y lloré con todas mis ganas, imparablemente.

»—¿Deseas morir? —me preguntó.

»Le miré como a un idiota; de sobra conocía él la respuesta.

»—Pero él me buscará. Me lo ha prometido —le aseguré, aunque no quería hacérselo saber por temor a que tratara de impedirlo.

»—Él no se inmutó lo más mínimo. Me pregunté si me habría oído, pero era seguro que sí.

»—Gracias por los buenos momentos, Cannat —le dije—. Fueron muchos. Y por todas las cosas que me enseñaste, tan pacientemente, a pesar del criterio de Shallem. Y por no haberme matado, pese a lo mucho que lo deseabas. Sé que hubo algo más que odio entre tú y yo; sé que nunca te he sido del todo insoportable.

»—Trata de calmarte, por favor —me pidió—. Shallem regresa con las flores.

»Rápidamente, me enjugué las lágrimas con el borde de mi vestido. Cannat corrió a interceptar a Shallem y, tomando las flores de sus manos, le dijo.

»—Shallem, ¿quieres ir a buscar una manta? Tiene frío.

»Shallem subió presurosamente a por la manta. Él dejó las flores desparramarse sobre una mesa y volvió a mi lado. Se quedó, rígido, mirándome.

»—Tú conseguirás aliviarle, ¿verdad? No permitirás que sufra, ni por esto ni por otra causa —insistí.

»Cannat se arrodilló a mi lado y tomó entre las suyas mis arrugadas y temblorosas manos.

»—¿Harías cualquier cosa por él? —me preguntó con voz queda.

»—Cualquiera —respondí sin vacilar. Después, de forma vaga e imprecisa, me cuestioné cuál sería el pensamiento concreto que había provocado aquella pregunta.

»Durante largos momentos continuó con la vista fija en mí, aunque no me veía. Estaba inmerso en una dura batalla. Súbitamente, su expresión perdió su dureza, como si habiendo tomado una difícil decisión tras mucho reflexionar, por fin se hubiese relajado.

»—He escuchado tu plegaría —me dijo.

»Me quedé atónita, por el oscuro tono de su voz aún más que por sus misteriosas palabras. Sus ojos refulgían llenos de aliviado placer.

»—¿Qué plegaria? —le pregunté—. ¿A qué te refieres?

»—Quiero hacerte un regalo —continuó con voz tranquila—. Algo que un día te prometí.

»No supe a qué se refería. Intenté recordar qué podría ser, pero nada que pudiese estar de alguna forma relacionado con aquel momento me venía a la memoria.

»—¿El qué? —pregunté finalmente.

»Él me miró enigmáticamente.

»—No hay tiempo para que te lo explique. Es algo que te hará feliz —dijo. Y siguió mirándome muy fijamente, estudiando mi reacción, como si esperase que por sus vagas palabras yo adivinase el misterio.

»Me quedé totalmente perpleja. No se me ocurría qué podría ser.

»—No sufrirás daño alguno, te lo prometo —me susurró—. Vamos ahora a por ello, antes de que Shallem regrese.

»—Pero ¿adónde hay que ir? —le pregunté, mientras me ayudaba a levantarme de la silla y me tomaba en sus brazos.

»—Lejos —me dijo sonriendo—, pero no te preocupes, no tardaremos.

»Y me dio un suave beso en la mejilla.

»De pronto nos hallamos en un lugar desconocido para mí. Era un lindo pueblecito en un valle nevado y amurallado por altísimas y blancas montañas. Tiritaba: hacía un frío congelante. Estábamos frente a la puerta de un colmado. Cannat me indicó que mirase dentro. A través de sus cristales pude ver el interior. Había una muchacha despachando a una señora que llevaba a una niña pequeña de la mano.

»—Mira a la joven —me ordenó Cannat.

»Ya lo estaba haciendo. Era imposible no fijarse en ella. Sin duda alguna destacaba allá donde fuera. Era casi tan hermosa como yo lo había sido. Su cabello era rubio y radiante como el mío y sus ojos de un azul cristalino, bellísimo, como lo fueron los míos. Pero ella era una mujer nórdica, y su estructura ósea era diferente a la mía. El puente de su nariz más corto y elevado, su frente más redondeada y pequeña, sus pómulos más salientes, su cutis rubicundo, más que rosado. Era una hermosura diferente, menos clásica y perfecta que la mía, pero que resultaba atrayente y graciosa.

