I

»Al día siguiente, un sol radiante y un cosquilleo en la nariz me despertaron. Shallem jugaba con una pluma sobre mi cara.

»Tenía en la mirada ese brillante color verdeazulado de los días dichosos. Apartó la pluma y me besó con celestial ternura.

»—Buon Giorno —musitó sonriendo.

»Al principio no comprendí. Su rostro me impedía ver el lugar donde nos encontrábamos, pero, cuando se apartó de mi campo de visión pude contemplar el desconocido baldaquino que cubría la cama, las extrañas telas que tapizaban las paredes, los refinados muebles que jamás había visto.

»—¿Dónde estamos? —le pregunté.

»—¿Dónde crees? —me devolvió la pregunta, descansando su cabeza sobre mi pecho.

»—¿Es que no estamos en París? —inquirí, ante la extraña decoración circundante.

»—¡París! ¡Nombre abominable! —exclamó—. Olvida París. Olvida todo lo que allí ocurrió. Ahora empieza una nueva vida, una nueva era. ¡Estamos en Florencia, amada mía!

»Nuevamente hube de contemplar con ojos de recién nacida el mundo que me rodeaba.

»Nunca había estado en Florencia, pero intuía, desde luego, que todo en ella debía ser diferente. Había leído las obras de Dante, Bocaccio y Petrarca y escuchado algunas noticias de boca de los nobles parisinos. Eso era todo. Pero, cuando salí a la calle, me di cuenta de que las diferencias no eran meramente debidas a un cambio de lugar.

»Allí había maravillas inimaginables de las que nunca había oído hablar. Las calles eran limpias, los edificios suntuosos, los mendigos escasos…

»Los caballeros caminaban erguidos envueltos en lujosos terciopelos multicolores, con sus graciosos gorritos emplumados y las espadas colgando del cinto como un adorno más. Sortijas en los dedos, el cabello y la barba repeinados; síntomas de elegancia. Aunque la moda no había cambiado excesivamente, el gallardo porte de los florentinos parecía más a propósito para lucir el exquisito refinamiento de su época. ¡Los italianos son tan hermosos!

La mujer quedó en silencio unos instantes mirando al confesor, y, al recordar su apellido, le preguntó:

—¿De dónde es usted, padre? ¿Dónde nació?

—En Springfield, Missouri —contestó él.

—De ascendencia italiana, sin duda. ¿Sus padres?

—Sí, ambos. Romanos.

—Maravilloso. ¿Y qué nombre de pila le pusieron?

—Christian.

—¡Christian! —exclamó. Y luego preguntó—: ¿Conoce Roma?

—No. Nunca he estado en Italia.

—Eso debería considerarse un pecado. Y, lo de hacerse sacerdote… No fue su primera vocación, ¿verdad?

—No —el confesor se azoró durante unos instantes y luego rió tímidamente—. Quería ser actor. Pero cuando se nace en Missouri no hay muchas oportunidades para ello.

—Quizá debió buscarlas con mayor énfasis, abrirse camino a través de las dificultades. Dicen que el éxito aguarda a quien cree en sí mismo. ¿Lo hacía usted? ¿Creía en sí mismo?

—Yo sí. Pero dudaba de que llegasen a creer los demás.

—Entonces no creía lo suficiente.

—No importa. Pronto fui llamado por Dios.

—¿Le llamó cuando aún pretendía ser actor o cuando ya había cejado en el intento?

—¿Qué importa eso?

—Lo define todo. Contésteme, por favor.

—Esta conversación no viene al caso.

—Ya había cejado. Debió intentarlo con mayor ahínco, ser más perseverante. Es muy guapo. Apuesto a que la mitad de Springfield era una colección de corazones rotos por su culpa. Pero su familia no disponía de dinero para enviarle al lugar adecuado con las suficientes comodidades y usted no estaba dispuesto a llegar a Los Ángeles con doscientos dólares en el bolsillo, a vender hamburguesas y a hacer todo tipo de trabajos desagradables para, por las noches, compartir el dormitorio con seis colegas en su misma situación. Y ahora se arrepiente.

