La mujer quedó en silencio, con los ojos fijos en las manos del confesor.
—Qué lástima —dijo—. De nuevo está estrujando las páginas de su Biblia. Están casi destrozadas. Me da pena ver maltratar los libros. Siempre he sido muy cuidadosa con ellos.
El sacerdote pareció despertar de una oscura pesadilla. Parpadeó repetidas veces para descansar los ojos, pues le dolían de lo fija y desorbitadamente que había estado mirando a la mujer. Emitió un ligero silbido y relajó sus músculos. Luego se pasó la lengua por los resecos labios mientras apartaba a un lado la maltrecha Biblia.
—Lo siento —se disculpó. Y llevó su espalda hacia el respaldo de la silla—. ¿Tuvo el niño allí?
—Cannat parecía desesperado. Le oía desde algún punto entre la consciencia y la pérdida total del sentido, diciéndome frases estúpidas en cuyo significado no debía reparar en su aturdimiento. Que no podía tener el niño aún, me repetía, que debía esperar, que no podía hacerle eso, que debía darle a Shallem una oportunidad. Y me decía todo esto como si estuviese en mi mano, y no en la suya, el detener el proceso. Y yo sudaba y me debatía en sus brazos, suplicándole que me tumbara en el suelo. Porque no podía pensar en otra cosa que en estirar mi cuerpo y encontrar un punto de apoyo para que mi aturdida cabeza dejase de girar sobre sí misma imparablemente. Sé que percibí una cegadora bocanada de luz y que él, finalmente, me depositó en el suelo nada más salir de la cueva. Y desde allí podía escuchar el sonido de sus techumbres desmoronándose para siempre, con aquellas almas eternamente encarceladas en su interior.
»Sentía dolor, mucho dolor. Y Cannat debió ver mi cara constreñida por él, porque le oí susurrarme nerviosas y preocupadas palabras de consuelo, tratando de remediar lo que él mismo había provocado. Que pronto pasaría, me decía, que me tranquilizase, que él me ayudaría. Pero entonces sentí una contracción que me indicó que el parto había comenzado irremediablemente.
»Aullé de dolor, y al ver lo que por su causa estaba a punto de suceder, Cannat me subió la ampulosa y complicada vestimenta por encima del vientre, no para preparar el parto, sino para posar sobre él sus ardientes manos, que calmaron instantáneamente mi dolor y detuvieron las contracciones.
»El sudor frío cesó. El mundo dejó de dar vueltas a mi alrededor. La serenidad y el sosiego me invadieron, entumeciendo gratamente mis sentidos. Percibí el delicioso y adormecedor calor del sol sobre mis párpados cerrados y sobre la mitad desnuda de mi cuerpo. La verdadera paz estaba llegando, por fin. Era la hora de dormir. De disfrutar del aletargamiento de los miembros y del bienvenido sopor de la consciencia.
»Estaba en la cama del que fuera mi querido hogar de Florencia cuando desperté. Solo que ya nada lo hacía querido; ni siquiera hogar. Era solo un lugar. El Erebo personal que compartía con Autólico. Y yo, no era yo, sino un mero ser vivo cuasiinconsciente, insensible y desfallecido, falto de toda voluntad. A veces, ni yo misma sabía que estaba viva, porque los pensamientos habían enmudecido en mi cerebro, pero otras me daba cuenta, con horror, de que todavía seguía en Florencia, de que Shallem no había regresado, y de que el monstruo estaba, sin duda, a pocos pasos de mí, esperando pacientemente mi despertar para continuar mi martirio. Y ante esta idea me hundía de nuevo en la nada, en la más profunda y deseada inconsciencia, con la esperanza de no despertar hasta que Shallem hubiese regresado, o de no despertar jamás.
»De vez en cuando captaba una voz ininteligible, un murmullo desagradable que me hacía estremecer de terror. Y las lágrimas corrían a torrentes por mi rostro, mudo y hierático, como único medio de expresión. De tanto en tanto sentía algo metálico y molesto introduciéndose por la fuerza en mi boca y derramando en su interior un líquido caliente y grasiento, e imaginando, en mi ensueño, que era la doncella quien me prodigaba tales cuidados, me dejaba alimentar displicentemente, lo mismo que las plantas nos dejan verter el agua sobre sus macetas. Pero si, por un segundo, me esforzaba en regresar de mi ausencia para agradecerle sus cuidados con una mirada o un triste conato de sonrisa, me percataba de que era Cannat quien sostenía la cuchara y un ataque de histeria se apoderaba de mí.
»—No estás enferma —me decía Cannat—. No puedes estarlo.
»Y era cierto. No volvía en mí porque no quería volver. Porque me espantaba la posibilidad de estar a solas con él. Pero, a mi pesar, pasados los primeros días, mis sentidos fueron regresando al temible estado de consciencia. Sin embargo, yo continué con la mirada perdida en el vacío, fingiendo un letargo que, para mi desgracia, ya estaba muy lejos de disfrutar.
