»Dos años pasaron, agradablemente. De vez en cuando, Cannat fingía no haberme perdonado del todo y, especialmente si estaba de buen humor, hacia estallar sus descargas. Era un juego para él.
»Yo, comprensivamente, les dejaba salir solos, aunque me pidieran que fuera con ellos, porque sabía que les encantaba su mutua y exclusiva compañía. Y también, porque no deseaba ser pasto de las incontrolables pirañas, o que un cocodrilo me arrancase un brazo, y porque había cosas que, simplemente, no deseaba hacer, como materializarme y desmaterializarme, o no podía hacer, como jugar con los jaguares o los ciervos.
»Y esto último tenía a Cyr completamente desesperado. Cuando los animales le rechazaban, o sea, siempre que intentaba acercarse a ellos, se echaba, irremediablemente, a llorar. Y yo también, a menudo. Nos quedábamos mirándoles desde lejos, padeciendo el rechazo del demonio en el Cielo. Era lo único que no podíamos compartir con ellos, y, precisamente, era también lo que más hubiéramos deseado. Cyr adoraba a los animales y no podía comprender el porqué, no solo no era correspondido, sino que le amenazaban con sus colmillos gigantescos o, más doloroso aún, salían huyendo ante su presencia. Y cuando, las innumerables veces que se producía una escena así, corría a su lado llorando y preguntando por qué, por qué y por qué, se limitaban a mirarle como a una pobre y lastimosa criatura y a besarle compasivamente.
»Cuando nos quedábamos solos Cyr y yo, me daba cuenta de lo apesadumbrado que se sentía porque casi nunca le dejaban ir con ellos.
»—En Florencia estábamos siempre juntos —me decía con la cabeza gacha.
»—Pero esto no es Florencia —le respondía yo—. Este es el último vestigio del paraíso. Y les pertenece. Debemos dejarles disfrutarlo a solas, o, de lo contrario, acabaremos por perderles. ¿Lo comprendes?
»Pero él, por supuesto, no quería entender porque no podía ir a donde fuera su padre, no podía hacer lo que su padre hiciera y por qué, sobre todo, su padre no parecía desear su compañía tanto como él necesitaba la suya.
»Las presencias del otro mundo continuaban apareciendo constantemente en busca de una oportunidad, un descuido, que les hiciese posible llevarse a nuestro hijo.
»Pero no eran, ni mucho menos, fuertes espíritus celestiales como Shallem y Cannat, sino solo débiles espíritus que en su día ocuparon un cuerpo humano y que no deseaban volver a él, como antes le decía.
»¿Recuerda las enormes figuras de las que le he hablado, las que estaban situadas entre pirámide y pirámide? Allí era donde Cannat encerraba a los espíritus demasiado fastidiosos. Como puede comprender, no hallaba en ello ninguna dificultad. Era, simplemente, un acto molesto, como tener que sacudirse un pegajoso mosquito. Pero su poder era tan desmesurado que, de ser necesario, hubiera podido encerrar allí dentro a cualquiera de sus propios hermanos. Y lo que Cannat hacía, nadie podía deshacerlo, salvo él mismo.
»A la ciudad de día no íbamos jamás. Cannat lo tenía rigurosamente prohibido. Nos había hablado de los espantosos sacrificios humanos que continuamente inmolaban para él. También decía que arrancaban el corazón de sus enemigos y luego se lo comían y se bebían su sangre, porque creían que así les transmitían su poder y su fuerza. A Cannat le parecía muy divertido que hicieran aquello; mientras él no estuviera presente. Sentía una apabullante repugnancia por todos los actos sangrientos que los humanos realizaban, pero ninguna por los suyos.
»Algunas noches, sigilosamente, él solo o, en ocasiones, todos juntos, solíamos acudir al templo del dios Kueb a recoger las ofrendas alimenticias que los fieles depositaban para él, y que Cyr y yo consumíamos gustosamente: tortas bastante buenas, una especie de pasta hecha a base de semillas, y montones de exquisitas frutas. Aquellos obsequios bastaban para satisfacer al dios, aunque no era lo único que le ofrendaban. Cannat o Shallem entraban siempre los primeros para evitar que Cyr y yo tuviésemos que soportar la visión de los otros presentes que solía recibir.
»Pero, ahora déjeme describirle el templo más detalladamente. Como he apuntado antes, se trataba de una torre piramidal de base cuadrada. Estaba formada por tres plantas superpuestas cuyas dimensiones decrecían muy considerablemente conforme aumentaba su altura, aunque nosotros, para contemplar el cielo, nos instalábamos en la cúpula, es decir, sobre el techo del tercer piso, como si se tratara de un cuarto. De una terraza a otra se ascendía mediante escaleras exteriores y del primer piso partían tres larguísimas hacia el suelo. En la terraza superior se hallaba el templo propiamente dicho, y desde él los sacerdotes contemplaban los astros y trataban de interpretar su influencia sobre el destino de su pueblo, mientras que el altar exterior se encontraba en la primera terraza, perfectamente visible desde tierra y constantemente alumbrado por los fuegos sagrados. Solo había dos vanos que se abrían al exterior, uno en el templo, y otro, que no era más que un soportal en el cual confluían las tres escaleras. De modo que, desde fuera, parecía una estructura completamente maciza.
»Cannat mismo les había mostrado, a su sutil manera, como debía ser construido, y su semejanza con los zigurats akadios era más que sospechosa.
»Como digo, pese a la falsa apariencia, al igual que en una pirámide egipcia por dentro había corredores y salas. Para acceder a ellas era preciso descender por una interminable escalera interior cuya única entrada se encontraba en el templo, o sea, en la terraza superior.
»La ascensión al templo era todo un acto de devoción, un auténtico sacrificio por parte de los veneradores de Kueb. Debía haber unos trescientos escalones. En él, rezaban piadosamente y realizaban sus ofrendas votivas al dios. Aunque el templo estaba dedicado a Kueb, el dios Oman tenía un espacio dedicado para su propio culto, aunque de un modo secundario. En realidad, le estaba siendo levantado su propio santuario, de aspecto similar pero mucho más pequeño, en uno de los dos brazos que, perpendiculares a la Avenida de los Muertos, partían desde la gran plaza del templo mayor, y en el que ya había otros templetes consagrados a diversos dioses y diosas de naturaleza abstracta.
»Las representaciones que de ellos hacían nada tenían que ver con la realidad. Bueno, salvo por el hecho de que estaban completamente desnudos. Aunque había vastas figuras en piedra e incluso en terracota, y multitud de relieves con misteriosas escenas decorando las paredes del templo, entre todas destacaban dos magníficas esculturas finamente trabajadas. La de Kueb, de jade, con aplicaciones de oro en el pelo y zafiros en los ojos. La de Oman, de obsidiana, con pupilas de esmeraldas. A ambos los simbolizaban casi de idéntica manera: de pie, hieráticos, con la mirada al frente y una fría sonrisa, con una serpiente en actitud de morder asomando por la boca de cada uno de ellos y con enormes alas emplumadas a sus espaldas. Era evidente que en el pasado habían hecho gala de sus poderes. Además, Kueb portaba en su diestra un disco solar de oro macizo en cuya circunferencia había grabados cuneiformes y dibujos explicativos de los movimientos planetarios, y su zurda estaba en actitud de entregarles una pequeña tabla en la que un bajorrelieve representaba un modelo de zigurat. En cuanto a Oman, tenía en la palma de su mano derecha un pacífico jaguar sedente y en la izquierda un disco de plata más pequeño que el de Kueb y con grabados similares.
»No hacen falta explicaciones. El dios del Sol y el dios de la Luna.
»Cyr insistió en investigar el interior del templo. Cannat no quería llevarle. Le dijo que era desagradable, oscuro, feo y maloliente, y que no tenía ningún deseo de encerrarse en aquella inmundicia cuando tenía la orilla del río para disfrutar de la cálida luz del sol sobre su piel. Por supuesto, Shallem era aún más refractario. Pero, naturalmente, cuanto más trataban de disuadirle, más deseos tenía él de entrar.
»A menudo solíamos pasar largas horas de la noche contemplando las estrellas desde lo más alto del templo. Lo hacíamos a escondidas, cuando los sacerdotes y sus alumnos no estaban allí. Procurando no llamar la atención a los de abajo.
