»Bien. Antes le hablaba de la plaza de la Señoría.
»Seguimos acudiendo a ella cada domingo, como si tal cosa, como si en el transcurso de mis nueve letales meses la población estudiantil que inocentemente la frecuentaba no estuviese reduciéndose a la mitad. Yo observaba los ojos de Shallem, posados distraídamente sobre los rostros de los muchachos, preguntándome qué pensaría. “Ese par esta noche; aquel nunca; este no; este sí”, me imaginaba.
»Pero, uno cualquiera de esos domingos en que paseábamos por la plaza, Shallem, repentinamente, frenó en seco, quedándose clavado en el suelo con la expresión llena de asombro, y apretándome la mano hasta arrancarme un gemido.
»Observé lo que él contemplaba. Una escena trivial. Un joven, bellísimo, que, a juzgar por sus ropas, hubiera podido pasar por el dux de Venecia, galanteando con una hermosa dama.
»Nada anormal. En apariencia.
»Había una pareja en aquella actitud en cada rincón de la plaza. Solo que, aquel caballero, aunque besaba la mano de su dama en aquel momento, tenía los ojos clavados en Shallem.
»Nada más verle aprehendí su extraordinaria naturaleza.
»No sabría darle una razón para ello que le ayudara a usted mismo a distinguir al mortal del inmortal. Para mí, era algo puramente instintivo, con el tiempo llegué a conocer el porqué. Y la mirada de ambos, clavada la una en la otra, no me dejaba lugar a dudas.
»Cuando la dama se marchó, el ángel se volvió de frente, hacia nosotros, sin despegar, ni una fracción de segundo, la vista de Shallem.
»Al punto quedé prendada de él. De su apostura, de su arrogancia, de su sonrisa. Sin tener en cuenta su extraordinaria belleza, su aspecto era el de un ser humano normal, pero su piel dorada parecía desprender luz por cada uno de sus poros.
»Llevaba el cabello, voluminoso y rubio, largo hasta el hombro y ligeramente hirsuto en las puntas. Sus ojos eran brillantes y algodonosas nubecillas teñidas de azul y sombreadas por tupidas y pálidas cejas.
»Era robusto y bellísimo; muy hermoso.
»Avanzó hacia nosotros con paso principesco. ¡Cómo brillaban sus ojos cuando sonreían al atónito Shallem! Pero no había asomo de sorpresa en él.
»Cuando llegó a su lado, se quedaron uno frente al otro; mirándose, comunicándose a su modo. Y Shallem continuaba observándole como si no diese crédito a sus ojos.
»Por fin, se lanzaron uno a los brazos del otro. Un abrazo fuerte y convulso, como un sincero abrazo mortal.
»Permanecieron así estrechados durante largo tiempo; con los párpados apretados, hablando en silencio. Después, muy poco a poco, con disgusto, se fueron separando, como si les costara un mundo el tener que hacerlo.
»La nueva criatura celestial, a quien yo, arrebatada de admiración, no había quitado los ojos de encima, se volvió a mí, contemplándome, de arriba a abajo, detenidamente.
»El sol lucía espléndido en el cielo azul, burda imitación de sus hipnóticos ojos.
»Miró a Shallem.
»—Casi, casi te entiendo —le dijo, en un perfecto francés.
»Lo pronunció muy lentamente, articulando las palabras con total perfección. Su voz era pura e inmaculada. Deliciosa, como el tañido de un arpa; de la lira de Apolo, decía él.
»—Juliette —dijo Shallem, con la voz quebrada por la emoción—, este es mi hermano. Cannat.
»Cannat se inclinó para besarme la mano, con exquisitos modales.
»—Madame —dijo—, sois la mujer más hermosa concebida en los últimos dos millones de años.
»Me reí nerviosamente.
»Shallem parecía totalmente encantado. Buscaba el contacto físico con Cannat como si temiera que fuese una ilusión, un espejismo que pudiese desvanecerse en el aire en cualquier momento. ¡Y el placer con que había pronunciado la palabra hermano, deleitándose en ella como si el término solo pudiese serles aplicado a ellos dos!
»—No esperabas mi visita, ¿verdad? —le preguntó Cannat.
»—No —respondió Shallem, desbordante de satisfacción.
»—Quise darte una sorpresa, y venir a ayudarte. ¡Siempre en problemas, mi díscolo hermano! —Me miró de reojo y masculló—: Espero que merezcan la pena. Y, además, voy a aprovechar mi estancia en Florencia para visitar… —volvió a mirarme por el rabillo del ojo. Evidentemente, le desagradaba hablar en mi presencia—, a alguien. Vayamos a un lugar tranquilo, ¿eh? Hablaremos más tarde.
»Durante el camino de regreso a casa me di cuenta de lo poco que deseaba la compañía de otro que no fuese Shallem. Y eso, aunque la presencia de Cannat me resultaba fascinante y maravillosa.