»Cannat se sentaba en la cama y, durante horas, me narraba historias inconcebibles, que yo creía fantasías inventadas para hacerme salir de mi mutismo: sobre seres que pululaban a millones por todas partes, pero tan minúsculos que el ojo humano no podía verlos; sobre seres gigantescos con aspecto de dragones, que se habían extinguido incontable tiempo atrás; sobre hombres con aspecto de monos, que nos habían precedido; y otros muchos cuentos extraordinarios que la ciencia aún no me ha demostrado.
»Yo lo escuchaba todo atenta y plenamente lúcida, pero simulando un distanciamiento de la realidad que, como le he dicho, ya era totalmente fingido.
»Y Cannat lo sabía.
»Como sabía que se había propasado conmigo desdeñando los frágiles límites de la resistencia humana. Que se había expuesto a sí mismo a sufrir el trance del nacimiento prematuro de mi hijo. Una posibilidad que había podido comprobar el nerviosismo que le causaba. De ninguna manera deseaba ser el causante de que Shallem perdiese la oportunidad de hacer de su hijo el inmortal que debía de ser, como él había hecho con Leonardo, y, sin embargo, había estado a punto de ocasionarlo.
»Por eso, desde aquel día en la cueva, Cannat me trató entre algodones. Con paciencia y comprensión ante mis silencios. Con mimos y cuidados paternales a pesar de mis desaires. Sin irritarse jamás con ocasión de mis ataques de nervios, reales o ficticios. Peinándome, lavándome incluso, obligándome a levantar para desentumecer mis músculos, trayéndome diligentemente las comidas y dándomelas mientras fue necesario.
»Me pedía que no le temiera, me aseguraba que nunca había querido hacerme daño. Que no debía estar asustada pues yo nunca sería como los seres que había visto en la gruta, ya que nada tenía en común la forma en que Shallem había compartido su espíritu conmigo con lo que él había hecho con aquellos humanos para retener sus almas.
»También, con intención de consolarme, me prometía cosas que me hacían estremecer de pavor. Como que él buscaría un cuerpo joven para mí cuando el mío envejeciese, y luego otro, y otro más, de modo que yo no debía preocuparme por nada.
»No sé cuál de las opciones me conmocionó más. Si la de vivir eternamente dentro de mi cuerpo en putrefacción, o la de vagar de uno a otro como un espíritu diabólico y errabundo, habitando en cuerpos ajenos, robados a los vivos para poder seguir caminando sobre la Tierra.
»Sin embargo, no había malicia en su ofrecimiento, y en ningún momento se apercibió del pánico que su promesa causaba en mí.
»Me hablaba así con intención de mantenerme sosegada, de evitar que otro posible ataque de angustia me provocase un nuevo intento de parto.
»Me rogaba, en voz baja, que le dijese algo, que le contestase; me aseguraba que no tenía motivos para persistir en aquella actitud, que estaba muy pálida y debía salir a pasear, pues Shallem le echaría una bronca si me encontraba con tan mal aspecto. Pero yo continuaba obstinadamente muda y absorta en el vacío, perdida en mis pensamientos, y aún temblequeante ante el temor y la desconfianza que me inspiraba.
»Y mis pensamientos eran uno solo. La visión, indeleble y espectral, de la mujer atravesada por la inmensa forma natural y manando sangre. Los alaridos roncos, profundos, imparables e idénticos unos a otros de los que, tapándome los oídos con las manos, había tratado de protegerme, preguntándome de quién surgirían, para darme cuenta, embotada e histérica, de que era yo quien los profería, y de que era incapaz de contenerlos.
»Y a donde quiera que mirase, la visión me perseguía como el dibujo en una lámina de vidrio superpuesta a mis ojos. Una macabra lentilla imposible de arrancar. Y, si, tratando de escapar a ella, cerraba los párpados, la aparición se hacía más nítida y cruel sobre el fondo rojizo u oscuro, y el sonido de mis gritos colapsaba mi cerebro.
»Y entonces miraba a Cannat pensando: “Él lo hizo”, y en mis ojos se percibía tal espanto que, temeroso, abandonaba el dormitorio ante la posibilidad de provocarme un ataque.
»Y un día, no pude resistir por más tiempo la duda que, hacía tiempo, martilleaba mi cerebro en mi empeño por aferrarme a la mortalidad. Cogí el cuchillo que Cannat me había traído para partir la carne, sí, carne, y, aprovechando su breve ausencia, con él me abrí las venas de la muñeca.
—¡Dios santo! —intervino el sacerdote.
—Comprenda que no es que yo deseara morir, pese a todos los horrores acumulados. Mi intención no era suicidarme. Pero me negaba a admitir el que el prodigio de la inmortalidad se hubiera obrado en mí. “¿Qué cosa soy yo, si eso es verdad?”, me preguntaba. Al cortarme las venas hubiera deseado ver manar la sangre a borbotones y sentir el dulce vahído de la muerte guiándome de la mano. Y, cuando me hubiese asegurado de que, efectivamente, estaba muriendo, de que podía morir, me hubiera apañado para llamar a Cannat y que él me salvara. Pero, si la muerte no llegaba, debía saber de qué modo concreto le era impedido. Debía ver cómo se coagulaba la sangre sobre mi muñeca, o se cerraba, instantáneamente, mi herida; formas que cientos de veces había imaginado.
