IV

»Shallem y Cannat pasaban a veces largos períodos de tiempo mirándose a los ojos, mudos y absortos el uno en el otro. Se contemplaban embobados como un dios a otro dios, como el amante a su amado, como el padre al hijo. Con admiración, con deseo, con orgullo.

»En aquellos momentos el mundo parecía eclipsarse a su alrededor, y yo, por supuesto, ni siquiera existía.

»Shallem le quería más que a nada en el mundo. Esto lo había sabido yo desde el momento en que los vi juntos por primera vez. No. Miento. Lo supe mucho antes. Me había bastado contemplar su rostro cuando me hablaba de él mucho tiempo antes de conocerle, descubrir el orgullo que sentía, la añoranza que padecía en su ausencia. Todas las penas que lo acosaban, la amargura nocturna en su corazón, el temor por la suerte de nuestro hijo, todo quedó relegado a un segundo plano cuando Cannat apareció.

»Y Cannat llamaba a Shallem su “esencia de Dios”, su “suspiro divino”, y él, a quien encantaban estos apelativos, a veces se lanzaba sobre su hermano, devolviéndoselos en forma de besos, y otras, se dejaba amar con arrobadora indolencia, e, incluso, con graciosa y dulce altanería.

»Y Cannat le adoraba con sumisa devoción.

»Se mostraba con él como su padre, su amante, su amado, su hermano, su maestro, su guía, su protector, su dios y su esclavo. Todo a la vez. Una mezcla equilibrada y perfecta.

»Y Shallem caía rendido en sus brazos como en los de un Titán omnipotente y reposaba en la tranquila seguridad de su fortaleza.

»Se puede decir que para Cannat y para mí Shallem era el centro de nuestras vidas. Nuestro amado. Y también el nexo que nos unía. Y así ocurrió hasta el fin.

»En cuanto a mí, Cannat me atraía hacia su persona con la misma intensidad que la tierra hacia su centro.

»Créame, padre, que esa atracción era algo que un ser humano no podía evitar. Cannat desprendía una invisible fuerza magnética a la que era imposible sustraerse. Fuéramos donde fuésemos, todas las miradas se dirigían hacia él. Disponía de una corte de admiradores. Y las mujeres… ¡Cuántas mujeres iban tras él! ¡Cómo le acechaban las alcahuetas en la oscuridad de la noche, con las cartas de amor de sus señoras esperando respuesta! ¿Y cómo iba él a negar satisfacción a una dama? Sin duda visitó los lechos de todas las florentinas.

—¿Las mataba después? —preguntó el padre DiCaprio.

—No. No por norma, al menos. Le gustaban demasiado las mujeres.

El sacerdote exhaló un suspiro de alivio.

—Entonces —inquirió de nuevo—, ¿Shallem se dejaba arrastrar totalmente por él? Disfrutaba con sus crímenes como nunca lo había hecho, según entiendo.

—No. No es así. Con lo que Shallem disfrutaba realmente era con la compañía de Cannat. Cannat era vital y arrollador. La vida en la Tierra le parecía fascinante y divertida, y el hecho de que el hombre la hubiera invadido no era sino un motivo más de diversión para él. El hombre era, según sus propias palabras, un juguete de los ángeles, “su juguete”. Él siempre había sabido adaptarse a los cambios en su vida. Poseía una portentosa capacidad de reacción, todo lo contrario de Shallem. Shallem jamás llegó a aceptar el abandono de Dios, nunca se resignó a la invasión del hombre, a su propio encierro terrenal, a su soledad. Cosas, todas ellas, que para Cannat constituían pura satisfacción. Lejos de ser una cárcel, la Tierra era “su reino”, su lugar de esparcimiento y solaz, y la aparición de la humanidad sobre ella, un acontecimiento providencial; su pasatiempo, sus muñequitos vivientes siempre dispuestos a retozar con él, a procurarle distracción, a causarle regocijo. ¡Y qué divertido era jugar con ellos! Y las mujeres… ¡Ah, las mujeres! Deliciosas bacantes al servicio de sus orgías. Adoradoras incondicionales eternamente postradas a sus pies. ¡Pero si el mundo entero era una fiesta!

»Cannat hallaba placer en todo cuanto albergaba la Tierra. Sin duda, no debía existir sobre ella criatura más proclive a la felicidad que él. Dios sabía lo que hacía cuando lo creó.

»Amaba el cielo azul de los días cálidos y despejados, cuando el sol lucía, plácido y radiante, incitando a la calma total. Pero se extasiaba en la contemplación de los silenciosos fucilazos de las noches de estío, o en la escucha del fragoroso tronido de los relámpagos en la lóbrega tormenta invernal.

»Amaba la paz del día, los tranquilos paseos por la ciudad, nuestras charlas, nuestros silencios, los enormes edificios llenos de tesoros y bellezas que nunca se acababa de conocer. Nunca menospreciaba los valores del hombre como artista. Nunca, en ninguna de sus diversas manifestaciones. Muy al contrario. Era fácil escucharle ponderando las virtudes de tal o cual obra, alabando determinadas creaciones, o elogiando la labor de algún maestro. Cannat admiraba la obra del hombre. De ese mismo hombre a quien, en las lizas nocturnas, se complacía en aniquilar despiadadamente.

