VI

»Nos casamos siete días después. El tiempo justo para hacer los arreglos oportunos y enviar las invitaciones a sus más íntimos amigos y parientes. Mis recelos y naturales temores habían desaparecido a los dos días de aquel primer encuentro. Para entonces me había procurado informes suyos de todos los habitantes de la zona, y, como él había afirmado, tenía fama de hombre bondadoso, apacible, jovial y encantador, aunque eran bien conocidas sus costumbres disolutas. Para el día de la boda le conocía bastante bien. No era una persona reservada, aunque sí algo tímida, lo que producía un contraste encantador. Era sensible y elegante, y, sobre todo, se hallaba dotado de una inteligencia extraordinaria y una admirable cultura. Poseía lo que en la época podía considerarse una vastísima biblioteca, que suponía un auténtico orgullo para él y un extremo placer para mí. Y todo cuanto tenía me lo mostraba, no fatuo y arrogante, sino con natural sencillez y deseoso de compartirlo conmigo.

»No tuve nada de qué arrepentirme tras los esponsales. Me trataba encantadoramente, como a una hermana. Me traía flores y otros obsequios, y se preocupaba constantemente de mi estado. Parecía ilusionado conmigo. Y yo, a los pocos días no podía prescindir de él. Tanto es así que me molestaba encontrarle junto a su amante o a cualquier otra persona, pues eso me privaba del placer de su compañía, y sin ella me sentía sola y la pena se apoderaba de mí.

»Nueve meses habían pasado sin tener noticias de Shallem. Me preguntaba cómo había conseguido resistirlos y cuánto tiempo más habría de esperar todavía. Constantemente me sorprendía a mí misma consultándole mis decisiones e imaginando las respuestas que él me daría, tal como si salieran de su propia boca. En algún momento me sentía temerosa de que él no comprendiese la naturaleza del acuerdo entre Dolmance y yo, y casi me arrepentía de un matrimonio que, por lo demás, era perfecto para mí.

»Yo estaba aterrada cuando llegó el momento de que mi hijo naciera. El embarazo había transcurrido espléndidamente, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero eso no había impedido mis constantes temores. ¿Qué saldría de allí? ¿Sería humano, más o menos?

»Dolmance me había traído un buen médico de la ciudad y dos comadronas. Cuando las contracciones llegaron, no solo no sentí dolor, sino, más bien, lo contrario. La criatura estuvo fuera sin que apenas me diera cuenta.

»Escruté, temerosa, la expresión del médico cuando la tuvo en sus brazos.

»—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Monsieur Des Grieux! ¡Fíjese en sus ojos! ¡Es el bebé más hermoso que he visto jamás!

»Dolmance y las comadronas se deshicieron en alabanzas antes de entregarme al niño. Nunca hubiera esperado algo así. Era, efectivamente, la criatura más hermosa jamás concebida. ¡Cuánto, Dios mío, cuánto se parecía a su padre! ¡Pero era tan expresivo, tan dulce y alegre! Tenía la piel sonrosada y el cabello rubio. Y aquellos ojos… Apretó su manita en torno a mi dedo sin dejar de sonreír y emitir graciosos y dulces sonidos. ¡Y yo que le había odiado todo ese tiempo!

»—¡Juliette! —me susurró Dolmance sentándose en la cama, a mi lado, y con expresión anonadada—. ¡Ahora entiendo lo del néctar de ambrosía!

»Pasó el tiempo. Chretien, este es el nombre con el que bauticé a mi hijo, por cierto, sin el menor problema pese a mis miedos al respecto, Chretien sabía hablar con prodigiosa perfección a la edad de un año, pero no solo en francés, sino también en inglés, ya que ambos idiomas resultaban de uso corriente entre la aristocracia y la alta burguesía.

»Un día, aún no había cumplido año y medio, Dolmance, que solía leer con el niño en sus brazos, descubrió que había aprendido a leer sin enseñanza alguna. En cuanto se dio cuenta de su increíble inteligencia contrató para él profesores de todas las materias, cuyos conocimientos había absorbido en su totalidad a la edad de cuatro años.

»Chretien era un prodigio absoluto. No solo dominaba las enseñanzas que le habían sido inculcadas, sino que poseía sus propias teorías acerca de todo problema. Por mera observación había aprendido a tocar todos los instrumentos que habíamos puesto a su alcance. Su carácter era extraordinariamente dulce y se ganaba la adoración de cuantos le conocían. Su fama recorrió toda Francia, de forma que no tardó en llegar a oídos del rey, quien reclamó su presencia ante sí. Yo me negué a ir, pero Dolmance llevó al joven genio a palacio, donde cautivó a toda la corte, lo cual supuso un notable empujón para sus ya de por sí prósperos negocios.