»Pese a que procuraban hablar en francés, introducían continuamente palabras ajenas y extrañas que jamás fui capaz de comprender o retener en la memoria. De vez en cuando, acallaban sus voces vulgares para mantener silenciosas y secretas conversaciones de las que solo unas risas repentinas y alguna palabra escapada me hacían saber. Me sentía fuera de lugar, sobrante. Cannat era uno de los suyos, su hermano predilecto. Alguien con quien podía hablar sin despegar los labios corpóreos, alguien que le conocía como yo jamás llegaría a conocerle. Conocía y compartía su esencia, sus secretos, incluso puede que sus más íntimos pensamientos. Cannat era uno de los suyos, y yo no.
»Ya en casa, Shallem sentó a Cannat en su silla favorita y arrimó cuanto pudo a su lado una de las pequeñas Petrarca, en la cual tomó asiento él mismo.
»Allí permanecieron, durante tiempo incontable, continuando con su muda conversación y cubriéndose de mimos y caricias.
»—Espero que se te hayan quitado para siempre las ganas de regresar con ellos —le dijo Cannat.
»Shallem apretó los labios y asintió.
»—Te lo pondré difícil la próxima vez que intentes dejarme —continuó Cannat—. Solo te metes en problemas y me arrastras a ellos.
»Shallem le sonreía y le contemplaba con amor y admiración. Yo, mientras tanto, me preguntaba si alguno de ellos sería consciente de mi presencia.
»—¿No habíamos quedado en no saltar en el tiempo? —prosiguió Cannat con su dulce tono recriminatorio.
»—No tuve más remedio. Ya lo sabes —se defendió Shallem, en un suave tono confidencial.
»—¿Y la última vez? —insistió Cannat.
»—No soportaba París —arguyó Shallem tras unos segundos, como arrepentido por su acción o disgustado por tener que confesarla.
»—Shallem —susurró firmemente Cannat, deslizando su mirada azul por el rostro de su hermano, y tomándolo delicadamente entre sus manos—. ¡El planeta entero es París! Siempre. No importa cuán lejos escapes. ¡De nada vale que salgamos huyendo ante todo lo que nos disgusta porque cada época venidera es peor que la anterior!
»—Ya lo sé. Ya lo sé —murmuró Shallem.
»Y su expresión, triste y compungida, impulsó a Cannat a besarle dulcemente en los labios, sin dejar de retenerle entre sus manos.
»Después, abrazado a él, me dirigió una fría mirada para luego, separándose ligeramente para mirarle a los ojos, volver a reprenderle.
»—Shallem —le dijo, ahora francamente serio y recriminatorio—, ¿qué te ha impulsado a darle lo que le has dado? No conoces las consecuencias.
»Shallem desvió la mirada súbitamente alarmado. Yo, que, por supuesto, no tenía idea de a qué se refería Cannat, hubiera dado cualquier cosa por atreverme a preguntar. Pero Cannat no insistió, sino que detuvo nuevamente sobre mí su fascinante mirada. Había en él algo atrayentemente salvaje. Se fijó en mi vientre, ya bastante abultado.
»—Un varón —dijo, y chasqueó la lengua—. ¡Qué lástima! Hubiera preferido una bella damita como su madre.
»Ambos se rieron. Yo no. Simplemente me quedé estupefacta. Ni siquiera se me había ocurrido la idea de que Shallem pudiera conocer el sexo de nuestro hijo. Y me fastidió el que, conociéndolo, no se hubiese molestado en hacerme el menor comentario al respecto.
»¿Acaso pensaba Shallem que yo era como Cannat, que la verdad sobre todas las cosas me había sido infundida por Dios lo mismo que a él, y que, por tanto, cualquier enseñanza me resultaba superflua? Así parecía, según su comportamiento. Tal vez era lo que deseaba de mí, que fuese como él, como Cannat.
»No dije nada. Pero por dentro me sentía enojada y dolida y tremendamente celosa. No hubiera podido ocultárselo ni a los ojos de un ser humano, mucho menos a Shallem.
»De pronto, sentí una voz en el interior de mi cerebro. Bueno, no una voz, sino la propia voz de mi mente repitiendo, como un eco, el pensamiento que le había sido enviado.
»“Lo siento”. Una frase clara y contundente, que no había surgido de mí misma. Me quedé muda de asombro. Jamás me había ocurrido nada igual. Miré a Shallem. Sí, claro. Había sido él. Allí estaba, mirándome con la misma expresión que si las palabras acabasen de brotar de sus labios.
»¿Le habría oído también Cannat? No, sin duda, no. En aquel momento se dirigía, abstraídamente, a contemplar la vista desde el balcón.
»Me sentí encantada. Era nuestro propio lenguaje secreto que nadie más podía oír. Ni siquiera Cannat, eso era lo mejor. Por eso lo había empleado Shallem en aquel preciso instante por primera vez. Nuestros lazos y nuestra complicidad seguían tan firmes como siempre. Eso había querido demostrarme. Y el sentir su pensamiento era maravilloso, fascinante.
—Pero ¿por qué no lo había hecho nunca con anterioridad? —preguntó el sacerdote.
—Bueno, es muy sencillo, no había tenido necesidad. Siempre estábamos solos y juntos y, como se habrá dado cuenta por todo lo que le he ido explicando, a Shallem le gustaba servirse de su cuerpo. Bien. Llegó la noche. La hora en que Shallem se dirigía, taciturno y circunspecto, al cassone de nuestro dormitorio.
