VII

»Me había quedado dormida y no me desperté hasta la mañana siguiente. Bastante tarde, además, porque no amaneció un día claro, sino que las nubes impedían que el sol iluminase mi alcoba con la suficiente potencia como para obligarme a despertar.

»Qué oscuro estaba. Un día de lo más triste con aquellos nubarrones amoratados a punto de descargar sobre Florencia. Las cortinas seguían descorridas y la ventana abierta, tal como Cannat lo había dejado la tarde anterior, de modo que el fuerte viento penetraba a sus anchas, fresco y húmedo, en el interior de mi alcoba. Qué extraño día de Septiembre. Me levanté y cerré los ventanales. Estaba algo mareada. No acababa de acostumbrarme a que, en mi estado, debía levantarme muy despacio para evitarlo. Estaba deseando dar a luz. Volver a ser yo misma.

»De pronto el miedo arreció en mi interior en forma de una virulenta comezón hormigueando en mi estómago. ¿Dónde estaría Cannat?

»Anduve hasta la puerta y, armándome de valor, la abrí. Le encontré al otro lado, en el salón. Totalmente abstraído, permanecía reclinado sobre la mesa escritorio, sujetándose la frente con la mano derecha y asiendo con la zurda uno de los libros favoritos de Shallem.

»Era un libro muy costoso, encuadernado en cuero y con multitud de pinturas en su interior. Un ejemplar único. Pero Cannat lo tenía cerrado, y, sosteniéndolo por el lomo, lo deslizaba por debajo de su nariz como si pudiese extraer de él fragancias encantadoras. Le vi sonreír, perdido en sus visiones. Cannat no solo podía percibir claramente en aquel objeto el aroma de Shallem, que, en realidad, impregnaba la casa entera, sino que, además, podía revelar con perfecta nitidez cada una de las veces en que lo había tenido en sus manos. El momento y lugar en que lo adquirió, las sillas y circunstancias en que se había sentado a leerlo, los comentarios que me había dirigido al respecto. Cada objeto de la casa era una especie de moderno vídeo a través del cual Cannat obtenía las más diversas informaciones sobre nuestro pasado en aquella casa. Lo que sabía la alfombra, lo sabía Cannat. Los jóvenes asesinados por la espada de Shallem, los conocía Cannat, uno a uno. Las emociones que nos despertaba la contemplación de las valiosas pinturas colgadas de las paredes, las percibía él con mayor intensidad que si le fueran expresadas por nuestras palabras. Esto me lo había explicado hacía tiempo, y aunque ya, seguro, no había en la casa objeto alguno que no hubiera investigado y que pudiese mostrarle algo que aún desconociera, él seguía tratándolos como preciadísimos relicarios que le hablaban de Shallem una y otra vez con solo tocarlos.

»Parecía sumido en plácidos recuerdos. Utilizando un símil de hoy en día, su expresión era la del que se sienta en su sillón favorito a disfrutar, por enésima vez, de la película que tanto le gusta.

»Pero, de improviso, pareció despertar.

»Me vio.

»Su expresión se agrió, depositó con estrépito el libro sobre la mesa y se quedó mirándome, fijamente.

»—Arréglate —me ordenó hoscamente—. Voy a llevarte a comer.

»El tono de su voz era desagradable, pero la cólera ya se le había pasado por completo. No dije nada. Me retiré para hacer lo que me había mandado.

»Cannat se ocupaba de cubrir mis necesidades vitales con solicitud paternal.

»Me llevaba a los mejores locales, los que antes solíamos frecuentar con Shallem, y donde Cannat, espléndido en propinas y arrebatador en sus encantos, recibía un trato principesco. Allí me acomodaba en la silla, con sus distinguidos pero fríos y distantes modales, y pedía para mí los manjares que se le antojaban, por supuesto, sin incluir nunca carne en el menú y sin preocuparse de si me apetecían o no. Si se me ocurría protestar, alegaba que aquellos eran los que más me convenían en mi estado, y la discusión quedaba zanjada.

»Se preocupaba, así mismo, de llevarme a dar largos paseos por la ciudad y, a veces, también por el campo, dependiendo de su humor, pues esto lo consideraba tan necesario para mí como el alimento convencional.