»Yo me había convertido en toda una dama encantadora, cultivada por Dolmance y por los mismos instructores de Chretien y vivía en aparente tranquilidad, aunque, por dentro, el suplicio de la ausencia de Shallem llenaba todo mi ser. “Tal vez mañana vuelva —me decía cada día—, tal vez mañana”.

»Pero esta frágil calma se interrumpió un día, pues, cuando estaba casi a punto de cumplir los seis años, algo espantoso comenzó a suceder con Chretien. Él siempre había tenido a Dolmance por su padre, eso era lo que nosotros le habíamos dicho. Pues bien, un día, sin motivo, comenzó a mostrarse arisco con él y a llamarle por su nombre de pila.

»—¿Por qué has tratado de ese modo a tu padre? —le pregunté cuando estuvimos a solas.

»—Él no es mi padre —dijo en muy alta y segura voz, y golpeó la mesa con el libro que tenía en la mano y salió de la habitación sin atender a mis órdenes en contrario.

»Me quedé perpleja, ignorando qué podía haberle llevado a tal convencimiento.

»Después de aquello, su tratamiento hacia nosotros se hizo intolerable. Nos ignoraba por completo, no respondía si le hablábamos, y, si insistíamos en obtener respuesta, abandonaba la estancia con la peor educación. Tratarle era muy difícil dada su inteligencia. Era como un adulto superdotado inmerso en un cuerpo minúsculo y arrobadoramente encantador. Sus respuestas, cuando las había, eran acres, mordaces y desafiantes, y jamás encontraban una réplica a su altura.

»Dolmance sufría tremendamente, y yo, que le quería con gran ternura, padecía el doble por esta causa. Él no merecía aquel trato. Siempre se había portado como un padre sensible y amoroso. Jamás le había contestado con una mala palabra, sino que siempre le había dado cariño y lo mejor de cuanto podía ofrecerle. Dolmance no le hubiera querido más de ser su propio hijo.

»Y ahora se me planteaba una pregunta inquietante. ¿Habría sabido Chretien, de alguna forma, quién era realmente su padre?

»—¡Sé quién es mi padre! ¡Ha venido a mí! —gritó un día encorajinado, con su rubia y agitada melena cubriendo sus increíbles ojos.

»—¡No sabes lo que dices! —grité yo, aterrada ante la posibilidad de que aquello fuese cierto y de que pudiese pronunciar el nombre de su padre delante de Dolmance, quien le miraba espeluznado.

»—¡Os desprecio! ¡Ya no hay nada que podáis enseñarme! ¡Os detesto! —gritó. Parecía increíble verle allí, aullando tales estremecedoras palabras a quienes más le querían, con su pequeño pero bien desarrollado cuerpo y la belleza extraordinaria de su cutis rosado apenas transmutada por su ataque de ira.

»—¿Es esta la educación que yo te he dado? —intervino Dolmance, temerosamente.

»Chretien le miró con los punzantes ojos tan clavados en los suyos como si esperase arrancarle sangre, pero no contestó una palabra.

»El cambio operado en Chretien se convirtió en el centro de nuestras vidas. Dolmance se obsesionó hasta tal punto que abandonó sus negocios y apenas veía a su amante. Sin embargo, nosotros dos éramos los únicos que sufríamos el cambio de nuestro hijo. De cara al resto del mundo continuaba comportándose como la misma criatura adorable ante cuyos pies nadie hubiera dudado en postrarse. Desde nuestros criados hasta la nobleza, su poderoso encanto y seducción los convertía en simples esclavos. Ante cualquier visita, incluso la más humilde, Chretien desplegaba oportunamente su fascinante atractivo como las plumas de un pavo real. Y nadie hubiera adivinado la furibunda bestia en que era capaz de convertirse.

»Pero, entre nosotros tres, los enfrentamientos tenían lugar constantemente. No había ya nada que pudiese entretenerle, conocimientos que aún no hubiese adquirido. No sabría decir el número de lenguas extranjeras que aprendió a través de la simple lectura de libros. Era demasiado rápido asimilando, de modo que el aburrimiento se cebaba fácilmente en él, ocasionándole frecuentes accesos de ira.