—¿Y qué ocurrió?
—Que no brotó ni una sola gota de sangre a pesar del dolor que me aseguraba que el filo del cuchillo había penetrado en mi carne. Pero esta se cerró tan rápido que ya lo estaba antes de que acabara de extraer el cuchillo. Resultó, en apariencia, como la falsa cuchilla con que los magos simulan cortar por la mitad a su presunta víctima. Entró y salió, y mi carne quedó como si nunca hubiera estado allí. Por tres veces lo probé, mirando, atónita, cómo, clavado en mis venas, interrumpía dolorosamente el flujo sanguíneo, produciéndome un espasmo en el corazón —algo que, por sí solo, hubiera debido matarme—, hasta que lo sacaba, dejando inmaculada mi muñeca, como si no fuera más que un artículo de broma. Y hubiera seguido descubriendo, hipnotizada, que aquel cuerpo mío ya nada tenía que ver conmigo, de no oír los pasos de Cannat, que al entrar en la alcoba debía encontrar la consabida máscara de cera, hermética y afásica.
»Pero, al final, Cannat encontró la solución para sacarme de mi mutismo. Ya lo había probado todo y todo había fracasado, pero, ante la inminencia de mi parto, era de esperar que Shallem apareciera en cualquier momento, después de hacer un final y apoteósico uso de sus fuerzas para liberarse. Y no podía encontrarme así, pensaba Cannat. Cuando él regresara debía parecer que todo había marchado bien, que él, Cannat, había cumplido escrupulosamente su promesa. Necesitaba conseguir como fuera congraciarse conmigo, hacerme regresar a un estado de normalidad.
»—Te he traído a alguien —me dijo, misteriosamente, una soleada tarde, cuando faltaban cinco días para el de mi parto—. Es una sorpresa —añadió—. Te gustará.
»Me eché a temblar y, desdeñosamente, me di media vuelta en mi cama para perderle de vista. Pensé que estaría tramando alguna atrocidad de las suyas. Él mismo transformado en Shallem, o algo peor.
»Salió de la alcoba murmurando algo a lo que no presté atención. Luego escuché los pasos, claramente diferenciados de los suyos, de una persona que penetraba cuidadosamente en ella, como con miedo de molestar a un enfermo. Se quedó parado al borde de la cama, en silencio, tímido e indeciso, durante un tiempo que me mantuvo en vilo, pues él estaba a mi espalda y no podía verle.
»—Juliette —susurró.
»Sentí el instantáneo impulso de darme la vuelta y mirarle, había reconocido su voz. Pero no lo hice. “Tiene que ser él. El monstruo metamorfoseado”, pensaba.
»—¿No vas a saludar a tu visita, Juliette? —sonó, desde la puerta, la voz de Cannat.
»Entonces me giré, lentamente, temerosa de Dios sabía qué. Cannat estaba a la entrada de la alcoba, apoyado en el marco de la puerta con aire de afectada seriedad. Y, a mi lado, junto a la cama, los espléndidos ojos de color violeta de Leonardo me miraban preocupados. Me incorporé dubitativa y asombrada, sin dejar de preguntarme aún si aquella visión no sería, simplemente, una alucinación provocada por Cannat.
»—¿Eres realmente tú? —susurré por fin.
»—Sí —me contestó, tomándome la mano dulcemente—. Soy yo de verdad. Estate tranquila.
»Vi que Cannat observaba, quieto y atento, el resultado de su experimento. Bien. El asunto iba bien. De momento, había hablado. Yo deseaba que se fuera. Quería estar a solas con Leonardo.
»—Padre —dijo este—, ¿te importaría dejarnos?
»Y Cannat, bastante satisfecho, abandonó la habitación.
»Yo estaba tan contenta de verle… ¡Había tantas cosas que deseaba contarle! Esta vez se lo confesaría todo, absolutamente todo. A él, al único inmortal que podía comprenderme; al inmortal casi tan humano como yo lo era. Me lancé a sus brazos y comencé a hablar inconexa y embarulladamente. Le conté como Eonar me había obligado a tener a su hijo; lo mucho que amaba a Shallem; lo que había sucedido con él y lo que pretendía hacer con nuestro hijo; el miedo cerval que sentía por su padre, por Cannat, y los horrores a que me había sometido.
»—No sigas, cariño, no te tortures —me repetía una y otra vez—. Lo sé todo, no es preciso que continúes.
