»Pero la inacostumbrada falta de acción hacía padecer a Cannat extraños altibajos en su conducta cuya víctima, por supuesto, era yo.
»El cénit del terror llegó un día sin que nada lo hubiese provocado o advertido. Así es Cannat, le gusta dar sorpresas imprevistas.
»Fue un terror sutil y sofisticado que solo a un ángel malévolo podría ocurrírsele y que solo él era capaz de llevar a cabo.
»Aquel día había estado muy cariñoso; sospechosamente cariñoso. Me había subido en brazos hasta la cima de una colina donde habíamos almorzado. Fue agradable. Hacía un buen día; soleado, pero no demasiado caluroso. Llevamos una cesta con comida y mucho vino que, según ya le he mencionado, a Cannat le encantaba, aunque, como es de suponer, no le hiciera el menor efecto.
»Nos sentamos a la sombra de un gran árbol y allí almorzamos tranquilamente.
»—¿Quieres que te muestre algo? —me preguntó cuando hubimos acabado.
»Su expresión era la de un niño afanoso por enseñar sus pequeños tesoros.
»—Claro —le contesté enseguida, pensando que se trataría de alguna planta u animalito oculto bajo tierra, que para Shallem y para él constituían admirables maravillas.
»Se puso en pie con el rostro encendido y me tendió las manos para ayudarme a levantar.
»—Está un poco lejos —admitió, y, con mirada pícara, añadió—: Pero te cogeré en brazos y llegaremos… volando.
»De pronto se me ocurrió sospechar ante tanta deferencia.
»—¿No estarás tramando algo malo? —le inquirí.
»—¡Oh, no! Te parecerá muy aleccionador, ya lo verás —me miró de forma inquisitiva, casi implorante, esperando mi conformidad—. Valdrá la pena, te lo prometo —insistió.
»—Si me llevas a algún lugar para asustarme se lo contaré a Shallem. También yo te lo prometo —le amenacé, como una niña.
»—Shallem lo vio y no se asustó…
»Aquel comentario sí que picó mi curiosidad. Deseé saber qué era lo que Shallem había visto y de lo que no me había hablado. Mi usual interés por conocerlo todo sobre él pudo más que mis temores. Cannat permanecía mirándome expectante.
»Aún no había vencido todos mis reparos cuando la respuesta salió de mis labios como dotada de voluntad propia.
»—Bueno, vamos.
»Él esbozó una amplia y angelical sonrisa y me cogió en brazos.
»—Agárrate bien —me recomendó.
»Al principio no caí en la cuenta de lo que pretendía hacer. Estaba embobada contemplando sus ojos desde aquella posición. Aquel día lo había pasado bien, y, puesto que llevaba una temporada bastante amable, empezaba a sentir una especie de afecto por él. Ya sabe, el síndrome de Estocolmo. Fue cuando noté que nos elevábamos en el aire, como si nuestra masa corporal se hubiese hecho nula, cuando, percatándome de lo que estaba ocurriendo, me aferré a su cuello, gritando, espantada. Vi el suelo a gran distancia por debajo de nosotros mientras continuábamos nuestro ascenso. De repente, una idea que me causó pánico se me pasó por la cabeza. ¿Y si Cannat me dejaba caer? “Te haré probar tu inmortalidad”, me había amenazado. ¿Y si era eso exactamente lo que pretendía?
»Subimos tanto que comencé a sentir asfixia. Jamás hubiera sospechado que llegaría a aferrarme a Cannat con tanta fuerza, pero la sensación de ingravidez me resultaba tan espantosa como el temor a la caída libre.
»Llegados a un punto, Cannat se detuvo. Yo tenía mi mejilla firmemente apoyada contra su cabello, de modo que no me era posible verle la cara a no ser que despegase mi cabeza de la suya; cosa que, por mi seguridad, no estaba dispuesta a hacer, a pesar de sus esfuerzos para intentar mirarme a los ojos.
»—Mírame —me ordenó—, o tendré que soltar una mano para obligarte a hacerlo.
»Lentamente, y cerciorándome de no aflojar la tensión en torno a su cuello, volví mi rostro hacia el suyo. En mi vida había visto unos ojos más azules que los suyos, con la inmaculada pureza de aquel cielo sin nubes reflejándose en ellos. Jamás había sido más ángel que en aquel momento, con su cabello rubio ondeando contra el látigo del viento, y flotando ingrávido a cientos de metros del suelo. Florencia aparecía a lo lejos, más diminuta que las figuritas de un belén. Mi colisión contra el suelo era una posibilidad inminente y sin embargo, yo no veía otra cosa que el reflejo de mis ojos en los suyos iluminados por su sonrisa.
»—¡Ops! ¡Me olvidé de ponerme las alas! —bromeó—. ¿Tienes miedo?
»—No —contesté automáticamente.
»—Si te dejara caer —habló su susurro en mi oído—, ¿en cuál de tus mil inmortales pedazos anidaría tu alma? ¿Un soplidito de ella en cada porción de carne, quizá? ¿O se concentraría toda ella en una determinada, en un pequeño fragmento de cerebro, por ejemplo? Interesantes conjeturas.
»—Prometiste no asustarme —balbucí.
»—Y no lo hago. Pero también te prometí que sería aleccionador, y esto forma parte de la clase de hoy. Tema: cuerpos humanos inmortales. Claro, que si te disgusta la lección y quieres abandonar el aula como sugeriste el otro día… eres libre de hacerlo. Piénsalo. Nunca he sostenido a una mujer tan gorda y empiezan a flaquearme los brazos.
»—No te tengo ningún miedo —mentí—, si estuvieses tan seguro de que Shallem te perdonaría el que me hicieses algún daño no llevarías a mi lado todo este tiempo, pues te resulta insoportable mi compañía, como dices. —Y mis palabras me sonaron irreales y mi voz me pareció desconocida.
»—¿Por qué eres tan estúpida de enfrentarte a mí en esta situación? ¿No ves que podría perder el control y lanzarte contra el suelo, solo por el placer de demostrarte que te equivocas, incluso aunque luego me arrepintiera?
»—No correrás ese riesgo —aseguré, perpleja ante mi propio atrevimiento—, le amas demasiado.