—Es usted quien debe arrepentirse, ¿recuerda?

—No se irrite, padre. Solo quería comprobar que estoy hablando con un ser humano y no con un muñeco de cartón-piedra.

La mujer se quedó mirándole fijamente con su enigmática sonrisa hasta que él desvió la vista, avergonzado.

—Como le iba diciendo —continuó ella—, todo en nuestro rededor me resultaba tan absolutamente desconocido que enseguida me di cuenta de que no únicamente habíamos cubierto una distancia en el espacio, sino también en el tiempo.

»Con mucha prudencia y apuro conseguí enterarme de la fecha exacta: 1520.

—¡1520! —exclamó el confesor—. Habían transcurrido… ¿Setenta y nueve años más?

—Exacto. Setenta y nueve años desde la muerte de Jean. Trescientos veintitrés años desde el día de mi nacimiento.

»Pero yo, por supuesto, estaba en el apogeo de mi juventud. ¿Cuántos años tendría? Déjeme pensar… La verdad es que ya entonces había perdido la cuenta exacta de mi edad, pero debían ser unos… veinticuatro años. ¡Y qué hermosos lucían en mí, ataviada con los ricos ropajes florentinos, con la cascada de mi cabello rubio, que siempre me resistí a sujetar en complicados moños, cubierto por una redecilla adornada con perlas, desparramándose sobre el terciopelo negro de mi bernia, y enmarcando mis facciones de porcelana, mientras mis ojos resplandecían ante la contemplación de tanta belleza!

»¡Qué pareja hacíamos! ¡Cómo se volvía la gente, hombres y mujeres, para admirar a aquellos jóvenes, vivientes cánones de belleza clásica! Apolo y Dafne. Eso éramos.

—¡Caramba! No es usted muy modesta —comentó el sacerdote.

La mujer sonrió.

—A veces la modestia y la mentira van hermanadas. Y yo no quiero mentir…

»Shallem tenía razón. Era una nueva vida la que, una vez más, comenzaba para nosotros. Y el escenario, infinitamente más agradable que cualquiera de los anteriores.

»Nos hospedamos en una casa alquilada entre el Duomo y el Arno. Como antes el Sena, el Arno conoció nuestras interminables y elocuentes miradas, nuestros besos de amantes lujuriosos navegando bajo los hermosos arcos de sus puentes.

»A veces, cuando, esforzadamente, separábamos nuestros labios para respirar y abríamos los ojos, nos encontrábamos flotando a la deriva lejos del perímetro amurallado de la ciudad, en pleno campo ya. Pero la soledad y la magnificencia de la negra bóveda celeste salpicada de brillantes lentejuelas plateadas no hacían sino incrementar nuestra pasión.

»El Arno resultó ser un río aún más romántico que el Sena, y sus aguas, mucho más cálidas, bañaron nuestros cuerpos, desnudos a la luz de la Luna, en innumerables ocasiones.

»Pese a que mi felicidad era completa y que, a mi parecer, los intentos redentorios de Shallem habían concluido, se empecinó en visitar, unas veces de día, otras de noche, todas las iglesias de la ciudad. ¡Y había tantas que uno podía pasar el día entero sin hacer otra cosa que entrar y salir de ellas!

»—¿Cómo pude ser tan estúpido? —me susurraba su cálida voz, con la tenues llamitas del Duomo escintilando en sus húmedas pupilas—. Todo eso acabó —insistía una y otra vez—. ¡Forjar tan locas esperanzas! ¡Alentar semejante ilusión tras miles de años suplicando en vano! ¿Por qué iba Él siquiera a dirigir su mirada hacia nosotros, después de lo que hicimos?

»Y cuanto más intenso y falsamente convincente se tornaba su discurso, más evidente se me hacía que cuanto decían sus labios, trémulos e irritados, era inmediata y ardorosamente refutado por su alma, y que no era sino una constante porfía la que mantenía consigo mismo, una perpetua disputa entre su insatisfecho deseo de Dios y el aparente odio al que el dolor provocado por Su desdén le abocaba irremediablemente.