»Pero yo seguía, incontenible, desahogándome como nunca recordaba haber hecho, pronunciando con torpeza frases deslavazadas e incomprensibles. Pero no importaba. Necesitaba oírmelo confesar todo, del mismo modo que hoy lo estoy haciendo. Deseaba sentir su carne de carne prieta sobre la mía. Y no puede imaginarse el modo en que el escucharme a mí misma admitiendo la realidad me reconfortaba. Acabé diciéndole que yo era inmortal y que me negaba a serlo, que apenas podía reconocerme a mí misma, y cosas que nunca me había atrevido a pensar, del puro daño que me hacían, y de las que después me arrepentí enormemente, como que yo no era más que un juguete en las manos de los caídos y una concubina en los brazos de Shallem. La concubina del diablo, le dije. Y aún me odio y me avergüenzo por haberle calificado de aquel modo.
»Él me escuchaba, con su inmortal pero humano corazón partido de dolor, estrechándome fuertemente contra sí.
»—Lo sé todo, amor —continuaba susurrándome—. Siempre lo he sabido.
»Después me pidió que me vistiera para que pudiéramos salir de allí. Y lo hice rápida y vehemente, deseando huir de la cercanía de Cannat, siquiera por un rato.
»Quisiera saber explicarle el bálsamo que Leonardo supuso para mi dolor. No solo era lo más cercano a mi extraña naturaleza que podía encontrar, sino que además veía en él el retrato de la maravilla en que un día se convertiría mi hijo.
»Y yo no fui la única en hacer confesiones. También Leonardo me esclareció todo lo relativo a él, como había ardido en deseos de hacer la última vez que nos vimos.
»Había nacido, trescientos veinte años atrás, en Roma. Su madre era una mujer de noble cuna y de gran inteligencia. Cannat se acostó dos veces con ella. La primera se limitó a seducirla; la segunda le explicó quién era y lo que pretendía, y ella aceptó. Nueve meses después volvió para cumplir su promesa: adornar a su hijo con los dones divinos.
»Leonardo no solo leía claramente el pensamiento, podía mover objetos a distancia, prender fuego con su simple deseo, ausentarse de su cuerpo para visitar lugares remotos, trasladarse en el tiempo, destrozar el cerebro de sus enemigos con el poder de su mente —aunque me aseguró haberlo hecho solo una vez y por absoluta necesidad—, sustraerse a la gravedad, comunicarse con los animales. Leonardo nunca había conocido el dolor físico o la enfermedad.
»Su padre le había visitado a menudo durante su vida, pasando con él largas temporadas y luego desapareciendo con la firme promesa de volver pronto. Pero podía comunicarse con él, no importaba la distancia o el tiempo que hubiese entre ellos, como consigo mismo.
»Me dijo que Cannat y él se amaban, pues, en definitiva, eran el mismo ser, pero que Cannat podía acabar, él y solo él, con su vida en cualquier momento, haciendo regresar a sí mismo la parte de su espíritu que había cedido a su otro cuerpo, al cuerpo de Leonardo. Y que él sabía que, tarde o temprano, acabaría haciéndolo, pues poseía un tesoro que Cannat ambicionaba: la capacidad para leer las almas. Entonces dejaría de ser una criatura con voluntad propia y regresaría a su fuente, al espíritu de Cannat, al cual engrandecería con aquella capacidad.
El padre DiCaprio hizo un nervioso ademán con su mano para interrumpir a la mujer.
—¿Pero cómo era posible que el hijo pudiese leer las almas cuando el padre no podía hacerlo? —preguntó. Y se quedó, con los ojos y la boca muy abiertos, esperando la respuesta.
—Leonardo no estaba seguro de ello, aunque tenía algunas teorías. Pensaba que, al reproducirse el alma de su padre, podía haber aparecido en su fruto alguna de las características de su abuelo, es decir, de Dios, que latiesen de forma residual en Cannat. Es muy sencillo si lo trasladamos a la esfera humana. Suponga que un nieto cuyo padre tiene los ojos castaños, hereda los ojos verdes de su abuelo. Hoy sabemos el porqué, los genes y todo eso. Pues algo así habría sucedido en esta especie de partenogénesis del alma de Cannat. Pero a Leonardo también se le había ocurrido otra posibilidad; la de que, de alguna forma, Cannat le hubiese traspasado involuntariamente aquel preciado don. Esta opción me resultaba inverosímil, porque, conociéndole como le conocía, sabía que no hubiera resistido trescientos veinte años sin un don tan valioso para él, si ya hubiese estado acostumbrado a poseerlo.
»Leonardo sabía cosas de nosotros que nosotros mismos desconocíamos. Porque no solo veía, además, sabía interpretar lo que veía.
»La tarde pasó en un suspiro en el oscuro rincón de la desierta tabernita en que nos encontrábamos, y parecíamos no parar de hablar ni para respirar. Éramos dos criaturas extrañas, dos monstruos gemelos en su soledad. Pero Leonardo iba a tener un sobrinito, un igual a él, hijo de su tío Shallem. Y la idea pareció gustarle.
»Al llegar la noche le supliqué que se quedase conmigo en casa, que no me dejase a solas con su padre. Él me respondió que era imposible, que Cannat le había prohibido expresamente el hacerlo, que era la única condición que le había impuesto para poder verme, pues él se lo había estado suplicando desde la desaparición de Shallem. Cannat tenía miedo de que nuestra inmortal humanidad nos uniese demasiado fuerte como para separarnos después, pero eso solo hubiese podido ocurrir si yo hubiera perdido toda esperanza de que Shallem volviese a mi lado.
