II

—¿Qué es eso, padre, esos ruidos? —preguntó la confesada señalando hacia la puerta.

—No lo sé. Parece una protesta de los presos.

—Sí, eso parece. Debe ser por la comida. —La mujer sonrió leve e irónicamente al sacerdote y este le devolvió la sonrisa. Después realizó una fuerte inspiración—. Bien. Sigamos. Vendedores de todo tipo de cosas se reunían los domingos bajo las amplias arquerías de la Lonja dei lanzi. Me gustaba acudir a disfrutar del alegre bullicio de la gente, que iba enfundada en sus más vistosas galas; hurgar entre las monedas antiguas; escoger algunas flores para nuestros jarrones; probar las fragancias de los perfumes; deslizar los dedos sobre las ricas telas, la sarga y el estambre.

»Toda la plaza de la Señoría se atestaba de una ruidosa multitud que curioseaba entre los puestecitos de artesanía. Los jóvenes estudiantes se citaban en torno al Palacio Viejo, para contemplar desde allí el desfile de hermosas señoritas que les dirigían insinuantes miradas. Había muchísimos estudiantes, especialmente de arte. Alegres, bellos, cultos, elegantes y atrevidos.

»Uno de ellos, Leonardo di Buoninsegna, se enamoró perdidamente de mí.

»Leonardo tenía un talento extraordinario como pintor. Le conocí una tarde en que había ido a comprar carne al que hoy llaman el Puente Viejo. Allí se encontraban las mejores carnicerías, y allí coincidimos nosotros. Yo estaba sola, ya que Shallem odiaba la vista de los animales despedazados. Y, he de decir, que fue Leonardo quien me sorprendió contemplándole descaradamente. No pude evitarlo. Leonardo era una auténtica maravilla como hombre. Tenía el cabello cortado en media melena y era de un negro tan brillante que el sol le arrancaba todas las tonalidades del arco iris. Y sus ojos…, sus ojos eran de color violeta, orlados por unas cejas de fino trazo que le dotaban de un cierto aspecto picarón. Los labios, delgados, mantenían un rictus eternamente sonriente en su rostro lampiño. Disfrutaba el atractivo de las personas felices. Ese, tan especial, que irradia de su interior dotándoles de irresistible carisma. Yo le miraba, evaluando su belleza, lo mismo que hacía con cuantas obras de arte me tropezaba. Porque eso era mí: una obra de arte a la que jamás se me hubiera ocurrido intentar acceder. No lo deseaba. Mi disfrute consistía en la mera contemplación de la belleza. La del David, la de la catedral, la de un ser humano. ¿Cuál es la diferencia? Mi espíritu se estremecía con el mismo goce ante cualquiera de ellas.

»Es más, el hecho de comprobar que no era una admirable escultura viviente, distante e inalcanzable, sino meramente un hombre que ahora se dirigía a mí con sus más seductoras miradas y edulcoradas palabras, deshizo irremediablemente el hechizo.

»Pero, allí estaba, haciéndome galantemente la corte, reflejándose mis ojos en el límpido espejo de los suyos. Me hablaba de no sé qué tonterías a las que yo no prestaba atención. Y luego, por el camino hasta mi casa me declaró su amor; que no estaba en el puente por casualidad; que yo era la mujer más bella que había visto en su vida; que llevaba medio mes siguiéndome a todas partes, esperando la oportunidad de poder hablarme; que todos los estudiantes de la ciudad estaban locos por mí “¿No los habéis visto, asomándose a los balcones a vuestro paso?”, me adulaba. Me quedé perpleja ante su descaro. ¿Cómo se atrevía a dirigirse así ante una mujer casada?, le pregunte. Me dijo que era el inmenso amor que sentía hacia mí el que le daba el valor, que no deseaba sino una mirada, una sonrisa que le permitiese avivar la pequeña llamita de la esperanza que había prendido en su corazón.

»—No alberguéis esperanza alguna, caballero. Olvidadme, por vuestro propio bien —le pedí, ya en el portal de mi vivienda.

»—Me temo que eso no será posible, mi señora —me respondió.

»Después, tomó mi mano entre las suyas, admirándola como una joya preciosa, y se acarició con su dorso, voluptuosamente, la mejilla. Y luego, la besó.

»Ignoro por qué exacto motivo le consentí ninguno de estos actos. Solo sé que, cuando se inclinó ante mí en señal de despedida y pude, por fin, librarme de él y penetrar en mi casa, me sentí reconfortada. Jamás le querría, ni a él ni a ningún otro mortal. Mi antiguo pensamiento volvió a mi mente: ¿Quién puede desear la miel tras haber degustado el néctar de ambrosía?

»Corrí escaleras arriba, ansiosa por echarme a los brazos de mi amor después de tan desagradable e inacostumbrada experiencia. Me lo imaginé repantingado sobre su sillón, leyendo alguno de los graciosos libros que había adquirido sobre las costumbres licenciosas de la época y que tanto le divertían. Me lanzaría sobre él y me lo comería a besos. ¡Oh, qué ganas tenía de hundirme en la profundidad de sus ojos! Nunca más volvería a salir sola. Nunca, nunca más.

»Pero, cuando abrí la puerta del saloncito, Shallem estaba de pie, contemplando la calle a través de los cristales del balcón. Habría observado toda la escena. No se dio la vuelta al oírme entrar pronunciando alegremente su nombre, sino que permaneció hierático, con las manos asidas en la espalda, extremadamente rígido e inmóvil, como si ni siquiera respirase.

