»Aún tenía su tersa carne entre mis manos y su perfume en mi olfato cuando me di cuenta de que un dulce sopor me había invadido por unos momentos.
»—¿Y cuándo nos iremos, Shallem? —le pregunté, luchando por desperezarme.
»—Ya nos hemos ido —me contestó, con un tono sutilmente burlón.
»—¿Adónde? —inquirí, sin saber a qué se refería.
»—A entonces —me respondió, buscando mi mirada.
»—¿A entonces? —le pregunté pasmada y escrutando a mi alrededor. El sol relucía en el exterior con la misma intensidad de unos momentos antes y la temperatura continuaba igual de abrasadora. La misma arenilla alfombrando el suelo del templo, las mismas columnas erosionadas a la salida—. Te estás burlando de mí. Estamos en el mismo sitio…, y en el mismo momento. Nada ha cambiado en este lugar.
»—Tal vez por eso me gusta. Por su cuasieterna inmutabilidad, por su peculiar fortaleza ante un paso del tiempo al que no parece rendirse. ¡Todo lo humano es tan fugaz, tan perecedero, tan mutable! En esta región se encuentran sus obras más logradas, las que suponen un mayor desafío a la mano implacable de la naturaleza y del tiempo. Por eso me gusta estar aquí. El desierto es imperceptiblemente mutable, y todo lo que en él se encuentra se transforma con mayor lentitud. Apenas cambia nada durante milenios. Eso es importante para quienes contemplamos el mundo con ojos eternos.
»—¿Entonces es verdad? ¿Ya lo hemos hecho? —inquirí perpleja.
»—Sí —me respondió, sonriendo ante mi estupefacción.
»—No noto nada especial. Sigo igual. Exactamente igual. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
»—Para nosotros ninguno.
»—¿Y para el mundo? —le pregunté, inmersa en una sensación de irrealidad.
»—No lo sé exactamente en tiempo mortal. Unos sesenta años, creo. No importa demasiado, ¿no crees?
»—¿Habrán muerto las personas a quienes conocía? Geniez, Celine y sus hermanos… ¿Crees que los habrán rescatado los cruzados?
»—Tal vez —me contestó compasivamente, aunque no lo pensaba en absoluto ni tampoco le importaba.
—Está muy callado, padre —advirtió la mujer tras un breve descanso en su narración.
El padre DiCaprio la observaba con los músculos tensos, las piernas cruzadas y el pecho apretado contra el borde de la mesa.
—Usted me prohibió hablar —dijo—. ¿Recuerda?
—¿Sí? Bueno. Únicamente no quería que me distrajese con su humana incredulidad mientras trataba de recordar el lejano preámbulo a la historia de mi vida. Ahora quisiera saber algo. ¿Cree una palabra de lo que le estoy contando?
El sacerdote bajó la mirada como si considerase y midiese su respuesta cautelosamente.
—Ya veo que no —dijo la mujer—. ¿Y qué motivos podría tener para mentirle?
Él levantó la mirada y estudió su sereno semblante.
—Tal vez solo quiera entretenerse, divertirse a mi costa haciendo uso de su innegable imaginación. ¿Intenta burlarse de alguien concreto? ¿De la Iglesia, de la humanidad, del mundo entero, o solo de mí?
Los ojos de la mujer se clavaron en él como profundas llamaradas azules.
—Existe otra opción que su obtuso cerebro se niega a tener en cuenta —dijo quietamente—. Que todo cuanto le cuento sea verdad. Que yo sea una pecadora arrepentida y usted mi confesor. Yo no soy Dios ni Jesucristo. No escatimaría los milagros necesarios para convencerle si fuese capaz de realizar alguno. Pero solo soy una débil mortal como usted. Solo puedo pedirle, humildemente, que tenga fe en que no le miento. ¿Qué esperanza tendré yo, si no, de obtener, al finalizar mi confesión, su perdón, bendición y consuelo?
El sacerdote la miraba atentamente, como intentando descubrir en su rostro un gesto o expresión delatoras. Pero no lo encontraba.
—Usted es un religioso. Ha estudiado la Biblia y debería creer en ella —dijo la mujer, dirigiendo la mirada al pequeño libro que el sacerdote había depositado sobre la mesa y acariciaba con su mano—. ¿No es un dogma cuanto ella dice? En la Biblia se habla de los ángeles. Permítamela, por favor, quiero recordarle algo.
El sacerdote depositó el librito, con cierto recelo, sobre la mano extendida de su confesada, y observó, aliviado, la delicadeza con que ella separaba entre sus dedos las finísimas hojas.