»—No te he traído hasta aquí para matarte, aunque me están entrando fortísimas ganas de hacerlo; pero eso estropearía la mejor parte de la lección. ¡Vas a arrancarme el cuello! ¿Por qué tienes tanto miedo? ¿Nunca has volado con Shallem?
»—Claro que sí, pero él nunca me amenazó con estrellarme contra el suelo.
»—Tampoco yo lo he hecho. Eran meras hipótesis, imprescindibles para llevar a cabo nuestro estudio. ¿Cuántas veces has volado con Shallem? Apuesto a que ninguna.
»—¿Por qué tú no puedes ver en mi alma, Cannat? —le pregunté con sutil ironía—. Ni siquiera sabes las cosas más evidentes. Shallem nunca necesita preguntarme.
»Cannat pareció súbitamente irritado.
»—Continuemos nuestro estudio ahora —dijo.
»Y entonces comenzamos a movernos como flechas batiéndose contra el aire rabioso, cada vez a mayor y mayor velocidad. Al principio, mi terror era tal que sentía náuseas, pero Cannat era un vehículo mucho más estable que cualquier avión moderno; el viento no le desviaba ni un ápice; parecía batir a nuestro lado, pero no contra nosotros. Cobré valor y me encontré mirando al frente lo mismo que él, y embargada por el inmenso placer de la velocidad. Él me sujetaba fuertemente. Me sentí segura. Cannat no tenía la menor intención de soltarme. Nunca la había tenido. Pude verificar la gigantesca redondez de la Tierra. No estábamos muy arriba, claro, pero aun así se distinguía claramente que su superficie no era plana, sino ligeramente elíptica. Los arbolitos eran graciosas miniaturas. Las formas geométricas abundaban por todas partes y parecían dividir los cambiantes paisajes en cientos de diferentes escenas. En fin, contemplé el mundo como ningún humano lo había hecho hasta entonces. Luego, casi repentinamente, Cannat aumentó nuestra velocidad hasta llegar a un punto en el cual el empuje era tal que apenas me permitía ni pestañear. Durante unos segundos me sentí como si fuéramos dos estatuas pétreas suspendidas en el aire, completamente inmóviles; vivas, pero imposibilitadas para alzar un brazo o girar la cabeza. Como si nosotros estuviésemos fijos, clavados en un punto preciso del espacio, mientras la Tierra giraba locamente bajo nuestros cuerpos volátiles, quietos, esperando a que ella se detuviese. Y mi piel estaba tersa y fría como el cuero y me dolía agudamente.
»Después, poco a poco, la velocidad empezó a decrecer, y el mundo, que se había convertido en una oscura mancha verde, de nuevo nos mostró su majestuosidad. El paisaje había cambiado ostensiblemente. Las pequeñas colinas de Florencia se habían transformado en cumbres gigantescas, y en el fondo del espectacular valle que conformaban, un lago descomunal descansaba sus plácidas aguas. Me quedé admirada ante la frondosa y bellísima vegetación; por el modo en que cada especie, desconocida para mí, parecía colonizar los diferentes escalones en que se dividían las montañas.
»—Es maravilloso —me oí musitar.
»Luego me di cuenta de que Cannat me miraba atentamente y de que mis brazos se limitaban a posarse sin más alrededor de su cuello. Pero no tuve miedo.
»—Hemos llegado —declaró, y comenzó el descenso.
»Y el mundo se hizo más y más grande, hasta que los diminutos árboles llegaron a ser mucho más altos que nosotros.
»Cannat se posó delicadamente en el suelo y luego me depositó a mí sobre él.
»—Nunca había visto nada igual —manifesté fascinada.
»—Le daremos unos azotes a Shallem cuando vuelva por no haberte mostrado las maravillas del mundo.
»—Sí, se los merece. Siempre me está prometiendo llevarme a mil sitios, pero las cosas nos han venido tan torcidas…
»—No le defiendas. No tiene defensa posible.
»—Tienes razón. Hemos tardado tan poco en llegar aquí… Cannat, nunca he visto un oso. ¿Habrá osos aquí? —Y, en mi ingenuidad, le sonreí agradecida por haber querido mostrarme aquel lugar.
»—Seguramente sí —me contestó—. Pero Shallem te los enseñará otro día. Ese no es nuestro objetivo hoy. Él, que se ocupe de mostrarte las bellezas naturales, yo me encargaré de tu instrucción. Ven.
»Me tomó de la mano, y, andando solo unos pasos, me descubrió la pequeña entrada a una gruta. El misterio, o la aventura, no sé, me resultaron tan atractivos que no me paré a pensar en lo que podría esperarme en el interior. Entré, y al hacerlo me sobrecogió un estremecimiento. El acceso era tan pequeño y cubierto de vegetación que nada más traspasarlo la oscuridad se hizo casi absoluta. ¿Qué me tendría preparado Cannat?
»Le vi tomar una antorcha y cómo esta, inmediatamente, flameó a su contacto. Luego me cogió de la mano y me dijo:
»—No tengas miedo.
»Pero su expresión había adquirido un tal aspecto de excitación que al punto me sentí temblar. Me quedé tan clavada en el suelo que, cuando tiró suavemente de mi mano para que le siguiera, no fui capaz de hacerlo. Presentía algo espantoso dimanando de aquel lugar. Me aterraba penetrar en su oscuridad. ¿Y si me dejaba allí encerrada, en aquella terrorífica y desconocida negrura, sin siquiera el auxilio de la antorcha que había encendido? Fijé la escrutadora mirada en el indistinguible fondo de la caverna.
»—No tengas miedo —insistió molesto, instándome a seguirle con un suave pero imperativo tirón de su mano—. No sufrirás ningún daño. Confía en mí —me persuadió.
»Le seguí. ¿Qué opción tenía?
»Cannat me arrastró tras de sí, presuroso, a través de un estrecho y sofocante corredor de unos cien metros que desembocó en una enorme sala de altísimos techos de los que pendían afiladas estalactitas que, en algunos puntos, habían llegado a convertirse en robustas y fantasmagóricas columnas cuyas espectrales sombras parecían querer engullirnos como gigantes hambrientos.