»—¡Quiero viajar! ¡Necesito salir de aquí! —gritaba—. ¡Quiero estar con mi padre!

»—¿Por qué dices eso? —se enfureció un día Dolmance—. ¿Quién crees que es tu padre?

»—Basta, Dolmance, te lo ruego —supliqué, asustada de lo que pudiese salir a la luz.

»—¡Mi padre no es un hombre, es un ser superior! —exclamó Chretien.

»—¡Tu hijo se ha vuelto loco, Juliette! —continuó Dolmance, irrefrenablemente—. ¡Se ha vuelto loco!

»—Ya no os necesito. ¡Mi padre vendrá y os hará pedazos, a los dos!

»Diez días después, encontré muerto a Dolmance en su cama. Un cuchillo de cocina le atravesaba el pecho. Quisiera explicarle el inmenso dolor que sentí, lo mucho que le lloré. Él había sido el mejor amigo que había tenido nunca, y fue mi propia carne quien acabó con su joven vida. En ningún momento me cupo duda de ello. Me arrodillé a los pies de su lecho y me deshice en llanto. Después, la cólera se apoderó de mí. Recorrí toda la casa buscándole, gritando frenéticamente su nombre. Los criados me informaron de que había salido a montar a caballo. Fui tras él. ¿Con qué exacta intención? Lo ignoraba. Solo sabía que en aquel momento le odiaba, le aborrecía, que él mismo merecía la muerte. Le encontré jugando con sus perros, cerca de los límites de nuestra propiedad. Llena de furia, me bajé del caballo y, allegándome a él, le así férreamente por los tiernos hombros.

»—¡Dime que no has sido tú! —le grité zarandeándole—. ¡Dime que no le has matado!

»—¿Y qué importa? —me preguntó con auténtica perplejidad—. ¡Suéltame, bruja!

»—¡Contéstame! ¿Lo has hecho tú?

»—¡Sí, sí, sí! —chilló—. ¡Yo lo he hecho! ¿Y qué? ¿Qué falta nos hace? ¡No servía para nada! Ahora todo esto es mío, y yo puedo llevar sus negocios mejor de lo que lo hacía él.

»—¿Es que no tienes sentimientos, maligna criatura? —le grité fuera de mí—. Él siempre te quiso.

»—¡Qué lástima! —se limitó a decir, lleno de indiferencia e insultante ironía.

»Y después, como perdiendo por arte de magia su cínico tono, su expresión se transformó en la de un lindo querubín, en la de un pequeño encantador capaz de despertar el instinto protector de cualquier adulto, y al que uno querría besar, acariciar y mimar sin detención. Me echó los brazos alrededor el cuello y me besó dulce y suavemente.

»—Ten cuidado, mami —susurró a mi oído. Y luego, con una elocuente sonrisa, me miró a los ojos y se fue.

»Acusé a uno de nuestros criados del asesinato de mi esposo. ¿Qué podía hacer? Escogí a un viudo sin familia a quien nadie lloraría, excepto yo. En aquella época, cuando un amo acusaba de cualquier falta a sus sirvientes, estos no tenían escapatoria posible. Nadie iba a exigirme pruebas o testigos. Entonces la justicia era más rápida que hoy y fue ejecutado a los pocos días, sin siquiera ser informado del delito cometido. Los remordimientos por aquel crimen cayeron sobre mi conciencia como la peor penitencia y me acompañaron durante mucho tiempo. Me sentía sucia y avergonzada. ¿Quién era yo para enviar a la muerte a aquel pobre hombre inocente? Pero ¿qué alternativa había tenido?

»Aquella noche no pude dormir. Apenas pegué ojo a la siguiente. No quería dormir, no podía. Tenía miedo, terror de mi propio hijo. Cuando el sueño me vencía, lo veía penetrando silenciosamente en mi alcoba con un inmenso cuchillo de cocina en la mano y despertaba sobresaltada. Sabía que no me quería más de lo que había querido a Dolmance, que no tendría inconveniente en acabar conmigo a la mínima molestia que me atreviese a originarle.

»Mi aspecto era peor día a día. Apenas comía, no dormía tranquila, o no dormía en absoluto. Temía despertar y verle caer sobre mí como un espectro. Pensé en apostar un criado a mi puerta durante toda la noche, y así lo hice. Le conté que padecía pesadillas muy intensas, y que si me oía quejarme debía entrar y despertarme.