»Y mil veces insistí con mi infatigable pregunta:

»—¿Pero qué pudiste hacer tú, Shallem, ángel mío, que Nuestro Padre Misericordioso no pueda perdonarte?

»Y él retiraba su mirada, alarmado, como si temiera que el horrible recuerdo de sus actos pasados se reflejara en sus ojos.

»—Cosas horribles —se limitaba a decirme, cuando contestaba algo—. ¿No te basta con lo que viste en París?

»Y entonces, para distraer mi atención de aquel comprometido tema, me hablaba, sucintamente, de las extrañas relaciones que mantenían él y su hermano Cannat, a quien parecía adorar, con el resto de los ángeles caídos, a quienes él se refería con eufemismos delicadamente atenuantes como: “el resto de los ángeles que estamos en la Tierra”, “los proscritos”, o “a quienes nos exilió”, “repudió”, o, incluso, “abandonó”.

»Bien es cierto que daba gusto cobijarse entre los gruesos muros de la catedral cuando el calor apretaba; admirar la belleza de sus mármoles y frescos, la perfección de sus esculturas, la riqueza de su decoración. Pero las largas esperas a que Shallem me sometía mientras se ausentaba del mundo terrenal, acababan por producirme bostezos incontrolados y una exasperada e indisimulada irritación.

»Pero Shallem se disculpaba a su regreso explicándome que aquel era un buen observatorio para explorar nuestro entorno, que resultaba imprescindible que controlase los movimientos de aquellos espíritus a quienes Eonar había enviado a atacarnos en Egipto y que aguardaban calladamente una nueva oportunidad, y que debíamos cercioramos de que no estábamos amenazados.

»Shallem reconocía los espacios fuera de nuestro espacio, allá donde el tiempo no existe porque no hay movimiento, decadencia ni muerte, sino solo la vida sobrenatural de los ángeles inmutables y eternos.

—¿Y qué sabe de esos espíritus dañinos? —preguntó el sacerdote—. ¿No la explicó algo acerca de ellos?

—Sí —afirmó la mujer, ayudándose con un resuelto movimiento—. Pero no sé si…

—¡Oh, por favor! ¡Se lo ruego! —suplicó encarecidamente el padre DiCaprio.

—Está bien. Mi relato no quedaría comprensible sin ello. Esos prosélitos de Eonar no eran más que espíritus humanos como el suyo y el mío. No necesaria o particularmente perversos en vida mortal. Espíritus que, tras la muerte de su carne y no habiendo alcanzado la Gloria de Dios, no tenían otra opción que la de regresar a la Tierra en un nuevo cuerpo. Pero el terror que a muchos de ellos les causaba esta idea les impulsaba a negarse a hacerlo. En este caso, son los ángeles del Cielo los que intervienen, los que tienen el poder de forzar a los espíritus humanos a tomar un nuevo cuerpo. Y, en algunas ocasiones, es aquí cuando Eonar o alguno de los otros entra en escena, protegiendo, maliciosamente, a esos espíritus del poder de sus hermanos del Cielo, impidiéndoles que cumplan su misión. Estos ángeles rebeldes rara vez exigen algo al espíritu a cambio de este favor. El placer de sustraerlo al poder de sus traidores hermanos, la reafirmación de su rebeldía, el saber que lo entregan al horror del eterno extravío en un estado innatural y agónico, es suficiente para ellos. Pero muchos de estos espíritus, perdidos en la infinita soledad del perpetuo vacío, buscan la compañía de estos ángeles que no atienden sino a sus propios fines; desean su tutela, su guía, no importa a dónde les dirijan. Si piensa un poco, verá que no es necesario estar muerto para seguir este comportamiento.

—Y fue a estos a quienes envió contra ustedes.

—Así es. Naturalmente a Shallem apenas podían hacerle cosquillas. Sin embargo, debieron ser hábilmente adiestrados, a juzgar por lo bien que cumplieron su objetivo en Egipto: separarme de él.

»Cannat, el hermano de Shallem, él mismo y unos pocos solitarios más, eran considerados los rebeldes entre los rebeldes. Primero, de forma que Shallem jamás me aclaraba, se habían levantado contra Dios, pero luego, también desconocía cómo, contra los propios proscritos.