»Le encantaba la hermosura de los trajes principescos, la suave pomposidad de las holgadas telas, sus vivísimos colores, el gallardo y solemne aspecto que le otorgaban.

»Todo, humano o divino, parecía haber sido creado para satisfacer el goce de sus sentidos. Incluso el de aquellos que, según podríamos deducir de su propia naturaleza, no hubieran necesitado ser satisfechos, como, por ejemplo, el gusto.

»Pero, hallaba una fruición indecible en la degustación de los vinos. A menudo nos llevaba a Shallem y a mí de taberna en taberna, algunas de ellas desagradables subterráneos parecidos a cuevas, catando un caldo en esta y otro en aquella, sin parar de ensalzar, entusiasmado, el bello color del morapio, su exquisito e intenso aroma, y la forma en que deleitaba su paladar. También éramos conocidos en las mejores posadas florentinas, donde Cannat se repapilaba con deliciosos manjares en los que nunca la carne era uno de sus ingredientes.

»—¿Cómo puedes comer eso? —me preguntaba, con la más exagerada mueca de repugnancia deformando su rostro—. Seres formados de tu misma materia. ¿No ves que el hombre no necesita alimentarse de carne? Fíjate en tus dientes. ¿Acaso te parece que son adecuados para despedazar la carne?

»—A veces siento la necesidad de ella —le contestaba yo.

»—Sí —puntualizaba con cáustica desaprobación y expresión de desprecio—. Como el vampiro de la sangre de sus víctimas.

»Aquellos reproches me resultaban sumamente incómodos y humillantes. Tanto como las numerosas pullas que me lanzaba con ánimo de zaherirme, aprovechando cualquier ausencia de Shallem, y que tanto dolor me causaban.

»Porque, cuando Shallem no estaba presente, Cannat, con expresión maligna y acerva, disfrutaba mortificándome de mil pequeñas maneras. Eran múltiples las asechanzas que tramaba contra mí, y de las que nunca me atrevía a hablar por temor a sus represalias o a caer fulminada bajo sus severas miradas. Pero, cuando Shallem reaparecía, sus angelicales ojos azules volvían a mirarme con engañoso y fingido afecto, volvía a simular confraternizar conmigo, a aparentar preocupación por mi estado, pese a que Shallem, bien lo sabíamos todos, conocía perfectamente sus auténticos sentimientos.

—Pero, entonces —se interesó el sacerdote—, las veces que buscaba su compañía, apartando, incluso, a Shallem, para contarle todas aquellas cosas, ¿por qué lo hacía?

—Él nunca había tenido oportunidad de conocer a fondo a un ser humano, de hablar con él como lo hacía conmigo, de profundizar en sus emociones, en sus sentimientos, en su visión del mundo, de engañarle y jugar con él solo verbalmente, en la tranquilidad familiar de nuestro salón. Además, como ya le he dicho, le gustaba seducirnos, deslumbrarnos, adueñarse de nuestra voluntad. Hasta que me conoció a mí, jamás había tenido oportunidad de intentarlo mediante el mero uso de la palabra, en un tête à tête como los que mantenía conmigo. Para él era una situación totalmente nueva y emocionante el ver los atónitos ojos de asombro de un ser humano contemplándole extasiados y no aterrados, mientras le desvelaba los enigmas de lo incognoscible mediante aquella fogosa elocuencia suya de regusto latino y llena de labia pero que, a veces, se convertía en un sermón tan pesado y ampuloso como el de un sacerdote.

»Porque le gustaba practicar su oratoria, entrenarse, cambiar de registro, escoger el lenguaje de acuerdo con el determinado tono de voz más adecuado para expresar, para interpretar su narración. Inflexionaba la voz, esa sublime voz penetrante y melodiosa, con la perfección del mejor actor, siempre en el momento oportuno, para mantenerme escuchando, en vilo y con la boca abierta, sus increíbles narraciones.

»El hablar conmigo era una diversión más de las muchas que le ofrecía la vida; y era novedosa y le permitía desarrollar su fecundísima imaginación, fantasear. Yo era su público.

»—¿Sabes quién es Zeus? —me preguntó un día, con los ojos muy abiertos.

»—Desde luego —le respondí—. El dios de dioses de la mitología griega.

»—No te pregunto eso —precisó—. Ya sé que sabes lo que saben los demás —silabeó lenta y claramente—. Te pregunto si sabes QUIÉN —remarcó— es él.

»Por entonces ya conocía a Cannat lo suficiente como para adivinar la respuesta que me estaba insinuando, pero quise jugar con él.

»—¿Jehová? —le contesté con mi más estúpida expresión.

»—¡Ah! —espiró—. Te conozco. Sabes perfectamente lo que quiero decir —aseguró—. Sí. Yo soy Zeus. O lo fui, mejor dicho, hasta que perdí el interés. ¿Y quieres saber quién fui antes?

