VI

»Final e inevitablemente, Cannat regresó una noche, con unas ropas extrañísimas y una alegría desconcertante, dispuesto a arrebatarme a Shallem de nuevo. A llevárselo de cacería.

»Y así sucedió. Shallem estuvo prácticamente apresado en la telaraña de su poderosa joie de vivre hasta una semana después.

»Faltaba un mes para que diera a luz. Me había tumbado en la cama después de comer, a reposar mi insoportable peso, y me quedé dormida.

»Cuando desperté, me alegré de ver a Shallem junto a mí, dormido también.

»Giré un poco para verle mejor, con todas las dificultades propias de mi creciente anatomía. Qué palidito estaba, casi lívido. Pero no importaba, seguro que no estaba enfermo. No quise reprimir el deseo de besarle. Me acerqué a su rostro y, al posar mi mano sobre él, interrumpí el ademán de aproximar mis labios a su mejilla. Algo inquietante me había sorprendido. Estaba frío. Gélido, como un pedazo de hielo. Él, que era la criatura más cálida que podía existir.

»Eso fue lo primero que noté, lo primero que me asombró. Pero no lo único. Su textura era indescriptible; me pareció haber tocado un cirio. Un pedazo de cera, duro, suave, frío y muerto.

»Mi primer y fugaz pensamiento fue que había abandonado su cuerpo, como a veces solía. Pero renuncié a él de inmediato. Jamás antes había tenido aquel horrible aspecto. Asustada, empecé a sacudirle llamándole a voces. “Shallem —decía—, Shallem, despierta. Shallem, vuelve, por favor”. Pero parecía exactamente un pesado y rígido cadáver. Sin embargo, aquello era completamente imposible, y, aunque yo lo sabía, estaba completamente aterrada ante la idea de haberle perdido de alguna manera.

»Me levanté dificultosamente de la cama para abrir las cortinas, y rodeándola, me puse de pie a su lado.

»Tenía las manos enlazadas en el pecho y las piernas juntas e inermes, como un muerto en su ataúd. No respiraba. Aquello no era sino un cuerpo humano agarrotado y vacío, y, a la luz del sol, observé claramente que tenía las manos y el rostro ligeramente cárdenos. Un cuerpo sin vida, sin la menor duda.

»Grité con todas mis fuerzas, suplicándole que volviera, preguntándole dónde estaba, zarandeando su cuerpo y apretando su rostro y sus manos, consternada.

»Cannat no tardó en acudir a mis gritos enloquecidos.

»—¿Qué pasa? —me preguntó sobresaltado.

»—¡Shallem está muerto! —le contesté. En mi inquietud no encontré otra forma para expresarlo, aunque sabía que no era exacto, que era imposible y absurdo, que no podía ser cierto.

»Cannat le miró un segundo y luego, alarmado, se lanzó sobre su cuerpo con el rostro descompuesto, los ojos desorbitados, los dientes fuertemente apretados, llamándole y sacudiéndole tan vanamente como yo lo había hecho. Parecía trastornado, horrorizado, tanto o más que yo lo estuviera.

»Siguió zarandeando exasperadamente el cuerpo de Shallem durante unos instantes, mientras gritaba su nombre y lo miraba sobrecogido y atormentado por su propia impotencia. Luego, de súbito, se apartó de él y se encaró conmigo con la expresión desencajada, los ojos congestionados, iracundo.

»—¡Tú! —rugió fuera de sí, apuntando su dedo contra mí como una amenaza—. ¡Tú, maldita, es tu culpa! ¡Tú le obligaste a hacerlo!

»Avanzaba hacia mí, encolerizado, con las manos extendidas, dispuesto a estrangularme.

»Loca de miedo y angustia, retrocedí unos pasos sin comprender nada de lo que estaba sucediendo o de lo que él había querido decir. Solo sabía que Shallem no podía estar muerto, pero que algo igualmente espantoso se infería de la monstruosa cólera de Cannat.

»Tardó un segundo en reducirme, en tenerme estrujada contra la pared atenazándome la cabeza con ambas manos y aplastando brutalmente mi prominente abdomen. Lancé un angustiado alarido de dolor y sentí como si fuera a reventarme por la presión de su cuerpo contra él.

»—¡Te lo suplico! —le imploré.

»—¡Tú, maldita! —repitió, con su voz imponente desgarrando mis tímpanos.

»A pesar de todos los consuelos de Shallem al respecto, yo estaba segura de que las fornidas manos de Cannat, ahora enroscadas como serpientes alrededor de mi cuello, no tardarían más de un segundo en apretar sobre él hasta quebrarlo como al caparazón de un insecto. Las sentí enrollándose, lentamente, cada vez con más y más fuerza, hasta hacerme percibir los primeros síntomas de la asfixia.

»Pero Cannat se resistía a apretar.

»Cerró los ojos en su lucha consigo mismo y luego, sofocado por el tremendo esfuerzo que para él suponía la renuncia a mi muerte, repentinamente, se apartó de mí.

»Mi desequilibrado peso me hizo caer al suelo en cuanto me soltó, y lancé un chillido descompuesto al sentir el golpe sobre mi vientre. Quedé tendida, llorando a gritos y quejándome del espantoso dolor que sentía.

»Inconmovible, sin prestarme la menor atención, Cannat regresó al lado del cuerpo de Shallem. Se quedó de pie, rígido, mirándolo grave y ásperamente como si ya no lo reconociera.

»—Estúpido y confiado —le oí mascullar, encogida sobre mi vientre.

»De pronto escuché un ligero estallido. Alcé la cabeza desde donde yacía para averiguar lo que había sucedido, y, tratando de incorporarme, me sujeté el vientre en erupción con ambas manos.