»Por tanto, Leonardo me dejó en casa, despidiéndose hasta el día siguiente, y, de nuevo, me encontré, lúcida y en pie, a solas con Cannat. Un Cannat silencioso y abstraído que apenas me prestó atención, y que me envió a la cama con un vaso de leche.
»Luego, como cada noche, se acostó en la cama, junto a mí, tras apagar las últimas velas.
»—Juliette, date la vuelta, mírame —me pidió, con la voz triste y apagada.
»No pude evitar hacerlo.
»—Juliette, Shallem…, Shallem… —empezó, con la voz quebrada y marchita—. Todos los prosélitos de Eonar están contra él. No tiene una posibilidad de escapar. Son una jauría persiguiendo a un lobo. Es más fuerte, pero son demasiados. —Quiso continuar hablando, pero su voz se había extinguido. Volvió a coger aire—. No llegará a tiempo —añadió en un suspiro.
»—Lo sé —susurré, contemplando desde tan cerca, maravillada, la triste expresión de Cannat, lo vulnerable e inofensivo que parecía al compartir el sufrimiento de Shallem.
»—¿Cómo? —me preguntó.
»Encogí perezosamente los hombros.
»—De alguna manera.
»—Claro —murmuró.
»—¿No puedes ir tú a ayudarle? —pregunté lacrimosa.
»—No tendría sentido. Si te dejara te matarían por acabar con tu hijo más rápidamente. Y entonces Shallem os perdería a los dos. Podrá tener más hijos, pero no recuperarte a ti.
»—¡Pero yo soy inmortal, lo sé!
»—No para cualquiera de nosotros.
»—¿Pero y Shallem? —sollocé.
»—No te preocupes por él. Le dejarán en paz en cuanto el niño nazca. El esfuerzo común que deben realizar para retenerle es enorme y aburrido. Están deseando ponerle fin.
»—¿Pueden hacerle algún daño?
»—Ninguno, salvo el moral. Está tan… tan triste, tan impotente y apenado…
»Cinco días después llegaron, puntualmente y en ausencia de su padre, los primeros vagidos de mi hijo. Fue un parto magnífico, físicamente indoloro, y en el que un ángel de fúlgidos ojos azules me asistió en todo momento.
»La llegada del niño me causó escaso gozo, he de admitirlo, salvo por el hecho de que me había librado de aquella criatura que, con mi voluntad o sin ella, crecía hasta imposibilitarme la existencia en mi propio cuerpo. Pero ello solo obedecía a un motivo: que no habría nada en el mundo capaz de hacerme feliz hasta el regreso de Shallem.
»Por otro lado, el amor que debía sentir por mi hijo, y que, de hecho, sentía y refrenaba, me resultaba doloroso y temible en la clara certidumbre de su breve existencia, de su vida condenada antes de ser engendrada.
»Tras el alumbramiento, Cannat, como una experta nodriza, se ocupó de lavarlo con agua tibia, le puso las ropitas que le habíamos hecho confeccionar, y me lo entregó sin una sola palabra.
»Era adorable, todo lo hermoso que puede ser un recién nacido. A mis ojos, mucho más de lo que lo había sido Chretien. Su piel suave, hecha de pétalos de rosa; sus ojitos, brillantemente glaucos, mirando con estrábica fijeza y curiosidad; sus miembros, tan pequeños, graciosos y delicados como los de un muñeco. No se podía decir, en verdad, que fuese igual a Shallem. Sin embargo, en mi angustia y mi necesidad de encontrar su compañía y su recuerdo en todo cuanto veía, así deseé creerlo y así lo manifesté en voz alta, quizá como medio de reafirmar mi creencia.
»—¡Qué sabrás tú! —me contestó acremente Cannat. Y, señalando al niño, añadió—: Ese es solo un pedazo de carne humana procreado por dos cuerpos. Lo mismo que ha procreado a miles. Los humanos engendráis cuerpos, pero las almas que los animan no proceden de vosotros. ¿De qué os llamáis padres, pues? Os limitáis a producir cuerpos vacíos que serán ansiosamente ocupados por espíritus cualesquiera sin la menor relación con vosotros. Y así ha ocurrido con tu hijo. Nunca será más que una ínfima parte de Shallem, algo imperceptible. No es su hijo. No en la manera en que nosotros lo entendemos. Los humanos generan cuerpos, los ángeles concebimos almas. Y, además —añadió, en el colmo del desdén—, no tiene el menor parecido con él.
»Me quedé tremendamente dolida pensando en las palabras que había pronunciado y a las que tanto sentido encontraba. ¡Qué mal, qué frustrado se sentiría Shallem!