»El tono de su voz se había elevado peligrosamente. Esperaba mi respuesta, como si la necesitara, inclinado sobre mí con las manos apoyadas en los brazos de mi silla y su cara de bellísima fierecilla muy cercana a la mía. Miré a Shallem. Estaba ocupado cepillándose una chamarra de terciopelo turquí y no parecía prestarnos atención. Pero estaba. Con eso me bastaba para sentirme aliviada y a salvo.

»—Sí —afirmé.

»—Te lo diré —me respondió, feliz de poder explayarse a sus anchas. Se apartó de mi silla y recorrió la habitación con las manos enlazadas y los ojos elevados, pensativo—. Hace tiempo, mucho tiempo para una vida mortal —comenzó, con el tono misterioso del abuelo que intenta mandar a los nietos a la cama asustándolos con un cuento de terror—, cuando las mujeres no eran las bellezas que son hoy —me sonrió—, y casi ni siquiera podían recibir el nombre de tales, los ángeles, todos los ángeles —aclaró, mirándome—, nos paseábamos libremente por la Tierra entre aquellas horribles y peludas bestias que caminaban encorvadas, pero que eran capaces de encender fuego frotando dos pedazos de pedernal, provocando así espantosos incendios que nosotros habíamos de sofocar, y de desgarrar los cuerpos de sus víctimas mediante útiles de piedra que ellos mismos elaboraban, pues no disponían, al contrario que los animales carnívoros, ni de la dentadura ni de la fuerza apropiadas para asesinarlas y devorarlas.

»Y aquellas salvajes criaturas, admiradas ante la contemplación de los ángeles y de los pequeños milagros con los que estos trataban de impresionarles con el fin de dominar su violencia, de inmediato les reconocieron como seres divinos, seres superiores más allá de toda explicación.

»Y más adelante, cuando algunos de los Hijos de Dios cometieron la imprudente equivocación de donar su propia semilla a las hijas del hombre, en la creencia de que, instaurando en él su propia esencia divina, disminuiría su crueldad, el hombre aumentó, rápida, prodigiosa y peligrosamente su inteligencia, a causa de ello.

»Y algunos de entre ellos aprendieron a sacar provecho a sus creencias, a alentarlas y ampliarlas con ideas supersticiosas que se inventaban con el fin de erigirse ellos mismos en semidioses de los temerosos y crédulos miembros de sus tribus. Así nacieron los brujos, los adivinos, que pretendían ponerse en contacto con sus dioses mediante estrambóticas y enloquecedoras danzas, coadyuvados por pócimas alucinógenas preparadas con jugos de plantas, que les hacían ver las más horribles y fantasmagóricas visiones, que ellos interpretaban como mensajes de los dioses, a pesar de que los ángeles habían abandonado ya, disgustados y vencidos, los territorios ocupados por las indómitas bestias.

»Y así nacieron en el hombre las ideas acerca de lo sobrehumano, de lo sobrenatural, de lo divino.

»Más tarde, cuando solo los ángeles rebeldes permanecíamos sobre la Tierra, el hombre comenzó a reproducirse en cantidades extraordinarias, y sus tribus se extendieron a lo largo de todo el globo, como si, deliberadamente, anduviesen tras los pasos de los dioses.

»Y los encontraron.

»¡Y qué tentación suponía para estos el satisfacer las quimeras de los ilusos, el acercarse hasta ellos, transformados, en ocasiones, en seres de apariencia fabulosa e imposible con tal de fascinarlos! ¡Observar, espeluznados ellos mismos, los sangrientos sacrificios, las cruentas inmolaciones y los despiadados holocaustos, nunca exigidos por los dioses, pero que el hombre les ofrendaba entre cantos de júbilo y bailes desenfrenados! Bárbaro, sádico animal el hombre.

»¿Y qué ángel hubiera podido resistirse a la sutil venganza que suponía el exterminio del hombre a manos de sí mismo? ¿A poder disfrutar de la matanza, con la burla mayúscula que suponía la observancia del divino precepto: “Jamás destruyáis la vida sobre la Tierra?”. Porque ellos jamás mataban, jamás hacían daño alguno a sus fanáticos veneradores. He ahí la sorna, la artimaña con que se burla la ley, y, por ende, el sarcasmo. “Te lo dijimos, oh, Padre, que el hombre acabaría con cuanto alienta en la Tierra, pero, con suerte, acabará antes con su propia especie. ¿Dónde hay otro animal que, como él, devore en un orgiástico festín las entrañas de sus hijos? Nosotros no le forzamos. Nosotros no se lo pedimos. Es de él de quien emana la lacra, de quien surge la aberrante perversión. Él es el maligno. ¡Oh, animal perturbado e indigno de nuestro reino!”.