»En el centro de aquella sala, fría y tenebrosa, las aguas freáticas formaban un manso lago de cristal. Parecía el final de la cueva, pero no lo era.
»Cannat me guió hasta una grieta en la roca. Era muy estrecha, demasiado para que yo pudiera pasar a través de ella.
»—No sé si podré entrar —manifesté, y realmente no tenía ninguna gana de intentarlo.
»—Inténtalo —me susurró Cannat seductoramente—. Con cuidado.
»Desconfié.
»—Tú primero —le exigí.
»Él me sonrió y penetró a través de la hendidura con la facilidad de un hombre de goma, y, desde el otro lado, me animó a reunirme con él. Me apresuré a intentarlo, dado que la única luz que portábamos se había convertido en una llamita mortecina fuera de mi alcance, y yo me hallaba inmersa en la oscuridad. Es curioso, ¿qué temería que surgiese de ella, si ya me encontraba en compañía del propio diablo?
»Por un momento me sentí encallada en las paredes de aquella grieta, y pensé que nunca conseguiría salir de ella. Pero, cuando Cannat me tranquilizó, cogiéndome de nuevo la mano, la operación me resultó más sencilla.
»Todo el cuerpo me dolía cuando por fin conseguí desencajarme, y me había lastimado el delicado vientre.
»—¿Ves que fácil ha sido? —comentó Cannat, y parecía casi tierno, sino fuera por el inquietante brillo malicioso de sus pupilas.
»Tomé aire y traté de calmar mi corazón. Me sentía mareada por el susto y por la falta de óxigeno del lugar, y mis náuseas se incrementaron al ser alcanzada por un olor vomitivo.
»—¡Dios! —exclamé—. ¿De dónde viene esa peste?
»Miré a mi alrededor tratando de encontrar la fuente del hedor. La nueva sala parecía mucho más pequeña que la anterior, y su techo caía, como una losa asfixiante, a menos de dos metros del suelo.
»Anduvimos con cuidado de no golpearnos la cabeza con las estalactitas o tropezar con las pequeñas pero numerosas estalagmitas. Y, conforme avanzábamos, la fetidez se hacía más intensa, espesa e irrespirable.
»De pronto me detuve sorprendida. Había oído algo. Sí, sin duda. Eran lamentos. Débiles lamentos humanos.
»—¡Ahí hay alguien! —exclamé, con una mezcla de asombro y terror.
»Cannat pareció divertirse. Forcé la vista tratando de vislumbrar de dónde procedían aquellos angustiados quejidos; agucé el oído, en completa tensión, pero no me fue posible ni conjeturarlo, pues el lugar era una especie de caja de resonancia donde cada rumor parecía provenir de mil puntos distintos.
»—Vamos —me instó Cannat, obligándome a seguirle—. Con cuidado.
»Con mi brazo derecho me agarré al suyo que, al tiempo, me llevaba de la mano izquierda. Tal era mi pavor que él me parecía el menor de todos los males que podían acecharme emboscados en las tinieblas. Aunque, en definitiva, todos procediesen de él.
»De pronto, tres antorchas, colgadas en un rincón de la sala, parecieron prender por deseo propio.
»Mientras mis ojos se espantaban ante la hórrida visión que la luz les ofrecía, Cannat analizaba los cambios en mi rostro con el mismo interés con que un científico investiga las reacciones de los animales de su laboratorio tras un peligroso experimento.
»Cuerpos y cuerpos se amontonaban por la sala en diferentes grados de putrefacción. Diez o quince, al menos, yacían uno sobre otro formando una tétrica pirámide de carne descompuesta. Pero, otros, cuatro, se mantenían de pie sujetos mediante grilletes y cadenas. Uno de ellos, más que un cadáver ya casi un esqueleto de carne devorada por los gusanos, se sostenía encadenado entre dos columnas naturales. Mientras los grilletes de los otros cuerpos, tres mujeres, habían sido clavados en la roca que tocaban sus espaldas. Pero, Dios mío, uno de ellos era el de una mujer muy joven y, aunque decrépita y casi tan lívida como el resto de los cadáveres, ¡aquella chiquilla estaba viva! ¡Y cómo se alzaron sus gritos al percatarse de nuestra presencia, por encima de ese extraño clamor de trémulos plañidos cuyo origen exacto no acababa de localizar!
»Sus aullidos desesperados reverberaban en las paredes del nauseabundo nicho, y su angustia se expandió en el aire como un vómito de fuego que penetraba en mis huesos, petrificándome, como si, por un momento, todo el dolor del mundo se hubiese concentrado en aquel lugar.
»—¡Sácala de aquí! ¡Por amor de Dios, sácala de aquí! ¡Está viva! —supliqué.
»Cannat me miró con su sonrisa falsamente ingenua y, al hacerlo, sus pequeños dientes de marfil me parecieron los agudos colmillos de una fiera.
»—Pero, querida —declaró indolente—, ¡si todos lo están!
»Me quedé en trance, incapaz de pensar o articular palabra, aturdida por los gritos de la muchacha y por el pestífero hedor al que era imposible sustraerse.
»Vomité, bajo la atenta y estudiosa mirada de Cannat. Me encontraba tan mal que deseaba morir si era la única forma de escapar de allí.
»Y, entretanto, aquella monótona letanía de ilocalizables gemidos se elevaba, vanamente, como una súplica torturante y eternamente desoída.
»—¿Lloras, Juliette? —me susurró Cannat—. Llora. Las lágrimas te sientan como joyas.
»Todo el contenido a medio digerir de mi estómago abandonó mi cuerpo. Pero las arcadas no me dejaban descansar, y seguía encorvada, asiéndome a una columna, y sintiendo ya el regusto amargo de la bilis en mi boca, mientras la cueva giraba a mi alrededor.
»Cannat se inclinó hacia mí.
»—¿No oyes sus quejumbrosos lamentos? —susurró a mi oído, con absoluta indiferencia y frialdad.
»Los ojos me escocían y el corazón me palpitaba desbocado tras los esfuerzos provocados por el vómito.
»—Míralos, Juliette —me instó Cannat, regodeándose en mi sufrimiento—. Sus cuerpos están muertos, se descomponen lentamente. Pero sus almas permanecerán encadenadas a ellos hasta el mismo fin. Hasta que no quede un fragmento de hueso como recuerdo de su existencia.