»—¿Te gusta? —me preguntó Cannat—. ¿Te parece un cuerpo bello, digno de ti?

»Le miré, estupefacta, mientras mis pensamientos deslavazados comenzaban a entrar en conexión. La clienta salió con su niña y la chica se quedó sola, dentro de la tienda. Cannat me empujó al interior y echó el cierre de la puerta.

»La muchacha se quedó paralizada al verle.

»—Vos —murmuró, y le miraba como a una aparición.

»Él la sonrió. Una sonrisa maliciosa, burlona.

»—Yo —dijo en el mismo tono que ella y abriendo los brazos a la altura de su pecho—. ¿Me habéis echado de menos, amor?

»La muchacha no dijo nada, estaba claramente petrificada de terror.

»—Veréis —continuó él, con la expresión burlesca—, no puedo vivir sin vos, de modo que he decidido llevarme algo vuestro conmigo. Espero que os parezca bien, porque tanto os dará, si no.

»—Por favor, señor, mi padre… está en la trastienda… —suplicó ella en un mal acentuado inglés.

»—¿Ah, sí? —inquirió él, con total indiferencia—. Pues esperemos que el pobre no salga, o morirá como su hijo.

»La cara de ella se constriñó.

»—Ven —la ordenó él, con los ojos fulgurantes.

»Y la muchacha salió de detrás del mostrador y se plantó delante de nosotros, con el rostro sereno, sin oponer la menor resistencia.

»Cannat me la señaló de arriba abajo, orgullosamente.

»—¿Eh? —interrogó, mirándome, como si solicitara mi opinión acerca de una mercancía de exquisita calidad.

»Yo la contemplaba a ella por evitar la mirada de él, cayendo, lentamente, en la perturbadora comprensión de su oferta. Me sujeté a su brazo. Mi cerebro estaba congestionado y temblaba por el miedo y por el frío. No quería creer el propósito de Cannat.

»Me besó en la sien.

»—Mi madre está cansada —dijo dirigiéndose a la chica, y me acercó una rústica silla de madera e hizo que me sentara.

»—Vamos, querida Ingrid, dame un último beso —dijo luego, encaminándose hacia ella.

»Ella no se movió, parecía hipnotizada.

»—Cannat, quiero irme de aquí —me oí suplicar.

»Él sujetó la cabeza de Ingrid y la miró, tranquilo y sonriente. Por un momento pareció que ella deseaba desasirse, pero su impulso no fue mayor que el ataque de un gorrión.

»—Cannat, ten piedad —le rogué yo—. Yo no quiero esto, no quiero. No me obligues, por el amor de Dios. Deja en paz a esa chica. Nunca consentiré en algo así, ¡nunca!

»Ahora Cannat tenía la boca muy abierta sobre la de ella, que parecía desmayada. De pronto, me di cuenta de que él la estaba alzando de tal forma que sus piernas colgaban en el aire. Era como un pingajo oscilante sostenido por los brazos férreos de él. No parecía que la besase de forma natural, sino, más bien, que pretendiese succionar sus dientes, su lengua y hasta sus entrañas. Ella sufrió un súbito espasmo, y luego otro, como si tras un paro cardiaco la estuviesen aplicando un electroshock, y sus brazos y piernas se sacudieron violentamente en el aire. El beso seguía sin declinar su intensidad, pero ella ya no se movía, no parecía estar viva. De repente, él la soltó y ella cayó al suelo carente de vida.

»Durante un momento, Cannat me pareció un dragón sacado de los cuentos que narraban en mi infancia. Fue como si expulsara una bocanada de fuego. Su rostro fue fugazmente monstruoso mientras parecía arrojar de su interior, como un producto mefítico que hubiese inhalado por accidente, el vómito contaminante del alma de ella. Después tosió, carraspeó y escupió al suelo con teatrales gestos de repugnancia.

»—¡Rápido! —me dijo. Y se quedó frente a mí, mirándome fijamente.

»A pesar de mi horror, me sentí invadida por un sueño instantáneo y dulcísimo que se apoderó de mi voluntad. De súbito, me di cuenta de que ya no estaba prisionera de mi cuerpo y de que el de Cannat había desaparecido. Ahora era etéreo y estaba a mi lado. Yo estaba espantada, con los ojos clavados en el cuerpo de la chica.

