I

»¿Cuál es la razón de la atrayente fascinación que las serpientes despiertan sobre aquellos que las consideran animales inmundos?

»Yo no conozco la respuesta. Jamás deseé abandonar la jungla ni conseguí explicarme su deseo de hacerlo.

»¿Por qué volver a las pobladas Asia o Europa cuando quedaban tantos territorios que aún no habían sido hoyados por el destructivo pie del hombre?

»“Observemos la lenta evolución del animal maldito”, decían.

»Así, recorrimos el planeta sin establecernos durante demasiado tiempo en ningún lugar concreto. Cannat contaba con centenares de tranquilas y suntuosas residencias. “Lo mejor para los dioses”, decía.

»Shallem —nunca había dejado de hacerlo—, caía cada cierto tiempo en profundos estados contemplativos. Pero ahora Cannat no precisaba preguntar la causa. Y yo, aunque no era capaz de leer con tanta claridad su alma, tampoco lo necesitaba. El viejo tema milenario se había visto reforzado el día en que Cyr se rebeló contra su padre. Él, silenciosa y obcecadamente, nunca había cesado de dar vueltas y más vueltas sobre su hipotético significado.

»—¡No tuvo significación alguna! —se desesperaba con él Cannat—. ¡Pura casualidad! ¡Tú eres el único que se empeña en buscar paralelismos!

»—¿Y cuando mató a los agutíes? —insistía Shallem obstinadamente—. ¿Acaso no fue por la misma causa y con la misma intención con la que tú y yo matamos humanos?

»—¡Por el amor de tu hijo, Shallem, déjale descansar en paz! ¿No ves que lo único que hizo fue repetir una historia que de sobra conocía y que sabía que tendría efecto sobre ti, que no te dejaría impasible? ¡No quieras ver lo que no existe, te lo suplico! —le decía, casi furioso—. No hay nadie, Shallem, nadie —le susurraba luego, conmovido ante su dolor—, que espíe nuestros movimientos, que valore nuestras acciones en la espera de que un día la balanza se incline hacia el lado del perdón. No hay un guía que ilumine nuestro camino mediante enigmáticos símbolos. ¡Lo único que hay son esas malditas y falsas fantasías humanas que han calado en tu blando y susceptible cerebro! ¿Acaso nuestro Padre nos hablaba, cuando sí quería hacerlo, mediante extrañas charadas indescifrables? ¿No tiene ya voz? ¿No tenemos nosotros poderosos oídos que alcanzarían a escucharle desde el otro lado del universo?

»—Veo que tienes razón. Pero aún me queda otra esperanza. Yo fui padre, reconocí mis errores y obtuve el perdón de mi hijo. Tal vez Él, algún día, desee que le suceda lo mismo —añadía Shallem, como un niño empecinado.

»—Sí, mi dulce Shallem —le respondía Cannat con un tierno beso—. Sigue soñando…

»Usted, en un cálculo rápido, se habrá dado cuenta de que para cuando abandonamos la selva yo ya había superado, con creces, la cincuentena. La senectud, en aquella época. No obstante, mis células no envejecían con la imparable velocidad con que lo hacían las de los mortales corrientes. A esa edad yo aparentaba unos treinta y cinco años, y aún me quedaban unos cuarenta y seis años más. Bastante tiempo. Tenía motivos para ser feliz.

»Ellos decían que el tiempo no existía, que era una estúpida invención humana en su afán por controlarlo todo. Los planetas se mueven, el universo cambia, los seres vivos cumplen su ciclo vital. Eso es todo. Aplíquesele el nombre que se quiera, existe un breve camino de transito obligado que conduce, inexorablemente, a la vejez y la muerte. No hay pócimas mágicas ni fuentes de la eterna juventud. No sería bueno para el hombre. El cuerpo debe morir para que el alma descanse, para que alcance la libertad.

»Creí morir cuando, a los pocos años de retomar la dieta de la supuesta civilización, perdí mi primer diente. Supe que a ese no tardarían en seguirle todos los demás. Entonces no observábamos una higiene tan escrupulosa como la de hoy, no existían los cepillos de dientes…

»Las patas de gallo comenzaron a atormentarme poco tiempo después. Tan visibles, estropeando el bello encuadre de mis ojos, marcándose más y más profundamente cada año…

»Me dio un síncope cuando descubrí la velocidad con que las canas invadían mi pelo. Con ellas adquiría, justa y definitivamente, la espantosa denominación de “vieja”.