»Si por algo me sentía feliz, era porque estaba convencida, y así me lo había asegurado Cannat, de que Shallem no tardaría en llegar. La excitación crecía en mí segundo a segundo. “Tal vez pase por delante de mí y no sea capaz de reconocerle”, me decía mientras miraba a uno cualquiera de los paseantes que cruzaban la calle, y a quienes me avergonzaba de no poder descartar como el nuevo Shallem. “¿Cómo será ahora?”, me había preguntado cientos de veces, sin animarme nunca a preguntarle a Cannat. “¿No se confundirá mi alma? ¿Será capaz de distinguir, bajo la nueva envoltura, al ser que ama? ¿Podré soportarlo si no reconozco su tierna expresión, su dulce calor?”, me preguntaba. ¿Y si no lo aguantaba y huía ante la visión de ese ser desconocido? ¡Qué dolor infligiría en el corazón de Shallem si no pudiese contenerme, si él pudiese leer, que seguro podría si lo hubiera, algún signo de espanto, de horror ante su nueva forma! Y yo por nada del mundo quería hacerle daño, tenía que contenerme como fuera. Antes hubiera preferido morir a herirle de esa forma.
»Y estas preguntas e inquietudes me martirizaban el cerebro tras el parto como venían haciendo desde la desaparición de Shallem. De hecho, me preocupaba más de contar los minutos y de mirar por la ventana, como si esperase verle aparecer por la esquina de la calle, que de ocuparme debidamente de mi hijo.
»—¿Quieres que le dé yo de mamar al niño? —Oí, nebulosamente, unas horas después de dar a luz, mientras contemplaba, con el pecho agitado, el tránsito de la calle.
»Me di cuenta de que el niño lloraba a pleno pulmón y de que yo ni siquiera le había oído.
»—Cuídale bien mientras viva —me dijo Cannat—. No será demasiado tiempo. De modo que no te causará muchas molestias.
»Y me puso al niño en los brazos.
»Estaba frenético. Tenía los tiernos bracitos levantados y doblados, y sus blancas manitas se cerraban en minúsculos puños. Apretaba fuertemente los párpados, y su carita estaba tan inflamada y enrojecida por la rabia que parecía que fuese a explotar. Su tosecita de bebé con la garganta irritada por el llanto furioso, sonó dos o tres veces. Cobró aliento y reanudó, aún más violentamente, sus ruidosas quejas; frágiles, pero tan agudas y vibrantes que atravesaban el cerebro.
»De pronto me di cuenta de que había nacido, de que existía, y de que yo le amaba; y supe, también, que, al igual que yo, Shallem le amaría, no importaba lo que dijese Cannat. Y lucharía por él, como había luchado por mí, pese a que fuera mortal.
»—Shallem. Mi Shallem —susurré. Y lo llevé hasta mis labios y lo besé desesperadamente.
»Luego, rápidamente, indiferente a la mirada siempre escrutadora de Cannat, me desabroché el camisón y satisfice su hambre.
»La incógnita sobre el nuevo aspecto que Shallem presentaría ante mí, y que tantos desvelos me había causado, se despejó pocas horas después.
»El niño estaba en la cama. Cannat meditaba, cabizbajo, esperando. Y yo, me limitaba a mirar por la ventana soñando con que Shallem apareciera, caminando como un mortal, con paso rápido, y envuelto en su capa de terciopelo azul.
»Pero no fue así. Surgió de pronto, de la nada. Por unos instantes quedó instalado en mitad de la habitación, inmóvil y silencioso, como si quisiera pasar desapercibido para, durante unos segundos, deleitarse en la contemplación de nuestra intranquila espera, de nuestra angustia por él.
»Cuando le vi, él miraba a la cuna y Cannat le miraba a él. Y era él, ÉL, sin duda. El conocido y adorado cuerpo de mi amado total y absolutamente desnudo. Renacido a la vida terrenal. Y no puedo explicarle hasta qué punto me alivió este reconocimiento. Cómo la eludida respuesta a mis preguntas, que siempre había sabido, pero nunca admitido, al fin tuvo libertad para desvelarse con hiriente claridad: le amaba en cuerpo y alma, pero era incapaz de disociar su alma de su cuerpo. Y este pensamiento me avergonzó profundamente. Recordé fugazmente a Shallem hablándome del nulo valor del cuerpo y de la imponderable valía del alma; enseñándome que esta, humana o divina, es lo único que merece ser amado; diciéndome que el cuerpo no es más que un instrumento, un vehículo, un órgano mutable del alma, aunque, en su caso, fuese inalterable, y que solo al alma podemos llamar, con toda propiedad, nosotros mismos.