»—Dios mío, ayúdame —imploraba yo—. No permitas que esto ocurra. No dejes que me obligue.

»—Ahora es el momento —me decía Cannat mientras tanto—. ¡Ahora!

»Fue como una orden divina que no hubiera opción a desobedecer o, siquiera, cuestionar. La espera no se podía prorrogar un segundo más. Me sentí absorbida por el cuerpo de Ingrid con una fuerza incontenible y sobrenatural, y, en una fracción de segundo, simplemente, estuve dentro. Mi voluntad no había contado para nada.

»De momento, pensé que estaba en mi propio cuerpo. Todo había transcurrido envuelto por la nebulosa irrealidad de un sueño. Una inquietante y fugaz fantasía onírica. Al abrir los ojos esperaba encontrarme sentada en la silla, con el mostrador frente a mí, y ver a Ingrid muerta en el suelo. Pero la visión que obtuve desde aquella perspectiva en la que ignoraba encontrarme me dejó confundida.

»Vi un par de pelos morenos rizándose sobre la blanca pátina de polvo que cubría el suelo de madera, luego, las piernas de Cannat elevándose ante mis ojos como las de un gigante. Me di cuenta de que estaba tirada en el suelo. ¿Qué eran aquellas extrañas ropas de algodón tan simples y ordinarias, que surgían bajo mi mirada? Hice un esfuerzo y me volví a mirar hacia la silla en que debía encontrarme. Estaba vacía. Pero mi anciano cuerpo yacía en el suelo, junto a ella. Había caído sin vida. Lancé un ahogado grito de terror e hice ademán de arrastrarme hacia él. La cabeza me dolía enormemente porque Ingrid se la había golpeado al caer, y también el trasero y el brazo derecho. Las lágrimas corrieron por las mejillas de aquel cuerpo tan calientes como siempre habían corrido por el mío. Mi cabeza era un torbellino de amargos pensamientos. Cannat me levantó del suelo y me puso ante sí para observarme, como si fuese la primera vez que veía aquel cuerpo.

»—¡Qué radiante hace lucir tu espíritu a este mísero cuerpo! —me dijo, y enjugó mis lágrimas con sus dedos.

»—¿Qué es esto, Cannat? ¿Qué me has hecho? —seguí llorando yo, presa del más indescriptible de los horrores al escuchar mi propia y extraña voz.

»Él se rió, como ante una niña pequeña sorprendida por el sabor del vino.

»—¿Qué te he hecho? —Me sonrió—. Te he regalado una nueva vida. Un cuerpo bien seleccionado, joven, sano y espléndido. ¿No lo entiendes? Una nueva vida junto a Shallem. Una vida que puede ser muy larga. Este cuerpo solo ha vivido dieciséis años. Casi nuevo y todo tuyo. —Y se quedó mirándome sonriente, como si esperase que se lo agradeciera.

»—Pero yo no quería esto… —murmuré entre sollozos, sujetándome a él porque no podía dominar aquellas piernas y apenas era capaz de mantenerme en pie. Además, la debilidad producida por la falta de dominio de aquel inmenso cuerpo se veía incrementada por la traumática visión de mi propio cadáver, del cual no podía despegar los ojos.

»Cannat se rió de nuevo, como si la niña no se acostumbrase al sabor del vino.

»—Estarás encantada en cuanto te calmes y reflexiones —me aseguró—. Te acostumbrarás en seguida. Solo ha cambiado tu imagen ante el espejo. Nada más.

»Me quedé mirando descompuesta mi propio cuerpo, ya definitivamente perdido, tendido en el suelo. Impulsivamente me solté de Cannat para acercarme a examinarlo, mejor dicho, para arrojarme a él, para abrazarme y llorar sobre él, pero, de inmediato, perdí el equilibrio y las nuevas piernas se doblaron. Cannat evitó que me cayera.

»—Tú me lo pediste —me dijo, de pronto con un tono grave en su voz—. Tú lo deseabas. No querías morir. Rezabas día y noche porque no querías morir. Tu petición, tu súplica, era tan evidente como las lágrimas en tus ojos. Y sabías que solo había dos dioses capaces de escuchar tus plegarias, de responderlas. Sabías que Shallem y yo conocíamos tus pensamientos y tus deseos. No te atrevías a decirlo en alta voz, pero no ignorabas que no tenías necesidad. Shallem lo veía, yo lo veía. Nos suplicabas con la voz de tu alma que no te dejáramos alejarte, que no te dejáramos morir. Dejaste en manos de tus dioses el actuar o no. Pues bien. Uno de ellos te respondió.