»Entonces, tomándome por los hombros, me obligó a acercarme al hombre que colgaba encadenado entre las columnas calcáreas.
»—¡Abre los ojos, Juliette! —me exhortó—. ¡Ábrelos!
»Y me sacudió violentamente hasta que no tuve más remedio que obedecer.
»—¡Fíjate! Aún tienen fuerzas para exhalar sus horribles estertores. ¡Escúchalos!
»—¡Por el amor de Cristo, Cannat, sácame de aquí! —supliqué entre lágrimas.
»—Lo haré, cariño, lo haré. Cuando hayamos terminado la lección —me aseguró, con su eterno aire de maliciosa ingenuidad.
»Miré los restos del hombre frente a mí y vi que nada animaba su cuerpo nauseabundo. Su cabeza colgaba, macilenta y desmayada, sobre el hombro izquierdo; sus ojos eran opacos, muertos; el color de sus restos, de un verde amarillento. Iba vestido con sucias y sangrientas ropas de sarga, y las muñecas que rodeaban los grilletes estaban tan destrozadas que podían advertirse los blancos huesos asomando entre los deshechos jirones de carne descompuesta. Pero, de entre sus labios, amoratados, inmóviles y carcomidos, sin duda alguna brotaba un sonido. El cuerpo estaba muerto, pero habitado.
»—¿Qué te parece a ti? —me interrogó febrilmente Cannat. Y, dirigiendo la antorcha al rostro del cadáver, se acercó hasta tal punto a mí que sus palabras ardieron en mi mejilla—. ¿No dirías que está vivo?
»Me volví a mirarle. Sus ojos refulgían bajo los juegos de luces y sombras de las llamas como zafiros misteriosos, y sus labios se entreabrían en el gesto amenazador de una fiera. Me sujetaba; de no ser así me hubiese caído.
»—Quiero salir de aquí —balbuceé, y Cannat observó fascinado las ardientes lágrimas que rodaban por mis mejillas.
»—No seas tan llorica, amor. Ahora solo nos tenemos el uno al otro y debemos ayudarnos a aclarar nuestras dudas. Contesta a mi pregunta.
»—No sé —gemí—, no sé nada. Me estoy volviendo loca.
»Cannat se rió suavemente.
»—Escucha —susurró, arrojando al suelo la antorcha y obligándome con ambas manos a acercar el oído a los labios del desgraciado.
»El pensamiento de rozar con mi piel la carne putrefacta me hizo aullar de terror. Y, al darse cuenta Cannat del pánico que el contacto del cadáver me causaba, entusiasmado por su descubrimiento, me forzó hasta restregar con mi rostro la blandura pútrida que recubría los huesos del esqueleto viviente.
»Con la amplia y sensible extensión de mi piel, noté como la suya se derretía bajo la fricción sin mayor resistencia que la de una papilla. Mi propio rostro, compelido por la fuerza de Cannat, horadaba aquella masa que se fundía a su contacto como la cera bajo la ardiente llama. Ni siquiera me atrevía a abrir la boca para gritar, o los ojos, que apretaba desesperadamente, para impedir que aquella repelente sustancia pudiese penetrar en mí.
»Noté mi nariz chocando involuntariamente con la suya, como contra un frágil paredón que tratase de demoler y que lentamente cedía, desprendiéndose del hueso y dejando, en su lugar, un vacío orificio.
»El cadáver bamboleaba en el aire, colgado de sus cadenas como de un columpio, por las violentas sacudidas que Cannat me imprimía, pues parecía pretender taladrar aquellos huesos muertos con los míos, hasta que al fin cayeran al suelo fragmentados.
»Yo solo suplicaba a Dios para mis adentros que pusiera fin a aquella pesadilla, no importaba cómo fuera o a costa de lo que fuese. Pero Él no me escuchaba, al igual que no había escuchado a los seres gimientes cuyos lamentos servían de telón de fondo a mi propia tortura.
»—¡Bien! —exclamó Cannat, y llevándome contra su pecho me sujetó de espaldas a él con sus brazos cruzados sobre los míos de forma que me impedía limpiarme el rostro con el borde de mi falda, como luchaba desesperadamente por hacer. Y luego me preguntó—: ¿Te gustan los animalitos? ¿Sí? —y dicho esto, arrancando las ropas que cubrían el cuerpo descompuesto, puso al descubierto la inmensa cavidad en la que se alimentaban, como de un exquisito pastel, los repulsivos necrófagos. ¡Y los brazos del hombre se alzaron haciendo sonar las cadenas como si quisiera protestar, y su mandíbula, casi desnuda de carne, se abrió articulando una muda palabra!
»Mi alarido fue tan fuerte y profundo que me sobrevino un inmenso dolor en la garganta, y, después, apenas fui capaz de emitir unos ridículos gritos afónicos.
»Los ojos de Cannat ardían con una profunda fascinación, con un placer maligno.
»—Pero, querida —me dijo—, si también ellos son hijos de Dios. Tal vez quieras verlos más de cerca.
»Y, loca de terror, vi cómo, de nuevo, me acercaba al cadáver, bajando mi cabeza a la altura del vacío estómago del hombre, y supe que pretendía introducirla en aquella caverna inundada de repugnantes criaturas, capaces de perforar mi propia carne. Luché con todas las fuerzas de mi ser, mientras mis roncos gritos se acompañaban por los desquiciados alaridos de la mujer y por el coro de gemidos de los no muertos.
»—Shallem —supliqué, sin apenas darme cuenta de lo que decía—. Shallem.
»Y me pregunté acerca de aquel don que él me había dado y que un día, me había explicado, podría verme en la necesidad de usar, pero que ni siquiera sabía lo que era, cómo usarlo o si podría utilizarlo contra Cannat.
»—Shallem no está aquí, amor. ¿O crees que también poseemos el don de la ubicuidad? —se burló Cannat.
»—Sí lo está —sollocé—. Él está dentro de mí.
»Esto enfureció a Cannat.
