»La tranquilidad llenaba nuestro hogar. Cannat se transformaba, durante el tiempo que pasaba con nosotros, en un perfecto y casi aburrido caballero. Solo sus aventuras galantes lo sacaban de la rutina. No mataba, a no ser que tuviera lo que él considerase un buen motivo para ello.
»En cuanto a Shallem, continuaba su búsqueda. Tras periodos de absoluta normalidad, atravesaba otros en los que se pasaba el día callado, grave, meditabundo. A veces permanecía inmóvil, en absoluto silencio y sumido en sus impenetrables pensamientos, durante horas. Cannat le contemplaba absorto, evidenciando en su rostro el inextricable misterio que constituía para él. Luego volvía a mí la vista y me miraba sin perder aquella expresión, como si yo fuese una innegable prolongación del enigma de Shallem.
»—Haz uso de lo que te ha dado —me exhortaba—. Penetra en él. Dime qué le pasa.
»Pero yo, por más tiempo y esfuerzos que empleaba en intentarlo, no encontraba la manera de hacerlo. Era como si aquello del espíritu de Shallem vivo dentro de mí no fuese más que una broma que ellos se hubieran inventado. No tenía ninguna clase de poder.
»Mi única habilidad era la humana facultad de pensar y elucubrar. Y gracias a ella recordaba y enlazaba las otras circunstancias y lugares en que le había visto en tal actitud, con aquella conmovedora y melancólica expresión en su semblante, que ahora se había vuelto secreta y huidiza, como una vergüenza que temiera compartir. En Notre-Dame, junto al Sena, en el Sacre-Coeur… y así conjeturé que Shallem seguía soñando con Dios, que la obsesión no le había abandonado ni aun después de todos los horrores cometidos que le alejaban todavía más de Él: el odio que se había avivado en él la noche de la muerte de Jean, los jóvenes inocentes que había sacrificado a Eonar… ¿Y pensaba que Dios haría ojos ciegos a todo eso? ¿Realmente cabía esa posibilidad? Quién lo sabía.
»Y Cannat trataba a toda costa, vana, pero obstinadamente, de penetrar en sus pensamientos, resistiéndose a ser un mero observador impotente a su sufrimiento. Le preguntaba sobre ello con toda la infinita seductora persuasión de que era capaz. Le espiaba, le perseguía. Trataba de entretenerle buscándole todo tipo de diversiones, como un humano haría con un pariente deprimido. Y aunque Shallem no confesaba, aunque permanecía inescrutable y aislado, como una bella estatua de mármol, expresiva, pero silenciosa y hermética, Cannat, mediante la ayuda de Leonardo, llegó al conocimiento.
»—¡Otra vez esa estúpida pasión! —me decía a solas—. ¿Por qué no puede ser feliz? ¿Por qué no puede olvidar? ¿No se da cuenta de que nada de lo que fue nuestro existe ya, de que ni siquiera Dios existe? ¿Por qué no vuelve la cabeza y descubre lo que tiene ante sus ojos, en lugar de andar siempre con la añorante mirada perdida en un pasado irrecuperable? El mundo es suyo, la humanidad es suya, y allá donde él no llegue, yo se lo alcanzaré. ¿Por qué ha de estar siempre errabundo y melancólico? ¿Qué espera de Dios? ¿La remisión? ¿Está loco? ¿Está ciego?
»Y no dejaba de mirarme enloquecido mientras se hacía estas preguntas, como si considerase que yo, que formaba parte de Shallem, debía tener todas las respuestas.
»Y yo, en aquel momento de dulce intimidad, con los ojos inundados por las lágrimas, acariciaba suavemente su mejilla y le susurraba:
»—Si pudiese adaptarse dúctilmente a su destino, si, sumisamente, se conformase con buscar la felicidad en él sin oponerse a su suerte, si no fuera indómito y desafiante a toda ley y a toda autoridad, el marginado entre los marginados, el rebelde entre los rebeldes, el inquieto, el insatisfecho, el apasionado, ¿le amarías tú?, ¿le amaría yo?