»—No era mi intención… —musité, anonadada por sus palabras y conmocionada por el nuevo timbre de mi voz.

»—¿Te consuela esa creencia? —me preguntó, impertérrito—. Yo alcanzo a ver lo que tu conciencia no osa admitir. Tú me lo pediste. Pero, tranquila, siempre puedes consolarte, si persistes en engañarte, con el pensamiento de que no lo hiciste de viva voz. Dejémoslo así. Yo te obligué. Ingrid no ha muerto por tu causa. Tu conciencia está limpia.

»—¡Pero esto es monstruoso! —grité—. ¡Es horrible! ¡No podré soportarlo! ¡Shallem nos odiará a los dos!

»Fue un triste error por mi parte el alzar la voz. El padre de Ingrid salió de la trastienda y Cannat lo mató sin demora ni ganas. Simplemente cayó fulminado nada más asomar la cabeza. Después me miró con la misma expresión de seriedad que antes. Como si nada hubiera pasado. Como si no acabara de asesinar a un ser humano con la mayor indiferencia.

»—No te preocupes por eso —continuó—. Sí, es cierto que le dará una pataleta. Pero no durará mucho, y habrá merecido la pena. Y ahora, ¿estás preparada para volver?

La mujer quedó en silencio y contempló al padre DiCaprio con una extraña sonrisa. Su peculiar sonrisa etrusca.

—¡Santo Cielo! —exclamó él—. ¡Es escalofriante!

La mujer se rió.

—Cannat tenía razón: a Shallem le dio una auténtica pataleta. Mucho más que eso. Se puso furioso de verdad, como nunca en la vida.

»Se quedó espeluznado cuando me vio, de pie, en medio del salón principal, con los ojos abiertos como platos y esperando, aterrada, su reacción. No hace falta que le diga que me reconoció de inmediato, claro, a pesar de mi nueva envoltura carnal. Se quedó parado nada más posar su mirada sobre el extraño cuerpo, y parecía no dar crédito a sus ojos.

»—Shallem… —musité, temblorosa, a través de mi nueva voz, que me disociaba aún más de mí misma—, yo no quería…

»Pero él estaba pasmado y no se movía, no decía nada. Permaneció así durante un tiempo infinito. Yo no sabía qué hacer. “¿Me odiará a mí?”, me preguntaba. De pronto, su rostro se convirtió en una tormenta. Sus ojos lanzaban rayos y su voz comenzó a tronar.

»—¿Dónde está? —gritaba con toda la potencia de sus pulmones—. ¿Dónde está él?

»Y comenzó a llamarle a gritos y a buscarle por toda la propiedad, a pesar de que sabía que ya no estaba allí. Me quedé en casa, asustada, casi escondida en un rincón, autoconvenciéndome de que lo de menos para Shallem era la nueva apariencia de mi cuerpo, de que yo no me había convertido, de súbito, en un ser extraño y entrometido. Hubiera dado cualquier cosa por no verme en aquella situación, por no padecer el temor de enfrentarme al odio de Shallem. Qué difícil me lo estaba poniendo. Al rato volvió, con la cara roja y desencajada.

»—Yo no quería, Shallem —empecé, incapaz de quedarme callada sosteniéndole la mirada—. Ni siquiera sabía lo que pretendía hacer hasta que fue demasiado tarde. Él me obligó.

»—¿Ah, sí? —dijo.

»Me miró tan dura y sombríamente que deseé con toda mi alma convertirme en la anciana decrépita de la silla junto a la ventana, a quien tanto había amado. Me fijé en que había una manta sobre la silla. La que él había ido a buscar para mí, veloz y amorosamente. Ahora parecía odiarme. Deseé estar muerta.

»—¡No le pedí que lo hiciera! —continué, histérica—. ¡Jamás le hubiera pedido una cosa así! ¡Sabía que tú no querías y, de todas formas, ni siquiera recordaba que una vez me dijo que podía hacerlo!