»—¿Y por qué le llamas? —me preguntó, esforzándose por no gritar y sacudiéndome con violencia—. ¿Acaso no tienes bastante conmigo? ¿No te cuido bien yo, que me ocupo, no solo de proteger tu cuerpo, sino además de alimentar tu espíritu y cultivar tu entendimiento como Shallem jamás se ha molestado en hacer? Nunca te ha tratado de forma diferente en la que trata al resto de flores que adornan los jarrones de vuestra casa. ¿Puedes decirme que no es así? ¿Qué sabías tú de nada hasta que aparecí yo? Shallem te encuentra tan débil e incapaz que piensa que es peligroso e inútil el enseñarte cualquier cosa. ¿Para qué? ¿No soy yo mejor, que he confiado en ti, abriéndote los ojos a la vida como a una brillante pupila? ¿O hubieras preferido permanecer ciega e ignorante, con la mirada eternamente oculta en el pecho amoroso pero mudo, distante y egoísta de Shallem? Esa misma frase que acabas de pronunciar, ¿acaso lo sabías antes de que yo te lo mostrara? ¡Ni siquiera te había explicado que su espíritu forma parte del tuyo! ¿Encuentras eso justificable?
»Paró un momento, como molesto por su arrebato, y luego templó la voz para añadir:
»—Shallem es demasiado voluble para fijar su atención en algo o en alguien —y, con amarga expresión de dolor, confesó en voz más baja— ni siquiera en mí, por demasiado tiempo. Te amará hasta el fin, probablemente, pero no estará a tu lado cuando este llegue. Y sufrirá por dejarte, te lo aseguro, pero lo hará. Nada podrá más que su eterna búsqueda de sí mismo. ¡Y te abandonaría en este mismo instante si te viese la cara! ¡Límpiate, estás repugnante!
»Y me soltó para que pudiese hacerlo.
»Aquella plasta de carne descompuesta y helada se había resecado y adherido a mi piel, de modo que apenas había podido entreabrir los párpados durante el breve discurso de Cannat. Pero la humedad de mis constantes lágrimas contribuía a reblandecerla.
»—¿Es cierto lo que me dijiste? ¿Pudo evitar que yo envejeciese? —le pregunté.
»—Sí, desde luego que es cierto —me contestó, y no había malicia o ironía en su voz.
»—¿Por qué no lo hizo? —continué, pues, en mi amargura, soñaba con una respuesta que me confortase, pero me sentí humillada y estúpida, porque era como regalarle a Cannat motivos para regodearse en mi desgracia, y de existir una respuesta que pudiese consolarme, tal vez no me la diera. Sin embargo, lo hizo.
»—Tu cuerpo debe morir para que tu alma descanse, para que se reencuentre con Dios, y para que halle la Paz durante algún tiempo y fuerzas para regresar a la mortalidad. Shallem piensa que tu alma podría enfermar si este ciclo se interrumpiese. —Y soltó una breve risilla silenciosa, como si encontrase que por ello yo era un ser defectuoso.
»La naturalidad con que me habló, sin ninguna vacilación, su inesperada sincera respuesta, el consuelo que esta me aportaba, me dejaron ausente y vacía por unos instantes. Pero no tuve demasiado tiempo para pensar en ello.
»—¡Y tú, basta ya! —gritó abruptamente Cannat, y, a grandes zancadas, se dirigió hacia la mujer viva, que no había dejado un segundo de chillar frenéticamente.
»Pero, cuando Cannat llegó hasta su lado, ella enmudeció de terror y sus ojos parecieron querer escapar de las órbitas. Todo su cuerpo formaba una tensa equis, y sus facciones estaban tan pálidas y rígidas como las de una estatua.
»—Eso es —susurró Cannat, pasando las yemas de sus dedos por la aterida mejilla de ella—. Así me gusta, dulce Ornella.
»Y, de pronto, ella gritó, y vi correr un hilillo de sangre que penetraba en la comisura de sus labios, y su cabeza tratando de alejarse, vana y enloquecidamente, de la mano de él. Chillaba de nuevo, pero sus gritos eran broncos, flojos e intermitentes, como un llanto hiposo. Me acerqué más hasta ellos, y, a la trémula luz, pude ver, con espanto, aquello de lo que la muchacha trataba de escapar. Las uñas de Cannat se habían vuelto duras, garfas y agudas, como las de la pungente garra de un felino, y se clavaban débilmente en su mejilla.
»Las lágrimas de la chica se mezclaban con su sangre conformando rápidos reguerillos de color de vino que resbalaban hasta su cuello.
»Grité como antes ella había gritado por mí y, perdiendo la noción de mi propia vulnerabilidad, me enfrenté con Cannat. Le agarré por el brazo tratando de impedir que hiriera nuevamente a la mujer, le pateé, le empujé, pero era lo mismo que tratar de dañar a una estatua de plomo. Permaneció prácticamente inamovible, levantando únicamente los brazos en un gesto humano, como si tratara de protegerse el rostro cuando intenté golpeárselo. Entonces se volvió hacia mí, y, con facilidad, me asió una de las manos, pero no la otra, puesto que la dimensión de mi vientre le impedía acercarse lo suficiente, que empleé en arañarle la cara con mis largas y afiladas uñas.
»Al punto de hacer esto me arrepentí. Acababa de darle la excusa adecuada para destrozarme la cara con sus zarpas.
»Cuando me soltó para llevarse la mano a la mejilla que yo había intentado lastimarle, vi cómo su expresión pasaba del asombro a la indignación y cómo, luego, me miraba, irresoluto, durante unos instantes.
»Di un paso atrás, y eso pareció la señal para que él se aproximara a mí. Despacio. Agitando en el aire, estudiada y amenazadoramente, sus mortíferas uñas, con el fin de aterrarme, y chasqueando la lengua en su boca repetidamente, mientras sacudía la cabeza como si estuviese reprendiendo a un niño.
»Quise alejarme, pero me era imposible desplazarme un milímetro, las múltiples configuraciones calcáreas me impedían toda clase de movimientos.
»Cannat se allegó a mí hasta que quedamos unidos por el abdomen como dos hermanos siameses.