—Aquí está —dijo ella—. Se lo leeré literalmente. Génesis VI: “Cuando comenzaron a multiplicarse los hombres sobre la Tierra y tuvieron hijas, viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron de entre ellas por mujeres las que bien quisieron”, y añade más adelante: “… los hijos de Dios se unieron con las hijas de los hombres y les engendraron hijos. Estos son los héroes famosos muy de antiguo”.
La mujer levantó la vista y tendió la Biblia al sacerdote.
—¿Quiere leerlo usted mismo? —preguntó.
El sacerdote tomó el librito abierto que se le ofrecía y se lo llevó a la vista maquinalmente.
—Tal vez crea en ello con la ceguedad de un axioma, o quizá su opinión vaya más allá de la simple duda. Pero, de cualquier forma, estoy segura de que no cuenta con argumento alguno capaz de refutar incuestionablemente las palabras bíblicas. Puede dudar, pero no puede negar. ¿Estoy en lo cierto?
—Supongo que sí.
—Luego admite la posibilidad de que ángeles y mujeres puedan mantener relaciones amorosas, puesto que la Biblia así lo afirma. ¿Y circunscribe, en algún versículo que yo me haya saltado, esas relaciones interespecies a algún tiempo preciso? ¿Señala su fin tras alguna época o hecho concretos? No indica nada al respecto, ¿verdad? No sugiere nada expresa o indirectamente porque no es necesario advertir de la continuidad de los hechos, sino solo de su término. Y me temo que mientras haya mujeres sobre la Tierra este hecho no concluirá.
—Así expuesto parece lógico, posible —dijo el sacerdote alteradamente—. Pero es tan…, tan…, innatural… No sé. Yo… ¿Dice que su forma era tan humana y masculina que no se podía distinguir del resto de los hombres?
—Sí, es cierto. Pero eso es algo que la Biblia sostiene de forma natural. Sigamos en el Génesis, por ejemplo. ¿Recuerda cuando Yavé se presenta ante Abraham acompañado de dos ángeles? «Estaba sentado a la puerta de la tienda a la hora del calor, y alzando los ojos, vio parados cerca de él a tres varones», así lo cuenta el Génesis. Y unos versículos más allá, esos dos ángeles llegan a Sodoma y son invitados a la casa de Lot, donde cenan tranquilamente y se disponen a pernoctar, hasta que los sodomitas en pleno irrumpen violentamente en la casa, pues han confundido a los ángeles, tal era su aspecto mortal, con simples humanos a los que desean conocer carnalmente. «¿Dónde están los hombres que han venido a tu casa esta noche? Sácanoslos para que los conozcamos», piden a Lot, que ha salido a la calle para hablar con ellos. Pero él, que no ignora sus intenciones, se niega a hacerlo. Solo cuando Lot es atacado por ellos, los ángeles despliegan sus poderes, dejando instantáneamente ciegos a todos los sodomitas. Bastante crueles, por cierto, para no llevar el apellido «caídos». Déjemela, déjemela un momento, por favor. —Y la mujer retomó la Biblia de las manos del confesor y la hojeó hasta encontrar lo que deseaba—. Vea como se refiere a ellos la Biblia: «Forcejeaban con Lot violentamente, y estaban ya para romper la puerta, cuando sacando los hombres su mano (es decir, los ángeles) metieron a Lot dentro de la casa y cerraron la puerta. A los que estaban fuera los hirieron de ceguera, desde el menor hasta el mayor, y no pudieron ya dar con la puerta. Dijeron los dos hombres a Lot: “¿Tienes aquí alguno, yerno, hijo o hija? Todo cuanto tengas en esta ciudad sácalo de aquí, porque vamos a destruir este lugar, pues es grande su clamor en la presencia de Yavé, y este nos ha mandado para destruirla”». ¿Puede explicarse más claramente?
—Bien. Admito que lo que dice no carece de sentido para un creyente, pero…
—Pero estas cosas nunca ocurren a nadie que nosotros conozcamos, y menos aún a nosotros mismos.
—Sí, eso también —confirmó el sacerdote. Y luego quedó en silencio y su mirada se tornó huidiza, como si no se animara a realizar una incómoda pregunta—. El hecho de que él… fuese un… ángel caído, lo…, es decir, ¿lo diferenciaba en algún sentido? ¿Lo hacía… menos… ángel?
—Absolutamente no. Sé que intenta asimilarlo al diablo tradicional, que a usted le resulta tan cómodamente familiar. Pero tendrá que quitarse esas ideas de la cabeza. Empezar desde cero, como estamos haciendo.