»Me esforcé por borrar aquellos pensamientos de mi mente. “Si solo amas mi cuerpo, no me amas a mí”, me había dicho. Pero no era verdad. Porque su cuerpo era un poema y cada uno de sus miembros un verso dentro de él. Su mirada una estrofa por sí sola que me hablaba de las delicias de su alma, de la belleza de su espíritu, de sus sentimientos encontrados ante un mundo inaceptable. No era la gracia alada de sus gestos, el dúctil movimiento de su cabello flotando al viento, la armónica cadencia de su suave voz, la tierna expresividad de su luminosa mirada, sino la sensibilidad que me mostraban, las vivencias de que me hacían partícipe, los sentimientos que me sugerían, las emociones que despertaban en mí. Es decir, lo que el cuerpo me hacía saber acerca del alma. Y, si en la breve vida del hombre, el rostro llega a ser el reflejo del alma, ¿puede imaginar lo que se translucía en la mirada de Shallem, después de millones de años de existencia? En un cuerpo más hermoso que el suyo, pero carente de esa emotividad, quizá no hubiera sido capaz de amarle con la misma pasión. Él veía mi alma nítida y directamente, pero todo lo que yo podía ver de la suya pasaba a través de su cuerpo.
»Creo que me levanté como impulsada por un resorte al ver que Cannat lo hacía también y que se dirigía al lado de Shallem con evidente intención de abrazarlo. Pasé como una flecha por su lado y le di tal empellón que, desprevenido como estaba, trastabilló. De este modo conseguí alcanzar primero el abrazo de Shallem, que contempló atónito mi maniobra y la consiguiente furia de Cannat.
»—Has vuelto, amor mío, has vuelto —le decía, sollozando y estrechándole con todas mis fuerzas, como si temiera perderlo de nuevo—. Y tu cuerpo… ¡Yo vi cómo se quemaba! No esperaba volver a verlo nunca. ¿Será este tu aspecto para siempre? —le pregunté como una mema.
»Él dejó de besarme y me miró, incrédulo y desconcertado.
»—¿Qué quieres decir? —me preguntó, atónito ante mis palabras—. ¡Este es mi cuerpo! ¿Cuál iba a ser mi aspecto si no? —continuó, extrañado, como si lo que había ocurrido fuese lo más natural del mundo y así debiera parecérmelo a mí.
»Era el mismo de siempre, confuso, ofendido y desconsiderado ante mi sempiterna ignorancia.
»El dolor de Shallem, su impotencia y frustración por no haber podido darle a su hijo lo que había deseado, por haberse sentido secuestrado y esclavizado, dejaron en él huellas profundas.
»—Lo siento —me decía, con los ojos brillantes de dolorida emoción—. Lo siento.
»Yo le consolaba como podía. Le decía que no importaba, que nadie hubiera conseguido escapar, que querríamos al niño lo mismo aunque fuese humano, y que ahora solo debíamos preocuparnos de que nada malo le ocurriera. Más adelante tendríamos otro hijo y nadie podría impedirle ejercer su poder sobre él. Pero cuando le observaba mirando al niño en su cuna, cuando le cogía en sus brazos y, con los ojos cerrados, posaba su mejilla sobre la suave y minúscula de él, sabía que pensaba en lo que hubiera podido ser y no era, en el portentoso hombre inmortal en que hubiera podido llegar a convertirle y que nunca sería. Shallem no podía soportar la indefensión y el fracaso, lo mismo que no podía soportar las ataduras ni la imposición de la autoridad.
»Pero el tiempo fue pasando, nuestras heridas cicatrizando y Cyr, nuestro hijo, creciendo sin que nada pareciese atentar contra su vida.
»Ahora éramos cinco. No siempre, pero, a menudo una vez a la semana, Leonardo se nos unía en nuestros paseos o en nuestras comidas. Caminábamos los dos juntos, extraños semihumanos unidos por el especial misterio de nuestra singularidad, por el aislamiento inherente a él. Y, por detrás de nosotros, dos ángeles de rostros suspicaces nos seguían como padres atentos a los juegos de sus hijos, uno de ellos con un niño mortal en brazos o enseñándole a dar sus torpes y humanos primeros pasos. Yo, de tanto en tanto, me daba la vuelta para comprobar que todo iba bien, que mi hijo se encontraba en perfecto estado y que mi amor me seguía, receloso, sin quitarme la vista de encima.
»Leonardo se había convertido en un pintor de enorme relevancia y dirigía su propio taller. Pintó montones de retratos nuestros, siempre bajo el disfraz de personajes mitológicos. Y vendía tantos como pintaba a los ricos comerciantes, que parecían más encantados cuanto mayores eran las sumas que le pagaban por sus obras.
»La vena angelical de Cannat por fin se destapó durante esta larga época de paz, a la cual él, durante algunos periodos, contribuía modestamente. Adoraba a Cyr. Y este le quería tanto a él que muchas veces creí ver la llama de los celos refulgiendo en los ojos de Shallem. Cyr lloraba cuando Cannat se iba para ausentarse durante días. Se quedaba tan triste y melancólico que no había manera de animarle. Y solo volvía a sonreír, con una sonrisa pícara idéntica a la de su tío, cuando este regresaba.
»Yo fomentaba el cariño de Cannat por mi hijo. Era un alivio el saber que le quería y que nunca sentiría por él los espantosos y crueles celos que sentía por mí, y por los que tanto daño me había hecho. No obstante, a veces dudaba de que el suyo fuese un cariño totalmente limpio y desinteresado, y sospechaba que podían existir motivos ocultos cuando, a menudo, le veía arrancando a Cyr de los brazos de su padre, como si le molestase contemplar escenas de amor entre los dos o temiese que Shallem llegase a querer al niño más de lo que él consideraba conveniente.