»Cannat interrumpió su discurso. Shallem llevaba un rato sentado elegantemente sobre la otra silla Dante, dos eses cruzadas de exquisita proporción y de frágil apariencia bajo su robusto cuerpo. Estaba escuchando a Cannat tan atentamente como yo. Tranquilo y alegre. Con sus brazos descansando laxamente sobre los de la silla. Con algunos mechones de su rebelde cabello, tan oscuro y brillante, escapados del lazo en que los había apresado para cepillar su ropa más cómodamente, y cayendo, libres, sobre su divino rostro, acariciando suavemente las dulcísimas cejas, atravesando los seductores y varoniles pómulos, atreviéndose a penetrar, incluso, entre la tentadora y delicada línea de sus voluptuosos labios de color albérchigo. Sus graciosas y oscuras pestañas se agitaban, coquetas, sobre las húmedas y risueñas pupilas verdeazuladas. Cannat abrió la cortina del salón y, de pronto, el sol cayó de lleno sobre ellas, iluminándolas y llenándolas de vida.

»Cannat y él se miraban con complicidad. Quise levantarme, harta de permanecer en la misma posición durante horas, y apoyé las manos en los brazos de mi silla. Hice fuerza, pero me resultó absolutamente imposible levantar mi pesado y torpe cuerpo. Probé de otra manera, me impulsé hasta el borde de la silla para después, haciendo alarde de todo mi vigor, tratar de incorporarme. Pero, maldita sea, no podía. Mi vientre hipertrofiado me pesaba toneladas. No podía reconocer ni manejar mi propio cuerpo. Les vi de reojo, contemplando, con seriedad, mis denodados esfuerzos. Al punto me detuve. Me sentí ridícula, humillada; aún más prisionera de mi propio cuerpo de lo que nunca lo había estado. Pero debía calmarme, aguantarme. Al fin y al cabo, era nuestro hijo el que crecía en mi interior.

»—¿No vas a seguir? —le preguntó Shallem con su relajante voz.

»Pero Cannat no contestó. Me miraba absorto, extasiado, con abierto aire de extrañeza. Solo por un segundo detuvo sus ojos en el sudor de mi frente, en mis manos inflamadas por el exceso de sangre. Luego se acercó a mí con el rostro tremendamente sorprendido, como si hubiera visto algo sobrenatural, algo que yo misma no podía adivinar. Se detuvo a mi lado sin dejar de mirarme, ya con evidente fascinación.

»Vi su mano derecha levantarse, muy lentamente, tanteando en el aire algo que parecía mirar fijamente. Después levantó la izquierda sin mutar su cara de asombro, adelantándola, girándola sobre sí misma, como si la hubiera hecho penetrar bajo una cascada invisible en cuyas aguas disfrutara bañándola.

»Contempló sus manos, su cuerpo, miró a nuestro alrededor con la expresión de estupefacción de quien no da crédito a sus ojos. Sea lo que fuere lo que veía, ambos estábamos inmersos en ello.

»—¡Mira, Shallem! —musitó con asombrada gracia infantil, sin desviar la vista—. ¡Estoy dentro de ella! ¡Es inmensa! ¡Y tan hermosa…!

»Yo estaba aún más perpleja de lo que él parecía estarlo. Me miró fijamente. Sus ojos tan desbordantes de emoción como los de quien, por primera vez, descubre el placer de lo prohibido. Mientras yo, aturdida y paralizada, continuaba hundida en la silla mirándole atónita, extendió su brazo hacia mí, cuan largo era, señalando mi vientre, la palma de su mano inclinada sobre él a un metro de distancia. ¡Y la sentí! ¡Dios mío, la sentí sobre mi vientre tan tersa y cálida como si ni la distancia ni la ropa existiesen! Me asusté y me revolví en la silla ahogando un grito en el estómago. Y, entretanto, la sensación seguía allí, lo mismo que la mano de Cannat, tan tensa, crispada y endurecida como si realmente me estuviera tocando.

»—¡Shallem! —supliqué.

»—Tranquila —musitó Cannat de inmediato.

»Y su mano se movió en el aire y la sentí deslizarse sobre mi piel como si estuviera desnuda.

»Desesperada, traté por todos los medios de levantarme, pero entonces su mano se alzó ligeramente en el aire y sentí ahora una opresión insoportable sobre mi pecho que me clavó contra la silla. No podía mover un solo músculo. No podía hablar. No podía respirar. Solo mis ojos de espanto denotaban vida en mi ser.

»—¡Cannat, basta! —Shallem se había levantado colérico de su silla y avanzaba a grandes pasos hacia Cannat.

»—¡Suéltala de inmediato! ¿Me oyes? —gritó.

»Pero Cannat no oía nada. Parecía totalmente abstraído, como si para él el mundo se hubiera reducido a nosotros dos. Yo estaba al borde de la asfixia cuando Shallem le golpeó con todas su fuerzas, separando su energía sobrehumana de mí.

»Mientras Shallem me levantaba de la silla, abrazándome contra su pecho, vi cómo Cannat se golpeaba la cabeza contra la repisa de mármol de la chimenea. Un golpe fatal. La sangre comenzó a manar de su cráneo como el agua del caño de una fuente.

»Sofocada y aterrada como estaba, no pude gritar. Le miré con los ojos extraviados intentando, con mis torpes gestos, atraer la atención de Shallem sobre él.