»Me sentí como una niña pequeña pillada en flagrante travesura y a punto de recibir la regañina de su padre. ¡Y qué soberbia regañina podía ser aquella! El corazón me palpitaba alocadamente. No sabía qué hacer. Decidí que, puesto que, en realidad, no tenía nada de qué avergonzarme, lo más lógico sería actuar como si no pasara nada.

»—Shallem, ya he vuelto —le dije, con la voz más alegre que pude simular. Él no pronunció palabra. Ni tan siquiera pareció haberme oído. Era evidente que sí pasaba algo, y muy grave—. Voy a llevar la carne a la cocina —continué, en el mismo fingido tono.

»Ni se inmutó.

»Tardé todo el tiempo que pude en la cocina. Guardé la carne; calenté leche, me quedé, adrede, obnubilada, mirando como rebosaba del cazo al llegar al punto de ebullición, para así tener algo que limpiar; esparcí los paños sobre las sillas y los muebles para volver a colocarlos en el mismo sitio en que estaban; redistribuí los útiles sobre sus soportes, e iba, de nuevo, a contemplar cómo se salía la leche del cazo, cuando escuché el sonido de un portazo.

»Asomé, con prudencia, la cabeza, a través de la puerta de la cocina. No estaba en el pasillo. Subí, sigilosamente, la escalera y miré en el interior del salón. Tampoco estaba allí. Recorrí, de puntillas, el resto de las habitaciones. Definitivo. Se había marchado. Me asomé al balcón, pero ya no le vi.

»Por un momento suspiré aliviada. No sabía cómo enfrentarme a aquella situación. Mas, pronto un súbito estremecimiento recorrió mi cuerpo. ¡Leonardo! ¿Sería capaz? No, no era posible. ¿Habría ido a buscarle, a él, inocente mortal enamorado, para someterle al mismo espantoso castigo que a los niños del callejón en aquella noche negra de París? Pero ¿qué crimen había cometido él más que el de amar a quien no debía, el mismo en que incurría yo?

»Sentí un frío intenso. Manos y pies se me habían congelado. El vello de mi cuerpo erizado, mis piernas tambaleantes. El pavor.

»¿Por qué? ¿Por qué infligir tan atroz destino a un ser cándido e inofensivo? ¡Cómo le habían brillado los alegres ojos al mirarme, mientras charloteaba nerviosamente! ¡Qué dulce y platónico amor sentía por mí! Un amor que, deseándolo todo, no esperaba nada. Era un hombre fuerte y seguro, pero a mi lado adquiría los modos de un quinceañero bobo y temblequeante. ¡Cómo me emocionaba aquello!

»Recordé algunas de las atropelladas frases con que me había aturullado de camino a casa. Había mencionado un sitio. Un lugar de reunión de estudiantes donde, según él, mi nombre se convertía en poesía y mi persona en musa de la inspiración. ¡Qué dulce y romántico era! “La Posada de las Artes”, sí, eso era. Y yo sabía perfectamente dónde se hallaba. Habíamos pasado por su puerta en infinidad de ocasiones.

»Una resolución inesperada se adueñó de mí. Acudir allí. Buscarle. Preguntar por él. Encontrarle. Salvarle a toda costa.

»Recuerdo que, con las prisas, me torcí el pie en la escalera y estuve a punto de caer rodando. El dolor iba in crescendo según corría por las calles de la ciudad, pero no me detuve un solo instante.

»La noche se hacía incipiente.

»Atravesé calles y más calles, cojeando, hasta que, al fin, divisé el cartelón de hierro que pendía del muro. “Posada de las Artes”, decía.

»Abrí violentamente la puerta.

»Un barullo infernal me sacudió.

»Había muchachos por todas partes. Sentados, de pie, a horcajadas sobre la silla, con un pie en esta y otro en el suelo, bailando, riendo, recitando, tocando música…

»Pero, de pronto, la escena se transmutó súbitamente. Me habían visto. Y cada rostro que me contemplaba se transformaba en una pálida y atónita máscara silenciosa. Miembros rígidos, charlas y risas que se cortan abruptamente. En cuestión de segundos la algarabía se fue apagando hasta convertirse en un tenue murmullo y, luego, el silencio total. Veinte pares de ojos dirigiéndose embobados hacia mí.

»Cada joven había quedado en una postura diferente y estática, pero, a la vez, natural. Como si sorprendidos por un fotógrafo inesperado hubiesen vuelto la mirada a la cámara, paralizando su actividad todos a una y congelando por unos instantes la escena.

»Escruté cada rostro buscando el de Leonardo, deseando que, de repente, su jovial silueta se destacase entre la multitud, dirigiéndose a mí y pronunciando, exultante, mi nombre, con sus ojos violetas centelleando. No hubo tal.

»Casualmente, sorprendí la mirada inquieta y avergonzada de uno de los muchachos, que observaba, de reojo, un enorme dibujo clavado sobre la pared. Era el dibujo de una mujer. Una mujer bellísima y ricamente ataviada. Los habilísimos juegos de luces y sombras de grafito no dejaban lugar a dudas. El collar y los largos pendientes de perlas. El óvalo perfecto y la nariz, pequeña y delicada. El brillo de los ojos. El cabello suelto. El porte arrogante. Sí, era yo.