»Nunca se despegaba de mi lado, ni siquiera a la hora de dormir y, por tanto, se acostaba en mi propia cama. Desde luego, al principio me sentía sumamente incómoda a causa de esto, aunque nunca me atreví a protestar, pero yacer con Cannat era lo mismo que hacerlo con una estatua de mármol. Nunca se quitaba la ropa ni se metía entre las sábanas ni, desde luego, dormía. Jamás deslizó descuidadamente sus dedos sobre mi piel o susurró una tibia palabra reconfortante a mi oído. Se limitaba a tumbarse junto a mí con los ojos dirigidos hacia arriba y las manos cruzadas sobre el pecho, en absoluto silencio, y, a menudo, no cambiaba de postura en toda la noche. No. Para Cannat no constituía ningún placer el vigilar mi sueño. Pero ni una sola noche dejó de hacerlo.

»Sin embargo, ni cuando nos quedábamos en casa, cada uno ocupado en sus propios entretenimientos, ni cuando me llevaba a tomar el sol, bogando lentamente en nuestra barquichuela sobre las tranquilas aguas del Arno, dejaba de mostrarse frío y lejano, ni me dirigía la palabra excepto en lo imprescindible, ni me ofrecía otras miradas que las de un profundo e inalterable desdén.

»Era como si hubiera recibido de su hermano el desagradable encargo de cuidar de su indefensa mascota, un conejito al que él detestaba porque le producía la más aguda de las alergias, pero al que no tenía más remedio que amparar. Me odiaba, pero no podía abandonarme porque yo era propiedad de Shallem.

»Y, sin embargo, aparte de esta hiriente frialdad, no había nada que pudiese recriminarle. A él, que, como me señaló un día, había perdido su preciada libertad para cuidar de una insignificante humana que le repelía. A él, que estaba día y noche pendiente de mí, en lugar de recorrer las camas de Florencia como un amante furtivo, las tabernas de sus calles como un borracho pendenciero o de vagar por todos aquellos fantásticos lugares del planeta que desbordaban mi imaginación. No. No había nada que pudiese reprocharle al sacrificado Cannat. Nada, hasta un día, claro, en que ni el hálito de Shallem que impregnaba mi ser le dio las fuerzas para soportarme más.

»Era demasiada tranquilidad, demasiado aburrimiento para su inquieto espíritu, siempre ávido de fuertes emociones. Primero empezó con pequeñeces, pero rompiendo, eso sí, la promesa que hacía tiempo le había hecho a Shallem de no asustarme con sus poderes.

»La primera vez que lo hizo era de noche y yo estaba durmiendo. Desperté súbitamente, como nos ocurre a menudo, sin justificación aparente, cuando alguien perturba nuestro sueño observándonos con fijeza.

»Y allí estaba: el ángel de la Anunciación de Fray Angélico con sus emplumadas alas multicolores, su media melena rubia y las manos cruzadas sobre el pecho, envuelto en un halo de luz.

»—Y el ángel del Señor anunció a Juliette —declamó con una melódica voz.

»Me quedé estupefacta; sentada en la cama, agarrándome a las sábanas, contemplaba el prodigio muda de admiración. Luego, el ángel levantó sus ojos vítreos hacia mí y, dirigiéndome un gesto burlón e insinuante, de pronto, desapareció, o, mejor dicho, se transmutó con tal rapidez que era imposible para el ojo humano percibir el cambio. Pero allí, en el lugar donde el ángel ficticio había estado, el real se retorcía entre risas histéricas.

»Yo estaba anonadada. Nunca había observado ninguna transformación tan espectacular, aunque sabía que podían llevarlas a cabo. Pero verlo con mis propios ojos… semejantes cambios de la materia… Fue mucho más duro que cuando la serpiente asomó por su boca, pues ahora no contaba con el abrazo protector de Shallem.

»Mientras Cannat se reía, yo me sujetaba el pecho tratando de calmar mi corazón desbocado.

»Me harté de insultarle, pero todas las presuntas ofensas que se me ocurrían le hacían una gracia indecible.

»—Oh, continúa, por favor —me pedía entre risas cuando yo terminaba con mi consabida sarta de injurias.

»Pero aquella primera vez fue solo el aperitivo que abrió el voraz apetito de malsana diversión de Cannat. Pues, una vez probado el primer bocado, ya no pudo parar.

»Sus miríficas transformaciones se sucedieron a diario durante un tiempo, arrancándome incontenibles alaridos de terror que a él le resultaban hilarantes. Se me aparecía bajo todas las formas que quepan en su imaginación: reptiles espantosos de cuya existencia yo ni siquiera conocía; entes mitológicos formados por una amalgama de distintos animales, reales o ficticios; cuerpos humanos… Recuerdo una vez en que permaneció junto a mí en el saloncito, durante toda una tarde, bajo la apariencia de una mujer.