»El cassone era mi tesoro. Un arcón enorme trabajado como una joya, con exquisitos bajorrelieves dorados y el frontal y los laterales pintados por la propia mano de Botticelli. En él guardábamos, sin distinción, ropas, joyas, documentos y…, la espada de Shallem.
»Cannat llevaba puesta la suya. Un arma riquísima, cuidadosamente fraguada, y con la empuñadura adornada con hilo de oro.
»La desenvainó y la blandió suavemente en el aire, mirándome. Las luces de las velitas la arrancaban destellos dorados.
»—¿Vendrás con nosotros? —me preguntó.
»La sola idea de ser testigo de aquellas masacres de inocentes me hacía temblar.
»—No —contestó Shallem por mí.
»—Lástima —comentó Cannat—. Hubiera sido más divertido.
»¿Divertido?, pensé, pero no había una chispa de burla o ironía en sus palabras.
»Incluso me dirigió una mueca apenada y compasiva. “¡Qué le vamos a hacer! Otra vez será”, venía a significar.
»Me encontraba perdida ante él. No sabía exactamente cómo interpretarle.
»Se despidieron.
»Shallem se aproximó a mí.
»—Adiós, amor mío. No tardaré —me susurró, con su tierna voz, acariciando luego mis labios con los suyos.
»Luego se acercó Cannat. Cuando clavaba sus hechizantes ojos en los míos, me era imposible retirar la mirada. Así sucedió esta vez. Acarició, muy delicadamente, mi cabello. Me estremecí ante su contacto. Cannat era, ¿cómo lo diríamos? ¿Irresistible? Sí, ese puede ser un término humanamente aproximado para describir lo indescriptible. Aterradoramente irresistible.
»Disimulé. Shallem observaba desde el umbral, informalmente apoyado en el marco de la puerta.
»Cannat tenía, como ya he dicho, creo, unos modales primorosos. Suaves y elegantes y extremadamente delicados.
»Su mano izquierda se posó sobre mi cuello, como una caricia de terciopelo. Su rostro se acercó al mío. Sentí la suavidad de su vaporoso cabello cosquilleando mi piel; el peculiar aroma de su inigualable perfume celestial, idéntico al de Shallem; y, luego, el cálido y tenue soplo en que se convertía su casi inaudible vocecita, penetrando voluptuosamente en mi oído, erizando cada vello de mi cuerpo.
»—Adiós, amor mío. No tardaré —repitió.
»Cuando sentí su beso, gélido, sobre mi mejilla, supe que la pesadilla no había hecho sino empezar.
»Volvieron pronto, como me habían prometido. Entraron por la puerta cogidos por el brazo como dos borrachos tambaleantes. Sin las elegantes chamarras de terciopelo ni los sombreritos con que habían partido; despechugados y manchados de sangre por todas partes. Lastimosos, sucios y desgreñados, subían los escalones apoyándose el uno en el otro en medio de absurdas y blasfemas carcajadas.
»Me escondí en el dormitorio. No podía resistir aquella visión.
»Desde allí escuché el bullicio de sus risotadas y a Shallem llamándome a gritos. No me moví. Estaba pasmada, perpleja. Shallem jamás había reaccionado así después de una matanza.
»—¡Oh, Shallem, Shallem! —oí exclamar a Cannat—. ¡Cuánto te he echado de menos! En realidad, no sé cómo he podido pasar sin ti. ¡Ya había olvidado los viejos tiempos! ¡Aaaay! —suspiró—. ¡Ha sido fabuloso! ¡Único! ¿Y sabes por qué? —y su voz se volvió un susurro extremadamente suave, tierno y confidencial cuando respondió su pregunta—. Porque lo hemos hecho… juntos.
»Cannat paladeaba siempre las palabras. Las convertía en auténticamente especiales con su perfecta dicción; como si estuviese descubriendo matices ocultos en su significado o, incluso, hubiesen carecido de él hasta salir de sus labios.
»Shallem no le respondió. No, al menos, con palabras. Pero yo escuché, con el oído atentamente pegado a la puerta, el elocuente sonido del silencio y el impulsivo choque, aún más revelador, de sus cuerpos al abrazarse.
»No me cupo duda de que Shallem había cambiado bajo la nefasta influencia de Cannat.
»Cada noche, Cannat consagraba sus víctimas a sí mismo mientras instigaba a Shallem, como un maestro perverso, a terminar con las suyas con la mayor crueldad.
»Y cada noche regresaban satisfechos, embriagados de sangre y ahítos de la constatación de su supremacía, de su omnipotente dominio, de la degustación de su propio poder.
»Tras la crápula nocturna, Cannat siempre acompañaba a Shallem hasta casa.
»Permanecía un rato con él, en el saloncito, saboreando los hórridos detalles de sus crímenes, las excitantes dificultades surgidas durante la cacería, las vanas reacciones de sus desventuradas presas.
»A Cannat le gustaba que sus víctimas luchasen con fiereza; que se debatiesen por salvar la vida, con arrojo y valor. Esto, claro, confería mayor emoción a la captura. Y, en alguna ocasión, cuando las cualidades de la víctima eran excepcionales, la había llegado a perdonar la vida.