»—No —me dijo, con una voz desconocida e impersonal—. Sé que no ha sido culpa tuya. —Pero permanecía ceñudo y alejado de mí, y sin hacer ademán alguno para acortar la distancia.

»De pronto estallé en lágrimas dejándome caer al suelo.

»—¡Por el amor de Dios —le supliqué—, acaba tú mismo conmigo o deja de mirarme así! ¡Haz que él deshaga lo que ha hecho! ¡Dejemos las cosas como estaban o mi vida se convertirá en un infierno! ¡Por favor, prefiero morir! ¡Prefiero morir en paz!

»Y seguí repitiendo: “Prefiero morir”, hasta que solo se convirtió en una única sílaba ininteligible bajo los espasmos del llanto.

»Él se acercó y se arrodilló en el suelo junto a mí. Sentí sus manos alrededor de mis hombros y su cálida vocecita, otra vez la de siempre, a mi oído.

»—No estoy enfadado contigo, amor mío. De verdad que no.

»—No me odies, te lo suplico. No me detestes —sollocé.

»—No, no. Claro que no te odio —me consoló—. Ha hecho bien en desaparecer, el muy…

»—Pero, Shallem —dije, mirándole fijamente a los ojos—, hay una forma sencilla de poner fin a esta pesadilla. Este cuerpo es mortal, totalmente mortal, puede ser fácilmente destruido. Lo haré ahora mismo, si tú quieres, y será como si esto nunca hubiese sucedido.

»De pronto, su piel palideció, su expresión se descompuso, pareció espantarse ante la idea, como sí le hubiera propuesto algo completamente descabellado.

»—¡No! —exclamó al punto, atónito—. ¡No!

»Di gracias al Cielo, porque yo jamás hubiera reunido el valor de suicidarme, hablaba puramente de boquilla y por la exigente necesidad de escuchar la negativa de sus labios, de saber que, pese a todo, él aún me quería a su lado. Y así era, ciertamente.

»Pasé el resto del día acurrucada entre los brazos de Shallem. Y, el abandonarlos, el ponerme en pie, el moverme siquiera muy ligeramente y exponerme a percibir el diferente peso de mis brazos y piernas, la extraña sensibilidad de la pálida y rolliza piel, la potencia del joven corazón, me causaba un terror exacerbado.

»Me quede hundida entre los cojines de seda cuando Shallem se levantó para traerme unas frutas. En la espera, no moví un solo músculo, ni tan siquiera los ojos. Me atemorizaba el que aquellas extremidades desconocidas, que pretendían ser parte de mí, invadiesen mi vista. Ni tan siquiera me atrevía a pensar. Trataba por todos los medios de mantener la mente en blanco mientras aquella masa cerebral, ajena a mí, comenzaba a esforzarse por informarme de los rostros y lugares que había conocido.

»Grité desesperadamente pensando que enloquecía, que mi ser se anulaba, que estaba perdiendo por completo mi identidad. Shallem acudió de inmediato y volvió a consolarme, a abrazarme.

»—¡Veo cosas, Shallem! —grité entre lágrimas—. Personas que no conozco, sitios donde no he estado. ¡No permitas que me vuelva loca! ¡No quiero ser otra persona!

»—Cálmate —me susurró—. Cálmate. Es solo que tu espíritu investiga su nuevo cuerpo. Se encuentra extrañado porque no es el cuerpo virgen de un recién nacido. Pronto habrá acabado.

»—¡No quiero que lo haga, Shallem! —grité sin consuelo—. ¿No puedes impedirlo? ¡No quiero ver estas cosas que me aterran! ¡No quiero saber nada de ella!

»—No, no debo hacerlo. Es preciso que lo adaptes a ti. Pronto todos sus recuerdos estarán borrados —me respondió, y me acarició suavemente la cara como si no viese que no era la mía—. No sufras. No durará mucho.

»Aún apenas podía creer lo que me estaba ocurriendo. Solo sabía que aquella era la peor pesadilla que había padecido jamás.

»—¿Por qué me ha hecho esto, Shallem? ¿Por qué lo ha hecho? —le pregunté mientras enjugaba mis lágrimas con sus dedos, igual que pocas horas antes lo había hecho su hermano.

»Y, pensativamente, dirigió su mirada al vacío mientras tomaba entre las suyas mis desgarbadas manos, descansándolas sobre la basta falda.

»—No sé —susurró—. No lo sé.