»—Me encanta ser mujer —afirmó con una voz tan aguda y cristalina que únicamente en la entonación recordaba a la auténtica—. Una vez lo fui durante más de diez años. Pero no es un cuerpo tan práctico como el de un hombre…

»Pero un día…, Dios mío…, aquella fue su más odiosa metamorfosis. Un día se transformó en el propio Shallem.

»Lo vi en el umbral, con su melena oscura mal recogida tras las orejas, en un gesto tan suyo; sus dulcísimos y siempre húmedos ojos verdeazulados, que yo creía inimitables, con su amorosa expresión; sus labios, rojos y apetecibles como granadas exquisitas; la recia robustez de su cuerpo y su viril apostura, casi discordante con la delicada ternura que irradiaba su rostro. Sí, aquella era la imagen exacta de Shallem y, sin embargo, mi ser no se emocionó ante su aparición ni por un solo instante. No en vano un retacito de su alma avivaba la mía.

»—¿Por qué me haces esto? —le grité, al tiempo que me dirigía airadamente a su encuentro—. ¿Por qué me odias de este modo?

»—No necesitas mi respuesta —me contestó con la cálida voz de Shallem—. Sin embargo, te equivocas. Yo no te odio, realmente.

»Me acerqué a él lo máximo que pude. ¡Dios! Qué engaño más sofisticado y diabólicamente perfecto.

»—Porque si lo hiciera —continuó calmosamente—, habría acabado contigo hace ya mucho tiempo. ¿Sabes cuándo? El mismo día en que Shallem te llevó a su templo. Para entonces, yo ya sabía que acabarías siendo su juguete predilecto. Pero ¿por qué privarle de ese placer que tan caro le iba a resultar? Me gusta ver a Shallem enfrentado con el mundo, radiante de furia, preparado para la lucha. Y a él también le divierte. ¡A veces resulta tan monótono vivir eternamente en este insulso mundo de humanos! Son buenas cierta dosis de tensión y una pizca de emoción para desentumecer nuestras facultades divinas. Y eso solo lo proporciona la liza contra los nuestros, los dioses, los poderosos. Matar humanos carece de emoción. No hay un desafío real. Tú has sido el pretexto para una hermosa contienda, que, espero, tendrá las dimensiones adecuadas.

»Por otro lado, ¿cuánto puede durarle a Shallem el capricho por materia tan perecedera? ¿Los ochenta años que te ha prometido, como máximo? ¿Qué es eso en la infinita vida de un ángel? Puedo esperar.

»Luego volverá a mí, más hastiado que nunca de su existencia entre los hombres, lo mismo que ha hecho mil veces. Oh, sí, querida, ¿pensabas que eras la única? —me preguntó, sonriendo odiosamente.

»—Mientes —le increpé—. Solo quieres hacerme daño.

»—¿Puedes estar segura? —me interrogó, lanzándome una perversa mirada.

»—Sí, lo estoy. Dirías cualquier cosa con tal de verme sufrir.

»—De eso sí puedes estarlo —aseguró, y comenzó a hacer avanzar lentamente hacia mí su perfecto disfraz, y yo, temerosa de su encanto diabólico, retrocedí—. ¿Sabías que pudo evitar que tu cuerpo envejeciera, y no lo hizo? —me preguntó, pasándose el cabello por detrás de la oreja, como Shallem solía hacer—. Aún podría hacerlo, si quisiera. ¿Por qué no lo hará? ¿Eh? ¿Tú qué crees? —me había acorralado contra la pared, apoyando sus brazos sobre ella—. Pero ¿sabes?, espero que no se canse de ti antes de la fecha de tu muerte. Así tendré la oportunidad de desnudar mi hombro para que llore sobre él. Me encanta consolarle. ¡Es tan dulce! La más tierna de las obras divinas.

»—Y tú la más dañina.

»—Pero, querida mía, ¡aún no hablas con conocimiento de causa!

»—¿Cómo es posible que Shallem te quiera? —murmuré.

»—¿Cómo es posible que te soporte a ti? —gritó—. ¡Esa es la pregunta! —luego calmó su voz—. Mira mis labios —me rogó, con la más seductora de las voces de Shallem—, jugosos como fresas maduras. Son los labios que tanto ansías, los que tanto echas de menos. —Se inclinó hacia mí, hasta que aquella copia inmejorable del cabello de Shallem se deslizó como una cascada oscura deteniéndose sobre mi hombro. Y luego añadió susurrante—: Son los labios húmedos y cálidos de Shallem; los que tanto deseas. ¿No quieres besarlos?

