III

»Continuamos viviendo en París durante unos cuatro meses, sin hacer otra cosa que pasear nuestro amor bajo el sol y las estrellas y observar cómo el subdesarrollado cuerpecito de Jean Pierre se recuperaba de su atraso, mientras que su espíritu ganaba en bondad, día a día.

ȃramos felices.

»Yo me sentía invadida por una piadosa amnesia que había ido, poco a poco, difuminando mis recuerdos hasta convertirlos en no más que la borrosa remembranza de una inverosímil pesadilla.

»Ya no me causaban dolor. Ningún sufrimiento. Era como si todos aquellos hechos me hubiesen acaecido en una vida pasada, una vida anterior que ya no existía. Yo había sido la víctima de un tormento que ya nunca podría afectarme, porque nada en el mundo podía dañarme bajo la égida de Shallem.

»Pensaba que mi vida transcurriría en adelante tan simple y apaciblemente como las de los demás mortales, que viviríamos sin más preocupación que la de unir cada noche nuestros labios bajo las estrellas.

»¡De qué modo me equivocaba!

»La nueva tragedia llegó un día de Febrero, acompañada de los gélidos vientos nórdicos que cada invierno convertían las calles de París en un inmenso y dantesco cementerio.

»La Luna llena reflejaba su luz sobre el cárdeno celaje fluorescente, que volvía a derramarla, violácea y sombría, sobre un tétrico París adormecido.

»Un rayo plateado iluminando el horizonte y, diez segundos después, un trueno en la lejanía.

»Jean corría hacia casa por delante de nosotros, con Omar enredándose entre sus piernas.

»Ya estábamos cerca, en la rue Saint Martin, delante de la puerta de Saint Nicolas Des Champs, cuando me percaté, conturbada, de que le habíamos perdido de vista. No quise llamarle a gritos por no despertar a toda la vecindad, pues era muy tarde y en París, en invierno, la gente se acostaba muy temprano. Había poco que hacer levantado, excepto pasar frío y consumir la cera de las velas o el aceite de los candiles.

»Pero Shallem sí lo hizo. Arrebatado por un presentimiento angustioso corrió calle abajo gritando su nombre con toda la fuerza que sus pulmones le permitían. Un profético grito de terror.

»Y la bóveda celeste, cada vez más oscura, más amoratada.

»Apenas veía unos centímetros por delante de mí hasta que llegó el resplandor, vivísimo y fugaz, iluminando la calle. Y durante este segundo me di cuenta de que estaba sola, de que Shallem había desaparecido y de que sus voces, si es que las seguía dando, ya no eran audibles ni siquiera en la lejanía. Tuve miedo.

»Uno, dos, tres, cuatro, cinco, y el trueno ensordecedor.

»Seguí corriendo, aprovechando las luces súbitas y fugaces, cada vez más numerosas, hasta el cruce con la rue Turbigo. Desde él, escuché un alarido sobrenatural, un aullido desgarrador proferido con la potencia de mil gargantas.

»El cielo quedó en silencio, expectante, escuchando aquel sonido que desafiaba a su propia voz.

»París entero se estremeció conmovido. Oí las voces de las gentes que, asomadas a las ventanas, se preguntaban unas a otras por su origen. Pero nadie osó salir. El frío era demasiado intenso.

»Guiada por algún instinto que no sé nombrar, llegué hasta el callejón donde Shallem se estrechaba, arrodillado, junto al cuerpo inerte de Jean Pierre. La sangre brotaba de su pequeño cráneo, espesa y opaca, tan negra en la noche como su propio cabello. Omar yacía muerto junto a él.

»Me tiré al suelo junto a ellos, gritando presa de un ataque de histeria.

»Shallem, en absoluto silencio, seguía apretando el cuerpecito contra su pecho. Tenía los ojos fijos en el vacío y la mirada dentro de sí mismo. Era imposible leer en su rostro.

»Yo me dirigía a él sin parar, desesperada, sollozando implorante:

»—¡Por favor, por favor, sálvale! ¡Tú puedes hacerlo, tú puedes!

»—Se ha ido —me respondió en un susurro, sin dejar de abrazarse al cuerpo y sin dirigirme su inescrutable mirada—. Es un cuerpo vacío.

»—¡Tráelo de nuevo, Shallem, te lo suplico! ¡Él quiere regresar, no te será difícil! Es necesario aquí. ¡No puede morir! ¡Por Dios Bendito, haz algo!

»Estaba desesperada ante su impasibilidad. Deseaba verle hacer cualquier cosa, por inútil que pudiese resultar. Pero él no se movía.

»—Ya no está aquí —susurró—. No puedo hacer nada.

»—¡Solo inténtalo! —volví a exhortarle, obcecadamente, sin poder creer que se resignase tan fácilmente a la pérdida de Jean Pierre.

»La seca tormenta iluminaba el callejón en que nos encontrábamos. Patéticas criaturas sollozando de impotencia ante la invencibilidad de la muerte.

