VII

»Estaba en el lago de nuestra propiedad. Pensaba en él, en mi ángel, mientras sentía los delicados picos de los cisnes comiendo de mi mano. De repente, dejaron de hacerlo. Sus esbeltos cuellos se alzaron al unísono para contemplar, regocijados, la desnuda figura cuya belleza competía con la de ellos. Me quedé paralizada, inmóvil. Mis labios quedaron congelados en una muda exclamación de inconmensurable alegría. Sentí un nudo en la garganta y un estremecimiento erizando el vello de todo mi cuerpo. Apreté la mano fuertemente contra mi boca, y las lágrimas estallaron, furiosas e incontenibles. Quería tocarle, comprobar que estaba allí, fundirme en sus brazos, pero no podía moverme, solo contemplar sus ojos, su sonrisa. Todo el horror había finalizado. Él estaba allí.

»Se agachó a mi lado y asió mi rígida cabeza entre sus manos. Me abracé a él y derramé mis lágrimas sobre la blanca carne de sus hombros. Le besé, le devoré, con mis manos, con mis ojos.

»—Mala —me susurró tiernamente—. Pensabas que me había olvidado de ti.

»—No —sollocé, a punto de morir de felicidad—. Solo lo temí.

»Luego caí extasiada ante la visión de sus ojos inmersos en los míos.

»—Estás desnudo —observé, mientras derretía mis labios en sus mejillas.

»—Claro —me contestó—. Acabo de llegar.

»—Pero ¿cómo? ¿Por qué has tardado tanto? —le pregunté sin dejar de besarle.

»—Eres tú quien ha tardado, mi amor —me contestó, enredando sus suaves dedos entre mi cabello—. Yo acabo de escapar de la pirámide. ¿Recuerdas?

»Estaba confusa, pero demasiado feliz para preocuparme por ningún extraño enigma. Estaba allí, y en aquel instante no importaba nada más. Me besó repetidas veces, estrujándome apasionadamente contra sí.

»—Ni un solo día he dejado de llorar por aquel momento, ángel mío —le respondí—. Lo recuerdo como si fuera ayer.

»—Para mí ha ocurrido hace solo una fracción de segundo. ¿Comprendes? Tuve que escapar en el tiempo. Ellos, los espíritus, no lo pueden hacer. Acabo de salir de la pirámide y he venido directamente hasta ti, atraído por tu alma.

»Le miré atónita, asombrada.

»—Entonces. . .—murmuré—, todo este tiempo…, no ha existido para ti… Yo pensé… Él me dio a entender que te había capturado. ¡Creí que estabas en su poder!

»—Lo sé, lo sé, cariño —susurró, acunándome en sus brazos.

»—¡Siete años! —exclamé—. ¡Me dejaste a su merced durante siete años! ¿Por qué? ¿Por qué no unos días o unas horas? ¿Sabes lo que ha sido de mi vida? ¿Sabes lo que él me hizo?

»Desvió la mirada y apretó los labios. Sentí que mis palabras le habían herido profundamente. Pero me sentía furiosa y traicionada y me limité a mirarle casi con dureza, exigiendo una respuesta.

»—¿Cómo podría explicarte esto? —se lamentó—. ¿Cómo hacerme perdonar lo que has sufrido por mi culpa, por mi error?

»Durante unos segundos abandonó su vista sobre el lago. Me di cuenta de que los cisnes no solo no se habían dispersado, sino que le contemplaban muy quietos desde la orilla, como un atento auditorio. El lago se reflejaba en sus inquietas pupilas verdeazuladas.