»—Solo quiero que sea feliz —me replicó—. Y no me importa lo que haya de hacer para conseguirlo.
»Su voz era triste y cansada, sus ojos se posaban, huidizos, sobre sus propias manos, sobre las vivas y crepitantes llamas, rojizas y anaranjadas, que él mismo había encendido, no tanto por respeto a un frío que no podía sufrir, como para embellecer la habitación con los íntimos juegos de luces que resplandecían por toda ella y con el luctuoso chisporroteo azulado que tan a menudo se producía.
»—Yo no soy el diablo —continuó, en un tono de voz tan bajo que no estaba segura de haberle entendido—. Nunca lo he sido. El diablo no existe, como no existe el infierno fuera del lugar en que la humanidad crece. El infierno es un estado. El estado a que ellos se abocan. Nada de eso que te contaban de pequeña es verdad. No hay mayor malignidad que la del propio hombre. Solo él es capaz de tramar semejantes castigos infernales tras la muerte para quienes, en vida, no se atienen a sus reglas innaturales, y ellos mismos, erigiéndose en dioses, designan satisfechos a quienes deben padecerlos.
»Sumido en sus pensamientos se masajeó la frente como si los ojos le dolieran o estuviera tremendamente cansado.
»—No hay diablo —insistió quedamente—. No hay infierno. No hay ángeles caídos. Solo hay ángeles. Ángeles en el exilio.
»Yo le miraba anonadada, no solo porque nunca le había visto en un estado semejante, sino también porque jamás hubiera creído que pudiese caer en él.
»—No soy malvado —continuó, con la lánguida mirada perdida, como si tratase de reafirmar esa idea ante sí mismo.
»—Lo sé, Cannat —le aseguré, presa de un compasivo sentimiento amoroso—. Lo sé.
»Según decía esto me acordé de aquellos a quienes había asesinado con espantosa crueldad y sin el menor motivo, pero la necesidad de consolarlo me estaba empujando hacia él, y su mano, grande, blanca, poderosa y surcada de preciosas venitas azules, descansaba entre las mías.
»—Aquello no cambió nada —murmuró en un trance—. El día en que ocurrió… Si hubieras visto el rostro de Shallem; su inocente expresión de absoluta incomprensión, lo mismo que la mía…, su confusión… “¿Por qué?”, me preguntaba una y otra vez, “¿Por qué hemos de irnos, Cannat?”, como si yo fuese el dios que lo había dictaminado. “¿Por qué esta injusticia proviene de Él?”. Me miraba a los ojos con la dulce e ingenua expresión que entonces tenía, los suyos animados por brillantes chispas de perplejidad. Y entonces supe que nunca abandonaríamos la Tierra.
»Ni él, ni yo, ni ninguno de los otros sabíamos lo que habría de ocurrir. Confiábamos en Él, en que Su Amor por nosotros acabaría obligándole a salvarnos… Nunca sospechamos… Pero, aun así, nada cambió. Somos los mismos. Sus ángeles. Otros conceptos solo existen en la mente del hombre: lo único diabólico sobre la Tierra.
»Luego me miró. La expresión confundida, los ojos hambrientos de cariño.
»—Pero Shallem aún sigue creyendo… —susurró—. Perdido…
»Enlacé mi brazo entre el suyo y apoyé mi cabeza sobre su hombro.
»—Cada vez le sucede más a menudo —continuó quedamente—. Se retrae en sí mismo, se oculta por más tiempo en sus ilusos sueños, en esa melancolía indescifrable. ¡Ojalá pudiese leer en su alma como él lee en la mía!
»Hasta entonces nunca había visto una mayor expresión de tristeza y angustia en los ojos de Cannat. Aquello me tenía hechizada. Sus desvelos por Shallem, los sufrimientos que padecía por él y solo por él, la forma en que buscaba protegerle de todo mal, su amor, tan poderoso como posesivo, sus denodados esfuerzos por comprender los laberínticos pensamientos del complicado y conflictivo espíritu de su hermano. Le amaba con pasión, con reverencia, como a un dios, igual que yo lo hacía. Y nosotros, Cannat y yo, nos igualábamos en aquel desbordante amor como pobres esclavos devotos implorando, insatisfechos, los favores de un dios lejano e indolente.