»—Solo si no han quedado demasiado malheridos —aclaraba—. Los hombres de coraje son escasos, no hay que desperdiciarlos. Los dejo vivos y, cuando se han recuperado, vuelvo en su busca. De este modo me garantizo una segunda oportunidad de diversión. Merece la pena, te lo aseguro. ¡Si vieras sus caras cuando me presento ante ellos por segunda vez! —se rió graciosamente. Lo más dañino de Cannat era que incluso en las circunstancias en que se mostraba como el ser más depravado y abominable, seguía pareciendo encantador—. ¡Se diría que viesen al mismísimo diablo! ¡Y las cosas que dicen! —De nuevo se rió, mientras paseaba gesticulante por el saloncito admirando las hermosas obras de arte—. Sus exaltadas imprecaciones, sus ridículos exorcismos, sus patéticas invocaciones a su impasible Dios Todopoderoso. ¡Resultan tan emocionantemente absurdos! Hasta tres veces he llegado a jugar con alguno de ellos. ¡Míseros bárbaros!
»Ay —se lamentó, tomando asiento frente a Shallem—, pero es tan difícil contenerse a matarlos en la efervescencia del placer. ¡Y cuántas veces he tenido que arrepentirme de mi falta de voluntad! ¡Cuántas veces no he podido resistir el deseo de contemplar las hermosas orlas azuladas, rosadas, violetas, carmíneas, arrancándose de sus fláccidos cuerpos, desvaneciéndose para siempre, apagándose al mismo tiempo que el lento palpitar de su corazón!
»¡Ese sublime momento! ¡Mágicas estelas multicolores de imponderable belleza, libres, ascendiendo hasta el infinito como lucecitas incandescentes!
»Pero tú, Shallem, ¡te has vuelto tan ñoño! Demasiado tiempo conviviendo solo con humanos—. Y me miró a mí, torvamente, como si fuera la culpable de ello.
»Luego, se levantó de su asiento y se arrodilló junto al de Shallem, que le sonreía, tomándole la mano con suma delicadeza y jugueteando con sus dedos.
»—¡Cuánta falta te hacía tu hermano! —le susurró.
»Y después se la besó, con la misma concupiscencia con que lo haría un amante.
»Durante las conversaciones de este tipo yo procuraba ocultarme en la cocina, fingiendo dar instrucciones a la cocinera. Al poco de aparecer Cannat, hice que ella y la doncella, que al principio, y en aras de nuestra intimidad, solo venían las horas imprescindibles para limpiar y preparar la comida, permanecieran durante todo el día en casa. Así evitaba el insoportable griterío del exaltado Cannat a su regreso por las noches, y me ofrecía la oportunidad de poder ausentarme, disimuladamente y con el pretexto de hablar con ellas, en los momentos en que me sentía un estorbo o no podía soportar las descripciones de sus matanzas.
»Tras estas charlas, cada noche, invariablemente, Cannat desaparecía. Por la puerta, como un vulgar mortal, en ocasiones. Pero, otras veces, simplemente se desvanecía, de súbito, en el aire. Otras, cuando la noche había resultado especialmente emocionante y se sentía excitado, saltaba por el balcón, aullando desquiciado y ejecutando increíbles acrobacias de volatinero.
»A Cannat le encantaba rodearse de espectáculo. No perdía ocasión de lucir sus dotes excepcionales, de mostrar sus poderes.
»Le gustaba asustar, aterrar a sus víctimas, mostrarles exactamente lo que era; jamás ninguno murió sin saberlo. Raramente mataba con la espada, aunque le gustaba llevarla para provocarles e iniciar la pelea. Él prefería, más bien, utilizar sus técnicas privadas, sus trucos demoníacos. Deslumbrarlos. Sentir la admiración en los rostros de ellos, el pánico cuando se percataban de la naturaleza de su verdugo.
»Shallem le había prohibido que utilizara cierto tipo de poderes sobrehumanos en mí presencia. Decía que yo era muy susceptible e impresionable y que podría asustarme fácilmente. ¿Se imagina, padre? Yo, impresionable. ¡No habría tenido oportunidades de morir de un infarto desde que le conocía! ¡Si mi vida era puro terror! Pero Shallem jamás llegó a comprender del todo la naturaleza humana, lo mismo que yo nunca llegué a comprenderle a él. De todas formas, Cannat no podía evitar el utilizar algunas de sus facultades, que los mortales llamamos, incorrectamente, poderes sobrenaturales, delante de mí. Y no era que no pudiese controlarse, sino que buscaba, deliberadamente, despertar mi admiración. La admiración de todos los mortales. Cannat se sentía un dios en la Tierra, y alardeaba constantemente de serlo.
La mujer hizo una pausa con la mirada perdida, dirigiendo sus pensamientos hacia aquellos momentos.