»Cuando volví mi asombrada vista hacia los muchachos, ni uno solo se atrevió a sostenerme la mirada.

»—¿Dónde está el autor? —pregunté—. ¿Dónde está Leonardo?

»Silencio y miradas de complicidad.

»—Está en su estudio, señora. —Fue la voz, ronca, estruendosa, del posadero la que lo rompió. Señaló al techo con su dedo índice—. En la planta de arriba.

»Me desplacé resueltamente por los estrechos pasillos entre las pesadas mesas de roble, maldiciendo el verdugado español de mi vestido.

»Los chicos me miraban idiotizados. En aquel momento no me apercibí, pero lo que había hecho era, en aquellos tiempos, absolutamente extraordinario. Entrar en la posada, como una exhalación, una mujer sola en busca de un joven apuesto, ya era anonadante por sí solo. Pero ahora, encima, subía decidida los escalones que me conducirían a su mismísima habitación. ¡Solos, los dos! Pero ninguno de aquellos baladíes detalles humanos me importaba un ápice.

»Continué subiendo, presurosa, escuchando en el hiriente silencio el tintineo de los jarayanes de oro que pendían de mi vestido.

»—¡Cuarto número seis! —oí gritar al posadero tres escalones antes de alcanzar el rellano.

»Número seis. Lo busqué hacia la derecha. No, no era por allí. Volví sobre mis pasos, llena de nervios. Seis, sí, allí era. Aporreé la puerta gritando su nombre. Deseando, sin esperanza, que la puerta se abriera.

»Pero ocurrió. Muy despacito, se entreabrió. Sentí horror. ¿Serían los ojos de Shallem, brillantes como ardientes ascuas después de su crimen, los que asomarían a través del resquicio?

»Un pelo oscuro, una frente pálida y el ángulo de un ojo se hicieron visibles. Luego, media faz, asombrada, perpleja, casi asustada.

»—¡Juliette! ¡Dios Santo, Juliette! Pero ¿cómo es posible tanta dicha?

»¡Estaba vivo! ¡Gracias al Cielo había llegado a tiempo!

»—Dejadme pasar, Leonardo, os lo ruego. —Estaba emocionada, llena de alegría.

»—Pero, señora, es que… Me temo que mi aspecto no sea el más adecuado para recibiros. Dejadme un minuto para adecentarme, os lo suplico.

»—No, no hay tiempo, Leonardo —repliqué—. Abridme la puerta, por Dios. ¡Ahora!

»La abrió, lleno de púdica vergüenza, ocultándose tras ella mientras pudo. Solo vestía unas ahuecadas calzas cortas de sarga celeste, de prominente bragueta en forma de concha, y una camisa blanca llena de pequeñas manchitas multicolores. El estudio estaba lleno a rebosar de materiales pictóricos: tablas, lienzos de lino y de cáñamo meticulosamente enrollados, un par de bastidores apoyados contra la pared, cajas de utensilios de dibujo y pinceles nuevos, pinturas, y otras cosas cuyos nombres y utilidades desconozco. Todo en perfecto orden.

»Junto a la ventana había un bastidor abierto, pero oculto por una sábana.

»No sabía exactamente qué decirle. No lo había pensado. No esperaba encontrarle con vida.

»Yo me hallaba en el centro del estudio y él permanecía, aún, pegado a la puerta abierta. No se atrevía a cerrarla. Hubiera resultado indecoroso.

»—Cerrad la puerta —le ordené.

»Dudó unos instantes, totalmente asombrado, y luego obedeció.

»—¿No habéis recibido la visita de mi esposo? —le pregunté, con transparente inquietud, más por empezar de alguna manera que por interés de obtener la obvia respuesta.

»—¿Vuestro esposo aquí? No, no, mi señora —se aproximó hacia mí—. ¿Qué es lo que ha ocurrido, señora? ¿Qué tenéis que decirme?

»—Vuestra vida corre un peligro inimaginable, Leonardo. ¿Me amáis?

»Se arrodilló teatralmente a mis pies y apretó una de mis manos entre las suyas, besándola y besándola.

»—Señora —susurró—. ¿Lo dudáis, mi ángel de amor?

»“Ángel de amor”, su expresión me inquietó aún más, a pesar de la gracia que me hacía.

»—En ese caso, debéis obedecerme, aunque mi petición se os antoje incomprensible y cruel. Y levantaos, por favor.

»Cuando lo hizo, contemplé de nuevo sus ojos, seductores y astutos. ¡Ay! ¡A cuántas mujeres habría mancillado impunemente tras robarles el corazón! Pero eso no le hacía acreedor de aquel monstruoso castigo.

»—Marchaos, abandonad Florencia. Ahora, en este mismo instante —se lo rogué con toda la desesperada persuasión de que fui capaz, pero sabiendo que sería inútil.

»—¿Marcharme? ¿Dejar Florencia y dejaros a vos, ahora que Dios ha escuchado mis plegarias y estoy a punto de tocar el Cielo? Señora, ¿qué me pedís? —me contestó.

»—Moriréis, debéis creerme. Mi esposo acabará con vos —insistí dramáticamente—. Lo mismo que ha hecho con decenas de mis pretendientes.