»Gracias a eso aquella noche dormí un poco más tranquila, pero, cuando, a la mañana siguiente, abrí la puerta de mi alcoba, descubrí a mi criado muerto, al pie de las escaleras.

»La sangre se me heló en las venas.

»—Ha sufrido un accidente —me susurró burlonamente Chretien, junto al cadáver.

»Y, más tarde, dulcemente abrazado a la mujer de su víctima, la consolaba con su tierna e inocente voz—: Está en el cielo, Marie. —Y la besaba la mejilla, y enjugaba sus lágrimas con sus propios deditos—. Era tan bueno que Dios le necesitaba a su lado, y se lo ha llevado con él. No llores, ahora será feliz para siempre.

»Y, ya en la intimidad, sujetando mi mano entre las suyas, firmes y duras como pequeñas tenazas, me conminó:

»—No vuelvas a apostar vigías a tu puerta, estúpida, o moriréis los dos. ¡Aaaah! ¡No sé cuánto más podré soportarte!

»Comencé a espiarle. Le seguía, sigilosamente, a través del jardín y por los campos de nuestra propiedad. Mandé hacer diversos agujeros en la pared de la habitación contigua a la suya, donde solía encerrarse durante horas. ¿Qué esperaba descubrir? Algo muy concreto. Esperaba verle reunirse con su padre, verle hablar con él, o, a falta de esto, sorprenderle realizando alguna actividad sobrenatural. Pero jamás le descubrí haciendo cosa alguna que no hiciese cualquier niño normal, jamás fui testigo de ningún encuentro extraordinario.

»Pero no dejaba de preguntarme cuál sería la misión para la que habría sido concebido. Su padre había comenzado a instruirle, le había revelado su propia identidad y quién sabe cuántas cosas más. ¿Qué pretendería de él?

»Cuando le bañaba, pues a él aún le gustaba que lo hiciese, registraba su cuerpo en busca de la marca, de la señal de la bestia que no había podido encontrar donde el Apocalipsis indica, esto es, en la mano derecha y en la frente. El 666 no aparecía por ninguna parte, ni tampoco cualquier otra marca extraña. El que tenga inteligencia calcule el número de la bestia, porque es número de hombre, dice San Juan. Naturalmente, entonces yo ignoraba por completo que la bestia a la que se refiere fuera el imperio romano, o que el 666 fuese la clave gemátrica que esconde el nombre de Nerón, prototipo del perseguidor de cristianos. El oscurantismo religioso se alimentaba de cábalas, enigmas, promesas infernales e incomprensibles parábolas en latín. La literalidad era la norma a seguir. Y yo lo creía a pies juntillas. Mi hijo era el hijo del dragón y, sin duda, llevaba su marca, seguro. Sin embargo, no era así. Reconocí las zonas más ocultas de su cuerpo, palpé bajo su cabello. No había señal alguna que encontrar.

»Hice también, desde luego, mis propios cálculos supersticiosos, inventé criptogramas a partir de su fecha de nacimiento, de la de su concepción, del año y la edad que tenía cuando asesinó a Dolmance, lo relacioné con todo tipo de acontecimientos y fechas bíblicas, me convertí en una maestra de la cábala, pero jamás descubrí en él nada de lo Escrito.

»Estaba obsesionada con su naturaleza. ¿Tendría poderes sobrehumanos? ¿Sería inmortal?, me preguntaba sobrecogida.

»Y él se paseaba por la casa dirigiéndome acres miradas de soslayo, o se sentaba al escritorio de Dolmance a repasar la contabilidad, la correspondencia comercial, o a reescribir las cartas que nuestros apoderados, representantes o abogados dirigían a los proveedores y clientes.

»Yo estaba perdida en aquel maremágnum contable que él dominaba a la perfección. Tanto por terror como por ignorancia, me veía obligada a obedecer sus instrucciones sin ninguna vacilación. Él me indicaba sobre qué productos convenía incidir, qué mercados había que buscar, quién carecía de capacidad para satisfacer nuestras expectativas comerciales y, por tanto, debía ser despedido. Y yo cumplía sus mandatos sin la menor demora. Naturalmente, esto me obligaba a entrometerme de continuo, sin excesivo conocimiento, en el trabajo de nuestros empleados, lo que me granjeó, especialmente por mi condición de mujer, no pocos problemas y enemistades. Pero me faltaba el valor para enfrentarme con él.