—Shallem me lo contó —siguió hablando—. Que, al igual que dos hijos del mismo padre nunca tienen la misma inteligencia, el mismo carácter o la misma belleza, así ocurre también entre los ángeles. Y los poderes, sí, llamémoslos poderes, para entendernos, los poderes de Cannat eran inconmensurables. Algo mayores que los de Shallem e infinitamente más importantes que los de algunos de los otros. Solo uno de ellos los ostentaba aún mayores: Eonar. Pero Eonar nunca… casi nunca se manchaba los pies en la Tierra. De modo que Cannat ejercía su predominio en total libertad, invencible, irrefrenable. Lo más parecido a un dios que habitaba entre nosotros, y perfectamente consciente de su poder.
»Para Cannat era un sacrificio el tener que soportar mi compañía. Constantemente sorprendía sus miradas de rabia mal contenida cuando estaba deseoso de encontrarse a solas con Shallem, o cuando este me dirigía su atención o cualquier demostración de afecto delante de él.
»Con el fin de mantenerme al margen, Cannat salpicaba sus frases con un sinfín de palabras misteriosas que contribuían a hacerme completamente incomprensibles los ya de por sí oscuros asuntos de sus conversaciones. Yo, que, por supuesto, no osaba interrumpirlas, ni aun abrir la boca en su presencia, salvo que él se dirigiera a mí expresamente, me limitaba a contemplar, embobada, la elegancia de sus movimientos, acompasados con su armoniosa voz, y toda la hermosura de su ser, mientras me maravillaba de lo diferente a Shallem que era, en todos los aspectos, cosa que los comentarios de este nunca me habían llevado a deducir. Yo lo había imaginado casi como una réplica de Shallem, un alter ego, un gemelo espiritual. ¿Cómo imaginar que pudiera haber entregado su dulce corazón a alguien tan perverso? La palabra diablo cobraba auténtico significado al serle aplicada a Cannat. Pero ni siquiera él lo era auténticamente. Nada es tan simple como aparenta.
»Cannat disfrutaba indeciblemente con las demostraciones amorosas de Shallem en mi presencia. Se abrazaba a él, como un amante celoso, mientras buscaba mi atónita mirada y me sonreía despectivamente. Parecía querer demostrarme a quién pertenecía Shallem en realidad.
»Pero, a los pocos días de su aparición, Cannat descubrió que le encantaba hablar conmigo y dedicarme largos discursos; sorprenderme con historias que me dejaban boquiabierta; contemplar mi humana expresión de anonadamiento ante sus increíbles revelaciones; responder a mis atónitas preguntas.
»—Pero, Shallem —se maravillaba—, ¿es que nunca le has explicado nada a esta criatura? ¿Es que nunca habláis?
»Shallem levantaba brevemente la vista del libro que estuviera leyendo y nos sonreía.
»—No le creas ni la mitad de lo que te cuenta —me aconsejaba—. Miente más que habla. Le gusta fantasear.
»Pero, o sus fantasías estaban magníficamente tejidas, o no parecía mentir tan a menudo como Shallem me aseguraba.
»Cannat le regalaba a Shallem montones de libros. Casi cada día llegaba con uno bajo el brazo. Ambos nos reíamos por las noches, cuando nos quedábamos a solas, sospechando que lo hacía para entretener a Shallem y así poder explayarse a gusto conmigo. Porque, cuando Shallem no estaba absorto en la lectura, interrumpía constantemente su discurso.
»—Basta de palique, Cannat. ¿No te basta con los millones de humanos que has embaucado hasta ahora, que también tienes que engañarla a ella? —le regañaba cariñosamente.
»—¿Embaucado? —le respondía Cannat con la voz falsamente afectada—. Me limito a dar un aliciente a sus monótonos días, a sacarlos de la desidia de su existencia. Necesitan algo en qué creer, alguien a quien entregarse en cuerpo y alma, que les ahorre el trabajo de pensar y que gobierne sus vidas. Y yo, muy gustosamente, me ofrezco a ello. ¡A ellos les encanta que lo haga! ¿Qué crees que sería de ellos, criaturas incapaces, sin la guía y el consuelo de mi presencia? ¡Y todavía me recriminas! ¡Vaya! ¡Pero si me convierto en su bufón solo por darles placer!
»—¡Cínico! —se reía Shallem.
»—Pero ¿de qué estáis hablando? ¿A qué os referís? —intervenía yo, perpleja ante su diálogo.
»Cannat me dirigía una mirada conmovida, como habría hecho con una hermana pequeña de entendimiento aún poco desarrollado e incapaz de captar el significado de las conversaciones de los mayores.
»—No te preocupes —me consolaba—. Yo te lo explicaré todo. Pero en otro momento. Cuando este adorable incordio no esté presente para interrumpirnos.
»Un día, Cannat apareció con la última edición del que era el libro más leído en aquellos tiempos, un auténtico éxito de la época: Maleus Maleficarum o Martillo de las Brujas, era su título. Una obra escrita por dos dominicos, que sistematizaba las anteriores aportaciones de los manuales inquisitoriales sobre lo que debía saberse en materia de brujas y la forma de combatirlas.
