I

»Desperté al sentir los rayos del sol sobre mis ojos. Dormía en cama extraña y Shallem no estaba a mi lado. Me alarmé.

»Eché un vistazo por la habitación. Suelo, techo y paredes de madera. Una jofaina y un espejo. Y la cama y una mesilla como todo mobiliario.

»Una posada, sin duda.

»Shallem entró justo cuando iba a levantarme. Me tranquilicé al verle.

»Presentaba un aspecto limpio y deslumbrante. Sus cabellos ya habían sido lavados y lucía la melena suelta y lustrosa de siempre. Sus ojazos brillaban como claros de luna y sus labios sonreían. Se le veía feliz. Se acercó a mí y me tomó las manos sin dejar de sonreír.

»—Shallem, ¿dónde estamos? —le pregunté.

»—Oh, seguimos en Sorgues —me contestó, como si no tuviera la menor importancia.

»—Pero ¿qué lugar es este? Las habitaciones de la posada no son así. Yo las conozco. Es que…, ¿hemos viajado en el tiempo? ¿No es eso?

»Shallem asintió sin dejar de sonreírme.

»—¿Y en qué fecha estamos?

»—¿Qué importa?

»—No mucho, pero quisiera saberlo…

»—En mil cuatrocientos cuarenta.

»Lancé una ruidosa exclamación.

»—¡Doscientos años! ¿Por qué tanto? ¡No voy a reconocer el mundo!

»Shallem se rió y me besó.

»—No ha cambiado en absoluto —afirmó—. Te lo aseguro.

»Pasamos en Sorgues dos noches más y luego resolvimos dirigirnos a París. Shallem me aseguró que Eonar no dejaría de buscarme para vengarse de él por haber asesinado a su hijo, y París era la ciudad grande más cercana a Orleans, donde más posibilidades teníamos de pasar desapercibidos al menos algún tiempo.

»Shallem había adquirido en la posada dos jacos lentos y perezosos, aunque dóciles y fuertes, y con ellos iniciamos nuestro viaje.

»Doscientos años después, los parajes de Orleans continuaban igual de hermosos. Campánulas espiando el paso de los viajeros escondidas entre los matorrales; adelfillas y dedaleras, como agujas góticas adornando los bordes del camino; malvas, tanacetos, pensamientos y chirivías compartiendo el sendero en perfecta armonía, salpicándolo de preciosos colores y formas aterciopeladas. Mitos, como cantarinas bolas de algodón, trinando desde sus ramas; carboneros y herrerillos alegrando el espacio con su música. El cielo, inmenso y de un azul transparente, tan distinto al de ahora… En fin, un colmo de dichas para el viajero que lo atravesaba.

»Recuerdo un día, cuando llevábamos un par de jornadas de viaje, en que Shallem refrenó abruptamente su montura y se detuvo, mirando hacia la espesura del bosque, como si pudiera percibir algo inasequible para mí. Puse los cinco sentidos, preguntándome qué ocurriría, intentando captar algún sonido o ver algo extraordinario. Pero lo que fuera me resultaba completamente impenetrable.

»Shallem se adentró en el bosque seguido por mí, y, tras ocho o diez minutos, descendimos de los caballos y continuamos a pie. Caminaba sin la menor vacilación, apartando las ramas de los arbustos que entorpecían nuestro camino. Y, en seguida, entre la maraña de matorrales, distinguimos la figura de una corza moribunda.

»Estaba tumbada, agonizando, con ambas patas traseras, aprisionadas en una cruel trampa de cazador, completamente destrozadas. Uno de sus corcinos estaba acostado junto a ella, con la cabeza tristemente apoyada sobre el vientre materno; el otro, que se sostenía, a duras penas, sobre sus jóvenes patitas, trataba de llegar hasta Shallem. Al verlo, quise lanzarme en su busca, tomarlo entre mis manos, besarlo, compartir con él la tremenda pena que se desprendía de sus enormes ojos negros. Pero, solo había avanzado un paso hacia él, cuando sentí la mano de Shallem clavándose, como una garra, en mi brazo. Lanzó un grito. Un grito salido de las profundidades de su ser, bronco y dañino, que me dejó anonadada.

»—¡No!

»Le miré y vi a alguien que no conocía. Intenté obligarle a soltarme, tratando de levantar, infantilmente, sus dedos, uno a uno.

»—¡Shallem, me haces daño! —protesté.

»—¡Contágiale tu hedor humano y su madre no volverá a amamantarle! —me gritó. Fue como si me apuñalara.

»No sabría explicar la virulencia del odio que sentí emanar de él; de la expresión de su semblante, de la mano que me oprimía lastimándome adrede, de sus palabras… En aquel momento yo era una apestada. La representante de toda una especie maldita que él hubiera deseado borrar de la faz de la Tierra. Si el destruirme a mí hubiera significado exterminar al género humano, habría apretado sus manos sobre mi cuello en lugar de en mi brazo, como lo hacía. Casi estuve a punto de disculparme, y lo hubiera hecho, de haber sabido de qué. Me sentía tan miserable como si yo misma hubiese colocado aquel cepo ovoide de agudas puntas de hierro que acechaba emboscado entre los matorrales; como si le hubiese roto las patas con mis propias manos, condenando a muerte a sus pequeños.