»Cannat y Shallem habían sido los primeros en escapar de ese lugar fuera de nuestro espacio conocido; un lugar en donde Dios les había recluido por algún motivo que Shallem tampoco especificaba.

»Pero no todos los ángeles tenían el poder para escapar de allí, ni tampoco todos soportaban la estancia entre los mortales, como Eonar, que prefirió no mezclarse nunca con los mortales. En realidad, de los que habían huido, la mayoría no soportaba demasiado tiempo en compañía de los humanos, por ello, todos regresaban a la que antes había sido su prisión, pero que ahora era lo más cercano al paraíso, y que, recuperadas las ganas, volverían a abandonar nuevamente, estableciéndose así un ciclo continuo.

—Se había convertido en una especie de balneario de reposo —apuntó el sacerdote.

—Sí. Exactamente. Una desierta isla tropical donde gozaban de su única compañía, pero que tampoco bastaba para satisfacer las inquietudes de los ángeles. Solo uno de ellos, Cannat, no había necesitado regresar jamás. Parecía adaptarse perfectamente a la existencia entre nosotros. Pero Shallem sí quiso regresar. Y cuando lo intentó, descubrió el inmenso odio que latía en el corazón de Eonar contra él y contra Cannat, a quienes consideraba culpables de la huida, para él indeseada, de la mayoría de sus hermanos más poderosos. Eonar pensaba que Shallem y Cannat se habían erigido en sus líderes, pero esto no era verdad. Ellos nunca pretendieron liderar, como tampoco admitieron el liderazgo que Eonar y algunos otros habían tratado de imponer.

»Más adelante lo comprenderá todo mucho mejor. Pero es preciso que le cuente las cosas importantes en el mismo orden y en los contextos y tiempos exactos en los que yo las descubrí. Mis conocimientos sufrieron una, no sé si decir lenta y gradual, o, más bien, brusca y tardía evolución, y quiero que usted la siga y la comprenda en lo posible.

La mujer se llevó las manos a la cintura y estiró su columna vertebral y luego sus brazos. Entretanto, al observar el sacerdote sus vacilantes y alternas miradas a la botella y a su vaso vacío, se apresuró a llenárselo. Ella lo tomó y lo apuró ávidamente.

—Se lo agradezco, ¿sabe? —le dijo, tras depositar el vaso sobre la bandeja plateada—. El que no consintiera que me esposaran a una mesa de acero.

—Ah, sí. Bueno, no me pareció que aquello fuera empezar con buen pie.

—Hemos de continuar —dijo ella—. Como era de esperar en una ciudad tan próspera como Florencia, eran numerosas las invitaciones de nobles y burgueses que constantemente declinábamos. No deseábamos ningún contacto con persona alguna que no fuese estrictamente imprescindible: nuestras dos sirvientas, el sastre y la modista cuando eran necesarios, y pocos más, por no decir ninguno.

—Espere un momento, por favor —la interrumpió el confesor, reclinándose ansiosamente sobre la mesa—. Siempre está usted hablándome de las riquezas que disfrutaban, ropas, joyas, criados. Pero ¿y el dinero para todo ello?

—Dios Santo —murmuró la mujer, llevándose la mano a la boca y ladeando la cabeza en un gesto de desconsuelo. Luego se volvió hacia el sacerdote—. Pero ¿cómo es capaz de hacer preguntas tan estúpidas, padre? ¿Cree que un ángel puede tener dificultades para conseguir unos míseros pedazos de metal?

El padre DiCaprio pareció sentirse avergonzado, pero aún no acababa de entender.

—Entonces, ¿lo robaba? —insistió.

La mujer exhaló un profundo suspiro de descontento y le miró como a un niño insoportable y obcecado cuyas preguntas no quedara más remedio que satisfacer.

—Sí —contestó bruscamente.

Al padre DiCaprio le costó un mundo continuar ahondando en el tema, pero no se amilanó.

—¿De qué manera? —Estaba encogido sobre la silla, como si temiera que la mujer, que tenía los ojos clavados en los suyos, saltara en cualquier momento sobre él, igual que una fiera. Tragó saliva—. Quiero decir… ¿Mataba para robar?

