V

»Cannat desapareció durante muchos días. Ya lo había hecho en otras ocasiones, en realidad. Después, regresaba contando historias fantásticas sobre lugares exóticos de los que yo nunca había oído hablar, y sobre regiones inexploradas del nuevo mundo donde decía reinar como un dios.

»Pero esta vez tardó mucho más tiempo del habitual en volver. No creo, sin embargo, que esta demora estuviese en modo alguno relacionada con aquella fuerte disputa. En primer lugar, porque Shallem y él estuvieron en continuo contacto espiritual, o como quiera llamársele, y en segundo lugar, porque no había mortal, o causa de mortal, en el mundo capaz de enturbiar, por más de unos instantes, su apasionado amor.

»Shallem le informaba cada día sobre la marcha de mi embarazo, sobre los sacrificios que seguía realizando y sobre si percibía o no alguna presencia que usted y yo denominaríamos sobrenatural.

»Yo estaba encantada con la marcha de Cannat. Le odiaba a muerte. Estúpidamente, le hacía responsable de casi todos mis males. Pero era injusto, yo lo sabía. Lo único que él había hecho, lo que había hecho siempre, egoísta y, a menudo, cruelmente, era abrirme los ojos a una realidad que ya estaba ahí antes de que él apareciera, una realidad de la que Shallem había tratado, tan ingenuamente, de protegerme.

»Fue maravilloso volver a estar a solas con Shallem, día y noche. Aunque, lamentablemente, mi avanzado estado me impedía llevar a cabo las mismas gozosas actividades de siempre, como montar a caballo o trepar por las colinas, Shallem me llevaba muchas veces, en brazos o en barca, a los preciosos enclaves desde donde solíamos contemplar el crepúsculo o, simplemente, las techumbres de la ciudad. Allí me descubría las maravillas de las flores silvestres en toda su belleza, y las asombrosas costumbres de los insectos y pequeños animalitos en los que la humanidad apenas suele reparar.

»—¿Ves la cúpula de la catedral, allá a lo lejos, en toda su magnificencia? —me decía con una pequeña hormiga explorando la palma de su mano—. Pues la grandeza de esta pequeña criatura viviente es millones de veces mayor que la de cualquier posible obra humana. Miles de hombres serían capaces de reconstruir esa catedral, si yo la derrumbara. ¿Pero quién entre ellos sería capaz de devolverle la vida a este animal? No hay vida humilde o inferior a otra, porque, aunque muchas son capaces de arrebatarla, ninguna es capaz de devolverla.

»Y Shallem volvía a ser mío, única y exclusivamente mío. Y se convertía de nuevo en un ángel; en mi ángel de dulces, rebeldes y melancólicos ojos verdeazulados. Todo para mí.

»Cuando no salíamos de casa, un profesor me daba lecciones de todas las artes incluidas en el trivium y en el cuadrivium, además de italiano, y otros me enseñaban a tocar el clavicordio y a dibujar. Sin embargo, mis pensamientos estaban tremendamente lejos mientras los profesores impartían sus lecciones. No habíamos vuelto a hablar ni una palabra más acerca de lo sucedido aquella noche, pero había mil cuestiones que hubiera deseado preguntarle, y, si me reprimía, era solo por miedo a ver sus ojos de nuevo húmedos de dolor por causa mía.

»Y a estos pensamientos se añadieron otros igualmente torturantes. Comencé a tener miedo. Un miedo vago, todavía, pero que se vislumbraba como una auténtica promesa de terror. Un miedo del que Shallem me había advertido y que luchaba por ocultar a su alma omnisciente. Pero la fecha había quedado grabada a fuego en mi memoria: 7 de Agosto de 1600. El día de mi muerte. Y no era solo la muerte en sí lo que me aterraba, sino la larga, larguísima y, un día, penosa y decadente vida que me aguardaba.

»Pero yo no quería morir. No mientras Shallem estuviese a mi lado y yo pudiese sostenerme sobre mis pies aunque fuese con su ayuda.

»Cada noche le preguntaba por Cannat. Dónde estaba y, sobre todo, cuándo pensaba volver. Y cada noche suplicaba, a un Dios que debía condenar mi atrevimiento, que Cannat no volviera jamás. Que no apareciera sorpresivamente al día siguiente, o le encontrásemos en casa a la vuelta de nuestros paseos, destrozando mi paz y felicidad.

»Cuando, una noche, le hice esas mismas preguntas por enésima vez, estando en la cama, su mano se posó serenamente sobre mi vientre y sentí sus cálidos besos de consuelo sobre mis mejillas.

»—Nunca temas ningún daño de Cannat, Juliette —me susurró—. Jamás te lo causará. Puede que trate de asustarte, no puede controlarse aunque lo intenta, pero cuidaría de ti, lucharía por ti, si fuera necesario.

»—Sí —le respondí—. Entre otras cosas porque eso le divertiría enormemente; sería una excitante novedad para él.

»—Entre otras cosas —se rió.