—¿No me está mintiendo, entonces? ¿Debo creer que es verdad lo que me cuenta, escuchar con los oídos del confesor?
—¡Vaya! Al menos he sembrado la duda. ¿Le parezco una mujer con ganas de reírse, de burlarse? ¿Cree que tengo ganas de inventar historias fabulosas, o de gastar saliva, siquiera?
El confesor contempló atentamente el rostro de la mujer.
—No —admitió—. No lo parece.
—Hace bien en mantener cierta prevención. Pero probablemente cargará con esta duda el resto de sus días. Y jamás podrá compartirla con nadie. Eso está claro, ¿verdad? Ha comprendido que esto no es un juego, sino una confesión.
—Desde luego —aseguró el padre DiCaprio—. Todo cuanto me revela será secreto de confesión.
Los interlocutores se estudiaron silenciosa, mutua y atentamente durante un minuto.
—Estoy totalmente sedienta. Necesito agua o no podré articular una sola palabra más. ¿Es tan amable de pedir que nos la traigan? A usted le harán caso.
—Desde luego. Naturalmente —dijo el sacerdote. Y, rápidamente, se levantó de su asiento y, tras golpear la puerta, realizó su petición al vigilante—. En seguida la traerán —aseguró, sentándose de nuevo, ansiosamente, como si esperase que, a pesar de todo, la mujer continuara su relato sin aguardar la llegada de la bebida.
Pero, como no lo hacía, pareció sentirse incómodo en el silencio y anhelante de escuchar la continuación de la historia.
—¿Querría continuar, por favor? —rogó, sin poder reprimirse.
—Sí, claro. Desde luego. Veamos. ¿Qué debería explicarle ahora? Nos habíamos quedado en el templo, ¿verdad? Durante la primera semana de nuestra unión, pernoctamos bajo el templete del islote. Digo pernoctamos porque la mayoría del tiempo diurno lo pasábamos enseñándome los tesoros ocultos en el interior de las pirámides aún no expoliadas por los ladrones. Él me explicaba los misterios de la antigua religión egipcia, me descifraba los jeroglíficos inscritos en las paredes y en los sarcófagos, me contaba la historia de los que estaban allí momificados, cuando era interesante.
»Nos habíamos construido una cama, cómoda, aunque rudimentaria, a base de alfombras. Shallem no necesitaba dormir, pero siempre se acostaba a mi lado. Yo me abrazaba a él, llena de felicidad, y me sumergía en un dulce sueño. Pero, si durante la noche despertaba, Shallem me producía la sensación de estar profundamente dormido. Aunque, no era este su verdadero estado. Simplemente, una parte de su alma divina se ausentaba del cuerpo, que dejaba a mi lado, cuidándome y confortándome, pese a su aparente inconsciencia. Por la mañana me esperaba un opíparo desayuno a base de frutas frescas y desconocidas, tortas y dulces, y productos típicos de regiones del mundo que nada tenían que ver con Egipto. Me cuidaba amorosamente, tiernamente. No necesitaba comer, por supuesto, pero tampoco tenía inconveniente en hacerlo, por satisfacerme, por acompañarme. Parecía encontrar gusto en seguir ciertos comportamientos humanos, pero, como supe más adelante, lo que realmente intentaba era evitar el poner de manifiesto las diferencias que nos separaban.
»Naturalmente, yo le bombardeé con todo tipo de preguntas, como se puede imaginar. Pero pronto comprendí que extraer cualquier información de Shallem resultaba, más que difícil, absolutamente imposible. Se negaba a hablar de cualquier cosa ajena a mi mundo. Dios, sus hermanos, su visión de mis vidas pasadas, lo que me ocurriría tras la muerte, sus propios poderes, todo eran temas tabú que yo, me decía, por mi propio bien, no debía conocer, y que él jamás me desvelaría. Después de estas conversaciones abortadas yo me sentía frustrada y desazonada, no solo por los mismos motivos por los que usted se hubiese sentido así, sino también porque, como cualquier amante, deseaba conocer de mi amado. Entonces, él buscaba mis ojos con su mirada cargada de una ardiente ternura ante la cual me derretía irremediablemente. Y esa fue siempre su drástica y eficaz manera de acallar mis preguntas.
»Cada noche me regalaba la visión de su cuerpo divino desnudo bajo la luz argentada de una luna de nácar flotando sobre las plácidas aguas del Nilo. Allí se bañaba, mientras yo me extasiaba en su contemplación, desde la orilla, y su nombre invadía sin cesar mis labios. En seguida me unía a él. Y en mitad de las aguas, junto al atronar de una cascada de besos, comenzaba a susurrarme al oído palabras de amor, que ascendían a mi cerebro como el aroma embriagador de un filtro amoroso. Entonces, me sacaba en brazos de las aguas, y caíamos abrazados sobre la aún tibia cubierta arenosa del fecundo islote.