»Tumbado placenteramente en aquel lugar, sumergido en profundos pensamientos y con las estrellas titilando en sus ojos azules, Cannat parecía más ángel que en ningún otro lugar.
»Pues bien, él, cuyo espíritu latía dentro de mi hijo, fue el primero en darse cuenta de que Cyr, a hurtadillas, se había introducido en el interior del templo y se encontraba en problemas. Le estaba llamando.
»—¡Cyr se ha perdido en el maldito templo! —exclamó mientras se ponía en pie para saltar hasta la terraza del templo—. ¡Será…! ¡Haber entrado ahí después de lo que le dijimos!
»Shallem y yo le seguimos a toda prisa.
»El descenso por el interior del templo resultaba un verdadero infierno.
»El aire estaba completamente enrarecido. No existían entradas para que pudiera renovarse, exceptuando la trampilla de entrada. Y, debido a la carencia de oxígeno, las antorchas que habían encendido para que yo no me cayese rodando por la infinita escalera, se nos apagaban cada dos por tres.
»Llegamos a un pasadizo, estrecho, pero suficientemente alto como para andar de pie sin agachar la cabeza. Sin duda había sido construido a la medida del dios, pues ningún indígena alcanzaba siquiera mi estatura. El túnel finalizaba en una sala vacía pero íntegramente decorada con escenas sobre los hechos del dios en las paredes y una representación del firmamento en la lisa superficie del techo. Pero en esta sala comenzaba el laberinto. De ella partían cuatro corredores de idéntica apariencia. La atravesamos rápidamente, con Cannat a la cabeza, que nos guió sin titubear por uno de ellos. Nuevamente desembocamos en una sala, de apariencia idéntica a la anterior, en la que volvían a abrirse cuatro túneles. Al final del que tomamos había una escalera más.
»Cuando acabamos de bajar sus innumerables peldaños, me quedé atemorizada ante lo que vi. Frené en seco, estupefacta, mientras Cannat continuaba inmutable su camino y Shallem me empujaba a seguir andando. Aquella habitación era un enorme osario que llegaba hasta el techo. En él, bien ordenadas en pilas sostenidas con tablas, se encontraban los cráneos de las víctimas que habían sido sacrificadas a los dioses. Solo sus cráneos, limpios, pulidos, meticulosamente alineados en varias filas sobre cada estante. Teniendo en cuenta el tamaño de la sala, más tarde calculé que habría unos cien mil, como mínimo.
»Me quedé hechizaba contemplando las palpitantes luces rojizas de nuestras antorchas difuminando las imprecisas formas de las calaveras que alcanzaban a iluminar. Y, aunque muchas de ellas conseguían refugiarse en la oscuridad, bastaba un movimiento de mi brazo para verlas bailotear, derritiéndose como elásticos espectros de pálido hueso.
»Estaba totalmente petrificada. Mis sentidos tan muertos como los de cualquiera de ellos. ¡Y mi pobre niño andaba por allí perdido!
»Noté los cálidos brazos de Shallem alrededor de mi cintura y que me levantaba en el aire para sacarme de allí a la fuerza. Y yo aún seguía mirando para atrás cuando cruzamos el umbral.
»Otra vez nos encontramos ante un pasillo que desembocaba en una sala en la que se abrían cuatro vanos. Y Cannat había desaparecido. Shallem se plantó, dubitativo, delante de uno de ellos. Luego, llevándome de la mano, dio media vuelta y penetramos por un nuevo e interminable pasadizo. Comenzamos a vislumbrar una fuerte iluminación y a oír voces procedentes de su final; las suyas, seguro.
»Conforme llegábamos, comencé a percibir un trascendente hedor. Un olor más penetrante que el de un matadero. La sala no era muy diferente a las otras, salvo que estaba decorada con pinturas, en lugar de con bajorrelieves. Y fue en ellas en lo primero que fijé la vista nada más entrar. Y vi que las paredes laterales estaban salpicadas de sangre humana coagulada, que se pronunciaba extrañamente sobre las pinturas. Aparté la vista, atemorizada, y mis ojos cayeron sobre algo más terrible aún. El ara de los sacrificios, una losa de jaspe con un cuchillo de obsidiana encima, estaba instalada en el centro de la sala. Desvié la vista de nuevo hacia la pared y luego otra vez al ara, sucesivas veces, preguntándome cómo matarían a sus víctimas para que su sangre hubiese manchado las pinturas varios metros más allá. Y, de pronto, espeluznada, descubrí que sobre la losa de jaspe había tres corazones humanos que en mi imaginación aún sangraban y echaban vapor. Mareada, me agarré al brazo de Shallem, que observaba atentamente la escena entre Cyr y Cannat.
»Allí estaban, Cannat, inclinado sobre mi niño, zarandeándole del brazo y regañándole severamente. Y Cyr le miraba fieramente sin el menor temor o, siquiera, respeto.
»—¡Iré al infierno, si quiero! —le gritó, agitando violentamente su antorcha—. ¡Y tú irás a buscarme!
»Y Cannat le soltó el brazo y se quedó mirándole perplejo.
»Y Luego, dirigiéndose a su padre, continuó con lágrimas en los ojos:
»—¡Y tú, tú me odias porque soy humano! ¡Siempre me has odiado! ¡Crees que soy como ellos! ¡Igual que ellos! —Y extendió su bracito señalando con el dedo índice a la pared que daba al exterior del templo.
»—¿A qué viene todo esto? —rugió Cannat—. ¿De dónde has sacado esa idea?
»—¡Nunca te has ocupado de mí! ¡Nunca me has querido! ¡Pues yo tampoco te quiero! ¿Lo sabías? —siguió gritándole Cyr a su padre, sin hacer el menor caso de Cannat—. ¡Ni siquiera te preocupaste de hacerme invulnerable cuando llegamos aquí! ¡Estaría muerto si no fuera por él! —Y señaló a Cannat—. ¡Tú, padre maldito! ¿Por qué me permitiste seguir viviendo cuando no pudiste hacer de mí lo que hubieras deseado? ¿Por qué? ¡Dímelo! —Y golpeó el aire con sus puños y el suelo, fuertemente, con su pie derecho.
»—¡Cállate inmediatamente! ¿Me oyes? ¡Ya! ¡No sabes lo que dices! —grité yo, viendo la aturdida expresión de Shallem.
»—¡Me repudiaste en el momento de nacer! —continuó furiosamente, llorando al tiempo que gritaba, y sin despegar la vista de Shallem, que también parecía a punto de echarse a llorar.
»—¡Cierra la boca de inmediato o te convertiré en cenizas! ¡Te juro por el amor de tu padre que lo haré! —bramó Cannat.
»Y entonces, con repentina calma, mirándole a los ojos con los suyos cuajados de lágrimas, Cyr le susurró:
»—Tú eres mi padre, Cannat. Tú siempre has sido mi padre. —Y, acercándose a él, cogió su gran mano entre las suyas, tan pequeñas, y se llevó su dorso a la mejilla—. Empeñaste tu libertad a cambio de mi vida. Me enseñaste cuanto es posible saber. Pusiste el mundo en mis manos. Tú siempre me has querido sin interés. Nunca me mostraste tu decepción porque no soy más que un mortal. Tú eres mi padre. Si hoy vivo, es gracias a ti. Tienes derecho a quitarme lo que es tuyo. Mi vida, incluso.
»—No eres justo con él… —murmuró Cannat nerviosamente.
»—¿Y lo fue él conmigo? —replicó Cyr, de nuevo rabioso—. No recuerdo un solo momento de intimidad entre nosotros. Me trata como a un apestado.
»—¡Eso es absurdo! —exclamó Cannat, dirigiendo su mirada al rostro crispado de dolor de Shallem.
»—¡No! ¿Sabes lo que ha esperado siempre? ¿Lo que siempre ha temido? Descubrir en mí un comportamiento humano. Algo que le avergonzara todavía más. Algo como esto…
»Y, dirigiéndose compulsivamente hacia el ara, tomó de ella uno de los tres corazones humeantes y, arrancándole un tierno pedazo con los dientes, comenzó a masticarlo.
»—¿Qué estáis mirando? —preguntó, y la sangre chorreó por las comisuras de sus labios—. ¡Es la sangre de mi enemigo! ¡Me hará más fuerte!