»—Quizá no esté lejos todavía —insistí, tontamente, incapaz de aceptar la injusticia de su muerte—. ¿No podrías atraparle de alguna manera, interceptarle en su camino? —Ni siquiera me preocupé del bochorno que mis necias y vanas súplicas hubieran debido causarme. El dolor era demasiado grande—. ¡Por favor, haz algo! ¡Hazlo!

»De nuevo, el cielo centelleante me ofreció una visión del lúgubre callejón sin salida. Por primera vez me apercibí de que no estábamos solos. Tres chiquillos, poco mayores que Jean, nos observaban, amedrentados y temblorosos, junto al muro del fondo. Acorralados. Uno de ellos blandía un atizador de hierro en las manos, otro, un gran cuchillo de cocina. Exhibían sus armas como fieras atrapadas, intentando acobardar al enemigo. Había miedo, pero también valor y resolución en sus rostros infantiles. Eran fieras salvajes intentando sobrevivir en la selva de piedra y cristal. La más pura esencia del hombre sin domesticar. Robar, matar… Todo con tal de seguir viviendo.

»Apenas les dediqué más tiempo del que duró la centella. Seguí, consternada, apretando la delicada manita mortal de mi amado Jean, instando torturantemente a Shallem.

»—¿No puedes hacer nada? —volví a acuciarle.

»Un rayo iluminó sus ojos, que ahora me miraban. Me dio un vuelco el corazón. Eran feroces, desconocidos.

»Luego, casi de inmediato, el cielo pareció desquebrajarse, agónico, y el callejón retumbó bajo sus fatales agüeros.

»“¿No puedes hacer nada?”, había preguntado yo. Y recibí la respuesta.

»Sí —una breve sílaba plena de connotaciones que me llenaron de horror—, puedo. —Y, luego, volviendo sus ojos a los niños, añadió, presa de furia—. ¡Y lo haré!

»Se levantó dejando caer el cuerpo de Jean con el mismo descuido que un fardo de ropa sucia. Para él ya no era una cosa que mereciese mayor delicadeza. Me levanté también, aterrada por lo que, estaba segura, iba a suceder.

»—¡No debes hacerlo! —grité—. Piensa en Jean. Él nunca lo consentiría. Te estará viendo allá donde esté y esto le hará sufrir más que su propia muerte. ¡Por Dios, no lo hagas! ¡No te mancilles ahora!

»Se volvió hacia mí con los ademanes de una fiera y un grito colosal me obligó a echarme atrás.

»—¡Sal de aquí, Juliette! ¡Vete y no mires atrás!

»Creo que, durante un instante, temí incluso por mi propia vida. Vi los rostros aterrados de los niños, que, gimientes, se asían unos a otros de los brazos procurándose inútil amparo. Pero no me atreví a decir una sola palabra más.

»Doble la esquina del callejón, solo un paso, quedándome clavada contra la pared, escuchando los gritos de auxilio de los niños, ahogados continuamente por el estruendo del firmamento.

»Deseaba mirar con todas las fuerzas de mi ser. Pero la historia de la mujer de Lot había acudido a mi memoria y temía convertirme en una estatua de sal. “No mires atrás”, me había advertido él. Lo mismo que el ángel a Lot.

»Apreté los ojos cuan fuerte pude y me tapé los oídos. Para no ver. Para no escuchar.

»Los abrí al cabo de un par de minutos, cuando sentí sus ojos clavados en los míos.

»No dijo nada. Se limitó a tenderme la mano para que yo la cogiera. Pero no podía. No quería marcharme de allí sin saber de qué modo lo había hecho. ¿Morbosidad?, quizá. ¿Deseo de conocer hasta dónde llegaba su poder?, más probablemente.

»Despacio, muy despacio, por si, en su ira, deseaba impedírmelo, doblé de nuevo la esquina que me impedía la vista del callejón. No hizo un solo movimiento.

»La tormenta se había alejado y me fue muy difícil ver.

»En el lugar donde Jean y Omer habían muerto no había sino restos de unas cenizas esparcidas. Pero, al fondo, en el mismo sitio donde los había visto por última vez, junto al muro, tres figuras esculpidas en carbón se estrechaban en su último abrazo. Estáticas. Como si la lava del Vesubio hubiese caído inesperadamente sobre ellas, deseosa de inmortalizar su terror. ¡Dios mío! ¡Cómo se estremeció mi alma al observar sus horrorizadas expresiones, sus posturas, la desesperada e inútil forma en que cada uno de ellos había buscado la protección de los otros!

»Los rocé con mi pie para comprobar su textura, pensando que al hacerlo se volatilizarían en cenizas, igual que le había ocurrido a Jean, borrando toda huella de su existencia. Pero no ocurrió así. Me asombró su consistencia. Los golpeé ligeramente con el pie y vi que eran duros. Comencé a patearlos, cada vez más fuerte, y era como chocar contra pedernal ennegrecido. Parecían indestructibles.

»Y, como los desgraciados pompeyanos que murieron con sus tesoros entre los brazos, así habían quedado petrificados, con el pequeño crucifijo de oro, que aquella misma mañana le había regalado a Jean Pierre, colgando de su ahora negra y rígida cadenita.