»Parecía que nunca iba a llegar el fatídico momento. Pero, sin olvido, aunque con demora, se iba aproximando.

»En la década de 1570 ya había perdido toda mi belleza. Bueno, no toda. Pero, sí, desde luego, toda lozanía y frescura de juventud. Cada mañana despertaba temiendo que aquel sería el día en que descubriría una mueca de repugnancia en el rostro de Shallem. Porque yo, ya, a sus ojos de belleza eterna e inmutable, debía resultar francamente desagradable. Vivía temblando en el miedo continuo de llegar a advertir que su amor se estaba resquebrajando, que el ardor de sus besos comenzaba a disminuir. Contemplaba, con mirada celosa y asesina, a las mujeres en quienes, por pura casualidad, posaba su vista, pensando, con el corazón constreñido por la angustia y el dolor, que cualquiera de ellas podría sustituirme, que cualquiera de ellas era más hermosa que yo. ¡Qué lejos habían quedado los días en que me pavoneaba a su lado, vestida como una reina, por las calles de París y Florencia! Aún me envolvía con galas espléndidas, pero ya no era ningún cisne.

»Sin embargo, pese al modo constante y ferozmente inquisitivo en que escrutaba su rostro en busca de una mueca de pena o disgusto, o estudiaba las variaciones en el tono de su voz al hablarme, esperando percibir los incontenibles quiebros acompañados de una triste mirada huidiza que me revelasen lo que las palabras no harían jamás, nunca observé el menor signo delator o la mínima variación en su trato hacia mí.

»Parecía ciego a mis cambios, como si no fuese capaz de percibirlos.

»—Debiste hacerme caso —le dije un día—. Ochenta años eran demasiados… Te agradezco que no me permitas advertir los tristes sentimientos que mi envejecimiento te causan, pero, de todas formas, me siento tan mal, tan… avergonzada, ante este estado que no puedo evitar, que no puedo detener…

»—Juliette —me respondió con su voz más seductora—, no has cambiado un ápice a mis ojos. Pero ¿es posible que aún no lo hayas comprendido? Lo que yo amo de ti es lo que se oculta a la fría y física visión de los hombres. Lo bello, lo inmutable, lo imperecedero, lo inmortal. Es igual hoy que hace trescientos años, que dentro de doscientos más. No es poesía de ciego enamorado lo que te estoy diciendo. No es la piadosa mentira de un amante conmovido ante el dolor de su amada. Mi visión empieza donde la humana termina. Pero ¿cuántas veces he de repetirte lo mismo?

»No sé. Creo que fueron unas mil más, antes de que por fin me convenciera de que Shallem siempre me amaría, de que era mi alma, sola y exclusivamente, la que le había atado a mí desde aquella noche en el puerto de Marsella. ¡Qué difícil es comprender eso para un ciego espíritu humano! Entonces, avergonzada hasta la humillación, me acordaba del inmenso pavor que yo había sentido cuando, tras dar a luz en Florencia, esperaba el regreso de un Shallem de incógnito aspecto a quien no estaba segura de poder amar. ¡Cómo había sufrido entonces, tratando vanamente de autoconvencerme de que podría amarle bajo cualquier forma en que se presentase, aunque en lo profundo de mi alma conocía la excesiva y vergonzante importancia que su cuerpo tenía para mí! ¡Y qué diferente sería la reacción de él, consolando con amor infinito e imperturbable, desde el portento de su exuberante belleza, a la vieja desdentada y quejicosa con quien, tan orgullosamente, paseaba de la mano por las calles del mundo entero! ¡Qué vil, qué sucia, qué humana, me hacían sentir esos pensamientos! ¡Qué desleal! ¡Qué indigna de su amor!

»Cuando caminábamos por la calle la gente debía pensar que él era mi hijo; o mi nieto, tal vez. Pero, al fin y al cabo, aún podía caminar a su lado con el porte erguido, un cuerpo esbelto, a pesar de los años y cierto maduro atractivo en el semblante. Algunos hombres todavía se fijaban en mí. Y yo, en mi eterna e ignorante vanidad humana, procuraba que él se percatara de que aún no resultaba repelente a los ojos de los mortales.

»Al principio, Cannat me hacía numerosos comentarios sobre mis canas y mis arrugas. No eran mordaces, sino, más bien, producto de la sorpresa. Como si, en realidad, nunca hubiese esperado en serio que yo llegase a envejecer. De hecho, parecía sumamente molesto. Criticaba los cambios que sufría mi cuerpo como si estuviese en mí mano el controlarlos. Y parecía exhortarme a quitarme un vestido que no me favoreciese y del que pudiera deshacerme a voluntad. Después, con el tiempo, se acostumbró, y dejó de percibir, tan pormenorizadamente, mi tránsito hacia la vejez.