»Sin embargo, como le digo, yo fomentaba su cariño por Cyr con frases tan humanas y familiares como: “Tiene tu misma sonrisa”, “Imita tus mismos gestos”, “Se ha pasado la tarde preguntando por ti”, “No quiere más que estar todo el día contigo”, y otras igualmente verídicas y halagadoras, y que inflamaban eficazmente la vanidad de Cannat.
»A pesar de las incidencias, como las muchas veces que Cannat tuvo que regresar en el acto de donde estuviera, porque, en su ausencia, Shallem detectaba, invariablemente, las malditas e infernales presencias dispuestas a asesinar a nuestro hijo, disfrutamos una época de gran felicidad.
»Cannat se comportaba correctamente conmigo, algo mejor que antes de que Shallem nos dejara. Era tolerante con mis defectos de humana y, a veces, incluso cariñoso. Y era una suerte que adorase de ese modo a Cyr, porque estaba claro que Cannat era el seguro de vida de nuestro hijo.
»Otro que sentía celos era Leonardo. Celos de Shallem, porque yo le amaba, celos de Cyr, porque era amado por Cannat.
»Shallem sostenía una extraña relación con Leonardo. Le quería, pues en el fondo era el propio Cannat, pero también se mostraba celoso del amor que este le profesaba. Algo absurdo, porque, en realidad, los tres formaban parte del mismo ser. Siempre me extrañó que Shallem no quisiera más a aquella parte de Cannat que lo era también de sí mismo, y la única explicación que conseguí encontrar fue que los celos de Cannat no eran nada en comparación con los de su hermano.
»Los mejores períodos eran aquellos en que Cannat desaparecía y nos quedábamos solos los padres y el hijo. Entonces era feliz como nunca, entregada de lleno al amor de Shallem.
»Yo había cambiado. A su cruel y gravosa manera, Cannat me había hecho enfrentarme a la realidad en toda su plenitud.
»Mis viejas, heredadas y falsas convicciones se habían derrumbado lenta y dolorosamente. En el transcurso de unos pocos días él las había sustituido por todo un mundo de ideas abstractas pero reales. Y todo ello me había hecho reflexionar y crecer. Cannat me hizo no solo más sabia, sino también más madura y más, mucho más fuerte. Ese era mi débito para con él. Y ahora trataba de afrontar mi relación con lo sobrehumano de una forma diferente.
»Hablé con Shallem. Le expliqué cuáles eran mis conocimientos y cuáles mis dudas; los temores que albergaba, el modo en que percibía mi propio cambio, que había dejado de ser una niña ignorante y que si, como él afirmaba, ahora estábamos más cerca el uno del otro, debía intentar descender de su posición de altura para llegar hasta mí y compartir su mundo conmigo. Y conseguí, hasta cierto punto, que dejara de verme como una tierna amapola presta a marchitarse en el momento de ser arrancada de sus raíces. Porque yo, definitivamente, había sido arrancada de mis raíces terrenales, pero había arraigado nuevamente entre ellos. Ellos, que ahora, claramente, sin miedos, trances, ni visiones espectrales, constituían mi familia.
»Creo que el nacimiento de Cyr fue el que consiguió que, al fin, me encontrara conmigo misma. El ver a mi hijo mecido por los brazos del ángel, a mi hijo, que con tres años pronunciaba extrañas sentencias sobre seres que yo no podía ver, y que era capaz de desprenderse de su cuerpo con su mera voluntad, por extraño que parezca fue el choque definitivo que me incrustó en la realidad, y que me hizo afincarme en el suelo de tal forma que el ciclón que un día habría de llegar, no conseguiría arrancarme de él.
»Le pedí a Shallem que me mostrara cuanto había prometido, es decir, las maravillas del mundo. Y, poco a poco, lo fui consiguiendo. Quise saber exactamente cuáles eran sus poderes, los que le diferenciaban de Cannat y de todos los demás. Y, de cuando en cuando, reticentemente, me mostraba alguno de ellos.
»A veces, cuando Cannat regresaba de sus viajes, con los ojos encandilados por la felicidad del reencuentro con los suyos, entre los cuales parecía incluirme a su pesar, me quedaba absorta contemplando la maravilla de su ser, y rememoraba, entre las oscuras brumas del recuerdo, que miles de almas, muchas de ellas no muy lejos de Florencia, yacían eternamente encadenadas a sus restos humanos porque a aquella poderosa y resplandeciente criatura así se le antojaba.
»Y me acordaba también de los horrores a que me había sometido, las revelaciones con que me había iluminado, los forzados cuidados que me había dispensado con tanta antipatía. Y, pese a todo, algo debía agradecerle a Cannat, algo que Shallem nunca había sabido hacer: descender a mi nivel para auparme hasta el suyo.
»Pero nada de esto llegó de repente, de forma inesperada, sino que fue fruto del tiempo y de la convivencia.