»A los pocos meses de morir Dolmance, me di cuenta de que me había convertido en su esclava, lo mismo que lo eran el resto de seres, racionales o no, a quienes conocía. Yo carecía de voluntad propia. Desde luego, él ya no me necesitaba como madre, sino tan solo como su títere. En ocasiones intenté rebelarme, e incluso traté de dominarle, de hablar con él, de refrenar sus extraños instintos. Y, entonces, las amenazas de muerte, sutiles o directas, brotaban de sus ojos o de sus labios.

»—Mi padre podrá hacer lo que yo no pueda, recuérdalo —me intimidaba.

»Y yo aprovechaba aquellas ocasiones para preguntarle por su padre, si sabía quién era, cuándo le había visto. Me dijo que era el príncipe de los ángeles y que cada noche le llevaba a su reino.

»No sé si tenía más miedo de él o de su padre, a quien imaginaba como un constante vigía invisible, ingrávido en el aire y siempre atento a cualquier falso movimiento por mi parte para poner inmediato fin a mi existencia. A veces, absorta en esta creencia, me desplazaba tras los pasos de Chretien mirando a lo alto y rogando: “Devuélveme a Shallem y me alejaré de tu hijo en cuanto tú quieras. Todo será suyo. Por favor, por favor, devuélveme a Shallem”.

»Pronto comprendí que mi muerte no sería una realidad por el momento. Chretien se había dado cuenta de que yo le era imprescindible para dirigir su pequeño imperio mientras fuese menor de edad. A mí podía manejarme como a una marioneta, era el cuerpo adulto que él necesitaba, una prolongación de su propio brazo, su eslabón de unión con un mundo al que un día accedería por derecho propio. Entretanto, yo, mientras siguiera cediendo a todos sus caprichos sin preguntar, como hasta ahora, estaría relativamente a salvo.

»Y pronto descubrí su extraordinaria capacidad para capturar la voluntad de las personas. No era, exactamente, un estado hipnótico lo que las afectaba, sino, más bien, un hechizo, un encantamiento, como si al contemplar su dulce rostro bebiesen de una pócima mágica que obnubilase su razón y les impulsase a cumplir sus deseos. Por ejemplo, las ofertas que obtenía de nuestros proveedores eran auténticas gangas. A menudo conseguía comprar por debajo del coste o vender a precios que ni un loco hubiera pagado. Los apoderados le tenían un respeto que yo estaba muy lejos de disfrutar. Empezaron consultándole pequeños problemas. Al principio, tal vez solo como un juego. Pero, con el tiempo, reconocidos sus infalibles aciertos y genialidad, depositaron en él una fe ciega.

»Las visitas sociales continuaban acudiendo a nuestra casa con la asiduidad de antaño para contemplar la cada vez más inigualablemente prodigiosa belleza de Chretien, aún deliciosamente infantil, de disfrutar con sus cariñosos y generosos besos, de deleitarse con la música que él mismo componía, de entrar con él en conversaciones políticas, o disquisiciones teológicas o filosóficas que dejaban mudos, boquiabiertos y rebajados a sus fascinados interlocutores. Era para ellos mucho más que un genio, era un ídolo adorado ante quien todos deseaban inclinar la rodilla. “¿Qué ocurrirá cuando sea un hombre?”, me preguntaba.

»Yo, en ocasiones, me quedaba extasiada contemplando el brillante e hipócrita espectáculo que ofrecía.

»—¡Te comportas como una imbécil ante nuestros invitados! ¡Les resultaría más ameno conversar con una marioneta antes que contigo! ¿Quieres estropearlo todo? —me amonestaba a menudo, tras las visitas. Y sus ojos ardían adueñados por una furia diabólica que atenazaba mis músculos.

»Me hundí en la más absoluta aflicción. Me abandoné a ella. Me encerraba en mi alcoba la mayor parte del día; a rezar, a meditar, a llorar. De tanto en tanto, Chretien irrumpía en ella exigiendo imperiosamente mi presencia ante alguna visita imprevista. Entonces, me arreglaba y bajaba corriendo, porque el no hacerlo hubiese podido ser considerado suicidio. No me atrevía a abandonar la casa; si aún se me permitía vivir era porque la adornaba, porque la completaba y, también, dirigía.

»Y mi esperanza de volver a ver a Shallem estaba casi muerta. Pensé que me había repudiado por alumbrar al hijo de Eonar. Pensé que este jamás le liberaría mientras su hijo existiese. Pensé que habría dejado de quererme y alguna otra ocuparía ahora su dulce corazón.

»Pero me equivoqué.