»—Cuando tú buscas un lugar concreto, la cumbre de una montaña, un barco en el mar, es tu vista quien te conduce hasta él —me explicó—. Lo mismo me ocurre a mí, porque yo también poseo ese sentido. Pero, cuando busco un alma entre los millones existentes, es otro sentido el que me guía. Es indiferente que la busque alrededor de la Tierra o a través del tiempo. Lo hago siempre con el mismo sentido, porque ella tiene algo que me atrae hacia sí, algo que impresiona mi sentido, como la luz impresiona tu retina. Pero esa cualidad de tu alma que me permite ser atraído por ella, esa luz que hace que me sea posible distinguirla entre millones, había sido encubierta. Era como si hubiese sido disfrazada toda ella con ropas que la ocultasen a mi visión sobrenatural. Si he conseguido llegar aquí, a este preciso momento, ha sido porque él la ha desnudado. Si no lo hubiese hecho hasta dentro de veinte años, no te hubiera encontrado hasta entonces, aunque para mí no hubiese transcurrido un instante más. ¿Entiendes? Eras como uno entre diez mil barcos navegando en la niebla. Yo salí a buscarte, ignorando que la niebla me impediría encontrarte donde esperaba. Fui un estúpido confiado. Nunca imaginé que él emplearía semejantes trucos. ¿Lo ves? Si no hubiese empleado otra visión que la de un mortal te hubiese encontrado tan solo unas horas después. ¡Has sufrido tanto por mi culpa!

»—No te atormentes, vida mía —le supliqué, besándole y maldiciéndome por el tono en que le había hablado—. Ya nada me importa sino estar junto a ti. Todo eso ha pasado. No me afecta más que una horrible pesadilla. Que nada vuelva a separarnos jamás, eso es lo único que deseo. Pero ¿por qué crees que lo hizo? ¿Por qué te permitió encontrarme?

»—Mi hermano… —dijo sonriendo, y desvió la vista hacia el lago, endulzándola como ante una visión deliciosa—. Él es mi ángel protector.

»—¿Ah, sí? ¿También los ángeles tienen…, tenéis ángel de la guarda? —bromeé.

»—Solo nosotros dos. Nos tenemos el uno al otro —me respondió, y vi que sus ojos se habían iluminado con un tierno resplandor.

»—Le quieres mucho, ¿verdad? —le dije—. Debe ser casi tan maravilloso como tú. ¿Podré conocerle?

»—Sí. Os encantaréis.

»—Pero ¿por qué te refieres a él como tu hermano?, como si fuese tu único hermano, quiero decir. Tú tienes muchos hermanos, ¿no?

»—Sí, pero… Él es mucho más que eso. Lo siento, no disponéis de una palabra más exacta para expresarlo, no podrías comprenderlo. Somos como… dos partes de una misma esencia.

»—¿Cómo gemelos? ¿Puede haber otro igual a ti en el mundo? —le pregunté asombrada.

»—Es algo más complicado —se rió, y me miró con esa especie de tierna conmiseración con la que contemplamos a un niño curioso que intenta abarcar conocimientos por encima de su escasa capacidad. Una expresión que tantas veces, a lo largo de los siglos, habría de perdonarle.

»Me abracé a él compulsivamente. Y entonces fue cuando descubrí la asombrada mirada de Chretien clavada en nosotros. Se había detenido a unos diez metros y observaba la desnuda belleza de Shallem con los ojos abiertos como platos.

»Shallem se dio la vuelta y le miró durante unos segundos. Después, poniéndose en pie, exhibió frente a él, ostentosa y deliberadamente, su majestuosidad. Chretien parecía una criatura frágil e indefensa cuando se aproximó a él, alzando su atónita mirada cada vez más y más hacia la imponente figura de Shallem. Fijó su vista en la amplitud de su pecho, en la perfecta musculatura que brotaba delicadamente bajo su piel. Shallem le miraba altivamente, con manifiesta arrogancia, mientras el sol arrancaba a sus cabellos hermosos destellos caoba. Mi hijo lo contemplaba con un respeto y admiración elocuentes. Estaba fascinado, maravillado.

»—Tú eres uno de ellos —musitó—. Seguro. —Y, tras una pausa, añadió tímidamente—: Mi padre dice que sois todos idiotas.

»Shallem avanzó un paso hacia él y Chretien retrocedió de inmediato. Nunca antes le había visto respetuoso, y mucho menos asustado.

»—Has mentido, Chretien —le amonestó Shallem en un tono severo y obligándole nuevamente a retroceder frente a su avance—. No es eso lo que tu padre te dijo. “Guárdate de ellos porque nunca tendrás sus poderes”, eso fue lo que te dijo, ¿no es cierto? Y, ¿sabes por qué razón nunca los tendrás? Porque él fue demasiado cobarde para transmitírtelos.