»A pesar de todo, yo continuaba siendo profundamente feliz, aunque ya no me reconociera en el espejo. El miedo a perder a Shallem acabó disipándose. Su cariño por mí no hacía sino incrementarse. Pasábamos juntos y a solas más tiempo cuantos más años transcurrían. Sus besos se hacían más tiernos y pasionales, y me hacía el amor cada día como si fuese la última vez.

»La última vez —repitió la mujer, con la mirada flotando sobre las ropas de su confesor.

Durante unos segundos pareció que todo había acabado, que no encontraría las fuerzas para continuar su historia. Se inclinó sobre la mesa y, apoyando en ella su codo izquierdo, dejó que su cabeza descansara sobre la mano. Su cuello parecía un tallo tronchado. El sacerdote no sabía qué pensar o qué decir. Luego ella cerró los ojos, y con su dedo índice comenzó a masajearse la suave curva entre ellos. Después, tras incorporar fatigosamente la cabeza, con la mano débilmente apoyada en la barbilla, como si le fuese necesario sostenerse en ella, miró al confesor.

—¿De qué le estaba hablando? —le preguntó, pero no pareció que no lo recordara, sino que no fuese capaz de continuar.

—Me contaba acerca de su vejez —contestó él—. Pero… hay algo… —empezó él, con el aire perplejo de quien tiene una duda inquietante pero no se atreve a desarrollar su pregunta.

—¿Sí? Hable sin miedo —le animó ella.

Él desvió los ojos hacía la ventana y, durante unos momentos, quedó cegado por la intensidad de la luz.

—Es su aspecto —dijo por fin, en un tono bajo y mirándola directamente—. Es evidente que su cuerpo no es el de la anciana que me está describiendo…

La mujer le sonrió.

—Enseguida llegaremos a eso —le tranquilizó—. No me haga ir más deprisa de lo conveniente. ¿Puedo continuar ahora, o hay algo más que desee preguntarme?

El sacerdote agachó la cabeza pensativamente. Pero no buscaba algo más que preguntarle, sino que se cuestionaba la pertinencia de hacerlo.

—Vamos, adelante —le pidió la mujer—. ¿Qué es lo que da vueltas en su cabeza?

—Bueno… Es sobre lo que me ha contado antes —comenzó él, tímidamente—. Algo que ha quedado en el aire… Usted, seguro, debió sentir algo cuando…, bueno, quiero decir que su hijo, Cyr, hubiera tenido una oportunidad de sobrevivir si Cannat hubiese aceptado la propuesta de Eonar, ¿o me equivoco?

—No.

—Sin embargo, me ha parecido entender, Shallem desestimó totalmente esa posibilidad. No quiso que Cannat le abandonara, o que este padeciese el sacrificio, aunque fuera la única posibilidad de salvar al niño. Ninguno de los dos estuvo dispuesto al sacrificio a pesar de lo mucho que le querían. De hecho, parece que no se lo plantearon ni por un momento. Imagino que usted debió pensar algo, sentir algo ante este hecho.

La mujer le miraba muy seriamente, como si estuviera experimentando una súbita antipatía hacia él.

—¿Rencor? —inquirió ella.

—Sí, rencor —respondió, alarmado a la vez que arrepentido de su decisión de preguntar. Se dio cuenta de que había tocado un nervio sensible—. Exactamente.

La mujer se puso en pie y, calmosamente, se acercó al confesor. Cuando se detuvo a su lado, él, instintivamente, desplazó su espalda hacia el lado contrario sobre el respaldo de la silla, lo más lejos que pudo antes de llegar a perder el equilibrio. Su mano derecha estaba alerta, dispuesta a protegerle el rostro. Pensaba que ella iba a pegarle.

—Esa cuestión me martirizó durante mucho tiempo —dijo ella—. Las palabras de Eonar sonaban a propuesta formal. El que Cannat aceptase parecía una salida, pero no era una posibilidad real. Y no porque él fuese un monstruo. Cyr iba a vivir, sin duda, más que yo, más de cien años. Cien años separado de Shallem, cien años en compañía de Eonar. ¿Hubiese aceptado usted? —La mujer calló un momento hasta que el padre DiCaprio agachó la cabeza mientras la sacudía en señal de negación—. ¿Y sabe lo que más me torturaba y, al mismo tiempo, me impedía cualquier rencor contra Cannat? La vergonzosa seguridad de que yo jamás habría aceptado el separarme de Shallem, ni siquiera por muchos menos años. ¿Cómo podía entonces reprochárselo a Cannat?