»—¿Cuál es el fundamento para que hayas hecho tan rápidamente de ella tu hermana putativa? —me susurró con afectación y arrancándole matices exquisitos a su hermosa voz—. ¿Qué su carne sangra como la tuya? ¿Qué sus gritos superan los tuyos? —Y desviando ligeramente la mirada hacia atrás, a donde se encontraba la chica, sonrió burlonamente—. ¿Te ha iluminado el Señor, de pronto, y has visto, con la claridad de una revelación, que ambas formáis parte de la gran familia humana, y que ello es razón suficiente para ayudaros la una a la otra?
»Ya no es tan sencillo, Juliette. Ya no puedes escoger. Tú elección está hecha y es inalterable. No hay marcha atrás. Te mueves con un cuerpo humano, pero también lo hago yo. ¿Crees que eso garantiza que lo soy? Renegaste mil veces de tu especie, y con razón, y Shallem y yo somos ahora los tuyos. ¡Los tuyos! Y cualquier mortal con quien te cruces por la calle, cualquiera que te dirija unas palabras de afecto o admiración, cualquiera que se detenga para hablar contigo de la hermosa Florencia, de los precios del mercado o del calor del sol, no tiene en común contigo más que el pájaro que cada mañana se posa para alegrar tu ventana, y que respira el mismo aire que tú, se alimenta como haces tú y habita un cuerpo mortal, lo mismo que tú. ¡Y eso es todo! Has cambiado de familia, Juliette. Te has casado con Shallem, y ahora yo soy tu único hermano.
»Luego, cuando posó sus uñas en mi rostro, me quedé tan rígida y estremecida como antes lo había estado la mujer. Pero no las clavó en mí, sino que se limitó a deslizar delicadamente las yemas de sus dedos.
»Perpleja, con los ojos clavados en los suyos, tomé la mano que me acariciaba y entrelacé sus dedos en los míos. Observé sus uñas, palpé la dureza de su placa córnea, la agudeza de sus puntas, estudié el modo en que se unían a sus largos, blancos, hermosos y humanos dedos. Perfecto. Como si siempre hubiesen formado parte de ellos.
»Cuando volví a mirarle a los ojos, sorprendí en ellos un extraño destello de satisfacción. Al punto lo vi claro: Cannat se había sentido encantado de mi osadía.
»Mientras tuve sus manos entre las mías, disfruté un sosiego total. Me abstraje de la peste nauseabunda, de los conmovedores lamentos, del llanto de la chica, sin ver otra cosa que la peligrosa belleza de Cannat, tan meticulosamente perfecta en todos sus detalles, y el fulgor de sus ojos azules, que me miraban como zafiros candentes. Caí en el letargo de un sueño dulce y prometedor, en el embeleso de su hipnótico hechizo, y, ansiosa de la paz que me ofrecía, me dejé arrastrar por él como la hoja por la corriente: falta de toda voluntad.
»Y mis dedos penetraron voluptuosamente en la espesura de su cabello, cálido y agradable como una suave y mullida madeja de angora, mientras mis ojos se rendían al sueño sin la menor resistencia.
»Entreabrí los ojos para ver cómo los suyos se cerraban y sus labios se separaban, mientras se inclinaba sobre mí, enlazando sus manos tras mi cuello.
»El mundo había desaparecido. Todo era silencio, salvo por el monótono y placentero crepitar de las antorchas.
»Y, como una llama de pasión, sentí el abrasador aliento de Cannat sobre mi piel. Y su fuego no dejaba de quemar mi rostro, mis párpados, mis pómulos, mis mejillas, que esperaban hambrientos percibir sobre ellos la húmeda caricia que no llegaba.
»Después, al elevar, delicadamente, mi mentón con sus manos, lo sentí tan próximo a ellos que mis labios se abrieron a los suyos. Y allí siguieron, suspirando, anhelantes, bajo el fuego que también a ellos abrasaba, por el beso que no habría de llegar.
»—¡Apestas! —exclamó súbitamente.
»Y, cuando, de inmediato, abrí los ojos, despertándome de mi ensueño, vi la desagradable máscara de repugnancia en que se había transformado su rostro y cómo, bruscamente, se soltaba de mí.
»—Te has portado mal, Juliette, muy mal —me recriminó suavemente, sacudiendo ante mí su dedo índice, en cuyo extremo destacaba la punzante costra oscura—. Y es porque sabes que te quiero y que nunca te haría daño. Así es que… —Y, en dos trancos, se allegó hasta la mujer y la abofeteó brutalmente con el dorso de su mano, arrancándole un grito angustioso—, está jovencita pagará tu atrevimiento.
»Permaneció mirándome expectante, estudiando mis mínimos gestos cuidadosamente, con el ceño fruncido y el oído atento, como si esperase que yo hiciese algo drástico e inesperado, como abalanzarme violentamente contra él, o simplemente dramático, como caer al suelo entre sollozos y alaridos descompuestos.
»Pero, ante mi ausencia de reacciones, vi cómo la desilusión se reflejaba en su rostro.
»—Ya entiendo —manifestó sonriendo—. Quieres que acabe con ella. ¿No es cierto? Incluso aunque lo haga del modo más brutal y cruel, aunque no puedas olvidar sus gritos de sufrimiento en el resto de tu vida, por larga que llegue a ser, tendrás el consuelo de haberte cerciorado de que su alma se libera. No quieres que salgamos de aquí dejándola con vida, ¿verdad? ¿Y ella? ¿Cuál es su deseo? Contéstame, Ornella —le pidió. Y la pobre desgraciada lloraba de tal modo que su famélico cuerpo no debía contener sino lágrimas—. ¿Deseas morir, o prefieres seguir viviendo? Ya conoces tu destino si lo haces —la advirtió Cannat, y extendiendo su brazo, señaló al resto de sus víctimas—. ¿Quieres convertirte en uno de ellos, contemplar, siempre consciente, la putrefacción de tu propio cuerpo, tu carne deshaciéndose a pedazos como la de un leproso, tus ojos, apagados e inservibles, colgando de las órbitas, los insectos devorando tus entrañas? Oh, pero no sentirás nada porque estarás muerta. Solo tu alma sufrirá, prisionera en esta cueva mientras quede una partícula, una ceniza de tu ser mortal. Solo yo podría liberarte. Y te aseguro que no lo haré nunca.