»—¡Déjame! —gritó Chretien—. ¡Vete!

»Corría en círculo alrededor de Shallem, como si hubiese algo que le impidiera alejarse definitivamente. Estaba asustado. Más. Verdaderamente aterrado.

»Súbitamente, con un gesto sobrenatural. Shallem se lanzó sobre él y Chretien se encontró alzado por sus brazos sin haber tenido la menor oportunidad de escapar. Mi corazón palpitaba excitado mientras escuchaba con indiferencia, no, con alegría, sus chillones gritos de auténtico pánico.

»Vi que le llevaba hacia el lago y pensé que se disponía a lanzarlo al agua. Pero mi rostro debió cambiar de color cuando observé que no se detenía en la orilla, sino que, como Jesucristo, continuaba caminando sobre las aguas sin que apenas se marcasen sus pasos sobre la débil superficie. Los cisnes, que le habían seguido con la mirada, se acercaron lentamente hacia ellos, dibujando un suave surco tras de sí.

»Shallem se había detenido a unos diez o quince metros de la orilla y le estaba diciendo algo al niño. Agucé mis oídos intentando captar sus palabras, pero hablaba en susurros y no pude oír nada. Después, girándose para mirarme, lo alzó sobre las palmas de sus manos con los brazos extendidos y lo arrojó al agua. El cuerpo de Chretien produjo un instantáneo socavón en el agua en el cual se perdió durante unos segundos. Cuando salió, tosiendo y con el congestionado rostro cubierto por sus rubios cabellos, Shallem estaba agachado acariciando el suave plumaje de los cisnes.

»—¡Shallem! —le llamé, maravillada ante la naturalidad con que ejecutaba el milagro—. ¡Shallem, ven!

»Alzó la cabeza para mirarme, e, inmediatamente, se levantó y se encaminó a mi encuentro.

—¡Shallem! —le llamó Chretien.

»Y Shallem se detuvo y, tras darse la vuelta, agachó la cabeza para mirar el fascinado semblante de Chretien, que contemplaba anonadado el contacto de sus pies sobre la superficie del agua.

»—¿Cómo se hace? —le preguntó.

»Shallem sonrió y le tendió la mano, y Chretien dudo antes de extender la suya. Pero lo hizo. Y, maravillado, riendo y mirando a Shallem como a un dios recién descubierto, mi hijo caminó sobre las aguas cogido de su mano. ¡Qué dulce niño inocente era en aquellos momentos! Shallem le miraba y le sonreía.

»—¿Puedo yo solo, Shallem? —le preguntó, cándido y emocionado.

»—No —le contestó—. Te hundirás si te suelto.

»—¿Seguro?

»—¿Quieres comprobarlo?

»Chretien se detuvo y miró hacia sus pies, comprobando que estaban firmemente asentados en el agua.

»—¡Seguro que puedo! —exclamó con arrogancia. Y Shallem le soltó la mano e, inmediatamente, volvió a hundirse en el agua.

»Pero reía cuando salió del lago. Hacía años que no le veía tan ingenuamente infantil. Viéndolos juntos, mirándose francamente a los ojos sin dejar de sonreír, me pregunté sí ahora todo cambiaría, si bajo el influjo de Shallem volvería a ser la criatura encantadora que un día había sido, si podría Shallem liberarle de su maldad.

»Era tan feliz que apenas podía creer que le hubiese recuperado. Me convertí en una lapa adherida a su piel, lo cual, por suerte, parecía encantarle. Pasábamos juntos todas las horas del día y la noche en perpetua pasión.

»Le expliqué todas las cosas que me habían ocurrido, tan solo por desahogarme, pues él las había visto en mi alma mejor de lo que mis labios nunca pudiesen describirlas. Y, a menudo, le repetía lo mucho que le había echado de menos, las infructuosas oraciones que le había dirigido a él, a Dios, a la Virgen, y a todos los ángeles del Cielo, con el mero propósito de sentir sus besos redoblándose sobre mi piel y sus susurrantes caricias sonoras estremeciéndome de placer.