»Para el pensamiento culto, el poder de las brujas, a quienes designaba con el nombre latino de maleficae, procedía del demonio. La bruja se había entregado a su poder. Se había convertido en su sierva mediante el “pacto satánico”, expresado en una señal que “el príncipe de las tinieblas” había marcado con una uña en el cuerpo de su nueva vasalla. En este sentido, la brujería era el peor de los pecados, puesto que implicaba la deliberada apostasía de la verdadera fe.
»Durante generaciones, los inquisidores y las autoridades civiles persiguieron a los sospechosos de brujería aplicando estos criterios.
»Aquel escrito arrancaba de Shallem carcajadas irreprimibles, y no digamos de Cannat, quien, poco a poco, y pacientemente, mientras Shallem se distraía con él o con otros parecidos, me fue explicando la verdad sobre todas las cosas.
»Yo miraba a Shallem, que, de vez en cuando, levantaba la vista indudablemente fastidiado, intentando dilucidar el porqué de su empeño en mantenerme en la más absoluta ignorancia, de su obstinación por protegerme de lo que, decía, “no debe ser recordado por los mortales durante su estancia en la Tierra”. Recordado, y no aprendido, porque, según él, todos esos conocimientos forman parte de nuestro propio ser, y su memoria vuelve instantáneamente a nosotros tan pronto como abandonamos nuestros cuerpos, para perderse, nuevamente, en el preciso momento de nuestro renacimiento terrenal. ¿Acaso fue Dios quien dispuso este precepto sobre la ignorancia de los mortales? Y, aún en ese caso, ¿qué obligaba a Shallem a respetarlo? Él, que silenciosa y constantemente le desafiaba, vanagloriándose de su independencia, de su rebeldía. ¿Qué le inducía?, si es que realmente había un motivo digno de ser tenido en cuenta, y no era, meramente, el producto de un capricho, el deseo de mantener el misterio entre nosotros.
»Nunca llegué a dar una respuesta totalmente satisfactoria a estas preguntas.
»Incluso me aventuré a inquirir sobre ellas a Cannat, pero, si sabía o no el porqué, daba lo mismo. Se limitaba a encogerse de hombros con una expresión de indiferencia. Porque Cannat solo me contaba lo que quería y cuando quería, en la medida en que le apeteciera.
»El Maleus Maleficarum consiguió divertir a Shallem durante toda una tarde. Tarde que, Cannat, encantado por el éxito de su elección, empleó en explicarme, susurrante, misterioso y reverente, como un antiguo patriarca hebreo, el secreto de sus orígenes.
»—Y El Señor creó a Sus Hijos llenos de su misma Gloria y Majestuosidad —narraba—, y Ellos eran su única compañía en el Reino Celestial.
»Y luego dijo El Señor: “Crearé ahora un hermoso universo para que Mis Hijos gocen en él”. Y así lo hizo.
»Y, he aquí, que de entre todos los planetas recién creados, los Hijos de Dios quedaron fascinados por la belleza de uno de ellos, un diminuto paraíso en un lugar cualquiera de la Creación. Y todos los Hijos lo escogieron como su hogar.
»Y mientras Él continuaba su Obra, Sus Hijos disfrutaban las delicias del vergel del universo.
»Pero, en él, la vida no se detuvo, sino que nuevas especies de árboles y de flores surgieron para deleite de los ángeles; y, en las aguas salobres del mar, aquella vida adquirió movimiento.
»Y los ángeles fueron felices al ver que podían compartir su pensil con las nuevas criaturas que lo alegraban y que, dotadas de voluntad colonizadora, reptaban tierra adentro, trepaban por los árboles, y compartían con ellos la aurora y el crepúsculo.
»Sin embargo, la vida crecía desordenadamente, carente de una guía divina, y los ángeles estuvieron a punto de advertir a su Padre; pero viendo que las especies se sucedían unas a otras, desapareciendo siempre inexorablemente, decidieron no molestarle, pues la vida de los nuevos seres no era, a los ojos de los Hijos de Dios, más larga que el resplandor de una chispa de fuego a los ojos de los mortales.
»Hasta que, un día, los Hijos de Dios no tuvieron más remedio que informarle de los peligros que asolaban su pequeño paraíso.
»—Padre —le dijeron—, cuando más hermosa estaba nuestra Tierra, se ha desarrollado en ella una especie dañina y desmandada cuyas manos arrasan cuanto sus ojos son capaces de distinguir. No gozan de tu aliento divino, Padre, y sus mentes están trastornadas, pues disfrutan con sus crímenes como ninguna otra criatura bajo la bóveda del firmamento, y hacen sus víctimas entre cuanto corre, nada, vuela o, simplemente, respira sobre la Tierra. Te pedimos pues, Padre, que nos libres de ellos, o, de lo contrario, no tardarán en destruir nuestro planeta y a cuantos seres vivos habitan en él; y, algún día, traspasarán sus fronteras, poniendo en peligro, también, la vida allende él.
»El Señor escuchó, compungido, la petición de Sus Hijos.
»No puedo destruir a esas criaturas —les contestó—, pero tampoco exponer a los habitantes de los planetas que circundan el vuestro a su ira incontrolada. Salid, pues, de él, y lo enviaré al confín del universo, allá donde jamás podrán conocer otra vida que la que surja en su propio seno. Dejad que su vida se extinga de forma natural. Regresad a mi lado y gozad del resto de maravillas de Mi Obra, y de las que crearé para vosotros.