»Cannat acercó sus labios a mí y me besó dulcemente en la sien. Los sentí apretados largo tiempo contra mi vena palpitante. Me besaban el corazón, el alma.
»—Vuestro amor es eterno —me oí susurrar embriagada—. Es el único amor eterno. Dime que siempre estarás con él. Dime que siempre lo cuidarás…
»Había cerrado los ojos, arrebatada por el éxtasis, y mi cuerpo no existía: nunca había existido. Toqué las llamas y las llamas no quemaban. Y las llamas no alumbraban. La luz era blanca, muy blanca, y no hubiera sido factible descomponerla en un espectro de colores. Todo estaba, pero nada era lo mismo. Cannat sostenía aún mi frente, pero su beso había concluido y su mirada embelesada se dirigía al frente, a la chimenea, a mí. Le miré como si no comprendiera lo que hacía allí dentro, dentro de su propio cuerpo. Y entonces vi que, súbitamente, nuestros cuerpos caían desmayados, como si su fuerza hubiese cesado de improviso, y que el mío yacía aplastado bajo su peso. Y no me importó nada, nada, en absoluto, el destino de aquella materia de otro mundo a la que solo de un modo vago e impreciso reconocía como mi envoltura terrenal. Me era totalmente ajeno. Como si nunca hubiese estado dentro de él. Eso era exactamente.
»Una esquina del techo atrajo mi atención. El mejor lugar de observación para un espíritu libre. Deseé estar en él y, por mi mera volición, allí estuve. Sin volar, sin flotar. Desde allí pude contemplar, con mi auténtica visión, el espectáculo sobrenatural de aquel salón que ahora se había convertido en un extraño y mortecino lugar en el más allá. Tan desvaído, tan falto de color, tan muerto como mi laxo cuerpo tendido en el sofá, frente a la pálida y silenciosa chimenea. ¿Y qué si nunca volvía a él? ¿Debería hacerlo? ¿Realmente debería hacerlo?
»¿Y aquella criatura inverosímil ocupando el centro de la habitación, a solo unos centímetros del techo? ¡Oh, Cannat! ¡Tú sí tienes color! ¡Tú eres el color! ¡Sublime, celestial! “Mírate”, me dice. Y lo hago, y al instante le comprendo. “Colecciono almas”, me había dicho. Y viéndome a mí misma me pregunto: “¿Y quién no lo haría, Cannat?”. ¡Oh, Dios mío! ¿Pero qué soy, en realidad? ¿Qué prodigio invisible a los ojos de los mortales? Y comprendo más. Comprendo a la humanidad entera en su inacabable búsqueda de la belleza, de la perfección. Comprendo que se buscan a sí mismos, su fuente, sus orígenes, su propio ser, a través de inconscientes recuerdos de su auténtico yo.
»“¡Quiero salir! —grito—, ¡sobrevolar las techumbres de Florencia, hacer acrobacias en la cúpula de Santa María de las Flores!”. ¡No! ¡No! Nada de eso existe ya, ¿verdad, Cannat? Ahora me guiarás con tu hermosa mano a nuestro verdadero mundo. Al mundo de los vivos. Y sí. Llega hasta mí y acaricia mi mejilla. “¡Puedo sentir!”, exclamo. Y tu rostro, tu impecable rostro de varón, tus facciones angulosas, el fulgor de tu mirada azul, tu tentador cabello… lo palpo, lo veo, a través de tu fascinante luz multicolor. Pero ¿y yo? ¿Sigo teniendo mi rostro de mortal? Desciendo hasta el espejo y me miro en él. ¿Dónde estoy? ¡No me reflejo! ¡No puedo verme! Me palpo el rostro y ¡qué distinto me resulta su contacto! No soy mujer, ya no, sino un compendio gigantesco de luces y colores, pálidos, alegres, brillantes. Cannat conserva su apariencia por debajo de la luz. Él es un ángel. Nació con ese aspecto y nunca morirá, es por eso.