»Chretien había quedado fascinado con Shallem desde el primer instante en que le vio. Estaba entusiasmado con su presencia en nuestra casa. “¿Te quedarás conmigo, verdad?”, le preguntaba una y otra vez. Se había convertido en una auténtica obsesión para él. Parecía seducido por él, enamorado de él.

»Escuchábamos sus sigilosos pasos de espía tras nosotros cada vez que paseábamos por el jardín. Le perseguía a hurtadillas a donde quiera que fuese. Le observaba de reojo durante las comidas, imitando, mudo de admiración, hasta sus gestos más insignificantes; su forma de coger la copa, de retirarse el cabello del rostro, el modo en que partía el pan o en que cruzaba las piernas. Ansiaba su presencia, su compañía.

»Chretien abandonó sus negocios al ver que eran algo que no podía compartir con Shallem, que a este no le interesaban lo más mínimo, que entraban dentro de lo que él denominaba, despectivamente, “asuntos humanos”. Ambos, mi hijo y yo, pronto tuvimos ocasión de comprobar el alcance de la aversión que Shallem sentía por los humanos. Era una abominación extrema que le conducía de continuo al menosprecio y la ofensa, sin hacer distinciones entre servidumbre y nobleza. Y a Chretien esta actitud, que él era el primero en pagar, le parecía fascinante. Había encontrado a alguien por encima de lo humano y lo divino. Un maestro de lo sobrenatural. Una criatura ideal a cuya perfección aspiraba. Alguien, por fin, a mayor altura que él.

»Sin embargo, Shallem le esquivaba de continuo. Le toleraba, pero no le mostraba el menor afecto. “Hermosa flor envenenada”, le llamaba, rechazando constantemente su compañía.

»Pero el humillante desdén con que Shallem le trataba no hacía sino engrandecerle ante sus ojos. Era un gracioso capricho del dios, parecía pensar. Y, lejos de caer en la tristeza o el desánimo, sus esfuerzos y su afán persecutorio se duplicaron. Le suplicaba que volara, que anduviese de nuevo sobre las aguas, que se volatilizase, que hiciese tal o cual cosa extraordinaria. Cuando, tras horas o días de continua insistencia, por fin se resignaba a su falta de atención, o a sus ásperas contestaciones, cambiaba a tácticas menos agresivas. Y entonces le pedía ampliación a las explicaciones sobre los hechos divinos que su padre le había enseñado, con palabras y expresiones que un humano vulgar no hubiera entendido jamás, y que, por supuesto, nunca hallaban respuesta.

»—¿Por qué no hablas con él? —le preguntaba yo, dolida ante los continuos desaires con los que le castigaba—. ¿Por qué no le moldeas a tu imagen? Él te adora. Sí supieras cuánto ha cambiado desde que estás tú aquí…

»Shallem me dirigía una de sus compasivas sonrisas, casi afligida, como si se lamentara de mi pertenencia a una especie de tan pobres sentidos, y luego me decía:

»—No, mi amor. No ha cambiado en absoluto. Admira mi superioridad, todas las cualidades que me diferencian de los hombres y que quisiera para sí. Me envidia. Me mataría si pudiera, si con ello adquiriese el más simple de mis sentidos sobrehumanos. Me mataría, incluso, si con ello consiguiese que una sola de las pestañas que ahora admira, adornasen su propio ojo. No me ama a mí, sino lo mío. No te culpes por no quererle. No lo merece. Pero, gracias a Dios, no es más que un mortal, y, como tal, puede morir en cualquier momento.

»—Yo aún confío en él. Si tú le ayudas puede mejorar. Hace apenas dos años, era… angelical, como tú.

»—Entonces no conocía a su padre, su directa descendencia divina, su posición sobre el resto de los mortales, su supremacía, la grandeza que puede alcanzar. Ningún espíritu humano podría resistir el veneno de esos conocimientos sin aspirar a la propia divinidad. Créeme. Chretien jamás asimilará que nunca llegaría a ser nada más que un mortal aunque el propio Yavé fuese su padre. Debemos irnos, Juliette. No quiero hacerle daño, y su padre está vigilante, alarmado por mi presencia, por mi contacto con su hijo. Él estará bien, no temas. Tiene quien le protege.