»¿Restos de fuego, olor a chamusquina, una nube en forma de hongo elevándose en el cielo? No. Nada.

»La ciudad estaba en absoluto silencio. Me di la vuelta y anduve hasta Shallem, que me esperaba al otro extremo de la callejuela.

»Sus pupilas se habían convertido en brasas incandescentes resplandeciendo en su semblante, dolorido, pero satisfecho.

»Me tendió de nuevo la mano y, esta vez, la acepté.

—Pero ¿no tenía miedo de él, del monstruo que era, de lo que acababa de hacer? —inquirió, espantado, el confesor.

—Puede que fuera un monstruo el que había matado a esos niños, pero era mi amante quien me tendía la mano. Es así de sencillo.

»Quizá yo fuese tan diabólica como Shallem. Es bastante probable que yo misma hubiese intentado matarles de no haberlo hecho él. Tal vez lo que sentía hacia él en aquellos instantes fuese gratitud por haber visto cumplido mi inexpresado deseo de venganza; amor, por haber compartido sus mismas emociones; admiración, por aquel nuevo prodigio que me había permitido conocer.

—No puedo creerlo —dijo el sacerdote sacudiendo la cabeza.

—¿No? Quizá el tiempo haya difuminado mis recuerdos. Es posible que, en el fondo, estuviera tan absolutamente espantada que no pudiese reaccionar sino dejándome conducir como un pelele hasta nuestra casa. ¿Es mejor así? ¿Le satisface más esta reacción?

El padre DiCaprio movió la cabeza, desconcertado, y no dijo nada.

—Me condena, ¿verdad? Por haber seguido a su lado tras presenciar los asesinatos. Pues más me condenará cuando sepa que no me importó en absoluto; que disfruté ante la imagen de aquellos hórridos fósiles; que les di de patadas insultándoles llena de rabia, tratando, vanamente, de fraccionarlos en mil pedazos como a una enorme figura de porcelana, hasta que Shallem me confesó la verdad: que nunca se romperían, que sus almas habían quedado atrapadas dentro de aquellas envolturas invulnerables, gimiendo y suplicando por toda la eternidad. Entonces mi venganza quedó satisfecha. El saberlos prisioneros en aquella cárcel eviterna fue mi único consuelo por la pérdida de Jean.

»Le parezco un ser detestable. ¿No es cierto?

—El deseo de venganza es un sentimiento humano —musitó el sacerdote, con la mirada vagamente fija en sus manos, que jugueteaban, nerviosamente, con el crucifijo.

Estaba aterrado. La idea de un ser capaz de encerrar las inmortales almas en las prisiones indestructibles de sus propios cuerpos era más de lo que podía soportar.

—¿También lo es el vivir amorosamente con un íncubo? Así es como lo llaman, ¿no? —La mujer aparentó esperar una respuesta que sabía no iba a llegar—. Le asusto —dijo—, ¿no es así?

—Supongo que… rebasa los límites de mí… No poseo una mente muy abierta —consiguió contestar el sacerdote.

—Jamás se me hubiera ocurrido dejarle. Le adoraba. Creía compartir con él la misma naturaleza. Era el único ser sobre la Tierra del que podía decirlo, por pretencioso que pueda resultar. Veo que no me mira con muy buenos ojos. Me encuentra soberbia, ¿verdad? Cree que miro por encima del hombro a toda la humanidad. Es posible que así sea. Más que posible. Recibí mucho daño de ella, y, de Shallem, solo amor. ¿Por qué hubiera debido renunciar a él? ¿Me lo puede explicar?

El silencio en espera de una respuesta se hizo insoportable para el confesor. Quiso ponerle fin como fuera.

—No, no sabría —mintió. ¡Hubiera podido darle tantas respuestas! Pero se sentía completamente agobiado.

—¡Está mintiendo! —dijo ella, en voz baja pero rabiosa, al tiempo que golpeaba la mesa con su puño. Usted no entiende lo más mínimo el que haya podido convivir ni un solo día con el que usted, con su estrecha y obtusa mente, aún sigue llamando diablo. ¿Me equivoco? ¿Es que no me he explicado lo suficiente? ¿He sido demasiado sucinta?

—No, no… —intervino, tímidamente, el sacerdote.

—¡Es que no tengo tiempo para extenderme más! Debe esforzarse por comprenderme. Mi tiempo se acaba…

—Lo sé, lo sé. Y la comprendo. Créame, por favor. Tranquilícese.

La mujer recuperó la calma y su semblante de nuevo quedó pálido e indiferente.

»—Aquella noche nuestra casa parecía un velatorio —prosiguió—. La ausencia de Jean se hacía insoportable, el vacío, asfixiante. Era un tormento el pensar que jamás volvería a contemplarlos juntos jugando al ajedrez, sobre el mueblecito que Shallem había adquirido para ello; enseñándole a leer y a escribir con corrección, como un amantísimo padre; persiguiéndose por la casa como dos cachorros; que nunca más me recostaría con él sobre la cama, con su cabecita apoyada sobe mi pecho, mientras le contaba un cuento.

»Nuestra feliz existencia como padres de familia había concluido.