»Los ángeles ascendieron al lado de su Padre, apenados por tener que abandonar su paraíso y a los seres vivos que tanto querían, pero ansiosos por alejarse del lado del hombre. Pero, un grupo de ellos, permaneció, sin embargo, en la Tierra, rehusando abandonar lo que amaban.
»—Padre —le dijeron—, ¿por qué hemos de ser nosotros, Tus Hijos Bienamados, quienes suframos el castigo, mientras los indeseados reciben como premio el paraíso que nos pertenece? ¿Es que ahora los amas a ellos más que a nosotros? ¡Destrúyelos, Padre! Porque nosotros jamás abandonaremos la Tierra que nos entregaste.
»—Está bien —les contestó el Padre—. Continuad en ella mientras lo deseéis. Pero tened siempre presente mi único mandato: jamás destruyáis la vida sobre la Tierra, porque en toda ella alienta mi esencia.
»Una vez dicho esto, envió Dios la Tierra a los confines del universo, como había prometido, rodeándola de planetas eternamente estériles.
»Y cuando el ángel que más había amado al Padre, aquel a quien Él había dotado con mayor profusión de los espléndidos dones divinos, presintió la ruina del paraíso que amaba, fue el primero en descargar su odio contra el culpable: el hombre, el mismo que le había robado el favor del Altísimo.
»Cuando el ángel mató, la ira de Dios se cernió sobre Sus Hijos en forma de condena: la de permanecer eternamente exiliados sobre la Tierra; la de no volver a disfrutar, jamás, la Gloria junto al Supremo.
»Y, viendo Dios que el hombre era criatura inteligente, decidió dotarle de su propio espíritu.
»Concibió un mundo en el cual hombres y ángeles pudiesen cohabitar sin que aquellos pudiesen dañar a estos ni estos percibir la presencia de aquellos.
»Pero el poder que había imbuido Dios a Sus Hijos era enorme, y muchos de ellos conseguían entrar fácilmente en el mundo de los humanos, mezclándose con ellos.
»Y los Hijos de Dios se prendaron de las hijas de los hombres y se unieron carnalmente a ellas, y tuvieron descendencia. Todos, excepto Eonar, pues a ninguna mujer encontraba digna de sí.
»Esto fue lo que me contó. Y en aquellos minutos descubrí de Shallem más de lo que había conseguido sonsacarle durante todo el tiempo que llevaba viviendo con él.
»Salí de la oscuridad en la que Shallem había querido mantenerme a salvo con respecto a sus orígenes, respecto a su existencia anterior a nuestro encuentro, que se obcecaba en simular que no había existido.
»Al estar a mi lado, por mi bien, se empeñaba en aparentar que era humano. Y parecía feliz simulando ser mortal; fingiendo que su cuerpo era de carne y que podía sufrir el dolor; pretendiendo que tenía hambre y que necesitaba comer; bostezando por la noche, como si el sueño pudiese llamarle. Pero solo había un tormento que él pudiese sufrir: el dolor espiritual. De ahí, tal vez, que fuese padecido por él con mayor intensidad que ninguna otra criatura lo padecía. A veces parecía que lo apreciaba, que se aferraba a él como si le purificase de todos sus pecados, como si pensara que, cuanto mayor fuera este, más posibilidades tendría de llamar la atención de su Padre, de conseguir que se apiadase de él. Y tras cada lid contra sus propios fantasmas, contra Dios, contra el hombre, o contra el inaceptable destino, Shallem acababa agotado y fortalecido, y más bello en su interior y, aún más sensible que nunca lo hubiera sido.
»Cuando estábamos juntos, de verdad lo creíamos, que él era un hombre y yo una mujer. Que no había nada, oculto y extraordinario, detrás de aquella evidencia. Pero, luego, cualquier nimiedad hacía estallar la chispa, siempre latente, de su odio hacia la humanidad. Pues Shallem, mi Shallem, mi tierna criatura, estaba tan atada a sus orígenes como cualquiera de nosotros lo estamos, y su vida, tan sujeta a su condición como lo está la de cualquier ser.
»Pero ahora sabía la verdad. Cannat me la había mostrado sin tapujos, sin disfraces de ningún tipo. Ahora conocía el motivo que impulsaba a Shallem a aborrecer al género humano.
»Cannat miró amorosamente a Shallem, que parecía sumergido en la lectura.
»Luego se volvió a mí, sonriendo con un placer malévolo que me hizo estremecer.
»Asintió.
»“Sí”, me decían sus ojos, “Los dos. Juntos. Siempre juntos. Desde el principio de los tiempos. Matando, seduciendo, luchando. Dos demonios de la peor calaña. ¿Qué diablos te habías creído tú? ¿Qué Shallem era un ángel de bondad? ¿Qué jamás había puesto su mano sobre un hombre o una mujer? ¿Qué había nacido el día que te conoció?”.
»Y Shallem, que, entre risotada y risotada provocada por el Maleus Maleficarum, había prestado atención, algunos instantes, al monólogo de Cannat, no desmintió una palabra.