»—¡Señora! ¡Os preocupáis por mí! ¡Os importo! ¡El Cielo sea loado! —exclamó, tomando, de nuevo, mi mano entre las suyas y besándola. Me solté con un tirón enérgico.

»—¡No lo entendéis! —grité, impotente—. ¡Vuestro final será horrible, atroz! ¿No decís que me amáis? Demostradlo. Cumplid mis deseos si es así, o pensaré que mentís.

»—No, no —musitó, intentando apaciguarme—. Mi amor es puro y verdadero como jamás lo había conocido antes. Puedo jurarlo ante Dios.

»—Entonces, hacedme caso. ¡Creed en mí!

»Leonardo bajó los ojos, pensativo, y, dándome la espalda, caminó hasta el extremo de la habitación. Luego se volvió hacia mí, sacudiendo la cabeza en señal de negación.

»—Huir sería perderos para siempre —dijo, lánguidamente—. Morir sin siquiera haber luchado por conquistar vuestro amor. Si muero a manos de vuestro esposo, como con tanta desconfianza hacia mi valía me auguráis, lo haré sin remordimientos, satisfecho de no haber desperdiciado mi oportunidad. Nunca huiré sin intentarlo, porque la muerte en vida me aguardaría al final de la escapada. Lucharé. Y, tras la lucha, moriré como un hombre o viviré a vuestros pies mientras Dios me lo permita.

»Sus palabras fueron justo las que esperaba, las que temía.

»Sentí un mareo. La emballenada basquiña me comprimía el tórax impidiendo mi acelerada respiración tras la carrera. Me arrimé al bastidor junto a la ventana, buscando algo en que apoyarme, pero, antes de perder las fuerzas, solo alcancé a sujetarme en la tela que lo cubría y que arrastré conmigo en mi caída. En un instante Leonardo estuvo a mi lado, evitando que mi cabeza chocara contra el suelo. Farfullaba palabras que me resultaban ininteligibles.

»—Estoy bien —le dije—. Estoy bien.

»Me ayudó a levantarme.

»Cuando estuve de pie, recuperada, pude contemplar el lienzo que había quedado desnudo sobre el bastidor. Era la pintura más bella y asombrosa que jamás había contemplado. Oí la voz, temblorosa, de Leonardo, diciéndome:

»—Es una pintura al óleo. Una técnica moderna. No quería que lo vierais todavía. No está terminado. El tema está basado en un mito romano: Venus y Adonis.

»Desde luego que no hubiera querido que lo viera. Allí estaba yo, una diosa Venus de portentoso cuerpo desnudo, sujetando las bridas del encabritado caballo de Adonis. Un Adonis, que, por supuesto, no era sino el propio Leonardo.

»—Espero que no os moleste que… —empezó a decir, tartamudeante—, haya osado… imaginaros… desnuda.

»Le miré y bajó los ojos. Volví a contemplar detenidamente la maravilla de aquella pintura, trazada a pequeñas pinceladas exquisitas de mil tonalidades diferentes, como jamás había admirado antes. Era realmente fascinante, minuciosamente detallista, sugerente, emocionante, perfecto. El bosque, en el que casi podían contarse una a una las hojas de los árboles; una nube solitaria recorriendo el cielo; un ciervo de enormes astas, sin duda la presa de Adonis, contemplando la escena desde la lejanía; al fondo, las montañas. ¡Qué poco tenía que ver con las sosas pinturas de pálidos colores planos y perfecta delineación tan populares hasta entonces! Y Venus era yo, sin duda. Idéntica en cada una de mis facciones; incluso en las partes de mi anatomía que él jamás había visto y que la ropa no insinuaba. Cada detalle estaba recreado con pasmosa exactitud. La técnica no era tan moderna, en realidad; en Flandes llevaba casi cien años, pero en Italia era una completa novedad, al menos para el profano.

»Leonardo observaba mi examen arrebolado, temeroso de mi veredicto.

»—¿Os gusta, señora? Por nada del mundo quisiera causaros enojo. Si es así yo… lo destruiré ahora mismo, ante vuestros ojos.

»—¡No! ¿Qué decís? Os prohíbo que lo destruyáis. Es la obra de arte más maravillosa que jamás he contemplado. Vos me habéis convertido en una diosa, Leonardo.

»—Sí, mi señora. Vos sois mi diosa.

»—He de irme —afirmé, dirigiéndome a la puerta.

»—Dadme un segundo para vestirme y os acompañaré a vuestra casa, Juliette.

»—¡Ni soñarlo! —aullé, furiosa, ya con el picaporte en la mano—. ¿Estáis loco? ¿Es que no vais a parar jamás de tentar al destino? Yo soy la muerte para vos. La parca Atropo y no Venus, y cortaré el hilo de vuestra existencia si persistís en vuestro empeño. Controlaos, o lo lamentaréis hasta el fin de los días.

»Leonardo me escuchó entre impresionado y divertido.

»—Sin duda exageráis, mi señora —me contestó con una sonrisa—. Pero vuestras palabras, envueltas en sutil y atractivo misterio, no hacen sino aumentar mi deseo.

»El buscar vuestra compañía es promesa de muerte, decís; pero vuestra ausencia es la muerte misma.

»Antes os amaba por vuestra belleza y encantos, y por los velados secretos que a través de ellos se translucían; ahora, por los inescrutables arcanos de que vuestros ojos me hacen participe, por las insólitas emociones que vuestras palabras despiertan en mí, por vuestras amenazas de mil y un incógnitos peligros a causa de mi amor.