»E, inmediatamente, arrojó su antorcha a una esquina por detrás del ara y prendió sobre las ropas de un cuerpo caído. Cannat corrió hacia él y le dio la vuelta. Era un sacerdote, y le había sido arrancado el corazón.
»—Fue fácil —continuó Cyr, exhibiendo el cuchillo de obsidiana en la mano ensangrentada por el blando corazón, que había vuelto a depositar en la bandeja—. Él mató a los otros dos, y no parecía tener remordimientos. Shallem no se sorprenderá si yo tampoco los tengo. Al fin y al cabo, solo soy escoria humana. ¡Ah! Pero hasta en los ángeles halló el Señor defectos. Vosotros me lo enseñasteis. ¡Oh! ¡Pero qué desconsiderado soy! Tal vez queráis compartir el festín conmigo. Ya que os iba a ser ofrendado y no hacéis nada para impedirlo, sin duda os gusta.
»Y, tras tomar de la bandeja uno en cada una de sus manos, les arrojó los tibios corazones, que estallaron, blandos y sangrientos, sobre sus desnudos pechos.
»Cannat enrojeció de la ira. Se lanzó sobre él y, cogiéndole por la cabeza, se limpió el pecho con su cabello. Pero Cyr no emitió un solo sonido. Después le levantó y le sentó sobre el ara.
»—¡Y ahora escúchame bien, niño! —comenzó a decirle.
»Pero, viendo que Cyr le sonreía, se quedó callado, y se dio cuenta de que, con el cuchillo de obsidiana en las manos, cruzadas por detrás de su cuello, Cyr le acababa de cortar un mechón de cabello y se lo estaba mostrando.
»—Oro del dios —dijo, mostrando los dientes y la lengua, enrojecidos por la sangre del corazón humano—. Un relicario. Lo venderé uno a uno y me haré un humano rico.
»Cannat le miró, con mayor estupefacción que intención agresiva, y, dejándole sobre la mesa, se dirigió a Shallem, diciéndole:
»—Todo esto te está bien empleado. Querías una familia mortal y aquí la tienes: una mujer incapaz y un niño loco.
»Luego le miró fijamente, con expresión incitante, hablando con él sin mover los labios. Y Shallem frunció el ceño, como asustado de una propuesta diabólica y gritó:
»—¡No!
»Cyr continuaba sentado sobre el ara, balanceando los colgantes pies, mirándoles, desafiante, por encima de una intensa constricción en el rostro que delataba su profundo sufrimiento.
»—¿No, por qué? —gritó, al tiempo que saltaba del ara y se dirigía hacia ellos—. ¡Sé lo que te ha propuesto! ¡Devuélvelos a Florencia, te ha dicho! ¡Deshazte de ellos! ¿Y por qué no lo haces? ¿Hasta cuándo piensas seguir soportando al hijo que te odia?
»Shallem lo miraba con la boca, literalmente, abierta. Cannat con la expresión desencajada, esforzándose por contenerse.
»Fui yo quien, desplazándose velozmente a su lado, le cogió del brazo y plasmó una blanda bofetada en su rostro.
»Él se quedó completamente desconcertado. Nadie le había puesto la mano encima jamás. Me miró profundamente asombrado, como si no pudiese creer lo que acababa de hacerle.
»—Y ahora pedirás perdón a tu padre —le ordené con la voz endemoniada.
»Pero él no hacía sino mirarme espeluznado.
»—¡Haz lo que te digo! —aullé.
»—¡Basta! —gritó Cannat a mi espalda. Y, viniendo hacia nosotros, me golpeó violentamente, de forma que me soltara del niño, y lo cogió en sus brazos—. ¡Oh! —gruñó, mirándome enfurecidamente—. ¡Especie maldita capaz de dañar a sus propios hijos!
»Y, dicho esto, desapareció con el niño.
»Cuando nos quedamos solos, volví mi vista hacia Shallem y vi que también él me miraba como si no pudiera reconocerme en el cuerpo que acababa de abofetear a su hijo.
»Me sentí terriblemente avergonzada.
»—No le he hecho daño —murmuré—. Solo… solo quería…
»Y, sin hacerme el menor caso, echó a andar y le seguí apresuradamente.
»Cannat regresó a casa por la tarde. Solo, sin el niño. Se había quedado fuera jugando, dijo.
»Yo llevaba todo el día tratando, vanamente, de consolar a Shallem. Al entrar, Cannat me miró inquisitivamente. Con un gesto le indiqué lo mal que se encontraba. Se había pasado toda la mañana lánguidamente postrado en la cama.
»Cannat se acercó a él.
»—Todo es culpa mía, Shallem —le dijo—. Sé que es culpa mía. Lo siento mucho.
»Shallem no se volvió para mirarle. Su mirada parecía perdida.
»—Tú no tienes culpa de nada —susurró—. Él tiene toda la razón. Absolutamente toda. Solo en una cosa se equívoca: yo siempre le he querido. Siempre, Cannat. Nunca quise hacerle daño.
»—Ya lo sé, Shallem. Lo sé. Y él te quiere también. Habla con él, dile lo mucho que le quieres, que fui yo quien lo arrebataba constantemente de tu lado, que tú le hubieras hecho invulnerable si yo no me hubiera adelantado.
»—¿Todo eso es verdad? —musitó Shallem—. Es tan tranquilizante pensar que lo es…
»—Estás conmocionado y no piensas con claridad. Te sientes injustamente culpable. Porque nosotros no somos humanos, Shallem. No puedes fingir en todo momento que lo eres, comportarte siempre como ellos lo hacen. El amor humano no es más que exigente y egoísta necesidad, y él es solo un niño mortal. Explícale vuestras diferencias, demuéstrale tu amor y todo se arreglará. Yo voy a marcharme, así podréis estar solos.
»—No sabré que decirle, Cannat. Tú eres tan hábil con los humanos… Los entiendes sin siquiera proponértelo. Pero yo… no consigo… Si siquiera me hubiese preocupado de mirarle a los ojos, habría sabido cuál era su estado. Tengo ese poder y no me he molestado en usarlo con mi propio hijo. No creí que…
»Shallem se detuvo en seco. Cyr acababa de entrar en la habitación. Sonriente. Desafiante. En cada mano llevaba un agutí muerto, aún chorreantes de sangre, y los exhibía de la misma manera que el pescador orgulloso las grandes piezas recién cobradas.
»Con paso decidido, llegó hasta el pie de la cama y, regodeándose en el horror y sufrimiento que la faz de Shallem expresaba, arrojó los dos animales sobre ella.
»—¿Ves? —inquirió, con un malévolo rictus en los labios—. ¡Qué razón tenían al huir de mí!
»Shallem estaba descompuesto. No sabía cómo enfrentarse a su problema. Es más, exageraba desquiciadamente la situación, inventándose aspectos inverosímiles.
»—Es un castigo, Cannat —le dijo—. Una señal. Mi hijo se ha rebelado contra mí como yo me rebelé contra Él. De idéntica manera. Piensa que no le quiero, que le he abandonado. Es una réplica de mí. Un castigo.
»—¡Por favor, Shallem, no seas absurdo! —le replicó Cannat fuera de sí—. Tienes un simple problema doméstico humano, eso es todo. Escucha, puedo llevarlo a Florencia, con Leonardo. Con él estaría bien. Si sucediera algo él me avisaría y yo estaría allí en el mismo instante. Le visitaríamos a menudo.
»—¿Me estás diciendo que le eche de mi lado porque se rebela contra mis propios errores, que lo aparte a un sitio donde no moleste, que lo abandone a él, como nosotros fuimos abandonados? —le respondió Shallem como una acusación.
»—Estás sacando las cosas de su justo lugar. Padeces una obsesión enfermiza. Me iré durante unos días. Pero estaos muy atentos. Este mes cumple siete años, la edad a la que mataste a Chretien. No creo que Eonar pueda soportar que viva más que su propio hijo. Ese condenado vengativo… Han estado muy tranquilos últimamente, y tengo un presentimiento. Avísame a la menor señal.
»De modo que Cannat se fue y nos dejó solos para que tratásemos de restaurar nuestra frágil tranquilidad doméstica.
»En cuanto él partió, Shallem fue en busca de Cyr. Volvió solo y descorazonado. Nuestro hijo no solo se había negado a perdonarle, encima le había echado la culpa de que Cannat le hubiera dejado. Cuando yo fui a buscarle, ni siquiera le encontré. En aquella espesura infinita era como buscar una aguja en un pajar. Esperábamos que volviese al oscurecer, pero ¿por qué iba a hacerlo?, no había nada a lo que Cyr temiera. Al ver que no venía, Shallem salió de nuevo a por él. Lo trajo por la fuerza.
»Shallem empleó con él todo su celestial encanto. Pero esto no valía con Cyr. Mientras que a mí me cegaban sus ojos de ángel, él ni siquiera los advertía. No veía ningún ángel delante de él, sino solo a su padre. Un ser que para él era tan normal y corriente como para usted pueda serlo el suyo. Y qué duro es descubrir los defectos de nuestros padres…
»Shallem se había inventado un discurso de débiles argumentos que le repetía una y otra vez sin cambiar una sola coma, y que había construido, básicamente, con las ideas que Cannat le había dado.
»Cyr le escuchaba, en silencio, y con las lágrimas rodando por sus mejillas. Después se levantaba y se alejaba de él sin siquiera una mirada, y Shallem se volvía a mí, con una conmovedora expresión de tormento.
»—Tú, en su lugar, acabarías cediendo, ¿no es verdad? —le decía yo.
»Él asentía y, acercándose al niño, volvía a expresarle lo mucho que le amaba.
»Cyr era duro y tozudo, pero, aunque parecía hacer oídos sordos a las súplicas de su padre, no era sino porque necesitaba saber si su amor sería lo suficientemente constante y verdadero como para resistir sus continuos desaires sin desfallecer en el intento de recuperar su cariño, por imposible que pareciese. Y la constancia e insistencia de Shallem resultaron satisfactoriamente insuperables. Le perseguía por cada rincón de la casa o de la selva repitiendo, una y otra vez, lo mucho que le quería y cuánto necesitaba su perdón. Si Cyr se subía a la copa de un árbol, él iba detrás. Si, imitando a los monos, descendía al suelo resbalando por una liana, con el fin de dejarle groseramente plantado, Shallem tomaba la misma liana y descendía también. Le despertaba por las noches y, sin la menor contemplación ante su sueño o amedrentamiento ante su hosquedad, iniciaba sus explicaciones hasta que advertía que el niño se había vuelto a dormir. El recuperar el amor de Cyr para él era un pensamiento obsesivo, constante, inacallable. Pero hubieron de pasar muchos días antes de que Cyr considerase que su padre había pagado lo suficiente.
»Pero, finalmente, lo consiguió, pues, como yo sabía, mi hijo estaba deseando sucumbir al amor de Shallem, solo era cuestión de tiempo. Y a partir de entonces todo volvió a ser maravilloso.
»La vida en la selva era, de nuevo, la vida en el paraíso. Y no con un mísero Adán, sino con un verdadero y celestial Hijo de Dios.
»Ahora que Cannat no estaba, nos pasábamos el día los tres juntos. Shallem nos descubría los tesoros de la jungla tan orgulloso como si los hubiese creado él mismo. Estaba feliz, muy feliz. Aunque a veces le descubría mirando a su hijo con una expresión profunda e indescifrablemente pensativa.
»Una noche, dos semanas después de que Cyr se rindiera al cariño de su padre, me desperté inexplicablemente sobresaltada. Estaba amaneciendo, y de inmediato me di cuenta de que Cyr no dormía en la cama contigua. Miré por la habitación y allí no había nadie, salvo Shallem, que reposaba a mi lado. Le sacudí, presa de histeria, y le hice notar que el niño había desaparecido.
»—Tranquilízate —me pidió—. Todo está en calma.
»—Pero, Shallem, ¿y si ha sido lo bastante loco como para ir a la ciudad? Sé que va a ocurrir algo. Sé que Cannat tenía razón. ¡Lo sé! —afirmé nerviosamente.
»—Está bien. Vayamos a buscarle —concedió él.
»Aparecimos en una cualquiera de las calles, preguntándonos, con creciente inquietud, dónde podría estar. Anduvimos, llamándole a gritos, sin preocuparnos, en absoluto, de los vecinos, que, fascinados por nuestra inusitada presencia en sus calles, se asomaban incrédulos a las ventanas.
»—¡Las islas de flores! —exclamó Shallem súbitamente—. ¡Está allí! ¡Dios mío! ¡No puede ser! ¡Vamos!
»Me arrastró de la mano y atravesamos las calles a la carrera mientras yo no paraba de preguntarle, frenéticamente, qué era lo que sucedía.
»Pero no estábamos muy lejos de la Avenida de los Muertos, donde se encontraban las islas de flores flotantes, y, en seguida, divisé el horror con mis propios ojos.
»Al principio no quería creerlo. Pero, conforme la distancia se acortaba la evidencia de la realidad se cernía sobre mí como un gas deletéreo.
»Ambos estaban sentados sobre el contorno de piedra que rodeaba el estanque, con las manos llenas de flores acuáticas. Parecían entretenidos, jugando con ellas como dos viejos amigos. El niño, mi niño, tomaba una flor de las manos del joven de cabellos resplandecientes, de radiantes iris de tono indescriptible: de las manos de Eonar.
»Habían levantado la vista y nos estaban observando mientras nos aproximábamos. Dejamos de correr y anduvimos los últimos pasos tratando de dominar nuestros corazones. Nos detuvimos frente a ellos, en aparente silencio absoluto. Pero Shallem y Eonar hablaban alto y claro.
»—Cyr, ven conmigo —le dije yo.
»Y Eonar, mirándome, le pasó un brazo por encima del hombro para impedir que se moviera. Y, por primera vez en mi vida, escuché su voz.
»—No me esperabais, ¿verdad? —dijo simplemente.
»Para qué tratar de describirle lo indescriptible del timbre de su voz. Una voz viva, vibrante, armónica. Solo su extrañísima entonación le delataba. Hablaba en francés, como todos nosotros, pero era como si él no lo hubiera escuchado o pronunciado antes jamás, y se estuviera limitando a recitar una frase aprendida mediante pronunciación figurada.
»Cyr quiso soltarse, pero Eonar se lo impidió suavemente.
»—¿Y dónde está tu siamés, que aún no ha venido? —le preguntó a Shallem.
»Y, en ese momento, Cannat, apareciendo sobre el agua del estanque por detrás de ellos, tomó vertiginosamente al niño en sus brazos y se separó unos metros de Eonar, corriendo con los pies falsamente apoyados en las flores flotantes.
»Eonar, sobresaltado, se levantó para volverse a averiguar lo sucedido.
»—Cannat —dijo, sin denotar sorpresa.
»Cannat salió del agua y yo me apresuré a recoger al niño.
»—Has tenido que venir tú mismo a cobrarte venganza —le espetó Cannat—. Claro…, todos tenemos hijos…, menos tú. Ninguno de los otros ha querido asesinar cobardemente al hijo de Shallem. Todos le quieren, pese a lo que, de algún modo, tú conseguiste que le hicieran. ¿Me contarás que arterías maquinaste para convencerles?
»—Hasta ahora solo hay un hijo muerto —replicó Eonar—. Y es el mío.
»—Shallem tuvo un buen motivo para matarle. ¿Cuál tienes tú? El odio, únicamente, la venganza. Primero te la arrebató a ella, y luego le quitó la vida a ese digno hijo tuyo. Eso basta para ti, desde luego. ¿Fuiste tú quien le dictó su código a Hammurabi?
»La noticia de la llegada de los dioses se había divulgado entre los vecinos y un ruidoso y creciente corro de gente se estaba formando a prudente distancia.
»Cuando los dioses se quedaron en silencio y Eonar dirigió su mirada hacia los mortales, alguno de estos debió pensar que resultaba oportuno aclamar a Kueb y a Oman, y, en cuanto empezó a hacerlo, fue rápidamente secundado por la muchedumbre.
»Eonar no se movió. La ilegible expresión de su semblante no se inmutó. Ni un ligero movimiento de una mano, ni un pequeño incremento en el ritmo de su respiración. Nada, excepto un simple, fugaz e indiferente vistazo, y las quinientas o mil inocentes personas que se habían congregado en torno a sus dioses estallaron en llamas.
»La escena fue peor que apocalíptica. La pobre gente gritaba y corría enloquecida. Se quitaban las ropas, se revolcaban por el suelo. Unos a otros trataban de apagarse desesperada e inútilmente. Era como si las llamas surgiesen de su interior. Los que corrían en nuestra dirección, con la intención de lanzarse al estanque, eran instantáneamente repelidos, salían volando, sus cráneos explotaban…
»Cyr y yo nos abrazábamos, gritando incontenibles. Ellos… ni siquiera les miraban. Ninguno de ellos. Su calma e indiferencia eran tan absolutas que si Cyr no hubiese estado a mi lado, chillando descompuesto, habría dudado que aquel holocausto fuese algo más que una mera alucinación.
»No parecían ver otra cosa que a sí mismos. Eonar tenía la mirada clavada en Cannat.
»—Espero que no te importe —le dijo, seriamente—. Tienes muchos. Y se reproducen con facilidad.
»Cannat no le contestó, pero era obvio que no le importaba lo más mínimo.
»—Defínete ya —le exigió Shallem—. ¿Por qué has venido, si sabes que no podrás con los dos?
»—Shallem —le respondió con el pausado ritmo de su voz—, hace mucho que perdiste tu dignidad, pero ahora…, ahora resultas patético. Dime, ¿no te sientes ridículo viviendo en esas pequeñas casitas humanas; utilizando sus extraños utensilios mortales; vagando de la mano de esa mujer, entre sucias catervas de humanos inficionándote con su contacto, por oscuras y estrechas callejuelas que apestan día y noche a fétido mortal? ¿Hasta ese punto has perdido tu identidad?
»—Estoy entre los seres que me aman —le contestó Shallem, fríamente—. ¿Quién te ama a ti, mortal o inmortal? Para bien o para mal, nosotros aprendemos, cambiamos, evolucionamos. Tú permaneces estancado desde el día de tu creación. No tienes horizonte. Ni siquiera vida. Y ahora contesta a mi pregunta, ¿por qué has venido?
»Eonar tardó unos instantes en contestar, mirando, distraídamente, como un espectáculo callejero gratuito, la masacre que había organizado.
»—¿De verdad habéis pensado alguna vez que realmente me importaba la vida de ese niño mortal, mi hijo, como vosotros lo llamáis? —preguntó, alzando el tono de su voz para luchar contra el fragor de los gritos y las llamas, y volviendo su rostro hacia sus hermanos—. Únicamente quise tenerlo para saber qué ocurriría, cómo sería él. Y fue como me temía. Como ese hijo de Shallem: un niño débil y enloquecido con el espectro de la muerte dibujado sobre su frente. La semilla del cuerpo terrenal solo es capaz de producir niños humanos, hijos mortales. Basura. Quiero un hijo realmente mío, Cannat. Un hijo de verdad. Un hijo como tu Leonardo.
»—Nos alegramos por ti, y esperamos que nazca pronto y que crezca feliz —ironizó Cannat—. ¿Qué más? ¿O has venido solo para compartir con tus hermanos tu deseo de paternidad?
»—Te quiere a ti —murmuró Shallem.
»—¿Qué? —inquirió Cannat, incrédulo.
»—Quiere que vayas con él —aclaró Shallem.
»—Siempre me ha molestado tu deplorable capacidad para entrometerte en los pensamientos ajenos, Shallem —confesó Eonar.
»—Es útil cuando se trata con demonios insidiosos como tú —le replicó Shallem. Y se acercó a Cyr y a mí, y cogió al niño en sus brazos.
»—¿Qué me dices, Cannat? —preguntó Eonar, ignorando su respuesta—. Shallem también puede volver, si quiere. No hace mucho lo deseaba y yo no quisiera privarte de su compañía. ¡No intentes eso, Shallem! No intentes desvanecerte con el niño en brazos, o recorreré el planeta tras de ti.
»—¿Por qué no te desvaneces tú? Has perdido la poca cordura que tenías si piensas que vamos a compartir contigo un minuto de nuestras vidas eternas —profirió Cannat.
»—¡Me odias injustamente, Cannat! Yo jamás he hecho daño a ninguno de mis hermanos y, sin embargo, tú me aborreces como si fuese el culpable de toda nuestra desgracia. Tu resentimiento arranca desde aquel día y lleva persiguiéndome millones de años. ¡Pero es injusto! ¿Acaso os obligué yo a tomar la decisión? ¿Me dirigí, secretamente, a vuestro oído, intentando convenceros con mi astucia? ¡Yo hablé por mí, y vosotros me secundasteis por vuestra única voluntad! Si yo hubiera callado, otro habría alzado la voz. Tal vez uno de vosotros dos.
»—Nadie te acusa como único culpable, Eonar —manifestó Shallem—. Todos lo fuimos.
»—Venid conmigo. Os lo estoy rogando. Siempre nos quisimos. Empecemos de nuevo.
»—No nos gustan las ínfulas de líder supremo que adoptaste —intervino Cannat.
»—Eso ha terminado —afirmó Eonar—. He comprendido que todos somos diferentes y que son esas mismas diferencias las que nos engrandecen individualmente. Todos estamos dotados de facultades distintas, pero igualmente admirables.
»—Cuidado, Cannat —le previno Shallem—. Ansía tu poder.
»—Sí. Lo reconozco. Siempre has sido el más fuerte, Cannat. Todo en ti resulta codiciable. Tu justificada altanería, el distante modo en que seduces a esos humanos y te mezclas con ellos, sin involucrarte en sus lastimosas vidas, pero disfrutando sin prejuicios de cuanto te pueden ofrecer. Fuiste el primero en reencontrar la felicidad, y has sabido mantenerla como un derecho inalienable e inherente a tu esencia. Y ES tu derecho. El de todos nosotros. Shallem tiene razón. No estoy vivo. No tengo pasado ni futuro. Me limito a alentar a través de los siglos como un ser vacío de toda esperanza. Tú eres mi hermano, siempre mi hermano predilecto, y por ello me rebajo a suplicarte. Ayúdame, enséñame, guíame por ese camino de felicidad que solo tú conoces. ¿Estoy mintiendo, Shallem, son falsos los sentimientos que se infieren de mis palabras?
»Shallem denegó débilmente con un gesto de su cabeza. Cyr estaba en sus brazos con la cabeza hundida en su cuello, aterrado.
»A nuestro alrededor, a unos veinte metros de distancia el más próximo, yacían centenares de cadáveres carbonizados y otros cuyas llamas aún no se habían extinguido. Sí algún nuevo indígena todavía osaba hacer su aparición en la Avenida de los Muertos, se convertía en inmediato pasto de las llamas.
»—No os estoy amenazando con la vida del niño, aunque me resulta incomprensible su valor para vosotros. Os estoy suplicando humildemente. Soy vuestro hermano y os necesito.
»—¿Pero realmente crees que lo que me estás pidiendo es posible? Con indiferencia de que yo esté o no dispuesto a aceptar, ¿piensas que, por el mero hecho de estar a mi lado, vas a cambiar un ápice en tu esencia? Mira a Shallem… La única felicidad que obtiene junto a mí es la que se deriva directamente de nuestro amor. Y tú y yo no nos amamos, Eonar. Ya estuvimos los tres juntos una vez, ¿recuerdas? ¿Y qué ocurrió? Cada uno de nosotros tomó una dirección diferente. ¿Por qué iba a ser distinto ahora que somos más orgullosos, más fríos, más intratables? Admítelo, somos criaturas solitarias. Lo lamento, pero esta es la tierra que deseé pisar y la que seguiré pisando. Y si, desobedeciendo a nuestro Padre, escapé un día de esa prisión que tanto añoras y a la que pretendes hacerme volver, no pensarás que me recluiría en ella, de nuevo, por tu sola voluntad. Este es mi sitio, y, lo siento, pero no puedo ayudarte a encontrar el tuyo.
»Eonar se quedó mirándoles a ambos con su ininterpretable expresión.
»—Estáis muy seguros de que no podría venceros —dijo—. Es muy posible que tengáis razón. Poco puedo contra vosotros. Sin embargo, Shallem, ¿hay alguna forma que yo desconozca por la que puedas impedir que mi fuego alcance la mantecosa carne de tu hijo? ¿No respondes? ¿Puedo interpretar tu silencio?
»—No te irás sin cumplir tu venganza, ¿verdad? —le censuró Cannat.
»—Ven conmigo y el niño vivirá. ¿Su vida no es lo suficientemente valiosa para ti? No te lo reprocho. Pero, quizá Shallem sí, ya que está en tu mano el salvar a su hijo. ¿Es él de la misma opinión? Dínoslo, Shallem, ¿prefieres que tu hijo muera antes que perder a Cannat?
»Shallem elevó la cabeza denotando el evidente desagrado que sentía ante él, y pronunció unas palabras que no pude comprender.
»—Es inútil, Eonar —sostuvo Cannat—. Lamento que te sientas tan solo como para tener que recurrir a tan penosos ardides. Pero comprenderás que me abstenga de desperdiciar a tu lado los escasos y maravillosos años que le quedan a este último paraíso.
»Eonar dirigía su mirada sin apenas mover la cabeza. La pasó de uno a otro, lentamente, y, por último, la dejó fija en mí. Yo estaba pegada a Shallem, cogiéndome de su brazo, atemorizada.
»—Haz lo que estás pensando y tendré toda la eternidad para hallar el medio de hacer que te arrepientas —profirió Shallem .
»Eonar le miró larga, profunda e inexpresivamente.
»—Piénsalo bien —insistió Cannat—, antes de hacerles daño. Siempre he querido probar mi poder contigo. Incluso te tengo reservado un sitio. Allí. ¿Lo ves? En aquella cabeza monstruosa. Lo malo es que tendrías que compartirla con unos cuantos espíritus de mortales. No creo que te gustara mucho.
»—Sabes que a mí no puedes hacérmelo —dijo Eonar con su voz plana.
»—¿Seguro? ¿Dónde está escrito? Lo probé con Shallem y lo conseguí, y tú no eres mucho más fuerte que él.
»Eonar hizo un largo y pensativo silencio mientras estudiaba a Cannat con su habitual hieratismo.
»—Puede que sea emocionante este futuro que me estáis prometiendo —dijo al cabo de unos momentos—. Un cambio apetecible en mi tediosa existencia. Sí, creo que aceptaré vuestra propuesta, la acepto encantado.
»Luego miró a uno y a otro con la misma anodina expresión.
»—Adiós, hermanos míos —dijo.
»—¡No! —gritó Shallem—. ¡No!
»Y tratando de defender al niño con su cuerpo, se dio la vuelta, abrazándolo y cubriéndole la cabeza con su mano, como si intentara protegerlo de la onda expansiva de una explosión.
»Todo fue muy rápido. Cyr empezó a gritar enloquecido de dolor. De pronto vi que Shallem se arrojaba al suelo sobre él y que, con su propio cuerpo, trataba desesperadamente de apagar las llamas que brotaban de su interior.
»En la silenciosa tranquilidad del cementerio en que se había convertido la amplia avenida, nuestros gritos descompuestos parecían llenar el mundo entero.
»Yo estaba desolada, tanto por la muerte de nuestro hijo como por la espantosa visión que me suponía ver a Shallem abrazándose destrozado a sus restos abrasados. Era evidente que lloraba, aunque de sus ojos no brotasen las lágrimas. Una escena aún más dramática que la que tantos años antes había tenido lugar bajo aquella hórrida tormenta en París.
»Eonar había desaparecido, y con él, Cannat.
La mujer pareció despertar súbitamente a la realidad. Estiró su cuello, rígido mientras hablaba, dejándolo caer hacia atrás y a los lados en una especie de gimnasia, tratando de relajarlo.
El padre DiCaprio mordisqueaba abstraídamente su blanco pañuelo.
—Era el tercer niño que Shallem y yo perdíamos. Para mí, mi tercer hijo —añadió ella.
Y, lentamente, cruzó la habitación hacia su litera, como si pretendiera tumbarse en ella. Pero luego, como si se sintiera en un trance y no supiera qué hacer, dio media vuelta y se quedó mirando al confesor en una clara petición de auxilio.
Este se levantó de un salto en cuanto comprendió la situación, y, tomándola cuidadosamente del brazo, como si fuese una anciana, la ayudó a sentarse en la cama.
—Tranquilícese —la calmó—. Ya ha pasado. Túmbese. La traeré un vaso de agua.
Se dirigió con rapidez a la mesa y llenó precipitadamente un vaso, ignorando cómo el agua se vertía también sobre las finas hojas de su Biblia.
Y, cuando, tras haber corrido al lado de la mujer, la tendió el vaso de agua, vio, sin saber qué hacer, que ella estaba llorando.
—Juliette, Juliette, por favor, no llore… —Y sacó su propio pañuelo y se lo entregó.
“Todo saldrá bien”, hubiera deseado decirle, “Todo se arreglará”, y buscó desesperadamente un argumento que apoyara la idea de un final feliz que prometerle, pero no lo encontró.
Cuando ella hubo bebido, cogió el vaso y, rápidamente, lo devolvió a la mesa y regresó a su lado. Se sentó en el pequeño e incómodo lecho, junto a ella, que ahora estaba tumbada, y la tomó una de sus finas manos. Estaba un poco fría.
—Creo que le ha bajado la tensión —aventuró—. Está algo fría y muy pálida.
Ella no dijo nada, pero unió su mano a las de él. Lloraba en absoluto silencio.
—Juliette, yo… Si yo fuese Dios… Yo… La comprendo. De veras que sí. Daría cualquier cosa por poder ayudarla.
—Pero es que aún no se lo he contado todo… —susurró ella, intentando contener el llanto.
Durante unos segundos quedó en silencio, mientras se enjugaba las últimas lágrimas.
—Quiero levantarme —dijo—. Tumbada me siento como en el sofá de un psicoanalista.
El padre DiCaprio sonrió tiernamente y se incorporó para que ella pudiera hacerlo. Se sentaron a la mesa.
—Me hundí en un estado de profunda depresión —continuó ella, en seguida—. Solo deseaba dejarme caer inánime sobre la blanda cama de esponjosas plumas y saciar mi llanto, inmersa en un dolor que creía justo recibir. Era como si no deseara salir de él, como si, inconscientemente, lo considerase el largo, duro y necesario expurgo de todos mis pecados. Pero Shallem no me lo permitía. Me despertaba al amanecer y me llevaba, por la fuerza, a recorrer la jungla, íbamos en busca de parajes recónditos que pudieran otorgarnos un poco de consuelo y distracción. Explorábamos y descubríamos, desganadamente, rincones escondidos en donde nunca habíamos estado y que ningún doloroso recuerdo nos pudiesen traer. Pero los recuerdos no necesitaban ser llamados. El rostro de nuestro hijo era un pensamiento firme, puro y constante en mi cerebro. No importaba lo que estuviese simulando hacer, la conversación que intentásemos mantener con esforzado y fingido interés, las bellezas que tratasen de impresionar mi retina, cegada por su sola y obsesiva visión.
»Shallem parecía entregado en cuerpo y alma a proporcionarme consuelo. Solo la expresión de su semblante delataba el hondo dolor que él mismo padecía, pero que no se permitía expresar en mi presencia. Se mostraba fuerte, muy fuerte; sin dejar translucir más emociones que su ternura por mí. No obstante, cuando le observaba sin que él se apercibiera, un sentimiento de alarma estallaba en mi interior. Era algo más que el dolor que reprimía, más que la agudizada melancolía de su expresión. Era la rígida máscara de dureza, frialdad y distanciamiento que encubría, vanamente, al espíritu que bullía en su interior, atormentado y en absoluta soledad. ¡En cuántas ocasiones me pregunté si alguna vez Shallem habría dejado de sentirse solo!
»Cannat regresó cinco semanas después. Serio. Grave.
»Shallem y él se abrazaron con elocuente ternura. Luego Cannat me buscó con la mirada y me abrió su brazo para que me uniera a ellos. Nos abrazó y nos besó a los dos.
»—Está pagando —dijo—. Y pagará cien años de su eterna vida por cada uno de los que le robó al niño.
»El momento era demasiado emotivo, los sentimientos demasiado fuertes: mis lágrimas rodaron sobre su pecho desnudo mientras me agarraba a él y le besaba con todas mis fuerzas.
»Los años fueron pasando. Tiránicos e inmisericordes los primeros; después, arropándonos con la injusta pero piadosa manta del olvido, los siguientes.
»Por tanto, volvieron tiempos felices. ¿Cómo no habrían de volver en una vida tan larga?
»Pero, para Shallem, la manta del olvido no era de gruesa y tupida lana, sino un sutil y finísimo velo de transparente nipis que, de tanto en tanto, se alzaba con el viento, exponiendo al frío de la noche su piel desnuda.
»Al día siguiente del holocausto masivo, la ciudad se había convertido en una inverosímil ciudad fantasma abandonada en medio de la selva. Todos los indígenas habían huido despavoridos aquella misma mañana en que sus dioses, incomprensiblemente, se habían vuelto contra ellos.
»Cannat parecía aliviado. Como si le hubiesen librado de un peso molesto, de una actividad que, en realidad, le aburría, y que meramente realizaba por la inercia del apego al pasado.
»La ciudad desapareció rápidamente, invadida por el devastador ejercito de la lujuriante flora tropical. Las semillas germinaban con el mismo placer entre las piedras de las calles o los sillares de las pirámides que en las antes cuidadas zonas ajardinadas que rodeaban el palacio y las sedes administrativas.
»Nunca pude mezclarme con aquellas gentes; tampoco lo deseaba. Nunca llegué a conocer demasiado de ellos. Pero, cuando un año después, movidos por la curiosidad, acudimos a recorrer sus desérticas calles, como en una visita turística a una ciudad fantasma, me di cuenta de la gloria que habían conocido, la civilización que habían llegado a desarrollar. Contaban con escuelas, hospitales, bomberos… Cosas corrientes hoy, pero no en la Europa que yo había conocido.
»Anduvimos dando vueltas por las calles agonizantes, simulando desconocer, o, tal vez, evitando, nuestro auténtico destino. Pero finalmente, como distraídos, como por casualidad, encaramos una de las amplias calles que desembocaba a la mitad de la Avenida de los Muertos.
»Nuestros pasos nos llevaron hasta el punto mismo de la tragedia sin que nadie hiciera nada por impedirlo. El escenario estaba completamente cambiado. Los estanques se habían secado y las flores habían muerto. Toda grandiosidad y artificial belleza había desaparecido. La vegetación se había alimentado de las cenizas de los muertos.
»Yo no sentí nada de particular. Quiero decir que mi pena era, de por sí, tan intensa, que el simple hecho de estar en aquel lugar no era capaz de incrementarla. Entiéndame, yo revivía cada día la muerte de mi hijo como si hubiese ocurrido el anterior. No necesitaba tumbas ni relicarios para acordarme de él o de lo sucedido con toda viveza.
»Pero, creo que ya le he referido con bastante amplitud el poder de evocación que para ellos tenían los lugares o los objetos. Le he expresado el fervor con que Cannat, en ausencia de Shallem, recorría nuestra casa de Florencia mirando y escuchando a través de las ropas, los libros, los cuadros, los jarrones, cualquier cosa. Y supongo que ha entendido que los recuerdos que guardaba en su casa de la jungla servían exactamente al mismo objetivo. Comprenderá ahora, fácilmente, que ni las flores estaban muertas ni seca el agua del estanque para Shallem y para Cannat. Para ellos era como realizar un viaje al pasado. Estaban en el mismo lugar y en el mismo tiempo, salvo que no podían intervenir en la acción.
»Vi sus ojos moverse de un lado a otro compulsivamente, y la expresión de su cara pasando de la nada a la ira creciente. Todo estaba sucediendo por segunda vez. Comencé a sentir un insoportablemente creciente dolor en la mano. Shallem, ausente, cegado por la ira, tratando, vanamente, de intervenir en la escena desde la lejanía del tiempo, me la estaba estrujando abstraídamente hasta quebrar sus delicados huesos.
»—¡Shallem! ¡Shallem! —exclamé, pero Shallem estaba lejos—. ¡Cannat, socorro!
»Cannat, aunque lejano también, volvió rápidamente y en seguida se dio cuenta de la situación.
»—¡Shallem! ¡Shallem! —le gritó, al tiempo que le sacudía violentamente.
»Yo lancé un alarido de dolor. No solo no regresaba, sino que su presión se había hecho tan intensa que mis huesos parecían a punto de estallar.
»Entonces Shallem despertó. Se quedó atónito por lo que me había hecho y por el profundo estado en que había caído.
»—Shallem, ya pasó —le consoló tiernamente Cannat—. ¿Es que nunca aprenderás? Dime, si llorásemos cada día por todas las penas que sufrimos en nuestra vida eterna, ¿cuántas horas habrían de tener nuestros días? Todos le queríamos, pero no volverá porque lloremos. Tú elegiste esto —y me señaló—. Unos pocos años para verles sufrir todas las miserias de la mortalidad y luego morir ante tus propios ojos. Nacen para envejecer y la vejez es sufrimiento. Sus cuerpos sienten dolor. Padecen hambre, sed, ignorancia, confusión: pensamientos y necesidades que no existen en nuestro lenguaje. Nacen avocados al sufrimiento y te arrastran con ellos en su viaje de pesadilla. No somos mortales, Shallem, te lo repito por milésima vez. No podemos vivir con ellos porque no podemos morir como ellos. Ni siquiera podemos comportarnos como ellos por más que tú simules lo contrario. ¿Es que no te das cuenta del abismo que te separa de ella, de todos ellos? ¿No lo ves? Son como materia muerta a la que hubiera que dotar de vida, como un libro en blanco sobre el que fuese necesario escribir. Hiciste una elección errónea y ahora arrostras las consecuencias. Aprende y basta. No has tenido un hijo mortal y ha muerto. Has tenido miles de hijos mortales y ninguno de ellos vive. Murieron sin que tú te enterases o preocupases por saberlo; y así debe ser.
»Shallem le miró con la expresión desconcertada y dolorida.
»—Y ahora —siguió diciendo Cannat—, cógela a ella y largaos de aquí. Este es un recuerdo que no deseo guardar.
»Cuando Shallem y yo nos alzamos en el aire, las piedras de la ciudad abandonada volvieron a su origen en el vientre de la Madre Tierra.
—¿Quiere decir que provocó un terremoto? —intervino, fascinado, el confesor.
—Así es —respondió la mujer.
—¡Oh! —exclamó él—. ¿Y la ciudad desapareció íntegramente?
—No. Algún resto debió quedar. Pero las pirámides, los templos, las cabezas, las estatuas, todo cuanto había sido erigido en las cercanías del estanque desapareció para siempre.
—Cinco años después de aquel día —estaba contando ella ahora—, Cannat nos convenció para tener otro hijo. Mi tiempo fértil se acababa, dijo, con su característica falta de tacto y consideración.
»Yo lo estaba deseando, aunque no sabía cómo pedírselo a Shallem tras la muerte de Cyr. Cannat me ayudó. Dijo que también era el deseo de Shallem, que le vendría bien para distraerse, y que si lo pensábamos más sería demasiado tarde. Shallem sabía que todo marcharía bien aquella vez. Que nadie podría impedirle inmortalizar a su hijo y dotarle de los poderes de un dios, de modo que accedió.
»Pero hay algo a lo que debo hacer referencia antes de continuar.
»Fue a través de pequeños detalles que me di cuenta, unos días después del regreso de Cannat.
»—Leonardo ya no existe, ¿verdad? —le pregunté.
»Él sacudió la cabeza negativamente.
»—Tuve que hacerlo —dijo, con pesadumbre—. Necesitaba el poder que Leonardo podía transmitirme para enfrentarme a Eonar. De lo contrario no hubiera conseguido vencerle.
»—¿Mataste a tu hijo por vengar al de Shallem? —le pregunté, incrédula.
»—No. Para que Shallem pudiera hallar la paz —me respondió—. ¿Qué querías que hiciera? ¿Qué me quedase mirando, por toda la eternidad, como la ira insatisfecha le pudría el alma? Nadie sino yo podía conseguirlo. Pero nunca sin el poder de Leonardo. Resultó fundamental. Y, ¿sabes?, ahora no existe un solo ángel en la Tierra o en el Cielo más poderoso que yo.
»Me quedé atónita, no había pensado en que Cannat era realmente más poderoso que el propio Eonar.
»—Y ahora escuchas las almas como si fueran palabras —aseguré, horrorizada ante este hecho.
»Sí —me respondió, y, con un gesto despectivo, agregó—: Pero no te preocupes. No me molesto en escuchar la tuya.
»Me sentí horriblemente al saber que mi Leonardo no existía. Me di cuenta, entonces, de que todos los seres nacidos de mujer a quienes había amado habían muerto de horrible manera.
»—Leonardo no sufrió —me dijo de pronto—. Simplemente su lado humano dejó de existir.
—Luego mentía —comentó el sacerdote—. Leía su pensamiento, a pesar de todo.
—Pues naturalmente. Nunca dudé que le encantaría hacerlo si conseguía el poder. Bien, pues, como le iba diciendo, Shallem y yo decidimos engendrar un nuevo hijo. Bueno, ellos deseaban una niña, en realidad, pero yo quería otro niño, otro pequeño Shallem que pudiese acunar en mis brazos.
»Leger nació un maravilloso día de verano en un parto sobrenatural y totalmente distinto a cualquiera de mis dos anteriores. Ellos estaban tan emocionados como niños. Era como si fuese su primer hijo y lo hubiesen concebido en común.
»—Cannat ayúdame a incorporarme, alcánzame la otra almohada —le decía yo, mientras les veía, nerviosos y expectantes, asomando la cabeza a la altura de mis piernas.
»Y Cannat corría diligentemente y me colocaba a la espalda las almohadas dobladas.
»—¿Estás bien así? ¿Te duele algo? Muy despacio, recuerda, debes hacerlo muy despacio —me decía.
»Por fin comenzó a asomar la oscura cabecita de mi hijo y Shallem puso sus manos sobre ella.
»—No empujes bruscamente —no paraba de repetirme Cannat—. Solo debe asomar un poco la cabeza.
»Evidentemente Cannat nunca había dado a luz un hijo. Obedecer sus instrucciones constituía un suplicio.
»La cabeza asomó.
»—¡Ahora, Shallem! ¡Ahora! ¡De prisa! ¡No te arriesgues! ¡No esperes más! —exclamó—. ¡Tú quieta! ¡No empujes! ¡No te muevas!
»Shallem se inclinó sobre la cabecita, en una especie de estado de concentración, y permaneció así durante un tiempo que se me hizo interminable, un minuto, quizá. Luego levantó la cabeza y vi que estaba muy congestionado.
»—¡Cannat! —exclamó—. ¡Lo he conseguido!
»—¡Pues claro que sí, Shallem! ¡Ya puedes empujar, Juliette! ¡Vamos! ¡Deja que nazca esta preciosidad! Saludemos a nuestro pequeño Leger.
»—Lo llamaremos Alois —dije a Cannat.
»—Sí, claro, Alois —convino él con toda docilidad.
»Unos fuertes empujones y Leger acabó de dejar mi cuerpo de la manera más indolora.
»Shallem lo sostuvo en sus manos como si fuera el primer bebé que veía en su vida.
»—Qué diminuto es —le dijo, preocupadamente, a Cannat—. ¿No es demasiado pequeño?
»—Es perfecto —le respondió, mirándole con tanto orgullo como si fuera suyo—. Pero hay que quitarle toda esa porquería.
»—¡Vamos! ¡Acercádmelo aquí! ¡Quiero verlo! —exclamé yo, furiosa porque no lo hacían, y deseando poder levantarme para arrancárselo de las manos.
»Cannat me señaló imperiosamente con el dedo y dijo:
»—Luego lo verás. Ahora sigue con lo tuyo. Todavía no has acabado.
»Por un momento me pregunté que querría decir, pero en seguida me di cuenta de que no sentía ninguna sensación de alivio, sino que era más bien como si aún no hubiese dado a luz. Sentí una nueva contracción.
»—¡Shallem! ¡Shallem! —le llamé asustada—. ¿Qué me está ocurriendo?
»—No te preocupes, amor. Todo va bien. Es una sorpresa —me respondió él.
»—Cállate y haz igual que antes. No empujes demasiado fuerte. Nuestra Eve va a nacer —añadió Cannat, con su amabilidad característica.
»Puede imaginarse usted, padre, que me quedé absolutamente estupefacta. Ni por un momento lo había sospechado. Pero, he de decir, que una vez pasada la lógica perplejidad inicial no hubiera podido llegar a sentirme más feliz y encantada.
»Se repitió exactamente la misma operación que con Leger. Shallem se inclinó sobre ella, no bien comenzó a despuntar su cabecita, e hizo de ella una poderosa belleza inmortal.
»—Eve —susurró Cannat, con veneración, mientras Shallem la sostenía en sus brazos con tanta delicadeza como si temiera que se deshojara.
»—Se llamará Arlette —dije yo.
»—Sí, por supuesto, Arlette.
»Poco voy a referirle acerca de los años que vivimos con mis hijos, porque no ocurrió durante ellos cosa alguna que tuviese repercusiones futuras. Fueron años de plena felicidad. Ellos crecieron en el paraíso como jóvenes y adorados Robinsones. Todas las cualidades que el pobre Leonardo poseía, y que ya le detallé, las disfrutaban ellos dos, además de algunas otras. No eran débiles y dependientes mortales, como Cyr lo había sido. Pero no tengo tiempo de vanagloriarme de ellos… Solo añadiré que Cannat se mostró muy cauteloso, temeroso, a veces, de interponerse de alguna manera entre Shallem y los niños. Al igual que hacía yo, a veces, con todo el dolor de su corazón, les hacía irse a los tres solos con cualquier excusa y se quedaba acompañándome a mí.
»Pero, al cumplir los dieciséis años, empezaron a manifestar un cierto nerviosismo y malhumor esporádicos que no tenían que ver sino con el explosivo y desatendido advenimiento de su madurez sexual. Como quiera que la insatisfacción de su creciente apetito les estaba volviendo irascibles y crónicamente enojados, aunque, como es lógico, ellos desconociesen la causa, Shallem decidió llevarlos, por unos días, a vivir entre los hombres.
»Sus atónitos ojos descubrieron la miserable pequeñez de los mortales. Observaron la absurda tragedia cotidiana de los más jóvenes, la dolorosa indefensión y el patético aspecto de los mayores. Los contemplaron, espeluznados, en su sufrimiento y en su dolor, en sus enfermedades e imperiosas necesidades cuya insatisfacción derivaba en la muerte, en sus inverosímiles limitaciones físicas y psíquicas, en su desconocimiento de todas las cosas. Y todo lo observaban desde alguna misteriosa y lejana región de superioridad.
»Cuando regresamos a casa habían cambiado notablemente. Habían perdido parte de su alegría. Estaban más unidos que nunca. Los encontrábamos constantemente cuchicheando en cualquier rincón escondido y su conversación cesaba tan pronto oían nuestros pasos. Habían formado una especie de sociedad secreta en la que no se admitían más miembros. Ni a Shallem, ni a Cannat, ni, naturalmente, a mí. A mí, a quien, a menudo, les descubría observando de reojo, como a un animal exótico y recién descubierto.
»Ignoro qué atractivo descubrirían ellos en la civilización humana. Mil veces me lo pregunté y jamás encontré la respuesta: pero, a petición suya, a aquella primera visita se sucedió otra, y luego otra y otra y otra más. Y llegó el día en que decidieron probar sus propias alas. “Demasiado jóvenes —dijo Shallem—. Dejad que se formen vuestros cuerpos”.
»No sé si a los dieciocho años los cuerpos de Eve y Leger se habían acabado de formar o no, pero a esa edad anunciaron que deseaban irse por unos días, pero solos, esta vez. Shallem ya no podía establecer más prorrogas. ¿Qué sentido hubiera tenido, además, si es el destino ineludible de todo padre el llorar ante la marcha de sus hijos?
»Como ocurre con algunas especies de pájaros, se sucedieron una serie de idas y venidas antes de su abandono definitivo. Regresaron a los pocos días de su partida para luego volver a marcharse, retornar e irse una vez más. Pero las ausencias eran cada vez más prolongadas. Finalmente sus regresos se convirtieron en meras visitas.
»Como sucede con cualquier familia, nos sentimos súbitamente solos cuando los hijos se fueron. Todos parecíamos un poco tristes, y el continuar con las diversiones que habíamos compartido con ellos no hacían sino acrecentar la sensación de vacío.
»—Hagamos un viaje —propuso Cannat—. Como ellos. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? ¡Tengo sed de mujeres y de sangre!