»—¿Estás seguro de que no puedes ayudarle? —insistí.

»—Totalmente. No es más que un vulgar espíritu humano envenenado. Es demasiado tarde para él.

»—Dame solo unos días más, Shallem. Para…

»—Como quieras.

»—Cometí el error de anunciarle a Chretien nuestra partida. Pensé que, aunque lamentaría la marcha de Shallem, en el fondo se alegraría de librarse de mí. Pero no había calculado con exactitud su pasión por su dios. Ante sus ojos, yo era la culpable de que Shallem quisiera abandonarle. Yo lo apartaba de su lado por mi única voluntad. No parecía aceptar ni preocuparle el hecho de que Shallem le detestara sin disimulo, el que ni siquiera aguantara su proximidad. Tal vez, porque superar este rechazo era un auténtico reto al que él, ante cuyos pies caían rendidos hombres y mujeres, nunca había tenido ocasión de enfrentarse.

»—¡Cerda! ¡Le necesito! —me gritó cuando le anuncié, diplomáticamente, nuestra decisión de dejarle a sus anchas en la casa, dueño y señor de todas las posesiones, y de no estorbar, en el futuro, su voluntad—. ¡No dejaré que te lo lleves! ¡Te juro que no lo consentiré!

»—¿No te dijo tu padre que te apartaras de él? —ironicé.

»—¡Qué sea él entonces quien le sustituya! —gritó—. ¡Estoy harto de estar solo! ¡Harto! —se volvió entonces hacia la ventana y se cubrió los ojos con las manos. Estaba llorando.

»Conmovida, no pude evitar acercarme a él. Su cabello parecía fundirse con los rayos del sol. Pasé mi mano sobre él, tan suave como las plumas de un cisne, y luego acaricié su mejilla.

»—Tú nunca estarás solo —le susurré.

»—Déjame —sollozó—. Apártate de mí.

»Ignorando su frialdad, me agaché para posar mis labios sobre su mejilla. No sentí nada.

»Ya había comenzado a introducir en mis baúles las pertenencias que me quería llevar. Pocas, aparte de la ropa. Había decidido que partiéramos en cuanto todo estuviese embaulado. No había nada, ni el menor sentimiento, capaz de retenerme allí por un día más.

»Era el día del séptimo cumpleaños de Chretien. Yo trabajaba apresuradamente, seleccionando, de entre los gratos recuerdos de Dolmance, algún pequeño objeto que pudiese llevar conmigo. Finalmente, pensé en uno ideal, el antiguo ejemplar de La Odisea que tan buenos momentos nos había hecho pasar.

»Bajé a la biblioteca y busqué el tomo. Era fácil de encontrar, pues los libros de asunto mitológico habían sido los favoritos de Dolmance y estaban al alcance de la mano. Subí con él a mi alcoba y abrí el pesado baúl. Había sitio de sobra. Lo coloqué, cuidadosamente, entre dos vestidos para evitar que pudiese sufrir algún daño.

»Y entonces, cuando me iba a levantar, el pesado borde de la tapa del baúl cayó sobre mi cuello. Me encontré aplastada, asfixiada entre el cuerpo del baúl y su cubierta. Bajo el enorme peso mi cuello se hallaba constreñido, la sangre se agolpaba sin poder circular, el dolor se hacía insoportable. La sujeté con todas las escasas fuerzas que mi postura y la falta de aire me permitían. Intenté gritar, pero el aire no cabía por mi garganta. De repente, el peso se hizo mayor, sentí algo que hacía fuerza y unos pequeños saltos, los de un niño sentado en lo alto de la tapa. “Shallem”, intentaba decir yo, “Shallem”, pero estaba abandonándome ya al delicioso sopor de la muerte y era incapaz de luchar en su contra. La imagen de Shallem era todo lo que veía en mí mente, mi último pensamiento.

»Entonces, sentí que el peso disminuía, que la tapa se había levantado y que los brazos de Shallem me depositaban en la cama. Mi respiración se había convertido en un agónico estertor. Por la voluntad de mis pulmones, que padecían fuertes e interminables convulsiones, tragaba aire una y otra vez, como si nunca fuese a saciarme.