»Shallem se volvió para mirarle.

»El charco alrededor de su cuerpo era desproporcionado y él había quedado tendido bocarriba tan inmóvil como un cadáver humano.

»—¡Ya basta, histrión! —le gritó Shallem. Nunca antes le había visto tan declaradamente enfadado.

»Cannat no dio señales de vida. Un hombre hubiese muerto instantáneamente, no había duda, pero él no era un hombre.

»De repente, algo pareció moverse en su interior. Su estómago yerto se abombó igual que si un duende caminara por su interior tentando las paredes en busca de una salida. Su garganta se movía como si de pronto la tráquea hubiese cobrado vida propia y quisiera escapar a través de la carne. Algo abultado se abría paso esforzadamente hasta su boca. Una pequeña cabeza verde emergió curiosa entre sus labios pálidos y amoratados. Vi su cuerpo escamoso y cilíndrico; su oscilante lengua bífida sibilando; sus ojillos elípticos escudriñando la habitación mientras se alzaba lentamente desde el nido de la boca de Cannat. Y grité. Grité con toda mi alma.

»La serpiente consiguió evadirse del cuerpo de Cannat y comenzó a zigzaguear en nuestra dirección. Me abracé a Shallem desesperadamente y, por encima de mis propios gritos enloquecidos y de mis mórbidos pensamientos, escuché los alaridos de Shallem.

»—¡Pon fin a esto de inmediato, Cannat! ¿Qué demonios pretendes, maldito bufón?

»Y la serpiente, erguida e inmóvil, nos miraba con sus ojuelos astutos y penetrantes sin dejar de agitar su extraña y sibilante lengüecilla.

»—¡Basta! —gritó Shallem nuevamente.

»Y, súbitamente, la serpiente desapareció. Se disipó en el aire. E, instantáneamente Cannat, sonrosado y lleno de vitalidad, se incorporó estallando en carcajadas.

»Cuando se puso en pie y se dirigió hacia nosotros, sus chorreantes ropas formaron un reguero de sangre tras sus pasos. Mi alfombra quedó empapada por la estela del indeleble tinte rojizo. Y él no dejaba de reír.

»—¡Vamos, Shallem! —dijo en medio de sus risotadas—. ¡Pero si solo era una broma! ¿O es que ya no te acuerdas de quién me enseñó ese truco? No parecías tan considerado hace diez mil años, cuando volábamos tras aquellos infelices con nuestras enormes alas negras bien extendidas —dijo, agitando sus brazos como alas y mirándome fijamente—, y nuestras lenguas de serpiente de afilados colmillos venenosos preparadas para inocular. Y la idea fue tuya, ¿recuerdas?

»Shallem pareció sentirse incómodo. Yo todavía temblaba, contemplando, atontada, la ensangrentada pelambrera rubia de Cannat, su boca, en la que nada sobrenatural se veía ya, repitiéndome las inverosímiles palabras que acababa de escuchar, negándome a creer lo que había visto, lo que había oído.

»—Lengua viperina… —le increpó Shallem.

»Supongo que lo dijo sin recapacitar en su significado exacto, que le salió espontáneamente sin más, como una frase hecha. Pero el caso es que a Cannat le hizo una gracia indecible. Parecía que nunca iba a acabar de reír, tropezándose estúpidamente con todos los muebles.

»Entretanto, el sol brillaba indiferente sobre el charco de sangre, recordándome la escena que acababa de tener lugar, certificando que realmente había sucedido, que no era mero fruto de mi exaltada imaginación, o un engaño de la memoria como probablemente me empeñaría en creer poco tiempo después.

»Shallem, ángel protector, ángel cuyos dientes venenosos habían horadado el cuello a miles de mortales, me sostenía contra sí amparándome de cualquier posible peligro.

»Miraba ceñudo a Cannat. Furioso.

»Por alguna razón, su expresión o la forma protectora en que me abrazaba, tan humana, acrecentaba aún más la risa perturbadora y demencial de su hermano. Cayó derrengado sobre una silla, doblándose en un vano esfuerzo por detener las carcajadas.

»—¡Te lo advierto, Cannat —le gritó Shallem—, ya basta!

»Cannat hizo tremendos y sinceros esfuerzos por callarse. Poco a poco, la risa se convirtió en leves hipidos llorosos. Se apretaba el vientre, como si le doliera. Encorvado sobre su estómago, exhausto, al fin se calmó. Pero pasó de la risa a la más extrema gravedad. Miró a Shallem con los ojos desorbitados, el ceño fruncido, mostrando los dientes de marfil como haría una fiera presta a atacar.

»Se levantó de un salto de la silla dirigiéndose a nuestro encuentro.

»Sentí los brazos de Shallem apretándose en torno a mí. A mí, que me sentía desfallecer; a mí, cuyo inflado vientre me impedía hundir la cabeza sobre su pecho, como era mi deseo.