»“Falta Shallem —me digo—, y también nuestro hijo”, los únicos seres que consigo recordar de mi vida mortal. Esperémosles y huyamos luego. Sí, fuera del mundo de tinieblas, a la luz, lejos, muy lejos.
»“Vuelve ahora”, me dice Cannat. Me espanto. Me horrorizo. “¡No!”, grito, y Cannat me ordena: “¡Regresa!”, y suelta un exabrupto. “¡No! ¡No! ¡No! —clamo—. ¡No quiero hacerlo!”. Y Cannat viene hasta mí y me sonríe y, ¡ah!, un vértigo incontenible, un espasmo en el agitado pecho y un grito que escapa de mi boca mortal. Trato de incorporarme y me resulta imposible, lucho contra el peso del cuerpo de Cannat y no se mueve un ápice. Y, ¡Dios!, qué dolor en el hombro, qué opresión en el pecho. Cannat se levanta y mi hombro parece desgarrarse.
»—Lo siento —me dice—, la próxima vez caeré hacia el otro lado.
»Le miro, alelada.
»—Me has obligado a volver —le digo, como acusándole de un crimen monstruoso.
»Y Cannat me sonríe y me abraza, y yo le dejo hacer, sin fuerzas para impedírselo o corresponderle.
»—Bello, muy bello, bellísimo —dice—. No se lo digas a Shallem, no le gustaría. Será nuestro secreto.
El sacerdote dibujó una pirámide con las manos y, cerrándola, cubrió con ella su boca, mientras sus ojos miraban extáticos a su confesada.
La mujer le miró y pareció sentir un inmenso placer en ello. Como si encontrase relajante su visión.
—Pero no quiero que se llame a engaño —dijo, al cabo de unos segundos—. No quisiera darle una falsa impresión de la relación entre Cannat y yo, que se movía, por entonces, entre la ocasional ternura y la indiferencia y los raptos de maldad con los que me devolvía a mi lugar. Por eso, ahora le contaré una anécdota, porque ya no es más que eso, que le resultará esclarecedora.
»Ocurrió un día en que Shallem y el niño se habían quedado rezagados, ocupándose de un pájaro herido, y Cannat y yo escuchábamos, un poco adelantados, el triste recitar de una pobre ciega.
»De unos seres que ya nada tenían que ver conmigo, la ceguera era la única de sus desgracias que aún me conmovía.
»Quise probar mi influencia sobre Cannat.
»—Devuélvele la vista —le pedí sin vacilación.
»—¿Estás loca? ¿Por qué iba a hacer eso? —me preguntó.
»—¿Y por qué no? —le pregunté a mi vez—. Siento lástima por ella.
»—¿No creerás que eso me importa? —me respondió, cargando toda su despreciativa ironía en la entonación de las palabras.
»Bien, pues, en ese momento, Cyr y Shallem nos alcanzaron.
»—Cyr —le dije—, el tío Cannat dice que, si tú quieres, le devolverá la vista a esa mujer, para que veas cómo lo hace.
»—¡Oh, sí! ¡Sí, tío, sí, quiero verlo! —se entusiasmó Cyr.
»Yo miré a Cannat, con mi media sonrisa de triunfo, sabiendo que no querría defraudarle.
»Y no lo hizo. Cogiendo por el brazo, de mala gana, a la mujer, con la resistencia de esta y sin dedicarle una sola palabra, la llevó a un callejón apartado. Y allí, ante la devota mirada de adoración de Cyr, en menos de un minuto la devolvió la visión.
»Cyr aplaudía maravillado. La mujer, sumida en un éxtasis místico, creía estar ante un enviado de Dios. Shallem le miraba receloso; yo, triunfante.