»La opresión en el cuello desaparecía muy lenta y dolorosamente. Me abracé a Shallem en cuanto tuve fuerzas para ello. Sus besos me calmaron, y el ritmo de mi respiración se restableció poco a poco.

»Y, cuando separé unos centímetros mi faz de la suya para poder contemplar sus ojos, un bulto tendido en el suelo llamó mi atención. Era el cuerpo sin vida de Chretien. De su abierta cabeza aún manaba la sangre a borbotones. Shallem le había estrellado contra la pared.

»Lancé una agónica exclamación y apreté compulsivamente la cabeza de Shallem, que dirigió la vista hacia él.

»—Oh, no —dijo irritado, como si acabara de percatarse de lo que había hecho—. ¡Maldito!

»Chretien estaba tendido en el suelo como si su cuerpo nunca se hubiera visto animado por la vida.

»Me levanté de la cama y me acerqué a él, flotando como en un sueño. “Es mi hijo quien yace muerto”, me repetía una y otra vez, atormentada por la ausencia de los sentimientos que, suponía, debía sufrir en aquel instante. No deseaba llorar, ni abrazarme convulsa a aquel cuerpo exánime. No sentía tristeza, ni el menor dolor.

»En su rostro inanimado permanecía la misma expresión de soberbia y suficiencia tan bien conocida por mí.

»Como un relámpago atravesó mi mente la imagen de la lujosa cripta que Dolmance se había obstinado en construir, y junto a cuyos restos un sepulcro vacío esperaba mi cuerpo. Corrí al cajón donde guardaba la llave de la cripta y con ella en la mano volví al lado de Shallem.

»—Shallem, por favor, llevémosle a la cripta. No puedo dejarle ahí.

»—No hay tiempo. Ven aquí.

»—¡Por favor!

»Vaciló unos instantes, y luego, dirigiendo su reprobatoria mirada al techo, farfulló algo que no pude entender, para después, agacharse y tomar el cadáver en sus brazos.

»Lo llevó hasta la cripta, por delante de mí, sin decir una sola palabra.

»En cuanto abrí el grueso portalón, la cámara se iluminó tenebrosamente. La losa del sepulcro inscrito con mi nombre se apoyaba contra este. Shallem no tuvo más trabajo que el de depositar el cuerpo en su interior y cubrirlo con la pesada losa.

»Cuando Chretien desapareció para siempre de mí vista, experimenté una suerte de amargo alivio que me disgustó sentir. Levanté los ojos hacia el Pantocrátor que había iluminado los pasos de Dolmance hacia la vida eterna. Allí seguía, con su diestra alzada, a un tiempo bendiciéndole y señalándole el camino de salvación. Un camino que yo, seguro, nunca tomaría.

»Shallem no se detuvo un instante más de lo imprescindible. Echó a andar hacia las escaleras sin cesar de instarme a seguirle. Pero yo estaba dando mi último adiós a Dolmance, a Chretien, y a toda la angustiosa vida que había padecido hasta entonces.

»Cuando oí que Shallem me llamaba, casi con enfado, desde lo alto de las escaleras, me di la vuelta y acudí sin más demora a su encuentro. Shallem dio un par de pasos más y me esperó en el exterior de la cripta. Pero ocurrió que, cuando estaba a punto de alcanzarle, la puerta de la cripta se cerró con enorme violencia dejándome casi sumida en la oscuridad. Solo a través de la negrura del sucísimo ventanuco penetraba algo de luz.

»Oí los cristales del ventanuco estallar en mil añicos mientras intentaba, desesperada e inútilmente, abrir la pesada puerta de hierro.