»Habéis hecho mal en venir si pretendíais disuadirme con tales promesas, pues, en lugar de haberos librado de mí, si antes os amaba, ahora os adoro.

»Tras oír aquellos argumentos no tuve nada más que decir, salvo una despedida.

»—Adiós, Leonardo. Sé que no va a servir de nada el que os lo diga, pero yo no os amo, ni, lamentablemente, podré amaros nunca.

»—Dadme tiempo, Juliette.

»—No lo entendéis, Leonardo. No queréis entenderlo —dije en voz baja, aunque algo exaltada—. Yo amo a mi esposo. Y nunca podré amar a nadie más.

»—Sí —me contestó, con su eterna sonrisa un poco entristecida—, lo sé. Él es néctar de ambrosía y yo solo miel. Pero ¿no habéis pensado en que, la ambrosía, al igual que la miel, puede tener distintas calidades, y en que puede darse el caso en que la de esta sea superior a la de aquella?

»Me quedé paralizada. Boquiabierta. ¿Cómo podía él haber descubierto un pensamiento tan íntimo, tan mío? Porque, ¿quién más en la Tierra podía utilizar aquella metáfora con tanta propiedad como yo? Nadie. ¿No?

»La palabra casualidad era inaplicable.

»—¿Cómo habéis podido leer mi pensamiento? —le pregunté sin rodeos. Estaba acostumbrada a los hechos cuasimilagrosos.

»—Es un don que tengo —me contestó. Su expresión era afable, pero los relámpagos que iluminaban sus ojos delataban cierta picardía—. A muchas personas les sucede. ¿No lo sabíais?

»—¿Y qué más sabéis de mí? ¿Qué más habéis podido leer? —le inquirí, recelosa.

»Él me miró a los ojos, luego movió los suyos a derecha e izquierda, arrugando ligeramente la frente, mordiéndose el labio inferior, simulando realizar un profundo esfuerzo mental. Pura comedia.

»Por fin, enarcando las cejas cuanto pudo, con fingida expresión de inocencia, mostrando al completo las orlas violeta oscuro que enmarcaban sus iris, me contestó:

»—¿Todo?

»Me enardecí ante su insolencia, asustada ante la posible veracidad de su afirmación.

»—¿Cómo es posible? —pregunté, mientras una nube de aturdimiento surcaba mi mente.

»—Ya os lo he dicho. Es un don —respondió con toda calma.

»—¿Qué es lo que sabéis exactamente? Decidme algo de ese todo —le ordené.

»—No quisiera escarbar en temas tan dolorosos —apuntó, sin sombra de ironía. Parecía arrepentido de su anterior petulancia.

»—No os preocupéis. Hablad —le insté.

»—Vuestra vida ha sido un calvario. Un infierno, diría yo.

»—Detalles —le exhorté. Necesitaba asegurarme exactamente de sus conocimientos.

»—Vuestros padres asesinados, vuestros hijos también.

»No me quitaba la vista de encima. Sus ojos parecían dos dagas de hielo hundiéndose sobre los míos.

»—¿Mis hijos? —inquirí.

»—Sí. Vuestro hijo natural y vuestro hijo adoptivo.

»—¿Y mi esposo?

»—No sé nada de él —me respondió.

»—¿Y mi hijo natural? ¿Quién era su padre?

»—Lo ignoro. Ciertas partes de vuestro pensamiento me resultan inaccesibles. Me negáis la entrada y yo os respeto. Rehúso tratar de forzarla. Hay recuerdos que es mejor relegarlos a rincones escondidos del cerebro, o, de lo contrario, no dejarían de torturarnos durante toda nuestra existencia. Creo que ahí están los vuestros, y ahí deben continuar.

»Me pareció una buena respuesta, aunque no podía pensar con demasiada claridad. Quise creer en la posibilidad de que fuera sincero y, en alguna medida, me tranquilicé.

»—Está bien. Será mejor que me vaya —dije.

»—¿Cuándo volveremos a vernos? —me preguntó, con los ojos encandilados.

»—Nunca, si todo va bien —le respondí—. Adiós, Leonardo. Guardaos de volver a seguirme. Y olvidadme, hay muchas mujeres hermosas en Florencia.

»Leonardo denegó con la cabeza.

»—Simples caricaturas de vos. No tienen parangón. ¿Miel, tras haber conocido el néctar de ambrosía?

»Abrí la puerta y salí, andando sin mirar atrás hasta que escuché su llamada.

»—Juliette, no sufráis por mi vida —dijo, acrecentando su sonrisa—. Mi padre me sumergió en el río Estix al nacer; incluido el talón.

»Se refería al mito griego de Aquiles. Ya sabe. Al nacer, su madre le sumergió en las mágicas aguas del río Estix con intención de convertirle en un ser invulnerable. Pero cometió el error de sujetarle por el talón, impidiendo que las aguas lo bañaran. De este modo, el talón se convirtió en la única parte vulnerable de su cuerpo.

»Le miré unos momentos, apenada. ¡Era tan valiente, tan fanfarrón! Seguí andando.

»—¡Juliette! —volvió a llamarme.

»—¿Sí? —Le miré.

»—Recorrí las siete vueltas —dijo, ahora con la expresión gravemente ensombrecida—. Completas.