»—¿Me adviertes QUÉ? —rugió Cannat—. ¿Qué harás si no me porto bien? ¿Me pegarás? ¿Me matarás? —Estaba muy cerca de nosotros. Podía percibir las vibraciones de su terrible vozarrón retumbando en mi cabeza al tiempo que, asustada, le veía gesticular furiosamente—. ¡Estoy harto de tu ridícula jerga humana! ¡Me das pena, Shallem! ¡Pena! Convertido en patético ángel de la guarda… —Me señaló desdeñosamente—. ¿Hasta dónde piensas llegar? ¡Mírate a ti mismo! Abrazado a una mortal… —gruñó con desprecio—. Encadenado a una mortal a quien insuflaste tu propio espíritu.

»—¡Iba a morir! —exclamó Shallem, en lo que reconocí como un auténtico grito de justificación.

»—¿Y qué si iba a morir? —gritó Cannat, agitando sus puños cerca de mi rostro—. ¡Debía morir, Shallem! Así sucede con los mortales. Es su bendito destino. Y ella lo es. ¿Recuerdas? —Se detuvo y me miró durante un inquisitivo instante—. O lo era… —musitó después—. ¿Qué la ocurrirá ahora, Shallem? ¡Contesta! ¿Qué ocurrirá con ella? ¿Podrá morir? ¿Cómo? ¿Cuándo? Respóndeme si puedes, Shallem. ¿Puedes?

»—¡Sí! ¡Podrá hacerlo en cuanto devuelva a mí mi espíritu! —estalló Shallem.

»Una parte de mi martirizado cerebro no estaba allí Se había escapado, dulce y gentilmente, de mí. Se había dormido, evadido, esfumado. Y aquella parte me llevó consigo. Pensé que no estaba allí realmente, que aquello no estaba teniendo lugar, que no era más que un sueño meándrico y aterrador, una pesadilla enloquecedora en la que estaba perdiendo la razón, pero de la que, tarde o temprano, acabaría por despertar.

»—¿Cómo puedes estar seguro, Shallem? Nadie lo ha hecho antes que tú —decía una voz completamente desquiciada e irreal—. ¿Y qué es ella ahora? —se esforzaba la voz por entrar en mi mundo—. ¿El producto de tu experimento, de tu egoísmo? ¿Qué será de ella si no puede morir, si su cuerpo sigue y sigue envejeciendo durante cientos de años hasta caerse a pedazos? ¿Seguirás tú a su lado entonces? ¿Soportarás la visión de tu obra? ¿Estarás, siquiera, allí para verlo? Deberás estarlo, Shallem, ¡para recuperar lo que te pertenece!

»—¡Una palabra más y desapareceré de aquí para siempre! ¿Me oyes? ¡En este mismo instante! —gritó Shallem desesperado, incapaz de escuchar en voz alta las cuestiones que, sin duda, él mismo se habría planteado.

»Y yo, una mujer en trance, los escuchaba como si nada de lo que decían tuviera ni la más vaga relación conmigo.

»—Tuya es —condescendió Cannat quedamente—. Y tú, Shallem, no solo compartes el infierno con el hombre, ¡has creado el tuyo propio!

»Cannat tomó su birrete de tafetán de encima de la mesa y miró a Shallem severamente, sin decir palabra. Se fue por la puerta, espetado, circunspecto, como un caballero despechado.

»No sé cuánto tiempo más permanecimos abrazados, fusionados. Shallem se negaba a soltarme, a mirarme a los ojos, a explicarme…

»—Shallem —murmuré angustiada, tratando de desasirme de él—. ¿Qué ha dicho? ¿Qué es lo que ha dicho? Era una broma, ¿verdad? ¿No puedo morir? ¿Por qué no puedo morir?

»¿Qué decía yo? ¿Por qué me preguntaba aquellas cosas sin sentido? ¿Cuál era la enloquecida zona de mi cerebro que me empujaba a murmurar tales tonterías?

»—Cálmate, Juliette, solo quería asustarte —musitaba Shallem apretándome tan fuerte como si esperase que su abrazo acallara mis preguntas—. Tuve que hacerlo. En Orleans, ¿recuerdas? Te iba a perder.

»“¿Por qué me respondes, Shallem?”, me preguntaba, “¿Qué es esto? ¿La farsa de dos amantes, la comedia de dos enamorados? ¿Por qué sigues el juego si esto no es verdad, no puede ser verdad?”.

»Shallem percibía la locura adueñándose de mí. La razón extraviada tratando de retornar a su lugar.

»—No le hagas caso, amor mío. Cannat adora fantasear, mentir, eso es todo. Ya te lo advertí. No debes creer lo que ha dicho.

»—¿No serás tú el que me está mintiendo ahora? No he visto que refutaras una sola de sus palabras —musité: la expresión vacía, los ojos mudos, los labios caídos.

»—Lo que ha dicho son necedades. Fantasías que se le han ocurrido de repente. —Un hombre, un doctor, sí. Convenciéndome de mi cordura.

»—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Cómo es posible que yo no lo haya adivinado? —inquiría la parte de mí que se esforzaba por permanecer en la habitación.