»Por un segundo me asustó un fugaz anhelo de dejarme embriagar por la seductora ilusión.

»—Ser abominable —le espeté.

»—¡Juliette! —exclamó falsamente asombrado. Y, después, me preguntó con voz conmovedora—: ¿Es que ya no me quieres?

»—No me embaucarás, monstruo —le dije.

»—Oh, querida, no es lo que pretendo. No me negarás que no estás precisamente en el momento de mayor atractivo de tu vida —miró mi abultado vientre y sonrió con sarcasmo—. ¿De veras crees que a Shallem le importaría que copulásemos juntos? Te equivocas. Le encantaría.

»—Cerdo.

»—¿Cuánto tiempo crees que te recordará después de tu muerte? ¿Una semana? ¿Un mes? No sufras. Yo le ayudaré a olvidar. Yo le consolaré de tu pérdida.

»—¡Vuelve a tu ser, maldito!

»—Oh, no, querida, no te equivoques en eso. Tú eres la maldita. Yo soy un ángel. —Y sacudió la cabeza como si lo dijese con inocente convicción.

»—¡Adopta de nuevo tu auténtica forma o me iré! ¡Me iré, te lo juro!

»—¿Y a mí qué me importa si te vas? —gritó—. ¿Qué me importa lo que te ocurra? ¡Apártate de mi lado y no vivirás dos segundos!

»—¿Y si no me importa morir? ¿Y si me expongo a la muerte y esta me acepta? ¿Qué le dirás cuando Shallem te mire a los ojos y averigüe la verdad?

»—¿Y qué crees? ¿Qué se abalanzará sobre mí dispuesto a vengar a su amada, como en la obra de un teatrillo callejero? —gritó—. ¿Qué mierda piensas que eres para él comparada conmigo? Un pasatiempo de unos años; dulce y hermosa, pero pasajera compañía en su experiencia como mortal. Eso eres. No más. Criatura miserable y perecedera cuya carne apestará un día con hedor insoportable. Ni siquiera nuestros cuerpos se constituyen de la misma materia. Aborréceme si quieres, pero créeme cuando te digo que jamás llegarás a conocer, ni en superficie, al ser que tanto amas. No podría expresar en palabras humanas el tiempo transcurrido desde nuestra divina creación, somos parte del mismo espíritu, esencia de la misma esencia, y, aun así, ni yo mismo le conozco. Shallem es una criatura muy complicada; yo, en cambio, soy tremendamente sencillo, ¿no te parece?

»—Monstruo falaz —le insulté. Pero él solo soltó una risilla sardónica.

»—¡Qué lamentable falta de elocuencia sufres! —dijo.

»A la hora de acostarnos, Cannat, por hacerme daño, aún conservaba la apariencia de Shallem. Sus palabras acerca de la auténtica inmortalidad que este me había negado reverberaban en mi cerebro. Yo había creído en ellas. Shallem había podido evitar que yo envejeciese, que yo le abandonase, y no lo había hecho; no había querido hacerlo. Tal vez Cannat tenía razón, y Shallem sabía que, por más que ahora me quisiera acabaría cansándose de mí. Todo parecía apoyar esta idea, y yo no podía soportar la pena que me causaba. Cannat se tumbó de lado, junto a mí, y fue paseando su dedo índice por cada curva de mi trémulo cuerpo. Luego se acercó y depositó un beso en mi mejilla; hundió su rostro entre mi hombro y mi cabello y, con su brazo cruzado inocentemente sobre mi pecho, pareció quedarse dormido. El corazón me golpeaba en el pecho como un tambor.

»Cuando, después de aquel día, perdí, o fingí perder el miedo a sus horribles transmutaciones, Cannat se cansó de su juego.

»Estuvo tranquilo durante unos días, e incluso se mostró más amable conmigo. Me contestaba ampliamente cuando le preguntaba por la situación de Shallem, o si corríamos peligro inminente nosotros. También encontró gusto en pasear conmigo por el campo durante la noche y contarme historias fascinantes que usted daría su vida por conocer, pero que no viene al caso narrarle. Lo hacía con el mismo placer con que me instruía en el saloncito de casa cuando Shallem estaba, pero con más… con más intimidad, con mayor complicidad; no solamente como un modo de pasar el tiempo, sino como el padre que enseña al hijo los entresijos de la vida que cree ser el único en conocer.

»Tal vez el hecho de hacerme partícipe de los misterios que un mortal no debe conocer, o recordar durante su vida como tal, era para Cannat un modo más de fastidiar sutilmente a Dios. Quién sabe.