»Me quedé observándole atentamente, intentando desentrañar el significado oculto de sus palabras.

»El río Estix daba siete vueltas al infierno, que se encontraba en su centro.

»¿Qué habría querido decir?

»Volvió a sonreír melancólicamente y penetró en su estudio.

»No me di ni cuenta de lo que ocurría en la posada. De si había ruido o había silencio; de si había tanta gente como a mi llegada, o había más, o había menos; o de si me miraban o me ignoraban. No sabría decirlo. Estaba inmersa en mis confusos pensamientos.

»Anduve hasta mi casa lo más lentamente que pude. Tras la visita que acababa de hacer, mi situación con Shallem había empeorado todavía más. Me daba miedo verle, aunque también lo deseaba.

»Pensaba en Leonardo, en sus posibles medias verdades y en las incógnitas indescifrables que me había lanzado y que daban vueltas y más vueltas en mi cerebro, incapaz de llegar a ninguna conclusión totalmente aceptable.

»Sin duda, había fanfarroneado. Solo conocía algunos de los más importantes detalles de mi vida. Lo cual ya era demasiado. Pero, incluso aunque me hubiese mentido y lo supiese todo, absolutamente todo, ¿qué?

»Y en cuanto a lo del río Estix, ¿habría querido enviarme algún mensaje, tan oscuro y terrible que no se atrevía a pronunciarlo en alta voz, o no había sido más que un engañoso acertijo, pronunciado en su afán de hacerse misteriosamente interesante? Si era así, había funcionado.

»Por fin, llegué a casa. Introduje, temblorosamente, la enorme llave en el interior de la cerradura. Ya era de noche. ¿Habría vuelto él? Sí. Lo supe porque el cerrojo estaba completamente echado, y yo, con las prisas, me había limitado a cerrar de un portazo.

»Al cerrar la puerta tras de mí, mi corazón palpitaba impetuosamente. Subí los escalones. Uno a uno. Con la única y débil luz que provenía de un candelabro en el salón.

»Allí debía estar él.

»La puerta estaba entreabierta. La empujé con mis manos hasta abrirla de par en par. Temblando.

»Allí estaba.

»De pie.

»Su imponente figura tenuemente iluminada por la luz ambarina de las llamitas. La melena desgreñada y los ojos, pungentes, clavados en mí. Parecía un espectro.

»Me quedé pegada al suelo. Muda.

»No llevaba más que unas calzas cortas casi completamente ocultas por la sucísima camisa blanca que colgaba por encima de ellas.

»La mano izquierda apoyada en la cadera, una pierna flexionada, y algo, largo e indistinguible, cayendo sobre su muslo derecho.

»Aguanté su mirada como pude, mientras sufría un tropel de sentimientos contradictorios.

»Eché un rápido vistazo al tenebroso saloncito. Las llamitas flameaban como tétricos espíritus danzantes, pero todo estaba limpio y correcto, como yo lo había dejado.

»La alfombra española, tan mullidita; un par de sillas Dante de respaldos de cuero, fantasmagóricas, junto a la pared; el sgabello de nogal, que en la oscuridad parecía un antiguo sarcófago romano, tallado con los mismos motivos que la mesa a la que servía de asiento; y la mesa ovoide, meticulosamente situada en el centro del medallón dibujado en la alfombra.

»Todo sumido en tinieblas.

»Sin pensarlo dos veces, atravesé la habitación, con el corazón palpitante, buscando la larga vela con la que encendíamos la lámpara del techo. Por fin, la encontré, oculta detrás de la cortina. La así, y, nerviosamente, la arrimé a una de las llamitas del candelabro. Después encendí con ella cada una de las velas de la lámpara del techo.

»Pude ver con total claridad los reflejos de las llamas danzando sobre sus gélidas pupilas, refractándose en su brillante cabello, e iluminando las pequeñas, oscuras e inconfundibles manchas de sangre sobre su desgarrada camisa.

»Algunas parecían desordenadas salpicaduras producidas por una lluvia sanguinosa; otras, estudiadas pinceladas maestras de diferente trazo e intensidad.

»Me espanté.

»Luego, mis ojos se posaron en el largo objeto que colgaba desde su cintura y que no había podido distinguir a mi llegada. Lo miré horrorizada. Era una espada.

»—Armas humanas para un mundo de humanos —musitó.

»Estaba estupefacta, incapaz de intentar coordinar una frase con algún sentido.

»Le miré de arriba a abajo. Era evidente que la había usado. Pero ¿contra quién, en aquella adorable Florencia de encantadores ciudadanos?

»—¿Qué has…? —quise preguntarle—. ¿Qué ha pa…? ¿Por qué…?

»—¿Nunca te has dado cuenta de lo tiernecitos que sois los humanos? —me preguntó. Y en el tono de su voz no se detectaba ningún sarcasmo.

»Desenvainó la espada; fina, larguísima, afilada y ensangrentada.

»—¿A quién ha sido? —inquirí en un hilo de voz—. ¿A quién has matado?

»—¡Pero, querida! —se burló—. ¿Ya no lo recuerdas? ¡Maté a decenas de tus pretendientes!

»¡La mentira que yo le había contado a Leonardo!

»—¡No! —grité.

»Un grito de angustia. Se me ocurrió en un instante. Él había estado allí mientras hablábamos, invisible e inmaterial, como era, en realidad. Le había matado al marcharme y había regresado a casa antes que yo. Como un rayo de luz. Él podía hacerlo.