La mujer miró unos momentos al confesor, de forma ausente, y, luego, dio media vuelta y anduvo unos pasos por la habitación. Él, aliviado, se sentó correctamente en la silla y su expresión se relajó.

—Lo de Shallem era otra historia —prosiguió ella sin mirarle—. Usted tiene razón, él ni siquiera lo dudó. Ni por un solo instante. Si alguna vez me hubieran preguntado cuál hubiera sido su reacción en un caso así, si habría aceptado la propuesta, yo hubiera respondido: «Bajará la vista, se entristecerá, mirará a Cannat con sus ojos descompuestos, luego a mí, luego al niño, después de nuevo a Cannat y por fin, dirá: “No”». Pero Shallem ahorró todos esos pasos. Es lógico, en realidad. Él tenía bien claras sus prioridades, no le hacía falta sopesar nada, como yo lo hacía. Ya le he dicho que desde el mismo día en que Cannat hizo su aparición en Florencia supe que no había criatura en el mundo capaz de inmiscuirse entre los dos. Que Shallem le amaba por encima de todas las cosas. Por encima de mí y de quien se pusiera por delante, ya fuera mortal o inmortal Con Cyr solo habían compartido sus siete años de vida. ¿Qué podía ser eso para ellos, comparado con su mutua y eterna compañía? Por lo tanto, no me sentí sorprendida, aunque sí dolida. No hubiera sido tan rápida, clara y firme la reacción de un padre humano. Seguro que no. Y Shallem no tuvo jamás el menor remordimiento por esta causa. Es que ni siquiera se lo planteó. Era como si las palabras surgidas de la boca de Eonar, de puro inaceptables, no hubiesen pasado de ser una broma que nadie hubiese llegado a tomarse en serio. Nunca habían sido una opción real, sino solo vano tráfico de huecas palabras. ¿Consigo explicarme con suficiente claridad? —preguntó, volviéndose a mirar al sacerdote.

—Sí —afirmó él rápidamente—, sí.

—Verá, ese amor que ellos se profesaban era el núcleo de la fascinación en que me tenían sumida. Nada que derivase de él me parecía monstruoso, muy al contrario. Sé bien que para ambos supuso un sacrificio el ponerlo por encima de la vida de Cyr; sé, asimismo, que Cannat se hubiese ido con Eonar si hubiese advertido un solo instante la duda en los ojos de Shallem, que se hubiese sacrificado por él, a pesar de la traición que a sus ojos habría significado aquella duda. Y este conocimiento contribuía a hacer de mí una observadora ciega e insensible a todo cuanto excediese el estudio de aquel amor que me deslumbraba. Pero no puedo ocultar el que, durante mucho tiempo, lamenté el no haber apreciado algún indicio de dubitación cuando Eonar le preguntó. Sin embargo, Shallem era más que mi amor, era mi dios. Todo lo que él hiciese estaba bien hecho. Todo era disculpable. Para todo encontraba justificación. Pero ahora no quiero hablar más de esto. Usted quiso saber si yo me había sentido herida, y, sí, lo estuve. ¿Le parece suficiente? ¿Puedo continuar?

—Por favor. Se lo ruego.

—Gracias —susurró la mujer, y, mientras pensaba, se sentó de nuevo a la mesa y observó, compadecida, las hojas, ahora secas y arrugadas, de la Biblia de su confesor. No hizo ningún comentario al respecto—. Hablábamos de mi vejez, ¿no es cierto? —preguntó.

—Sí, eso es.

—Yo ya no estaba para muchos trotes —continuó explicando ella—, de modo que nos establecimos en una preciosa y señorial mansión en la verde y tranquila campiña inglesa, muy cerca de Stratford on Avon, el pueblecito donde Shakespeare había nacido no mucho antes.