»—¡Yo no elegí mi condición, Shallem! —grité a mi vez—. ¿Vas a hacerme pagar los pecados cometidos por aquellos a quienes aborrezco tanto como tú mismo? Odio a mi especie. Tú lo sabes, ¿no es cierto? Nunca he necesitado decírtelo. ¿No es verdad que lo sabes y que me amas por ello? ¿Por qué me martirizas, por qué me humillas si cuanto comparto con ellos es esta envoltura carnal, si no tengo en común con ellos más que tú mismo?

»Shallem soltó mi brazo. Parecía arrepentido. Iba a contestarme cuando la corza lanzó un lastimero gemido. Se aproximó a ella y, abriendo el cepo asesino, liberó sus ensangrentadas patas. Pero estaba ya demasiado débil para moverse. Shallem se arrodilló a su lado y los corcinos acudieron a darle golpecitos con sus hocicos. Parecía que trataran de pedirle socorro desesperadamente, como si realmente supieran que él podía salvarla. Buscaron sus manos, introduciendo entre ellas sus cabecitas, tratando de levantarlas, urgiéndolas a actuar.

»Su cara se desfiguró, incapaz de soportar el sufrimiento de aquellas criaturas que tanto amaba, y, cogiendo entre sus manos una de las patas heridas, las deslizó a través de ella, siempre de arriba a abajo, de arriba a abajo. La corza no parecía sufrir. Los corcinos observaban, quietos y en silencio, atentos al firme y lento movimiento de las manos sobre el delicado miembro de su madre. Yo, atónita, contemplaba la estela azulada de energía que se desprendía de su roce y que ascendía hasta disiparse en el aire.

»Cuando dejó, cuidadosamente, la patita en el suelo, esta había dejado de ser un amasijo de astillas de hueso. Por un instante quedó, recia y sana, junto a la otra, todavía partida, que él tomó también entre sus manos, acariciándola como hiciera con la primera.

»Se había formado un aura alrededor del cuerpo de Shallem, púrpura en su origen, pero cuyo tono se aclaraba hasta convertirse en un tenue amarillo orlado de azul evanescente. Incluso yo me hallaba inmersa dentro de estas ondas energéticas que aún se extendían por detrás de mí, abarcando un radio de al menos unos diez metros. Todo lo veía bajo su influencia, ahora de un añil brillante en su fuente, que se difuminaba en la distancia confundiéndose y desvaneciéndose entre la energía solar.

»Shallem acarició el lomo de la corza, que levantó, primero, la cabeza para mirarle, y luego, poco a poco, se incorporó deseosa de lamer, con su larga lengua, el rostro de aquel que, ella lo sabía, no era un ser mortal; aquel de quien nada debía temer.

»La corza se levantó, exuberante de vida, saltando transportada de alegría, lo mismo que sus hijos. Jugaron como cuatro cachorros, manteniéndome completamente al margen, hasta que, finalmente, aunque temerosa como si fuese a interrumpir un ritual sagrado, decidí acercarme a ellos para acariciar yo también a la corza. ¿Por qué no iba a hacerlo? Yo amaba a los animales casi tanto como él, había sufrido ante su agonía y me había regocijado con su salvación. ¿No podrían ellos comprender que yo también los amaba, que ningún daño provendría de mí? Quise ser uno de ellos. Un espíritu mágico y omnipotente como Shallem. Alguien cuyo amor no pudiese ser rechazado. Alguien a quien aquellos a quienes amaba no pudiesen evitar amar.

»Pero no lo era.

»No bien la corza se dio cuenta de mi intención huyó de mi proximidad. Shallem se dio la vuelta para mirarme, y temí que clavara en mí de nuevo aquella detestable mirada de hostilidad, pero no lo hizo. Su expresión reflejaba una alegría santa e inocente. Su aura se había ido extinguiendo poco a poco, renovando cuanta vida había tocado. Yo misma me sentía más fuerte, más vital, como rodeada de un escudo protector que el mal no pudiera atravesar. Y él… Jamás le había visto tan feliz. “Debió haber un día —pensé yo—, en que siempre mirase con esta expresión, con esta mirada. Como un recién nacido sollozando de alegría ante las bellezas de la Tierra. Sí. Esta es la mirada de un ángel”.

»Me tendió la mano y yo la tomé. Con la otra acarició a la corza y me pidió que le imitara. Cuando lo hice, la corza se acercó gustosa a nosotros, al tiempo que los corcinos jugueteaban entre nuestras piernas y yo sentía la magnética energía de Shallem fluyendo a través de todo mi ser.