»Arrojó la espada al suelo. La sangre mancharía la alfombra que yo tanto amaba, pensé, neciamente. Tenía un nudo en la garganta. Me asfixiaba.

»Anduvo hacia mí lentamente. Tenía el semblante serio, terriblemente serio, amenazador. Me quedé inmóvil, congelada. Hubiera dado un paso atrás, pero ni a eso me atreví. Se detuvo a dos pasos de mí. Sombrío, silencioso, circunspecto.

»—¿Quieres que te lo cuente —me preguntó—, que te explique el modo en que aceché a mis víctimas en la oscuridad; en que provoqué con mis palabras sus instintos criminales; la absurda bravura con que acometieron contra mí, ignorantes de mi condición; la facilidad con que ensarté sus cuerpos en mi espada?

»Yo apenas podía respirar.

»—Dime que no ha sido culpa mía —le rogué en un susurro descompuesto.

»—¿Tu culpa? —preguntó sin apenas darse cuenta.

»—¿Por qué lo hiciste?

»—¿Y por qué no? Me gusta hacerlo. Llega a ser divertido —me respondió. Parecía una inescrutable figura de cera, lívida e impávida.

»Yo me sentía, cada segundo que pasaba, más trastornada, más cerca del desmayo.

»—Es como la caza —continuó—. La caza divierte a los hombres. ¿No es así? Y hay que adiestrarse si se pretende ser buen cazador.

»Sus palabras eran irónicas, pero su voz, sus ojos, estaban llenos de amargura.

»La sangre circulaba torpemente a través de mis venas. Lo noté. El cerebro embotado, los miembros helados…

»—Ah, pero he sido justo —prosiguió—. Jugué con sus mismas cartas y maté con sus mismas armas. No todos los hombres pueden decir lo mismo.

»—Dime por qué —murmuré.

»—¿Por qué? ¿Qué diferencia hay entre matar con motivo o sin él? ¿No es a la misma muerte a quien entrego sus almas condenadas, la que reduce a polvo a justos e injustos por igual? Tarde o temprano, a todos os acoge en su seno, la madre muerte.

»Sus ojos relampagueaban. Las siniestras lucecitas continuaban su danza fúnebre sobre su rostro, sobre sus manos, sobre el teñido filo de la espada, sobre los muebles, incluso sobre la cálida alfombra.

»No podía moverme; me sentía sobre arenas movedizas a punto de abrirse bajo mis pies.

»—Es igual de injusto matar con razón o sin ella, Juliette. De modo que, ¿qué importa tenerla o carecer de ella?

»—¡Pero sin duda existe un motivo!

»—Desde luego. ¿No lo recuerdas? Es el precio que he de pagar por la vida de mi hijo. Seiscientas sesenta y seis víctimas mortales a cambio de la vida del hijo de un ángel. Es más que un precio justo, es un precio muy bajo.

»—¡Seiscientas sesenta y seis! —exclamé horrorizada.

»—Sí. La cifra es una broma de Eonar. ¿No es graciosa?

»—Shallem, tú no puedes hacer eso. No quiero. No te dejaré.

»—¡Ah, no, querida! —exclamó levantando su mano derecha de tal forma que pensé que iba a lanzarla sobre mí—. ¿Crees que ahora voy a abandonar a la muerte al hijo que ya he engendrado?

»—Pero no puedes, no debes hacerlo, Shallem, amor mío —sollocé.

»—Oh, sí. Desde luego que puedo. De hecho, ya solo me restan seiscientas sesenta.

»—¿Y no ves lo que te hace sufrir? ¡No quiero que continúes! —grité, y me lancé sobre él y me abracé a su pecho llorando—. Por favor, te lo suplico… ¡Oh, Dios! ¡Ojalá nunca te lo hubiera pedido! Tú me advertiste lo que podía exigirte, pero te juro que jamás pensé que llegaría el momento en que habrías de… Te lo suplico, Shallem, tanto por esos inocentes como por ti mismo y por mi propia alma, pues yo soy tu cómplice en estos crímenes.

»Escuché los acelerados latidos de su corazón y percibí su agitada respiración. Ni siquiera me tocaba.

»—Shallem, ¿me culpas a mí? —le pregunté de improviso—. Ha sido culpa mía, ¿verdad?

»—Por supuesto que no —me respondió firmemente, y acarició mi cabello con su mejilla y lo besó—. Es solo culpa de mi propia debilidad para afrontar lo que no debería costarme el menor trabajo ejecutar. Además…, creo que no debería fiarme de él.

»Levanté la mirada para implorarle de nuevo.

»—Entonces no lo hagas. Shallem, no consientas que te utilice. ¿No lo ves? ¡Solo busca divertirse a costa de tu sufrimiento!

»—Te equivocas. Haré lo que me ha pedido con sumo placer. Es un deporte que practico habitualmente. Siempre lo he hecho. Nunca me ha costado el menor trabajo.