»En aquel momento la pirámide de cadáveres se derrumbó, y los lamentos agónicos de los no muertos inundaron la tumba de roca. Y algunos de los cuerpos, los que habían sufrido una muerte más reciente, se movieron ligera y esforzadamente, como si tratasen de reptar por el suelo para alcanzar a Cannat. Grité aterrada. Pero el conato de movimiento apenas duró unos segundos.
»—¿Lo ves? —me comentó irónicamente—. Están vivos.
»Luego fijó su atención nuevamente en la mujer.
»—¿Y bien? ¿Qué has decidido, Ornella?
»Y ella me miró suplicante, con sus ojos saltones y enrojecidos, y sin dejar de llorar. Me pregunté qué conclusiones habría extraído sobre la relación entre Cannat y yo, después de todo lo que había visto y escuchado. ¿Qué clase de criatura capaz de liberarla de su martirio pensaría que era yo, a juzgar por el modo en que me miraba?
»—¡Estoy perdiendo la paciencia! —bramó Cannat junto al rostro de ella, y sus sollozos se acentuaron ante la nueva oleada de terror.
»Entonces ella comenzó a tartamudear algo ininteligible que repetía patéticamente al ritmo de sus hipidos. Las greñas oscuras y enredadas le caían por la cara, sucia como de hollín y sanguinolenta, en la que las lágrimas habían trazado blancos surcos serpenteantes. Era una visión espantosa que me encogía el corazón. Su terror, su delgadez, su dependencia de aquel ser sacrílego.
»—Qui, qui, qui, vamos, querida lo estás consiguiendo —la animaba Cannat insufriblemente.
»—… morir… Quiero… morir —terminó ella, con su apagada y discontinua voz.
»—¿Perdón? —dijo él, señalando su propio oído y fingiendo que no había escuchado con claridad—. ¿Qué has dicho?
»La muchacha renovó el frenesí de su llanto.
»Yo me negaba a hablar o a hacer un solo movimiento porque sabía muy bien que toda aquella escena me estaba siendo dedicada, y que Cannat solo esperaba verme participar en ella para avivar el fuego de su crueldad. De modo que permanecí sobrecogida e impotente, pero intentando afectar indiferencia. Pero lo único que conseguí fue exasperar aún más a Cannat y que cargara su furia sobre la muchacha.
»—¡Repítelo! —rugió.
»—¡Quiero morir! —gimió ella absolutamente descompuesta, y me di cuenta, por su expresión y por el tono de su voz, de que la razón estaba a punto de abandonarla.
»Qué piadoso hubiera sido que se desmayara. Qué lógico y natural un desvanecimiento que la sumergiese en el misericordioso estado de la inconsciencia. Pero sus fuerzas eran mucho mayores de las que cabría esperar, y, también desear.
»—Pero, Ornella, querida —dijo él con su hiriente sarcasmo—, eso va contra la ley de Dios. ¿No esperarás que yo haga algo así? ¿Y tú, Juliette, pecarías por salvar a esta mujer de sus miserias mortales?
»Le miré con la cara en blanco, tratando de no translucir emoción alguna.
»—Creo que no va a ayudarte —la dijo, como si lo lamentara profundamente.
»Y, luego, todos nos volvimos a observar a una de las mujeres no muertas encadenada a la pared, y cuya garganta acababa de proferir un sonido estremecedor.
»—Dios te hará pagar este sacrilegio, Cannat. Tiene que hacerlo —le aseguré.
»—¿Sí? —inquirió con burlón retintín—. Eso nos auguró uno de sus lastimosos y cobardes mensajeros —y pronunció ridículamente esta última palabra, al tiempo que abría los brazos ampulosamente en un gesto de desprecio—. Pero Shallem y yo le dimos una patada tan fuerte que aún debe estar flotando por el universo.
»—Todos los ángeles del Cielo bajarán a por ti, Cannat. Todas las fuerzas del Cielo se desataran…
»—Sería un encuentro divertido —me atajó—, aunque estaría en ventaja. Pero aún no he hecho méritos suficientes para ganar ese premio. Pensándolo bien, y ahora que me lo sugieres, creo que debería comenzar a hacerlos. Estoy harto de la aburrida y monótona matanza cotidiana de los cargantes e insípidos mortales. Despedazarlos es tan sencillo y tedioso como deshojar una margarita. Necesito contrincantes a mi altura, o mis dotes sobrehumanas quedarán anquilosadas. ¿Cómo me propones que empiece a tentar al Cielo? ¿Te parece que podría practicar con esta mujer? Aunque tal vez no sea lo bastante sustanciosa como para ofender al Cielo. ¿Crees que habrá alguien en Él a quién le importe un ápice cuál sea su destino? Francamente, yo no.
»Y, de nuevo, la abofeteó, y me miró, esperando que yo reaccionara. Y, al ver que no lo hacía, se puso rojo de furia y volvió a estrellar, esta vez con fuerza sobrehumana, la palma de su mano sobre la cara de ella. Y, al hacerlo, le clavó las uñas de punta en las mejillas y la sangre empezó a manar de los cinco profundos agujeros. Y también creo que debió romperle la mandíbula, puesto que ella no gritó, sino que puso los ojos en blanco y se quedó como ida, emitiendo unos sonidos roncos y débiles, parecidos a los estertores que brotaban de los no muertos.
»—Vámonos —dijo Cannat. Y vino hasta mí y, tomándome bruscamente del brazo, me arrastró hacia la grieta por la que habíamos penetrado.
»—¡Pero, no puedes dejarlos así! —gemí.
»—¿Qué? —dijo él, como si no diera crédito a sus oídos.
»—¡Oh, por favor, por favor! —le rogué—. ¡Libérala o acaba con su vida, pero no dejes que la ocurra eso! —Y luché por impedir que llegáramos a la salida, oponiéndome, porfiadamente, a la mano que me remolcaba—. ¡Libérala!
»—¡Nunca! —dijo él entre dientes, mientras se volvía para sujetarme con ambas manos.
»Entonces, a mi espalda, oí un sonido agudo y extraño que me hizo volverme para mirar. La pobre mujer observaba nuestra pelea, riendo tontamente. Había perdido la razón. Pero, cuando Cannat la miró, cesó de reír, y el terror se congeló en su rostro como si de golpe hubiera vuelto a ella la cordura.