—Pues… —la mujer dudó unos instantes, con absoluta inmutabilidad—. No creo que le hiciera falta.

—¿No lo sabe? —inquirió él, con asustado asombro.

—No, no estoy segura —repitió pensativamente, como si fuera la primera vez en su vida que se preocupara por aquel detalle—. Aunque es posible que en alguna ocasión lo hiciera. De hecho, recuerdo una vez… Pero no. No hay tiempo para contárselo. No me distraiga con nimiedades, por favor. Prosigo. Vivimos más de dos meses intensamente felices en la ciudad de la flor. Hicimos el amor en todas partes. En la plaza de la Señoría, de noche, bajo la imponente mirada del David de Miguel Ángel; envueltos por la luz que se coloreaba al atravesar las vidrieras de la iglesia de la Santa Cruz; en el convento de San Marcos, donde Shallem imitaba al ángel de Fray Angélico, rendido a los pies de la virgen, con sus alas multicolores extendidas y los brazos cruzados sobre el pecho, como en una declaración de amor. Admirando los frescos de Santa María Novella, de la Santa Trinita; en el Duomo, por supuesto; sumergidos en el regazo del Arno. Aunque, donde más nos gustaba, era una vez traspasadas las murallas de la ciudad, fuera de sus lindes, en alguna de las colinas, desde las cuales la alta cúpula de la catedral parecía envuelta en un capullo de rosa, pero donde no había humanos o inmortales que pudiesen despertarnos de nuestro éxtasis, sino solo la quietud y el silencio, la serenidad de un cielo negro tachonado de palpitantes estrellas de apariencia eterna e inmutable.

»En estas colinas pasábamos hora tras hora hablando de mil cosas distintas. De los hombres; de las bellezas naturales dispersas por cada rincón de la Tierra, que yo aún no conocía; de los fabulosos animales que las habitaban; incluso del arte y de la música, creaciones humanas por las que Shallem se sentía interesado, y de la incomodidad de los favorecedores trajes que vestíamos y de los que nos solíamos desprender tan pronto estábamos a solas.

»A veces nos sorprendía la caída de la noche sobre la colina tras haber disfrutado de una plácida tarde de sol. Admirábamos el crepúsculo en absoluto silencio, mudos de asombro. El más cotidiano de los milagros contemplado con la impresión de quien abre los ojos por primera vez. Luego nos tumbábamos, siempre en la cumbre, a observar cómo, lentamente, el cielo perdía completamente su color hasta inundarse de la blanca claridad lunar. Shallem era el más romántico de los seres. Hubiera podido llorar ante la belleza de la aurora; pero Shallem no había sido creado para llorar, por más que Dios se empeñase ahora en arrancarle las lágrimas. Luego nos dormíamos, allí, cobijados por la bóveda celeste, abrazados uno al otro hasta el amanecer, cuando dejábamos que las rápidas corrientes del Arno masajearan nuestros cuerpos, obligándolos a desperezarse.

»No podíamos ser más felices. O quizá sí.

»—Pero, Shallem, ¿cómo es que no quedo encinta? —le pregunté un día, ya desesperada ante mi injustificada infertilidad.

»Él detuvo su sorprendida mirada sobre la mía.

»—¿Te gustaría? —me pregunto.

»—¡Pues claro! —exclamé yo, asombrada ante su duda—. ¿No lo sabes? ¿Acaso no soy hialina para ti? Tú conoces todas mis preguntas y todas mis respuestas.

»—¡Qué aburrido sería si fuese así! —me respondió, alzando en el aire su sombrerito de terciopelo azul, cuya accidentalmente arrancada pluma se entretenía en recomponer—. Conozco algunas, sí, pero me gusta oírlas de tu voz.

»—Tú lo has impedido, ¿verdad? —le pregunté, pues, tras muchas cuitas, había llegado a tal conclusión.

»—Sí —me contestó. Y me miró ahora más inmóvil y atento, como de veras sorprendido porque yo le concediese alguna importancia.