»—¿Has visto cómo se hace, Cyr? —le preguntó Cannat, y yo me alarmé porque noté como la expresión de fierecilla estaba aflorando a él.
»—¡Oh, sí, sí! —le contestó Cyr—. ¿Podré hacerlo yo algún día?
»—No te hace ninguna falta —le aseguró Cannat.
»Y la mujer, entretanto, se había tirado a los pies del desdeñoso Cannat, que trataba de apartarse de ella como de un ser repugnante, y en medio de un llanto efusivo ella gritaba: “¡Milagro, milagro!”. Y luego comenzó a interrogarle sobre a quién debía aquel prodigio.
»—Al arcángel San Miguel —la respondió Cannat. Y de una violenta patada consiguió desasirse de ella.
»—¡Un ángel! —comenzó a gritar la mujer, a pesar de ello, con una espléndida sonrisa iluminando sus ojos—. ¡San Miguel! ¡San Miguel!
»—Exacto —dijo Cannat. Y luego, dirigiéndome una significativa mirada, agregó—: Pero agradéceselo a tu benefactora, porque ahora, para complacerla a ella, voy a darte una visión del mundo como ningún humano haya conocido jamás.
»Y la mujer, en plena ferviente oración ante el mirífico enviado divino que había obrado el milagro, vio cómo se despegaba del suelo, ascendiendo y ascendiendo, en cuerpo y alma, hacia el cielo, y como, desde tierra, cuatro figuras diminutas contemplaban cómo se alejaba, cómo se detenía un instante, y cómo, luego, comenzaba a caer, igual que un pelele de plomo.
»—¡Detenla, Cannat! —le gritó Shallem—. ¡Detenla!
»Y, como su hermano no obedeciera, cogió al niño y ocultó a sus ojos el horror.
»La mujer se estrelló contra el suelo, muerta antes del choque probablemente, quedando convertida en un amasijo desmembrado, amorfo y aplastado en medio de un charco de grasa y sangre.
»Mi petrificada mirada encontró la elocuente y retorcida de Cannat.
»—¡No vuelvas a hacer jamás algo así delante del niño! ¿Me oyes? ¡Jamás! —aullaba Shallem.
»Pero los ojos, los oídos, la atención de Cannat, estaban fijos, clavados en mí.
»—¡Ya ves! —exclamó—. Hasta en los ángeles halló el Señor defectos…
La mujer dejó de hablar y se acarició una ceja con la yema de su dedo índice.
El padre DiCaprio se relajó, y, al tratar de servirla un vaso de agua con mano temblorosa, derramó su contenido por toda la mesa.
—Lo lamentó mucho —dijo, levantándose nerviosamente para secarla con las pequeñas servilletas de papel.
Mientras él la limpiaba meticulosamente, la mujer se levantó con calma y empezó a recorrer la habitación.
El sacerdote volvió a sentarse y la observó mirando entre las rejas de la ventana. Se quedó callado, esperando ansioso, hasta que ella, en silencio, se volvió para averiguar si había terminado, y, viendo que era así, continuó:
—Shallem se enfadó tremendamente con él. Le dijo que se fuera, que no quería verle más, que era insensible e irresponsable, y un montón de cosas más que no pensaba en absoluto y a las que Cannat ni siquiera atendía. Pero se fue, altanero y con un falso aire ofendido. Y no volvimos a verle hasta… —La mujer desvió los ojos al techo y soltó un conato de risa—, hasta el día siguiente por la noche, cuando Shallem, angustiado ante la aparición de las presencias, no tardó un segundo en llamarle.
»Y Cannat acudió de inmediato, sin hacer gala de la menor prepotencia, sin asomo de arrogancia, vanidad o rencor, y sin el más mínimo síntoma de enfado o de recordar, siquiera, que quizá debería estarlo. Con absoluta y desinteresada lealtad y amor.
»Era como si existiese un pacto entre ellos por el cual el recuerdo de sus discusiones se borraba instantáneamente de la memoria de ambos, no bien se producían.