»—No quería asustarte. Temía que no comprendieras…

»—¿Por qué no me explicas nada, Shallem? ¿Por qué nunca me explicas nada? ¿Por qué me mantienes en la más dolorosa ignorancia por temor a infligirme un daño infinitamente menor? ¡Tú eres quién no comprende!

»Lo vi en la lejanía. Mejor que un drama épico, sí. Me gustaba más. Dos amantes confesándose. Y yo luchando por despertar, por volver. Por estar entre ellos. Ella debía escucharlo todo, debía preguntarle, debía saber. Y la bellísima criatura que la sostenía alzó los ojos al cielo y luego los cerró, como si luchara contra el llanto.

»—El saberlo todo —decía él—, podría conducirte a la locura. ¿No te das cuenta?

»—Perfecta cuenta —murmuré; un pingajo ausente entreviendo la obra desde la última fila—. Quiero saber. Exijo saber.

»—Parte de mi alma penetró en ti. Hubieras muerto de lo contrario. Es como… como una extensión de mí mismo que habita en ti. Algo que impide que la muerte pueda expulsarte de tu cuerpo. No eres susceptible a ella: ni a la enfermedad, ni a la muerte violenta. Nada puede dañarte. Nada puede acabar con tu vida. Nada, excepto el poder de mi Padre… o de mis hermanos. Pude retirarme de ti segundos después de impedir tu muerte. Pero no quise. No podía soportar la idea de que de nuevo fueses vulnerable, de exponerme a que pudieses dejarme para siempre. Y, ¿lo ves? Estás aterrada ante el conocimiento. Yo tenía razón. No debías saberlo.

»—Te equivocas —murmuré, contemplando las brillantes chispitas del ingrávido polvo a la luz del sol—, debía saberlo. Por tu boca, en tus dulces palabras, perdida entre tus brazos y caricias. Lo hubiera comprendido. Te hubiera amado aún más, si fuese posible. Pero así no. No por la pérfida boca de Cannat. Esto es lo que me produce la locura. Si pudieras comprender que nada que emane de ti puede causarme terror… Tú eres el único que teme. Temes mostrarte como eres cuando es por serlo por lo que te amo. Y tú no lo entiendes… No logras entenderlo… ¿Qué clase de monstruo soy yo ahora? Dímelo, Shallem. ¿Tiene nombre lo que me has hecho? ¿Qué clase de ente diabólico soy si no puedo morir?

»—¿Me lo recriminas? —preguntó entristecido—. ¿Hubieras preferido morir aquel día? ¿Hubieras preferido que, estando en mi mano el salvarte, te dejara morir? ¿Me convierte esto ante tus ojos en ese ente diabólico del que hablas?

»—No —murmuré aturdida—. Claro que no. No eres tú, Shallem. Soy yo. Yo, que ya no sé lo que soy. Que no sé qué pensar de mí misma. Y no solo por esto sino por… todo lo que me sucede…

»—¿Lo ves, Juliette? Ahora somos uno solo. Mis sentimientos son tus sentimientos; tus miedos, mis miedos; mis esperanzas, tus esperanzas. Somos un solo ser. ¿Lo entiendes? Mucho más que la unión carnal de los hombres.

»El sol me quemaba la cabeza. La irrealidad se hacía tangible. ¿O era la realidad? Volvía, sí. Estaba volviendo.

»—Es cierto, ¿verdad? No sabes exactamente cuál será mi final. Y yo necesito saber que voy a morir, Shallem… No podría vivir con esa incertidumbre, sopesando cada día las palabras que él ha pronunciado, pensando…

»—¡Cállate, Juliette! —exclamó—. No debes atormentarte así. Cuando llegue el momento recuperaré lo que te di, y tú serás libre para morir. Debes morir. El sueño es el descanso del cuerpo, la muerte el reposo del alma. Es imprescindible que mueras y, por más que me duela, cuando llegue el momento dejaré que la recibas. Lo haría aunque tú me suplicaras lo contrario.

»—¿Cuándo será ese momento? —pregunté.

»—No debes saberlo —me contestó.

»—¿Por qué? —grité alejándome de él—. ¿Crees que podría ese conocimiento conducirme a la locura? ¿Hay algo todavía que no haya intentado volverme loca? ¡Fijemos una fecha!

»—No.

»—¿Por qué no? —continué gritando—. ¿No puedes fijar la que se te antoje, no eres tú el dueño de mi vida y mi muerte? ¡Cuarenta años! ¡Me dejarás libre a mi destino dentro de cuarenta años! Aún dejaré un hermoso cadáver. Y hasta puede que consiga vivir algún año más por mis propios medios.

»—¡No! —gritó, mirándome de arriba a abajo, como si no me reconociera por mis palabras.

»—¡Fíjala tú, entonces! ¡Pero dame la seguridad de que nunca seré lo que Cannat ha descrito!

»Shallem recorrió la habitación tambaleante apoyándose en los muebles a su paso como un hombre destrozado por el dolor. Deseé con todas mis fuerzas que aquello no fuese real, que yo no estuviese esperando la fecha de mi muerte de sus labios.