»De súbito, sentí frío. Un frío envolvente y sobrenatural que heló, de inmediato, cada uno de los poros de mi cuerpo. Que se ceñía a mi carne como si, a fuerza de contraerla, pretendiese desprenderla de los huesos. Un frío que había sobrevenido repentinamente, sin gradación. Alcé la cabeza con dificultad, pensando que la sangre se estaba congelando en mis venas. Al abrir los ojos comprobé que me dolían como si su humedad natural se hubiese convertido en una fina lámina de hielo que se fraccionara al parpadear, clavándose en el cristalino. Miré y no vi nada. Me volví hacia la ventana intentando vislumbrar siquiera un ínfimo resplandor que me indicase que no estaba ciega. Pero allí no había luz, sino una niebla caliginosa mucho más negra que la noche, más gélida que el hielo. No estaba ciega. Al menos aún no. La niebla que me impedía ver era palpable y podía sentirla entre mis dedos como un vapor tenuemente viscoso.

»De repente, el frío se eclipsó. La niebla se impregnó de una cegadora luz blanca innatural que me obligó a protegerme los ojos con las manos. Y con ella el calor. Tórrido, abrasador. Sus átomos horadaron los míos como la piedra arrojada traspasa las aguas del río. Solo unos segundos más, y la sangre hubiera hervido en mi corazón.

»Pero entonces llegaron, de nuevo, el frío y la oscuridad. Y después, otra vez, el fuego y la baba de la niebla derritiéndose sobre mi rostro.

»Iba a morir. Y la muerte era espantosa.

»Pero, por fin, unos ruidos… golpes…, insistentes, fortísimos, al otro lado de la puerta. Y Shallem pronunciando mi nombre y tomándome con sus manos.

»Quería morir junto a él. Que nuestras almas descendiesen juntas al averno o que vagasen por el oscuro y silencioso universo sin separarse jamás, disfrutando el mutismo del sereno vacío, de su apaciguador sosiego, hasta el fin de los tiempos. Él me estrechó poderosamente contra sí. Sentí la calidez de su mejilla y la suavidad de su fragante cabello. No podía apretarle más fuertemente de lo que ya lo hacía. Quería unirme a él. Fundirme con él. Tenía los ojos fuertemente cerrados y el rostro enterrado en su cabello. Sentí que mis huesos iban a quebrarse bajo la presión de su abrazo, pero no me quejé. Deseaba que siguiera haciéndolo más y más fuerte. Que por nada del mundo me soltase.

»”¡El Cielo al fin!”, me decía en mi delirio, pero no lo era. Era la Tierra aún, una Tierra que se abría bajo nuestras pisadas, dispuesta a devorarnos. De nuevo estaba con mi amor, y luchaba por no perder la consciencia. Estábamos fuera, pero la niebla que inundaba la cripta se originaba en el exterior. Nos encontrábamos inmersos en ella, y parecía la boca de Leviatán.

»Shallem volaba, evitando las llagas de la Tierra, guiado por algún sentido sobrehumano.

»La casa se hallaba libre de niebla. Puertas y ventanas estaban bien cerradas y era demasiado espesa para poder penetrar a través de sus resquicios. Me depositó en una cama y encendió el candelabro que había junto a ella. A su tenue luz, vi su faz contemplándome espantada. El cuerpo me ardía y sentía mi carne tumefacta, como si hubiese engrosado varios centímetros, mientras que un velo rojizo me impedía contemplarle con claridad. Ambos teníamos los cabellos y las ropas chorreando aquella baba pegajosa.

»Quise hablar, despedirme, pero no pude. Mi vida se escapaba por segundos. Mi aspecto debía ser el de un auténtico monstruo. Él, en cambio, conservaba la misma apariencia saludable de siempre, pese a la suciedad de sus ropas y cuerpo, y al cabello, que le caía, empapado y lacio, sobre los hombros. Las llamas de las velas incidían sobre la película cristalina en que se había convertido la niebla sobre su rostro, haciéndola brillar con mil colores, y su piel se mantenía tersa, inarrugable, a causa de aquella mascarilla. Pero tenía, ahora, un aspecto fiero, salvaje, la expresión de quien está dispuesto a luchar denodadamente y hasta el final para conservar lo que ama. Apretó mi mano entre las suyas, como solemos hacer los mortales para consolar en la enfermedad a nuestros seres queridos, y, muy lentamente y con los ojos cerrados, se aproximó hacia mí.