»Por la extensa propiedad de Cannat cruzaba un alegre riachuelo cuyas márgenes se cuajaban de cólquicos rosados en otoño y de cárdenos lirios siberianos en la primavera. Pero la mansión era excesivamente grande y desapacible. No resultaba confortable porque Cannat no la había habitado nunca, y el escaso mobiliario con el que la había adquirido era viejo, descuidado e impersonal. Hubimos de cerrar muchas habitaciones que no usábamos jamás, y, así, nos concentramos en la zona de la casa que más horas de sol recibía. O hubiera debido recibir, porque el sol casi nunca salía. La casa se encontraba perennemente helada. El permanecer caliente, una vez te alejabas dos pasos de cualquiera de las gigantescas chimeneas, era tan imposible como el salir a pasear sin regresar empapados. “¿Es que la lluvia nunca cesa en Inglaterra?”, me preguntaba. Sin embargo, cuando el sol nos sorprendía con su mirífico y añorado esplendor, resultaba una visión infinitamente más especial y aclamada que la de los cotidianos luminosos amaneceres mediterráneos.

»Cannat me dejó amueblar la casa enteramente a mi gusto. Compramos armarios de roble decorados con cabezas de medallón y cupidos italianizantes; bancos, taburetes y sillas con profusión de blandos cojines de seda; aparadores para guardar la vajilla de plata y esmaltes que exponíamos en la parte superior, revestidos de telas de colores vivos; tocadores panelados y decorados con tela plegada; muebles tapizados y arcones de marquetería importados de Flandes y Alemania o fabricados por artesanos emigrados; camas de cuatro postes en forma de cariátides, y soportes de torneados bulbosos, vestidas con ricas y alegres telas. Una exuberancia de maderas talladas, pintadas e incrustadas, según el gusto inglés. Todo a la última moda.

»Las paredes se llenaron de cuadros modernos, los suelos de alfombras multicolores. Contratamos el suficiente servicio doméstico y un par de jardineros. Sin embargo, ningún rey de antaño gozaba de hogares tan confortables como el de un obrero de hoy. Como le digo, la casa parecía perpetuamente sumida en las tinieblas de un frío húmedo y desmoralizante. O, tal vez, así lo veía yo, a mi avanzada edad. ¡Había tanto que andar en aquella casa para trasladarse de una habitación a otra! ¡Tantos escalones hasta llegar al dormitorio!

»Cannat y yo pasábamos largos momentos de intimidad durante las temporadas en que Shallem se hallaba en lo que Cannat denominaba “su estado místico” o “su estado contemplativo”. Planeábamos juntos actividades que podían distraerle; definíamos los puntos clave que debíamos tratar en nuestras respectivas argumentaciones, con las que luchábamos por liberarle de sus obsesiones; íbamos de compras y le traíamos regalos, sobre todo perros, muchos perros. Como hacen los admiradores con sus ídolos, disfrutábamos hablando de Shallem, nosotros dos, comentando sus palabras, sus movimientos; explicándonos mutuamente algo que hubiera dicho o hecho en ausencia del otro; hablando de su dulzura, de la belleza de todo su ser. Cannat me describía las cosas que mis ojos mortales no podían ver, la realidad, la esencia de Shallem. Y parecíamos dos amantes con la baba cayendo mientras hablábamos de nuestro hijo, arrebujados, muy juntos, entre los almohadones de seda del banco frente a la chimenea.

»A menudo, sentados en ese mismo banco, contemplando de tanto en tanto el oscuro cabello de Shallem, que leía algún libro recostado sobre la ventana, Cannat, acariciando suavemente mi rostro con el dorso de sus dedos, me revelaba secretos de los que aún no me había hablado o, simplemente, me repetía explicaciones que yo no había entendido en su momento. De pronto, Shallem se levantaba y, en súbito silencio, le seguíamos con la vista mientras cogía el hurgón y su cabello caía en cascada al inclinarse para atizar el fuego. Luego se erguía, con toda su apostura, y, apoyando el codo en la repisa del hogar, nos miraba contemplándole embobados.

»—¿De qué hablabais? —nos preguntaba.

»Estábamos unidos por Shallem, absorbidos por Shallem. Aquel era, sin duda, su poder.

»No obstante, en algunas ocasiones en que se sentía molesto conmigo por haberles interrumpido, sin querer, en su intimidad, o por cualquier otra causa, o sin ninguna absolutamente, Cannat se acercaba por mi espalda y, rodeándome con sus brazos como un tierno amante, me susurraba una cifra, un número cada vez más bajo.

»—Tres mil setecientos veintidós días para librarme de ti —musitó un día a mi oído. Y luego mordisqueó suavemente mi oreja, me dio un beso junto a ella y después se marchó.

»¡Tres mil setecientos veintidós días! Poco más de diez años, cuando yo ansiaba la eternidad junto a Shallem…

»Aquel día comencé a comprender los sabios motivos de mi ángel al querer negarme el conocimiento de la fecha de mi muerte.