El sacerdote lanzó un suave y casi imperceptible silbido. La mujer y él se miraban a los ojos con la relajada y profunda intimidad de los viejos amigos.
»—Y Shallem, claro —dijo él—, sin duda supo lo que ocurrió entre ustedes durante su ausencia.
»—Pues naturalmente, pero jamás se hizo el menor comentario acerca de ello. A mí me sobraban las razones para no hacerlo. La primera, y más lógica, que era absurdo comentar con Shallem algo que ya sabía y, evidentemente, no quería mencionar. Aunque, por supuesto, ignoro si en algún momento habló de ello con Cannat. La segunda, que la presencia de Cannat era imprescindible para la supervivencia de Cyr, y yo no quería crear un clima enrarecido que le hiciese desagradable su estancia entre nosotros. La tercera consistía en mi negación a constatar el hecho de que, para Shallem, Cannat era lo primero en la Tierra o en el Cielo, y que sería completamente indiferente a mis quejas o chismorreos, a no ser para acabar enfadándose conmigo. Y la cuarta, la que reinaba sobre todas las demás, la más extraña y definitoria, que yo, simplemente, no quería perder a Cannat. Tal era la poderosa fuerza con que me atraía, al igual que la llama a la polilla.
»Mis naturales deseos de estar a solas con Shallem se veían satisfechos durante largas temporadas. Cannat no significaba un estorbo en este sentido. Y, cuando le veía regresar, mi corazón latía de tal forma que sentía vergüenza de mí misma, y también miedo de lo que Shallem pudiese llegar a imaginar.
—¿Me está diciendo que le quería? —inquirió, alarmado, el confesor.
—No podía evitarlo cuando hablábamos a solas sobre nuestro común amado, envueltos en raptos de ternura, cuando veía su expresión mientras abrazaba a mi hijo o curaba las alas de algún pájaro herido. Toda su belleza divina afloraba entonces y, ¡se parecía tanto a Shallem! Pero, recuerde también lo que ya le he dicho: que su magnetismo era desmesurado y lo ejercía sobre todos los seres vivientes, que éramos incapaces de sustraernos a él. Y, no piense que era algo voluntariamente provocado. A menudo era completamente indiferente a él.
»Las alcahuetas continuaban asediándole. Algunos hombres le hacían proposiciones amorosas. Todos los caballeros y, por supuesto, las damas, ansiaban conocerle. Desde las mesas vecinas nos ofrecían invitaciones que él siempre declinaba. El conocer humanos le parecía fastidioso y aburrido, y el tener que tratar con ellos, decididamente insoportable.
»Muchos jóvenes pintores y escultores llamaron a nuestra puerta requiriéndoles como modelos, suplicándoles que posaran para ellos con la apariencia de tal o cual dios mitológico. Y esto era algo que Cannat no podía soportar, que nos importunaran en nuestro hogar, que allanasen nuestra intimidad. Naturalmente, él casi siempre se encargaba de que el mismo nunca nos molestase por segunda vez. Pero había excepciones a esta regla, y podría hablarle de muchas ocasiones en las que Cannat mostró tolerancia e incluso algo más, sin que yo pudiese descifrar nunca cuál era la clave que unía a los mortales dignos de su parcamente administrada bondad.
La mujer, que aún permanecía de pie, de espaldas a la ventana y mirando al confesor, estiró su cuerpo placenteramente y se volvió a la luminosa luz del día.
—A pesar de los numerosos viajes que hacíamos fuera de Florencia, la ciudad acabó por aburrirles.
»Cannat no hacía más que hablar de un incógnito lugar en América, donde los europeos aún no habían llegado y donde él era conocido entre los indígenas como un dios vivo.
»Hastiado de las masivas oleadas de humanos que colapsaban las calles de nuestra pequeña ciudad, Shallem no le dio a Cannat el trabajo de convencerle. Ni tampoco a mí.
»Abandonamos Florencia a los cinco años del nacimiento de nuestro hijo.
»Solo lamenté una cosa: la pérdida de Leonardo.