»Quizá, pensaba yo, simplemente, consideraba que eran mentiras inofensivas las que me estaba contando, y que, por tanto, no merecía la pena perder el hilo de su lectura para llamarle la atención.
»Pero lo cierto es que parecía inquieto y que sus miradas a hurtadillas se habían impregnado de una profundidad significativa.
»—¿Es cierto lo que me ha contado, Shallem? —Le pregunté, intencionadamente al percibir esos detalles, nada más terminar Cannat su narración.
»—No lo sé. No estaba escuchando —me mintió, fingiendo indiferencia.
»—¡Oh, yo te lo explicaré! —le dije.
»Sabía que, de ser ciertas mis sospechas, aquello constituiría para él una amenaza. Su simple reacción me permitiría conocer la verdad. Y así fue.
»Dejó el libro sobre la mesita, con gesto fingidamente animado y, simulando deseo, exclamó:
»—Otro día me lo contarás. Juliette. ¡Vayamos ahora a pasear por la colina! ¡Necesito aire fresco y desentumecer los músculos! Y tú también. Estás muy pálida.
»Cannat se rió.
»—Necesitas aire fresco, desentumecer los músculos… ¡Qué expresiones humanas, Shallem! ¡En verdad has perdido la conciencia de tu identidad!
—Espere un momento —interrumpió el confesor en un visible estado de nervios—. ¿Me está diciendo que lo sabe todo, que, realmente, Cannat le reveló la verdad sobre todas las cosas? Sobre el sentido de la vida, el destino de las almas, la existencia de Dios… ¿Todo?
—Así es. Pero no se emocione, padre. No es el asunto que nos atañe. Además, ¿cómo puedo estar segura de nada? Shallem me aseguraba que Cannat me mentía. Una cosa puedo asegurarle, que jamás he conocido otra presencia divina sobre la Tierra que no fuera la de ellos.
—Pero Dios existe —insistió el padre DiCaprio—, ellos hablan de su Padre, de un Creador del universo.
—Es cierto. Pero ¿es Dios, o un dios? —insinuó la mujer.
—¿Qué intenta decirme? —El sacerdote iba a explotar. Estaba seguro de ello.
—Que el universo es infinitamente grande y sus grandezas ni empiezan ni acaban en nuestra limitada idea de Dios.
—¿La idea de Dios limitada?
—Así es. Dios es Alfa y Omega, según el hombre, el principio y el fin de todas las cosas. Pero ¿qué ocurre cuando ninguna cosa es finita, sino que todas se reciclan constante e indefinidamente?
—Pero todas las cosas tienen un principio, incluso aunque carezcan de fin. Los mismos ángeles lo tuvieron.
—Es cierto. Pero ¿todas, todas las cosas?
—Todas.
—Y, ¿cuál es el principio de Dios, según usted?
—Él es Dios.
—Buena respuesta. ¿Significa eso que no tiene principio?
—Sí.
—Es muy cómodo contestar así, aunque no se deduzca de ninguna evidencia. Pero usted sabe que no es posible. ¿Y si Dios solo fuera uno más entre muchos de un universo superior; un universo diferente al nuestro, y tan gigantesco que nuestra pequeña concentración de galaxias no fuese mayor a su lado que cualquier estructura molecular de este planeta? Y nuestro pequeño universo, podría estar inmerso en él sin que nosotros lo supiéramos; lo mismo que una bacteria sobre mi piel es incapaz de ver más allá del minúsculo espacio al que se adhiere. ¿Sabe el virus que fluye a través de la sangre que esta pertenece a un ser que también está vivo, a un animal que piensa y se desplaza?
»Quizá no seamos mucho más que eso. Virus, a nuestra vez, sobre algún otro cuerpo vivo, gigantesco. Y, nuestra Tierra, un átomo cualquiera de sus inmensas moléculas. Inmensas para nosotros, claro.
—¡Santo Dios! ¡Qué increíbles fantasías tiene usted!
—Sí, son increíbles. Pero no son mías. Cannat me lo explicó.
—¿Lo hizo?
—Sí. Pero no lo diga como si por ello fuese un dogma de fe incuestionable. Cannat mentía a menudo, y yo rara vez fui capaz de discernir cuando lo hacía y cuando no.
»Según esta tesis, ese ser procedente de un mundo inimaginable por nosotros, habría creado nuestro universo como un experimento; lo mismo que los científicos de hoy recrean genéticamente la vida en sus laboratorios. Una especie de explosión atómica en versión gigante y, ¡boom!, el universo. Un mero accidente. Pero me disgustan estos pensamientos.
—A mí también —corroboró el sacerdote—. No solo son increíbles, sino también desasosegantes. Sería horrible que eso fuese verdad.
—Sí, pero estoy segura de que he conseguido mi objetivo. Evitar que usted siga haciéndome preguntas del tipo quehaydespuésdelavida. Yo creo en Dios. Y también en la historia que le acabo de referir: la creación del mundo según Cannat. No sé nada más —aseguró firmemente. Pero, con estas palabras, más bien manifestaba su decisión de mantener el silencio y no, en realidad, una auténtica ignorancia.