»Rompí a gritar frenéticamente. El cuerpo de Shallem ardía en fragorosas llamaradas.

»Cannat volvió su rostro hacia mí y me miró con infinito aborrecimiento.

»—Vuestro lecho será su pira funeraria —me hirió—. Muy apropiado. ¿No te parece?

»Yo clamaba, suplicante, entre ímprobos esfuerzos por acabar de levantarme, y presa de una tos cada vez más virulenta. La alcoba se había convertido en un fuliginoso horno crematorio inundado de humo irrespirable.

»Quería morir yo también. Ir a donde él hubiera ido. Me acerqué lo más que pude hasta las llamas gigantescas. El calor era insoportable. Apenas podía distinguir ya su cuerpo abrasado. Desaparecía de mi vista devorado por las rojizas lenguas de fuego.

»Y, de pronto, como si la corriente de gas que la alimentara se hubiese visto interrumpida, la enorme hoguera se extinguió. Súbitamente.

»Y allí, salvo el humo y el hedor, no quedó nada que pudiera delatar lo que había sucedido.

»Las cenizas no existían. Las sábanas estaban incólumes, frías incluso. La cama intacta, sin un solo tiznajo o quemadura.

»Mientras Cannat abría las ventanas yo me agarraba, gimiente, a uno de los postes de la cama.

»—Has destruido su cuerpo —sollocé—. ¿Cómo podrá volver ahora?

»—¿Su cuerpo? —dijo, acercándose a mí airadamente, mirándome con supino desprecio—. ¿No entiendes nada, verdad? Nunca has entendido nada. ¿Nunca has visto la muda de una serpiente? Eso es lo que acabo de destruir, un pellejo inútil y abandonado. ¿Pensabas que el cuerpo de Shallem era ese? ¿Un triste y blando cuerpo humano como el tuyo? No, querida mía, no.

»—¿Dónde está ahora? —le pregunté.

»—Tú debes saberlo —se burló—. Él te dio ese poder.

»—No lo sé, no sé nada —gemí—. Dímelo, te lo suplico.

»—Está bien. Te lo diré. Te gustará saberlo —dijo, acribillándome con la mirada—. Eonar le engañó. Le atrajo hacia sí con la falsa promesa de respetar la vida de vuestro hijo, y ahora lo retiene para impedir que esté a tu lado cuando el niño nazca y que pueda insuflarle su espíritu. Porque si lo hiciera, vuestro hijo sería completamente inmortal, invulnerable incluso para él.

»Me quedé traspuesta, anonadada. ¡Empezaba a conocer tan bien aquel estado!

»—¿No irás a ayudarle? —le pregunté en un murmullo.

»—No, querida mía —me contestó con irónico desdén—. Si te dejara, caerían sobre ti como plaga de langosta, y cuando Shallem volviera no hallaría ni tus huesos como reliquia. Me quedaré a tu lado. Te cuidaré mientras rezas porque Shallem consiga llegar a tiempo. Haré lo que él me pidió. Sí, él me lo pidió. Seré tu ángel guardián mientras pueda soportarlo. Pero, recuerda, estamos solos. ¡Y ahora apártate de mí o pondré a prueba tu inmortalidad!

»Me dejó allí, en aquella alcoba desierta, con el gélido terror punzando mis entrañas.

»Era media tarde y, conforme el humo se disipaba, la luz vespertina me permitía observar la habitación con toda claridad. Es curioso que cuando era más joven pensaba que las cosas horribles solo podían esperarnos emboscadas tras la desamparante oscuridad. Pronto aprendí que mientras las inofensivas pesadillas de nuestros sueños se constriñen a las tinieblas de nuestro cerebro, los terrores de la vigilia no distinguen entre la Luna y el Sol, ni se extinguen al abrir nuestros ojos a la luz; que los rayos solares no poseen influencia alguna sobre el transcurso del mal.

»Todo estaba en absoluto silencio. Un ligero olor a humo y un agudo dolor en mi vientre, únicos testigos que aún certificaban la veracidad de mis recuerdos.

»Me tumbé sobre la cama, a llorar y llorar hasta que mis ojos quedaron secos de lágrimas, recordando la dulce y expresiva mirada de mi amado que, quizá, no volvería a ver jamás, ahora que su cuerpo humano había ardido ante mis ojos. En cierto modo, pensé, lo había perdido para siempre. Aquellos labios que consideraba míos; aquella pequeña naricita suya, tan graciosa; aquella aromática melena en cuyo interior mis dedos no volverían a hundirse jamás; aquel pecho, cálido y adorable, donde nunca volvería a descansar mi cabeza.

»¿Qué aspecto tendría Shallem el día que volviese a mi lado? ¿Podrían despertar en mí sus nuevos rasgos las mismas emociones que el cuerpo que había amado? ¿Se asomaría su alma a su nueva mirada, hablándome en silencio desde ella, como siempre había hecho? ¿Inspiraría en mí, en definitiva, el sentimiento amoroso? Yo amaba su alma, sin duda, disociándola de su cuerpo como mil veces él me había exhortado a hacer. Pero ¿hasta qué punto era mi mente capaz de separar la materia del espíritu? ¿Podrían mis ojos inmortales, los ojos de mi alma, ignorar la visión ofrecida por los ojos de la carne?

»—Cuando digo te amo —me había susurrado Shallem—, es mi alma quien habla a la tuya a través de estos labios. Yo no soy cuerpo, como no lo eres tú. Ni tampoco lo es lo que yo amo de ti.

»—También yo, Shallem —le había contestado yo—. También yo amo tu alma.

»“Pero también la manifestación física de tu alma”, había pensado para mí.

»Me tumbé sobre la cama, exhausta. Ahora estaba sola. Abandonada indefensa a los dudosos cuidados de Cannat; del monstruo que era Cannat.