»—¡No puedes permitirlo! ¡No lo hagas! —volví a gritar.
»—¿Y qué puede importarte eso a ti? —me gritó. Era evidente que la situación ya no hacía sino aburrirle; que la broma, para él, había terminado.
»—Te ruego que acabes con su vida —le imploré.
»—¡Acaba tú con ella! —rugió, y pasándome una mano por debajo del hombro y agarrándome bestialmente el brazo con la otra, me llevó en volandas al lado de ella.
»Ella nos miró, algo embobada, pero claramente horrorizada. Comprendía claramente la situación, no había duda.
»—¡Vamos, sor Piadosa, hazlo! —bramó él—. ¡Coge una piedra y abre su maldita cabeza!
»—¡Yo no puedo! —grité—. ¡No puedo hacerlo!
»—¿Por qué no? ¡Lo has hecho otras veces!
»—Pero ella es inocente —gemí—. Y es… es…
»—¡Es una mujer! ¡Es como tú! ¡Te recuerda a ti misma en la que un día puede ser tu situación! ¿No es ese tu temor? ¿No es esa la razón por la que no puedes verla sufrir, por la que no aguantas el pensamiento de que su alma habite eternamente en su cuerpo pútrido? ¡Podrías ser tú misma! ¡Sí!
»—¿Has preparado todo esto para torturarme? ¿Solo para torturarme? —sollocé.
»—Oh, no, ni mucho menos.
»—¿Por qué, entonces?
»—Esta es mi colección. Mi colección de insectos.
»—Estás loco.
»—Esa cualidad no puede serme aplicada.
»—Estás tratando de volverme loca, igual que a ella.
»—Y esa afirmación no es veraz. La enfermedad no puede afectarte. ¿No se te había ocurrido pensarlo?
»Estaba alelada, pronunciando las palabras como en un sueño brumoso y tratando dolorosamente de comprender el significado de las suyas.
»—Dime la verdadera razón —le exigí—. ¿Por qué has hecho esto?
»Se acercó a mí, espetado, y me miró severamente.
»—Colecciono almas —dijo—. Soy un fanático de las almas; las selecciono, las catalogo, las atesoro. ¿Ves? Me gusta capturar almas como los humanos atrapan insectos. Y, al fin y al cabo, yo no soy tan cruel como ellos; no los atravieso vivos con letales agujas, impertérrito ante su dolor. Tengo un gran repertorio, todas son distintas, todas son hermosas; esta es solo una muestra, una vitrina, una hoja de mi inmenso álbum. Soy un experto, un gran experto en almas. Me gusta contemplarlas; admirar su belleza inmortal. Por eso las apreso. Si los hombres pudiesen ver lo que yo veo, venderían su alma al diablo por poder robárselas a sus semejantes. Pero ese es mi poder. Solo mi poder y de Shallem.
»Me quedé completamente anonada, mientras él contemplaba el pelele embaído en que me estaba convirtiendo.
»—Dime —me pidió—, ¿aún quieres que acabe con la vida de esta linda mariposa?
»Le miré con absurda expresión, como si fuese un actor en una pesadilla de la que el sol estuviese a punto de despertarme y, por tanto, no me fuese necesario padecer la tortura de buscar contestación a su lacerante pregunta. Pero allí no había sol, y mis ojos se nublaban por momentos.
»—¿Dejarás su alma en libertad? —creo que murmuré.
»—Sí —afirmó—, esta vez me conformaré con su cuerpo.
»La mujer pasaba de uno a otro su mirada desencajada, contemplándonos como a dioses capaces de decidir algo más que la vida y la muerte. Luego la clavó fijamente en mí, en el ser con tan clara influencia sobre el dios, esperando la respuesta que me negaba a pronunciar. Ella padecía temblores febriles. Pensé que, de cualquier forma no tardaría en morir, pero en ese caso su alma quedaría atrapada, pues Cannat no la liberaría a no ser que yo le pidiese que la matara. Me sentí verdadera y deseadamente enferma; como un niño que hubiese cometido una terrible travesura y que supiese que sus padres no podrían enfadarse si le veían en peligro. Solo quería que ambos, la víctima y el verdugo, me librasen de la responsabilidad de su muerte. Pero entonces vi que ella comprendía mi indecisión y que su cabeza se movía, lenta y temblorosamente, en señal de suplicante afirmación.
»—Mátala —murmuré.
»Ningún sentimiento afloró al rostro de Cannat, más bien pareció como si por fin le hubiera dado permiso para cumplir un trabajo molesto que quisiera solucionar cuanto antes. Se dio media vuelta, en cuanto hube pronunciado mi petición, y dijo:
»—Bien, necesito un alfiler para inaugurar esta nueva colección.
»Y empezó a buscar, arriba y abajo, entre todas las estalactitas y estalagmitas de la cueva, hasta que encontró una, larga, fina y afilada, que le pareció bien. Y, tras arrancarla, se acercó con ella hasta la mujer, y luego me miró, para ver si yo había comprendido sus intenciones. Y cuando se dio cuenta de que sí, lo mismo que ella, que gritaba presa de pánico, sonrió imperceptiblemente y, levantando la monstruosa arma, atravesó con ella a la mujer. Sus gritos se acallaron para siempre. Pareció morir instantáneamente, con aquello allí clavado, exactamente en el centro de su pecho, mientras la sangre manaba por todos sus orificios.
»Entonces solo recuerdo a Cannat sacudiéndome nerviosamente mientras yo estaba tendida en el suelo, y pronunciando mi nombre como si estuviera seriamente preocupado. Y yo sentía una incómoda humedad saliendo de mi cuerpo, y como si un charco tremendo se formara bajo él. Y me oía, entre sueños, diciendo: “El niño, Cannat, estoy rompiendo aguas”. Pero cuando entreabría los ojos me daba cuenta de que aún no había pronunciado las palabras. Y luego sé que Cannat me tomó en brazos y que, tras un espantoso ruido, la grieta se volvió un boquete y Cannat lo atravesó deprisa, pues la cueva comenzaba a derrumbarse.