El padre DiCaprio carraspeó nerviosamente y cambio de posición repetidamente sus brazos, que descansaban sobre la mesa.
La mujer sonrió cálidamente al sacerdote.
—Pasada una semana, Shallem decidió que debía encontrar un lugar para mi descanso más confortable y acorde a mi fragilidad humana. Alquiló una casita cerca del puerto de Alejandría y me prometió que partiríamos hacia Europa en el primer barco que admitiese pasajeros. Como le he dicho, no me importaba donde estuviésemos mientras estuviéramos juntos. Pero, pudiendo elegir, prefería abandonar aquella tierra ardiente, inhóspita y llena de horribles recuerdos.
—Disculpe.
—¿Sí?
—Pero ¿él no podía…? Ya sabe… ¿No podía volar?
—Oh, sí, desde luego. Pero ya le he indicado que no deseaba remarcar las diferencias entre nosotros. Apenas llevaba a cabo actos que no pudiese realizar igualmente cualquier mortal. Bueno, para entrar en las pirámides, por ejemplo, no tenía más remedio que hacer uso de sus poderes. Nos desmaterializábamos y reaparecíamos en el interior. Muchas veces estaban ocultas bajo toneladas de arena, de modo que él me indicaba un punto en el suelo bajo el que decía hallarse la cúspide de la pirámide y yo no veía nada, sino arena. Para no asustarme, yo hundía la cabeza en su pecho y cerraba los ojos y no volvía a abrirlos hasta que penetrábamos al oscuro e irrespirable interior. A veces, yo me sentía tan ahogada que teníamos que salir corriendo antes de que los gases me afectaran de veras. Por eso, dejamos de frecuentar las pirámides intactas y ocultas y nos dedicamos a las más conocidas y holladas. Mucho menos emocionante, pero más beneficioso para mi salud. Claro, que acceder a ellas desde Alejandría era muy difícil, estaban demasiado lejos. Unos doscientos kilómetros al sur, en el Valle de los Reyes, cerca de El Cairo. Por eso, solo fuimos una vez más desde que nos trasladamos a Alejandría. Una única, última y maldita vez.
»El barco partía aquella tarde y yo quería despedirme de Egipto haciendo el amor, una vez más, en alguna de sus pirámides. Era muy emocionante y misterioso, y el ambiente me daba tanto miedo que no me despegaba un centímetro de Shallem. Él se negó, en principio, pues no deseaba poner en evidencia su naturaleza, pero, con caricias y besos, conseguí convencerle. Si me había trasladado sesenta y siete años más allá, ¿por qué no unos pocos kilómetros? Yo no me iba a asustar, ni nada de eso. Al fin y al cabo, ya lo había hecho antes: el día en que me sacó del palacio del moro, cuando me llevó a la presencia de Eonar… ¡Cómo le molestaba que le recordara esto último! ¡Qué conmovedora expresión de triste vergüenza invadía su hermoso semblante!
»Por fin, se decidió, a regañadientes. Con un beso me tapó los ojos y me apagó los sentidos. Y estuvimos allí, al pie de una pequeña pirámide. Entrar reptando por los estrechos conductos abiertos por los ladrones era divertido y emocionante. Pero antes había que encontrar la entrada, oculta bajo kilos de arena. Shallem la halló con facilidad y retiramos la arena que la cubría, ansiosamente. Anduvimos a gatas por el túnel y, vagamente, durante un segundo, se me pasó por la mente la imagen de mí misma recorriendo un oscuro pasadizo, aterrada y con los ojos inundados de lágrimas. ¡Hacía tanto tiempo de aquello, y tan poco, a la vez! La oscuridad era absoluta y yo me arrastraba en pos de mi ángel, jugueteando con sus piernas y su trasero y riéndonos los dos.
»Ya me dolían las rodillas cuando por fin llegamos a la cámara mortuoria. Había antorchas, imprescindibles para alumbrar la vida eterna del difunto, pero que, por suerte, aún no había utilizado. Quedaba poco más que la momia, en un sarcófago de madera, y sus utensilios personales, de escaso valor: peines, espejos, paletas y resecos colores de maquillaje, comida fosilizada, jarras con vino evaporado, algunas figuras de madera, toscas y demasiado grandes para ser transportadas por los invasores…, ese tipo de cosas. