»Qué difícil es relatarle lo que sentí ante aquel nuevo mundo. Un mundo que me resultó más desconocido e inquietantemente extraño de lo que nunca hubiera imaginado.
»Un mundo de peligros permanentes para el común de los mortales. Pero yo no era tal. Y, nada más llegar, Cannat se ocupó de dar a Cyr, lo que Shallem me había dado a mí. Las enfermedades de aquel mundo podrían matarlo, se justificó. Y ahora era más hijo suyo de lo que nunca lo había sido de su propio padre.
»Todo me resultaba maravilloso y exótico. Todo me sorprendía.
»La inmersión en la oscura selva me producía una sensación de agobiante inmovilidad. No existían los espacios abiertos. Era como estar sumergida en un mar de troncos y fronda y gigantescas raíces que emergían, como anclas poderosas y firmes, del húmedo y rojizo suelo. Las lianas, bejucos y todo tipo de epifitas y plantas parásitas de bellísimas flores eran una abrumadora constante allá donde dirigiese la vista, como medallas multicolores adornando los troncos.
»La casi impenetrable muralla que formaba la exuberante vegetación, obligaba a muchos animales a habitar en las copas de los árboles, alimentándose de hojas y frutos, y bebiendo el agua que se acumulaba en las grietas y huecos de los troncos, sin aventurarse a descender nunca al suelo.
»Las serpientes le tomaron tanta afición al sabor de mi carne que no me acostaba una sola noche sin haber padecido el dolor de sus mordiscos. Sin embargo, no me ocasionaban más daño que las picaduras de cualquiera de las múltiples variedades de infectos mosquitos que perturbaban constantemente mi sueño.
»Pero no fue la selva en sí la que me causó la inenarrable impresión de haber traspasado las fronteras de la realidad para penetrar en un mundo imaginario, un glorioso mundo de civilizada prosperidad, soberbio en su grandeza y desarrollo, pero, a la vez, bárbaro y cruel, supersticioso y fanático, ignorante y oscurantista. El último bastión de los dioses. El santuario privado de Cannat.
»La noche. El momento más oportuno para que un dios caiga de los cielos convertido en una bola de fuego.
»—Siempre me presento así —comenta Cannat con toda naturalidad.
»Desde el lugar donde nos hallamos se divisa el firmamento en toda su inmensidad. Miríadas de estrellas palpitantes sobre el oscuro telón abovedado. Negrura y luces plateadas. Un observatorio natural.
»Y la bola de fuego acaba de estallar en mil pequeños fragmentos más luminosos que las mismas estrellas, y sus ascuas caen, todavía encendidas, en cada uno de los rincones de la gran ciudad. Apenas puedo respirar ante el espectáculo anonadante que se acaba de descubrir a mis ojos.
»—Quedaos aquí —nos dice Cannat—. Debo cumplir con mis deberes de dios.
»Y nos deja ocultos en la oscuridad. Al final del extremo norte de la Avenida de los Muertos. Donde la selva parece haberse detenido, ex profeso, para dejar espacio a la obra del hombre. Un lugar que solo las serpientes osan frecuentar a aquellas horas. Pero ¡qué magnífica visión se ofrece a nuestros ojos! La Avenida de los Muertos: un kilómetro de longitud, al menos, cien metros de ancho. Una inmensa extensión donde las grandes pirámides escalonadas y truncadas, que, como un ejército en perpetua guardia, se suceden una tras otra flanqueando ambos lados de la Avenida, aseguran, por los siglos, el imperturbable descanso de sus reyes. Y en su centro exacto, un enorme estanque es el culminante corazón de una larga fila de ellos más pequeños, que se nos aparecen como alegres islas flotantes de bellísimas flores. Entre pirámide y pirámide se alzan descomunales esculturas de piedra que representan criaturas pretendidamente antropomorfas. A veces, solo una extraña cabeza humana de dos metros de alto e insólitos colmillos animales. Otras veces, son desnudas figuras de cuerpo entero, femeninas, masculinas o hermafroditas que, en ocasiones, forman singulares grupos heterogéneos.
»Y, rematando el extremo sur de la Avenida, toda ella excelentemente iluminada con antorchas, se abre una gigantesca rotonda en cuyo núcleo un altísimo templo piramidal preside la interminable alineación de tumbas, en toda su longitud.
»Las gentes parecen surgir de todas partes, envueltas en ropajes de estampados geométricos multicolores. Se gritan unos a otros y gesticulan enloquecidamente señalando hacia el templo, presos de absoluta felicidad. Miro hacia allí, y, en su cumbre, destacando como una libélula en plena oscuridad, distingo la inconfundible y prodigiosa figura de Cannat. “¡El dios ha llegado! —claman—. ¡El dios ha regresado! ¡Kueb ya está aquí!”. Y el dios extiende sus brazos presentándose ante sus devotos.
»En pocos minutos, el enfebrecido clamor de millares de voces grita al unísono el nombre de Kueb a los pies del dios.
»Desde tanta distancia soy incapaz de distinguir la expresión en el rostro de Cannat.
»Los fieles adoradores continúan llegando sin interrupción, y la masa de ellos comienza a aproximársenos peligrosamente.
»Cyr está sentado, boquiabierto, sobre los hombros de su padre. La expresión de ambos no es, en absoluto, diferente de la del resto de los fieles. La mía tampoco.
»Apenas puedo vislumbrar gran cosa, pero, de una puerta situada en la mitad del templo ha surgido una figura ataviada con ricos ropajes, tan dorados como el cabello de su dios. La figura levanta las manos y el silencio se produce al instante. Súbitamente, el pueblo cae rendido a los pies del dios con las rodillas hincadas en la tierra, la cabeza gacha, los brazos uno sobre otro pegados al pecho. Mudos, inermes, en señal de absoluto respeto. El sacerdote mismo se ha dado la vuelta y está adorando a Kueb de idéntica manera.
»—Quiere que vaya con él —dice Shallem.
»“No vayas, Shallem —le ruego sin hacer uso de mi voz—. No quiero verte allí arriba, sucumbiendo a esta horrible mascarada”.
»—Pero hay muy buena vista —se burla, haciendo descender al niño, que le está pidiendo que le lleve consigo.
»Y ya tengo la mano del niño dentro de la mía cuando veo que no es una, sino dos, las figuras que resplandecen en la cúspide de la pirámide.
»No bien los fieles se aperciben de esto, se produce un clamor de pasmada perplejidad. La misma perplejidad que yo siento.
»Cannat ha alzado con la suya la mano de Shallem. Entre el pueblo se produce un inequívoco barullo de júbilo. Saltan, gritan, se abrazan unos a otros. Un auténtico estallido de alegría.
»—¡Mira a papá! ¡Mira a papá! —me grita Cyr, tirándome del brazo arrebatado de emoción.
»El ensordecedor tumulto me resulta desquiciante.
»“¡Kueb, Oman! ¡Kueb, Oman!”, vociferan.
»—¡Quiero verles más de cerca, mamá! —Y, en mi aturdimiento, me dejo arrastrar demasiado cerca de la masa.
»La gente me parece espantosa. Piel oscura y muy baja estatura, contrahechos, desgarbados. Narices muy chatas, facciones hundidas, frente huidiza, orejas desproporcionadas. Solo los oscuros ojos resultan un elemento hermoso en aquellas extrañas faces.
»Y, por imposible que parezca, el clamor continúa aumentando. Así transcurren interminables minutos, mientras, de entre las pirámides, continúan apareciendo personas que corren para alabar a sus dioses. Pero ¡Ay!, la turba de delante de nosotros ha aumentado tanto que, descuidadamente, absorta como estaba, he dejado que lleguemos a estar a apenas un par de metros por detrás de ellos. Y, sin que siquiera me diera cuenta, algunos se han percatado de nuestra extraña presencia. Mi larga melena rubia no pasa desapercibida alumbrada por un charco de luna.
»Al punto nos convertimos en un nuevo núcleo de admiración. Todas las cabezas se vuelven hacia nosotros profiriendo ininteligibles sentencias. Confusos, asustados, pero sumamente curiosos, algunos de ellos comienzan a avanzar, con cautela, hacia nosotros, mientras las voces de otros, menos audaces, tratan de levantarse por encima de la multitud. La alarma por nuestra presencia se expande, como una ola, en dirección al templo. Múltiples cabezas se dan la vuelta e intentan alzarse por encima de otras, tratando de divisarnos. Y los loores a los dioses se convierten en un confuso rumor, en nuestra cercanía. Cyr se agarra a mí, visiblemente asustado, y yo, más asustada todavía ante las intrigadas miradas de aquella raza tan desconocida, solo puedo pensar en el nombre de su padre.
»Un murmullo de admiración estalla cuando el dios Oman se materializa junto a mí.
»—¿Te has asustado? —me pregunta, con los ojos resplandecientes.
»—No. Yo… son tan extraños —balbuceo.
»—¿Y mi niño? ¿Tenía miedo?
»—Son muy feos, papá —le contesta, con una graciosa mueca de desagrado.
»Y papá se ríe.
»Todo muy natural.
»La multitud, desconcertada, ha quedado casi en absoluto silencio.
»—Venid —nos ordena Shallem.
»Y, cogiéndonos de las manos, súbitamente nos encontramos al lado de Cannat, en la cima del templo piramidal.
»Shallem tenía razón. Desde allí la vista es espectacular. No solo por los miles de fieles que desde abajo contemplan, anonadados, a la nueva familia de los dioses, sino porque se obtiene un panorama completo de toda la inmensa ciudad, íntegra y milagrosamente construida en piedra, que se extiende a ambos lados de la Avenida de los Muertos, y cuyas calles, perfectamente planificadas, confluyen inevitablemente en ella. Por detrás del templo, en un espacio rectangular, se levanta un enorme y ampuloso edificio cuyas ventanas están alumbradas por luces mortecinas, al igual que todas las ventanas de la ciudad. Es, sin duda, el palacio real, y está rodeado de otras construcciones más pequeñas, aunque igualmente suntuosas, que sirven para las funciones comerciales y administrativas. Hay un mercado, bastante grande, resguardado por soportales. Pero en toda esa zona no hay una sola señal de vida. Toda ella se concentra por delante de nosotros. En la asombrosa y espectacular Avenida de los Muertos.
»Bastantes metros más abajo, el sacerdote nos observa a Cyr y a mí con mirada de molesta perplejidad. Seguramente se pregunta quiénes somos y cuál será la explicación que más le convenga inventar para manipular, adecuadamente a sus intenciones, los crédulos cerebros de sus fieles.
»Me siento absolutamente trastornada cuando me doy cuenta de lo que está sucediendo. Me acabo de convertir en diosa. ¿Qué historia inventará el sacerdote? ¿Qué nombre me darán a mí? Las gentes nos aclaman fervorosamente sacudiendo sus puños en el aire en un violento gesto.
»Comienzo a sentirme completamente embriagada, aturdida ante aquella situación enajenante.
»Le miro la cara al dios Kueb. ¡Qué fría expresión! ¡Qué dura y desacorde con aquel envanecedor momento! Había pensado que, como mínimo, estaría excitado y sonriente, contento de ser recibido de aquella apoteósica manera por tan nutrido grupo de adoradores. Pero ahora está mirando a Shallem y este tiene la vista fija en las estrellas. Cyr y yo somos los únicos que parecemos tener conciencia del lugar en donde nos hallamos, de los miles de fanáticos gritando como locos, pidiendo, quizá, algún favor a sus dioses, o, simplemente, alegrándose de su regreso.
»Cyr está saludando a la multitud, que sonríe, fascinada, sin dejar de gritar.
»—¡Soy el dios Cyr! —aúlla, repetidas veces, a pleno pulmón.
»Y, de pronto, el escándalo cesa y se convierte, primero en un rumor lejano, y luego solo en un murmullo apagado, y, por fin, el silencio absoluto, respetuoso. El niño dios ha hablado.
»—¡Soy el dios Cyr! —vuelve a clamar en la muda quietud de la noche.
»Y el pueblo permanece atento, inmóvil, expectante.
»—¡Soy el dios Cyr, hijo del dios Oman y de la diosa Ishtar! —añade con total desparpajo. Como si llevase toda su vida ensayando aquel papel.
»—¡Cyr! —Le regaño en un susurro—. ¿Qué estás diciendo? ¡Cállate ahora mismo!
»Pero Cannat y Shallem se ríen, como si estuvieran tremendamente orgullosos.
»—Cyr, no hay que hablar con ellos —le enseña Cannat con tono paternal.
»—¿Por qué no? —pregunta él.
»—Estropearás el juego, si lo haces. Un dios debe ser distante, silencioso, enigmático. Es preciso para mantener el misterio. No deben conocerte en absoluto; ni tus faltas y debilidades ni, con mayor motivo, los límites o extensión de tu poder. No hay que poner coto a su imaginación ni darles una sola pista acerca de ti mismo, porque, si lo haces, ya no podrán imaginarte a su antojo, sino que te conocerán tanto como a sí mismos y dejarán de soñar contigo como algo perfecto e insuperable. Pues te verán tan próximo, asequible y cotidiano, como si fueras de su familia. A no ser que les des muestras constantes de tu poder; y eso es algo muy molesto. ¿Ves? Es por ese problema de la cotidianeidad por el que tu madre, que debería estar allá abajo, postrada a mis pies con todos los demás, se encuentra aquí, entre nosotros, entre los dioses.
»—Cannat, basta —le corta Shallem, viendo la maliciosa sonrisa que el dios Kueb me regala.
»—¿Qué? —inquiere el inocente dios—. Solo era para que Cyr lo entendiera. Ella sabe dónde está su lugar. Yo mismo se lo expliqué. No lo has olvidado, ¿verdad, Juliette?
»—No. No he olvidado nada de ello, pérfido.
»Y Kueb, inmutable, se ríe.
»—Un nombre muy adecuado para tu madre, Cyr —comenta—. Ishtar, la diosa babilónica del amor. Bien, ¿no vas a decirles nada más, dios Cyr?
»Cyr se muerde el labio inferior, pensativamente. Sus ojos resplandecen excitados, pero sin malicia o arrogancia. Aquello no era un juego. Él ERA el dios Cyr. ¿Por qué no, si su padre y su tío, evidentemente, lo eran?
»—No. No debo hacerlo —responde con ingenuo pesar.
»Y Kueb sonríe a su inteligente discípulo.
»—Vayámonos de aquí —añade—. Hacen un ruido inaguantable. Contemplemos las estrellas desde otro lugar, Shallem.
»—¿Tan pronto? —pregunta el dios Cyr, observando, extasiado, a la muchedumbre.
»—Ya hemos soportado suficientes humanos en esa maldita Europa, Cyr. Aquí seremos libres.
»Y el dios Cyr se queda mirando a Kueb respetuosamente, hasta que este le toma en sus brazos y juntos desaparecen en el aire oscuro de la noche, seguidos por el dios Oman y por la diosa Ishtar.
»Cannat disponía de una casa de piedra, no excesivamente grande, perdida y devorada por la jungla. Parecía una solitaria miniatura completamente fuera de lugar en medio de aquel verdor exuberante, sabiamente escondida a la perpetua sombra de los tupidísimos árboles que llegaban casi hasta su puerta. La vegetación crecía incluso en su interior, y, al parecer, era el refugio predilecto de centenares de monos. No era muy grande, como le digo, y su construcción era idéntica a la de las casas de la ciudad: un par de pisos sobre una base rectangular y tejados muy inclinados. Ninguna originalidad especial ni la más mínima decoración exterior que la hiciese destacar, pero me quedé estupefacta cuando examiné su interior: su casa era el más impresionante museo que se pueda imaginar. Una colección de objetos artísticos como nadie en el mundo poseía. Piezas únicas de periodos que me resultaban inidentificables. Extraordinarias esculturas sedentes de diorita, obsidiana y alabastro descansando sobre pedestales tan suntuosos como la propia joya o diseminados descuidadamente sobre el suelo. Retratos de faraones alternándose con negras estelas de escritura cuneiforme, con sencillos sarcófagos etruscos de terracota o egipcios de oro bruñido, esmaltes y resplandecientes piedras preciosas. La cola de caballo del sátiro Marsias se introducía dentro de un canope de alabastro sin el menor miramiento. Un crismón de oro colgaba del cuello del Ka de algún desventurado faraón egipcio a cuyos pies yacía un pschent blanco y rojo, símbolo de la unión del Alto y Bajo Egipto, que, probablemente, le había pertenecido en vida. Cyr había entrado y curioseaba por todas partes en aquel desván de las maravillas. Me quedé mirando a Cannat con cara de pasmado asombro.
»—Sí, lo sé —me dijo encogiendo los hombros con gesto de desenfado—. Debería poner orden… y limpiar un poco…
»Toda la planta baja presentaba la misma penosa mezcolanza de objetos imponderables tirados aquí y allá sin la menor organización, y apenas visibles bajo capas de polvo tan gruesas que parecían barro, excrementos de animales, y telas de araña tan resistentes que hubiese podido tejerme un vestido con ellas.
»Un monito, aposentado sobre el ternero de mármol que portaba un moscóforo griego, se reunió con sus compañeros para dar la bienvenida a Shallem y a Cannat, no sin antes obsequiarme con los desperdicios de una fruta exótica que acababa de comer.
»En medio de aquel caótico desbarajuste observé que, ocultos en un rincón, y mezclados con unos arpones de marfil y unas figurillas de incalculable edad, unos antiquísimos objetos musicales trataban de pasar desapercibidos, sabedores de que el próximo acorde que les fuera arrancado los transformaría en polvo: un arpa minoica, un sistro fenicio con el símbolo de la svástica, promesa de vida feliz…
»La planta tendría unos cien metros cuadrados y era completamente diáfana, de modo que de un vistazo podía admirar la totalidad de las maravillas o localizar una concreta. No había cajas o fundas cubriendo los objetos, pero, a pesar de ello, se conservaban espléndidamente.
»—Vayamos al piso superior —dijo Cannat—. Creo que estará más limpio.
»La estrecha escalera se encontraba adosada a la pared derecha, y varias ventanitas se abrían a ella con objeto de facilitar el paso a la mayor cantidad posible de la mortecina luz que había conseguido traspasar la barrera vegetal. Al final de la escalera, una inamovible puerta de hierro macizo convertía el interior en un reducto infranqueable. Cannat la abrió sin siquiera tocarla.
»El segundo piso era, al igual que el primero, una enorme habitación sin separaciones de ningún tipo. No obstante, era evidente que aquella planta era la que Cannat consideraba su hogar. Había una gruesa pátina de polvo, claro, y también algunas telarañas finas y pequeñas, pero no el lamentable desorden del piso inferior.
»La planta, iluminada por diez ventanas recubiertas de rejillas de hierro, consistía en un enorme y sencillo cuarto de estar —dormitorio donde todos los estilos artísticos habidos hasta aquella fecha, yo diría que de todas la civilizaciones que habían existido, estaban representados por los múltiples y variados objetos que, con gran gusto y cuidado, la decoraban. A pesar de la suciedad todas las piezas parecían como recién creadas, como si hubieran recibido un trato exquisito durante toda su larga existencia; tal vez estuvieran en posesión de Cannat desde el momento mismo de su fabricación. Y no se limitaban a ser meros objetos ornamentales; era evidente que Cannat les daba un uso de lo más práctico. Como una hermosísima crátera de Dypilon, que en manos suyas se había transformado en macetero para unas plantas marchitas por falta de cuidados. Las ánforas romanas seguían sirviendo al mismo uso de mil años atrás: estaban llenas de vino y se alineaban meticulosamente en una especie de armarito de baldas creado para tal efecto.
»En el extremo de la habitación más alejado de la puerta de acceso, muy juntas, había dos grandes camas de plumas de fabricación indígena. Cerca de ellas, lucían un precioso cabinet chinesco de nogal decorado con marquetería, sobre el que descansaba una antiquísima Venus pequeña y de protuberantes formas, muy parecida a la de Willendorf, y un arcón y un credenza adosado a la pared, donde guardaba sus objetos personales; joyas del siglo XVI, sus últimas adquisiciones. Algunas esculturas griegas, entre ellas una de Hermes y otra de Apolo, se encargaban de acotar el espacio dedicado al dormitorio. Fuera de él, había pocas cosas prácticas más: dos mesas de hechura indígena, un par de triclinios romanos donde recostarse a descansar, y cuatros klismos, unas sillas griegas muy elegantes, convenientemente distribuidas.
»Pero esto no era todo. El suelo estaba íntegramente cubierto de alfombras, de todas las procedencias y estilos, en perfecto estado de conservación aunque polvorientas, pues ninguna de ellas debía superar los cincuenta años. Veinte cuadros de asunto mitológico y considerables proporciones, algunos de ellos con el inconfundible estilo de Botticelli, se ocupaban de decorar las paredes. Observé que, en la práctica totalidad de ellos, Cannat y Shallem eran los protagonistas. Y todos esos cuadros, a juzgar por el tema y el estilo, debieron de hacérselos artistas florentinos. Aquí y allá se veían estatuas griegas o retratos romanos que me parecía guardaban no poco parecido con alguno de los dos.
»Cuanto había en esta planta era infinitamente más suntuoso, rico y espléndido que lo que acababa de admirar a mi entrada a la casa. Incluso había un par de deslumbrantes sarcófagos egipcios, dorados, esmaltados y cuajados de gemas, todavía con sus momias dentro.
»A Cannat le encantaban las piedras preciosas, en especial las azules, y las utilizaba como objetos decorativos, colgándolas de las paredes o adornando con turquesas y zafiros los cuellos de sus estatuas marmóreas.
»Parecía un desatino absoluto, algo fuera de lugar, el haber reunido todos aquellos objetos de culto, de civilizaciones ya desaparecidas, en aquella pequeña e inaccesible habitación en medio de la jungla.
»—Todo esto son recuerdos —me dijo Cannat—. Bonitos recuerdos de toda una vida. No los colecciono. Solo los guardo. Tienen un significado para mí; y para Shallem, muchos de ellos, también. Los toco, los miro, y me hacen revivir los momentos pasados. Mira, ¿ves esta paleta de maquillaje y este espejo de obsidiana? Me los llevé de los aposentos de una reina de Egipto. ¡Qué noche tan deliciosa la hice pasar! Este retrato me lo hizo un joven romano que murió demasiado joven. ¡Pobre! Y aquella alfombra… Todas las hermosas indias que la tejieron pasaron por mis brazos. ¡Ah! Lo mismo que la delicada oriental que me vendió esa otra. Desgraciadamente muchos de mis recuerdos se han ido deshaciendo con el paso del tiempo. ¡Soy demasiado viejo!
»—¿Y esto qué es? —le preguntó Cyr, sosteniendo un vaso de alabastro en el que se representaba una procesión de musculosos hombres desnudos portadores de alguna ofrenda.
»—Ten cuidado, Cyr. Es un recuerdo irrecuperable, como todo lo que tengo aquí. Es de un lugar que ya no existe, Uruk, se llamaba. Tiene más de cuatro mil quinientos años.
»Cyr dejó escapar un silbido de admiración.
»—Es un vaso que utilizaban en sus ritos ceremoniales, dentro hay un cilindro, ten cuidado con él.
»Y yo cogí el sello-cilindro sumerio de las manos de mi hijo y examiné curiosamente sus relieves.
»—¿Esa ceremonia te la dedicaban a ti? ¿Tú eras su dios? —inquirió Cyr.
»—Sí. Tú padre y yo éramos unos de sus dioses. Por eso, es muy importante…
»Y, de repente, Cannat se interrumpió. Shallem le estaba mirando, apoyado en el mismo tronco de mármol y con idéntica postura a la del Apolo que se sostenía en él. Y, como él, estaba desnudo de los pies a la cabeza.
»Y allí, comparándolo con aquella maravilla griega, me percaté una vez más de la magnitud de su belleza. La fortaleza de su pecho, su perfecto tono muscular, la robustez de sus esbeltas piernas, las pronunciadas eminencias óseas de su pelvis, tan excitantemente eróticas, y que el Apolo, como una pálida alucinación a su lado, trataba de imitar a su fría, dura e inanimada manera.
»Cannat no dijo nada. Anduvo hacia él, y, sin perder un segundo, por el camino comenzó a despojarse de su ropa, que arrojó descuidadamente sobre el arcón que su hermano había dejado abierto. Ya desnudo junto a él, enlazó un brazo en el suyo y le besó cálidamente en el hombro.
»—Te quiero —susurró.
»E introdujo la mano en su cabello y entresacó un mechón, que contempló como quien admira un tesoro.
»Yo nunca antes había visto a Cannat desnudo. Era de una perfección absoluta. Tenía las apetitosas nalgas altas y redondeadas, y tan tersas como si hubieran sido cinceladas en mármol y luego transformadas en carne sonrosada; una invitación a la lujuria. El mínimo movimiento ponía en tensión un cúmulo de músculos y tendones que afloraban delicadamente a la superficie de todo su cuerpo. Su cuello era robusto, pero más fino que el de Shallem, y su piel de un tono casi dorado.
»Shallem le miraba ahora fijamente, con la misma expresión de admiración y embeleso que si le viera por primera vez. Pero, pronto, muy despacio, se aproximó a él y le beso suavemente en los labios.
»Vi cómo este beso se hacía cada vez menos contenido, más profundo, más acalorado; el modo en que Shallem respondía a sus caricias, presionándole contra sí.
»Y cuando vi los ojos de Cannat, que, en medio de este beso, me penetraban como hierros candentes, supe lo que pretendía; algo que él mismo, en una ocasión me había explicado. En pocas palabras era esto: fundirse con Shallem, hacerse uno con él como lo fuera antes de que su Padre los dividiera.
»No era este un hecho físico, naturalmente, como el mísero coito humano que tan pálida e inconscientemente intenta emularlo. Sus cuerpos caerían, inermes y despreciados, abrazados, quizá, pero sus almas se harían una sola, perfecta, y tan excesivamente fuerte y poderosa como lo había sido antes de que Dios, tal vez por esta causa, decidiera convertirlas en dos.
»Cannat me había explicado que en medio de este éxtasis el tiempo no contaba. Que la precisión de romper su abrazo místico era forzosa por deseo de Dios —ese Dios cuyo reflejo veían y adoraban el uno en el otro a falta de Su propia Faz que contemplar—, pero, a la vez, insoportable; tanto que a menudo soslayaban su deseo por temor al consiguiente sufrimiento de la separación. Me había dicho que, en una ocasión, al conseguir dividirse de nuevo, se habían dado cuenta de que habían transcurrido más de doce años.
»Aquel era, pues, el sumo sacrificio que mi presencia imponía a Shallem. No podía ceder a aquel deseo pues una vez consumado le dominaría de tal modo que quizá me abandonase durante años. Pero para Cannat era una tortura inaceptable cuya causante, una vez más, era yo.
»Vi refulgir sus ojos y me di cuenta de que Shallem ya no parecía ver otra cosa sino a él, de que sus músculos se habían relajado y se encontraba a merced de la voluntad de su otra mitad, como si ya no le quedasen fuerzas para luchar contra el deseo.
»Y entonces, deseando acabar como fuera con aquel peligro, miré el sello-cilindro de cinco mil años de antigüedad, que todavía sostenía en mi mano, y en un acto compulsivo, lo estrellé contra la dura pared de piedra.
»Cayó, hecho trizas, exactamente bajo el cuadro de Venus y Adonis que Leonardo había pintado para mí.
»Todos se volvieron a mirar.
»Cannat nos contemplaba alternativamente a las piezas y a mí con el rostro desencajado.
»Le vi, furibundo, corriendo hacia donde yo estaba; plantada, como una estatua más, en el centro de la habitación.
»Empecé a gritar y a correr, llena de pánico, pero no tardó dos segundos en alcanzarme. Sus manos me alzaron en el aire como a una muñeca de guiñol. Una me cogió por el cuello, otra me sujetó por el vientre, levantándome por encima de su cabeza. Escuché, enloquecida por el terror y los gritos de todos nosotros, que Shallem le rogaba que me dejara mientras trataba de obligarle a bajar los brazos; que Cyr, visiblemente asustado, saltaba junto a él pidiéndole que me soltara. Entonces Cannat miró a la pared y supe que iba a lanzarme contra ella.
»Y ese hubiera sido mi destino si Shallem no me hubiese aferrado por mi largo vestido. Cannat, frustrado, me arrojó al suelo por delante de él y caí en los brazos de Shallem.
»Luego me dejó, asustada y temblorosa, y se acercó al lado de Cannat, que, acuclillado en el suelo, recogía los fragmentos de su reliquia.
»Shallem se agachó junto a él y, pasándole los brazos por el cuello, le besó suavemente la sien y el cabello.
»—No me digas nada si la mato —gruñía Cannat entre dientes—. Por favor, Shallem, no me digas nada. Me las va a pagar.
»Y Shallem apoyó su mejilla en la cabeza de él y acunándole como a un niño, le susurró:
»—Cálmate, Cannat, cálmate.
»Lamenté sinceramente lo que había ocurrido. Comprendía perfectamente el valor que tenía para Cannat el tesoro que le había destrozado. Pasada la cólera inicial, pareció quedar sumamente apenado durante muchos días. Y, cuando le miraba de reojo y contemplaba su triste expresión, mi corazón se partía, agobiado por el sentimiento de culpa. Pero Cannat sabía esto de sobra y exageraba su aflicción con objeto de mortificarme.
»De hecho, había reconstruido el sello y volvía a ocupar su primitivo lugar dentro del vaso ritual de Uruk. Pero, a menudo, le encontraba con él en la mano, mirándolo tristemente como si fuera irrecuperable, cuando, en realidad, lo había restaurado de tal manera que de nuevo hubiera podido plasmar sus relieves, rodando indefinidamente sobre una capa de arcilla blanda, con la misma eficacia de los tiempos inmemoriales en que fue creado. Pero él no paraba hasta conseguir encogerme el corazón, hasta que captaba mi atención y me veía desviar la vista, culpable y avergonzada, por haber destruido su irremplazable recuerdo.
»—¿Me hubieras matado por romper un cacharro de piedra? —le pregunté un día en que nos encontramos los dos a solas. Él, sentado sobre una alfombra con la espalda apoyada sobre su cama.
»Me miró, cerró los ojos un momento y se llevó el dedo índice a la frente, como si estuviera pensando algo.
»—Veintisiete mil doscientos quince —dijo.
»—¿Qué significa eso? —le pregunté.
»Y, con su más malévola sonrisa, me contestó:
»—Es el número de días que aún me faltan para perderte de vista. Si puedo soportarlo… ¿No lo recordabas? Tus días están contados… ¡Y el tiempo es tan intransigente!
»Entonces quise acercarme a él, no sé con qué intención, y, cuando estuve a un metro de distancia, una descarga eléctrica me repelió. Lancé un chillido de dolor, sorpresa e indignación.
»—¡Canalla! —le grité.
»Él se limitó a reír.
»—No te quiero cerca de mí —me aclaró—. No te haré daño. Pero apártate de mí.
»De nuevo intenté ir hasta su lado, y otra vez la descarga me sacudió.
»—¿,Qué es eso? —le pregunté, temblando tras el choque.
»—Un ahuyentador de humanos molestos —me contestó—. Lo he creado especialmente para ti. ¿Te gusta? Destruiste algo mágico para Shallem y para mí. Pero, como siempre, no entiendes nada.
»Nuestra conversación continuó baldíamente. Y todo lo que saqué de aquella tarde, fue que Cannat se protegiera de mí con aquellas malditas descargas, que tan divertidas le resultaban, durante varios meses.
»Ellos no habían vuelto a tocar sus ropas, andaban día y noche completamente desnudos. Y yo, por supuesto, había acabado por despojarme de casi todas las mías. Al principio, tenía cierto pudor a causa de las posibles miradas lascivas que Cannat hubiese podido lanzarme, pero, cuando me vio desnuda por primera vez en aquel lugar apenas se inmutó. Solo me dirigió una breve mirada de aprobación, y no por las gracias de mi cuerpo, sino por el hecho de que al fin le hubiese permitido encontrar la libertad. Así es que pronto perdí la vergüenza porque, para ellos, el que anduviéramos desnudos era tan normal como el que lo hicieran el resto de los animales, y no tenía nada que ver con el sexo o la lujuria.
»A menudo pretextaba un dolor de cabeza para dejar que se fueran solos y poder seguirlos a hurtadillas. Me fascinaba hacerlo.
»Solían ir al río, y allí, entre innocuos caimanes y serpientes pitón, se entregaban al placer del baño.
»Yo los espiaba, perfectamente oculta entre el denso follaje. Se limitaban a disfrutar en el agua, a sentarse en la orilla escuchando plácidamente los sonidos de las aves, o a jugar con los preciosos jaguares que se acercaban para acariciar con sus cálidas y agradables pieles la fina y delicada de ellos. Cuando no había ningún jaguar en las proximidades, se veían rodeados de pécaris, ciervos, tapires, monos, agutíes, capibaras, aves de brillante y multicolor plumaje, y así hasta una lista interminable de adorables animales. Eran como polos magnéticos que atraían a su lado a toda la población capaz de percibir su presencia, y que corría a dar y recibir amor.
»Y ellos estaban encantados. En su mundo, en su salsa. Parecían más libres, más felices.