»—¡Sé que no estás ciego a tus propios sentimientos, no los enmascares delante de mí! Él también los conoce, ¿por qué, si no, iba a pedirte algo tan espantoso? Escúchame, Shallem, no dejes que se burle de ti, no permitas que te haga sufrir. Deseo un hijo, sí, y quisiera poder evitar que este sufriera el menor daño, pero te amo infinitamente más a ti, y no puedo soportar el ser la causante de tanto sufrimiento. Tendremos otro hijo, Shallem. Todos los que queramos…

»—Escúchame tú a mí ahora —me dijo, con el fiero enojo de quien pretende convencernos de las falsas palabras que desearían ardientemente convertir en realidad—. Esto es un juego para mí y para todos los míos. No hay vida humana que valga una sola de nuestras lágrimas, excepto, para mí, la tuya. ¿Qué me importa sacrificar un millón de vidas mortales? Si supieras cuántas veces lo he hecho a cambio de nada, por mera diversión… Mi hijo va a nacer porque yo lo he deseado, porque yo lo he engendrado consciente de las consecuencias, y nunca, ¿entiendes?, nunca lo abandonaría a su suerte aunque tuviera que aniquilar a toda la humanidad por salvarlo a él.

»Dijo algo más, algo que entreoí difusamente, como en una pesadilla. Después, noté que mis rodillas se quebraban y sus brazos me sostenían. Y, luego, nada más.

—¡Santa Madre de Dios! —exclamó el confesor.

—¿Es todo lo que se le ocurre? —inquirió burlonamente la mujer. Se puso en pie y, durante unos instantes, permaneció quieta junto a su silla, con los dedos tamborileando sobre la mesa—. Hemos de proseguir —dijo luego, pensativa, y lentamente cruzó la habitación hacia la ventana—. Continuamos viviendo en Florencia. Las cosas habían cambiado, pero no sustancialmente. Nuestros paseos, la contemplación del orto solar extramuros, nuestro amor, eran cosas que permanecían invariables. Me atrevería a decir que, a partir de aquel momento, vivimos aquellos momentos con mayor intensidad, más unidos que nunca ante nuestro pavoroso secreto y el incierto futuro que aguardaba a nuestro hijo no nacido.

»Florencia continuaba siendo nuestra amada ciudad de colores refulgentes.

»Uno podía pararse en cualquier esquina durante horas a contemplar el arte, que emergía de los más recónditos rincones. Nada podía ser abarcado de un vistazo y todo podía ser estudiado diez, veinte veces, sin dejar en cada una de ellas de descubrir detalles inadvertidos.

»Florencia era un enorme palacio de luminosa techumbre azul y grandes espacios abiertos, y nos pertenecía.

»Pero, al caer la noche, el horror comenzaba.

»Me dejaba en casa, imaginando, en mi soledad, las atrocidades que estaría cometiendo, pensando en los rostros demudados de sus víctimas al sentir la espada en sus entrañas. Seres inocentes cuya sangre alimentaba el corazón de mi hijo.

»Luego volvía a mí. Amargado, lo mismo que lo estaba la noche en que me lo confesó todo, sombrío y cogitabundo.

»A veces, entraba en la casa con la mirada perdida, como un alma en pena, y, sin mediar palabra, se introducía en el lecho; pero, otras veces, regresaba encorajinado, torturándome con sus frases hirientes, punzantes, detallándome a quién había matado, cómo lo había hecho, y el extremo placer que había sentido en ello.

»Pero la única verdad era que el matar a los florentinos le causaba un dolor insoportable; que amaba su juventud, su alegría de vivir, su refinamiento, su amor por la belleza y la perfección, su aura filosófica, su valor y su rebeldía. Eran como pequeñas copias humanas de él mismo. Criaturas deliciosas entre las cuales habíamos hallado la felicidad. Y él no podía encontrar en ellas defectos tan grandes que justificasen la matanza.

»Consciente de su dolor, le propuse que nos fuésemos, que dejásemos Florencia, que buscásemos un lugar donde cada víctima no constituyese un suplicio. Pero me dijo que no, que el lugar era aquel y que el dolor formaba parte del precio, de la expiación de la culpa, que cuanto más sufriese en el acto, más esperanzas tendría nuestro hijo, pues él no estaba seguro de que Eonar cumpliese su palabra.

La mujer hizo un largo, muy largo receso. En el silencio absoluto se oía el sonido de su respiración, pesada, agotada.

—Fueron, por tanto, estudiantes, la mayoría de los que murieron —añadió.

—¿Y qué fue de Leonardo? —se interesó el sacerdote.

—Leonardo. Shallem no le había matado. Nunca había tenido intención de hacerlo. Le vi multitud de veces. Escondido tras aquella puerta, vigilante desde alguna esquina, asomado en algún balcón. Pero jamás tuvo ocasión de acercarse a mí nuevamente. No volví a salir sola. Sé que espiaba mis movimientos y que a veces se allegó hasta mi casa, esperando, pacientemente, alguna salida de Shallem, para aporrear la puerta o tirar piedrecitas al balcón hasta su regreso. Pero nunca le contesté.

»Naturalmente, también Shallem le veía observándonos, a hurtadillas, en nuestros paseos. Lo mismo que veía las miradas deshonestas que muchos otros hombres me dirigían. Entonces, se limitaba a mirarme a los ojos y sonreír dulcemente. Temerosa de que, harto de sus persecuciones, acabara eligiendo a Leonardo como víctima cualquier noche, acabé rogándole, con los mejores argumentos que pude, que respetara su vida.

»—No tienes por qué preocuparte —me dijo, y, de inmediato, comenzó a hablar de no sé qué otro tema alborozadamente.