»—Pero ¿por qué? Daría casi cualquier cosa por un hijo tuyo, Shallem. ¿Por qué me lo niegas?

»Por unos momentos pareció incrédulo ante mi revelación. Apartó su vista de mí y la devolvió a su sombrerito mientras trataba, sin ninguna concentración, de ensartar la pluma en su interior. Un par de veces inició el ademán de volverse a contestarme, pero en seguida vacilaba y parecía reconsiderar su respuesta.

»—¿Has oído la antigua sentencia “Ojo por ojo, diente por diente”? —me preguntó por fin.

»—Sí —le contesté, sin comprender aún a donde quería ir a parar.

»—Yo maté al hijo de Eonar… —me respondió conturbado, y se detuvo esperando que yo adivinara la consecuencia.

»Durante un minuto me quedé simplemente atontada.

»—Pero… —farfullé finalmente—. También era mi hijo. No tiene derecho a cobrarse venganza sobre mi descendencia.

»—Esa consideración a él no le importa —me dijo Shallem, levantándose y acercándose a mí. Y ahora estaba muy apenado, porque de pronto se había percatado del dolor que la imposibilidad de tener un hijo suyo podía causarme—. Tú no le importas. Es conmigo con quien tiene una deuda pendiente y piensa saldarla con mi primer hijo. No importa a quien haya de aplastar por conseguirlo, y menos aún si es solo un humano.

»Fue un golpe inesperado y terriblemente doloroso el escuchar aquellas palabras. Desde la concepción de Chretien, había imaginado con ilusión lo que sería engendrar un hijo de Shallem. Durante sus primeros años de vida había fantaseado imaginando y soñando que realmente lo era. Después, mientras Jean-Pierre había vivido con nosotros, no había podido evitar el desear que pronto le diéramos un hermanito.

»Sí, llevaba mucho tiempo forjando unas ilusiones que daba por sentado que un día se cumplirían.

»Pero ¿cómo podía aquel monstruo hacerme aquello? Violarme, utilizarme para engendrar a su hijo, y, ahora, amenazarme con la muerte de mi segundo hijo. Hubiera deseado ser Dios para poder exterminarle.

»—Pero, Shallem, algo habrá que podamos hacer. No es posible que caiga sobre mí esta nueva condena, que no vaya a poder tener un hijo jamás. Ansiaba un hijo tuyo, Shallem. Con tu dulce mirada y tu espíritu indomable. Un doble tuyo que pudiera mecer en mis brazos y besar hasta hacerle perder el sentido. Tienes que dármelo, Shallem, por favor —le supliqué, a punto de echarme a llorar—. No me niegues toda esperanza. No me digas que jamás será posible.

»—No sabía que fuese tan importante para ti —me dijo, haciéndome reclinar la cabeza sobre su hombro.

»—Lo es —afirmé.

»—Si lo intentáramos… —vaciló—. No sé…

»—Luego, hay una posibilidad —dije, levantando la cabeza para mirarle.

»—No es así exactamente. Pero, si tan importante es para ti, quizá… Tal vez podría negociar.

»—¿Quieres decir ofrecerle algo a cambio de que respete la vida de nuestro hijo?

»—Sí. Es posible que acepte. Le gustan ese tipo de acuerdos, siempre y cuando sean lo suficientemente… tentadores.

»—¿Y qué podría pedirte a cambio?

»—Ojo por ojo…

»—¿La vida de otro inocente? —le pregunté, y el corazón saltó en mi pecho.

»Durante largo tiempo permanecimos en silencio. Shallem me estaba dejando meditar, calibrar las opciones. Esperaba mi respuesta.

»—Aún me quedan muchos años de vida, Shallem, Dios mediante. Quiero un hijo tuyo. Me haré a la idea de que el primero no sobrevivirá, de que nacerá muerto o algo así. Pero, después, podremos tener un segundo.

»Debí suponer que Shallem nunca sería tan miserablemente conformista y resignado como yo.

»—Bien —susurró, rodeándome con sus brazos—, si tan grande es tu deseo no lo demos por muerto antes de haberlo engendrado. Lucharemos por él.

»Aquella misma noche concebimos a nuestro hijo.