»Sentí su aliento junto a mis labios y una sentencia, breve, contundente, brotando de los suyos:

»—Vive —susurró.

»Era un dulce mandato imperativo, una exhortación indeclinable que no admitía contradicción ni negativa. Y, luego, un conjuro en forma de beso, largo, profundo. Un beso empíreo, metafísico, sin relación alguna con un beso humano.

»Y su beso me insufló de nuevo el hálito vital.

»Noté como algo indoloro penetraba en mí tan fuerte y violentamente como el vórtice de un huracán. Un salto en el vacío y caer y caer vertiginosamente, y, en décimas de segundo, igual que lo había hecho en Alejandría, aquella parte de mi ser que ya había empezado a abandonarme regresó. Y la vida volvió a mí en todo su esplendor, con toda su energía.

»La inflamación, las ampollas, el dolor…, todo había desaparecido. Sabía que no iba a morir, que la fuerza que Shallem me había transmitido había curado todas mis heridas. Mis ojos veían con claridad; mis manos, otra vez suaves y tersas, se escurrirían mil veces más entre el marfil de las suyas.

»Le miré como solo Dios o un ángel pueden ser contemplados: con adoración.

»Pero en seguida vi a Bronco, mi perro favorito, que nos miraba desde el centro de la habitación, estático como una escultura de ébano. Tenía el rabo pegado entre las piernas y un aire de ausente anonadamiento, como si de pronto estuviera… vacío.

»Luego comenzó a gemir, cada vez más fuerte, igual que si padeciese fortísimos dolores, hasta que, de súbito, cesó. Clavó sus ojos, brillantes como ascuas, en mí y comenzó a gruñir fieramente, exhibiendo sus amenazadores colmillos.

»El gruñido se transformó en algo inusitadamente salvaje. Una especie de bramido furioso totalmente impropio de un perro.

»—¡No te muevas! —exclamó Shallem sin apartar la vista de él—. ¡Está poseído!

»Bronco estalló en llamas un instante después de haber iniciado el salto sobre mi cama. Pero no ardió durante largo tiempo, como hubiera sido normal, sino que una combustión súbita en décimas de segundo lo redujo a cenizas. No podía creer lo que había visto. Durante unos instantes, la estupefacción me impidió, incluso, respirar. Observé a Shallem, entre reverente y asombrada ante un poder que jamás se me había ocurrido que pudiese poseer.

»Y, de repente, una peste indescriptible comenzó a adueñarse del aire. Era un olor fétido, nauseabundo, casi sólido y masticable, parecido, quizá, al que se puede olfatear a un centímetro de distancia de un cadáver putrefacto. Un hedor que provocaba arcadas y ante el que la expresión de mi cara se había transformado en un rictus de repugnancia.

»—¿Qué es eso? —pregunté.

»—¡Están aquí! —exclamó Shallem.

»Al otro lado de la ventana el mundo se había convertido en una terrorífica intermitencia de luces abrasadoras y gélidas sombras. Y, dentro del dormitorio, un nuevo horror. Un sonido. Un chirrido mortífero como la mano de un caballero que, envuelta en su guante de hierro, se desliza por una pared de pizarra. Penetraba hasta el centro mismo de mi cerebro deshaciéndolo como una papilla. Era incesante y fuerte, muy fuerte, más fuerte…

»Shallem sujetó mi cara entre sus manos oprimiéndola hasta hacerme daño. Yo me tapaba los oídos con las manos y tenía los ojos muy apretados, como si aquel vano gesto pudiese ayudarme a luchar contra el sonido. Él quería que los abriera. Al hacerlo le vi, serio, pálido, fortísimo, sobrenatural, con una asombrosa expresión de dureza en sus ojos, fijos en los míos.

»Aquella poderosa expresión es mi último recuerdo de esta etapa. Así se cierra el prólogo de mi vida. Cuanto aconteció hasta este momento constituye apenas mi gestación. La breve y dolorosísima experiencia entre los mortales, que me marcó para siempre; el descubrimiento del amor y de las criaturas celestiales. Todo ello fue solo un preludio a mi larga existencia, una iniciación que presagiaba los increíbles sucesos a los que estaba inevitablemente destinada.