»—Ochenta años desde este día —murmuró Shallem aún dándome la espalda.

»—¡Ochenta años! —exclamé atónita—. ¡Pero tendré más de cien años, nadie puede vivir tanto! ¡Seré un cadáver ambulante, me repudiarás mucho antes!

»—¡Ochenta años! —gritó fuertemente Shallem, mientras se volvía hacia mí atravesado por el dolor. Se quedó plantado a mi lado, con la cara crispada—. Terminemos ahora —dijo—. Hay otra cosa que debo decirte, sobre nuestro hijo. Cuando nazca le daré mucho más de lo que pude darte a ti. Le dotaré de facultades inimaginables para un ser humano, y, bajo su apariencia mortal, se esconderá una criatura invulnerable. Nadie, ni siquiera Eonar, podrá destruirle. Su cuerpo será parte del mío, su alma, mi alma, y, cuando alcance el final de su crecimiento, su desarrollo cesará, dejará de caminar hacia su fin porque él no tendrá fin. Eternamente mantendrá el vigor y la juventud. Lo haré en el mismo instante de su nacimiento. Antes de que cualquier alma humana pueda apoderarse de su cuerpo, yo entraré en él.

»Yo escuchaba enajenada estas declaraciones mientras mi cerebro se convertía en un torbellino de frases e ideas bíblicas y mitológicas que pugnaban por unirse en coherente trabazón: “Jayanes de nombradía”, “Aquiles”, “laguna Estigia”…

»—Solo necesitamos que Eonar le permita vivir durante ese precioso segundo —añadió quedamente.

»—¿Y tú lo has… lo has hecho antes? —pregunté.

»—Lo he hecho, pero de eso hace ya mucho tiempo. Y Cannat, él también lo hace, lo sigue haciendo aún… Tú conoces a… —durante unos instantes pareció sopesar la conveniencia de acabar su frase—. Conoces a su hijo —terminó.

»—Leonardo —musité para mí—. Debí imaginarlo. Él quiso decírmelo… Quiso compartir su secreto conmigo. Pero no supe entender. ¿Cómo hubiera podido adivinar…?

»—Pero, Juliette —me preguntó suavemente—, ¿es que no te parece bien?

»Una pregunta formulada con una simpleza tal… La eterna sinceridad infantil de Shallem.

»—No sé —gemí desmoralizada—. Sí. Supongo que sí. No me cabe todo, Shallem. No me cabe todo. Soy humana, o eso creo. No puedo asimilarlo todo…

»Él, emocionado, me sostuvo el rostro entre sus siempre cálidas manos, observando, dolido, las brillantes gotitas que surcaban mis mejillas, que se estancaban en el arco que sus dedos formaban sobre mi rostro.

»—Perdóname, mi amor —susurró con sus labios deslizándose sobre mis párpados, sobre mis mejillas, cubriéndome de besos—. ¡He dado siempre tantas cosas por sentadas, por sabidas! Pero solo porque me sentía incapaz de hablar de ellas, porque no quería que nuestras diferencias pudiesen separarnos, pudiesen hacer que me temieras.

»Shallem sostenía ahora mi cabeza de modo que nuestras miradas se encontraban.

»El sol, presunto ahuyentador del mal, penetraba a raudales en el pequeño y bellamente decorado saloncito. Todo limpio, impoluto. Ningún inmenso charco de sangre sobre el pulcro suelo de madera. Ni la más pequeña mancha sobre mi cálida e inmaculada alfombra española. Ni una diminuta salpicadura en la impecable chimenea. La sangre de Cannat había desaparecido. Si es que alguna vez había estado allí. ¿Lo había hecho? ¿Es que Cannat, realmente, podía sangrar? No, seguro que no.

»Los carnosos labios de Shallem brillaban humedecidos por mis lágrimas. Qué sabor más curioso sería para él.

»Sentía su mirada suplicante, implorando mi amor, mi perdón. La mirada rendida del vasallo sobre su señora, del amo sobre su esclava. La esclava a quien había privado de la más esencial de las libertades: la libertad de morir. Ahora no solo me era esencial para seguir viviendo, para seguir alentando cada día de mi existencia, para protegerme de los suplicios de lo desconocido o de las cotidianas torturas terrenales, sino incluso para acceder a la muerte misma. Ahora era algo más que una libre atadura amorosa la que nos unía. Ahora estaba encadenada a él.

»Sin embargo, cuando los miraba, sus ojos no albergaban misterio más sobrenatural que el insólito amor que sentía por mí, ni ocultaban intenciones más perversas que las de saberse amado, que las de posar sus labios sobre los míos.

»Shallem no conocía los padecimientos del cuerpo humano, ni mucho menos los de la vejez. Nunca moriría. El suyo era un prodigio divino, inmutable, inalterable. ¿Cómo iba él a comprender los pensamientos que me torturaban en aquellos instantes? Pensamientos sobre un cuerpo eternamente decrépito, arrastrándose por el suelo, cayéndose a pedazos como el de un leproso, según Cannat había sugerido. Mi prisión inmortal.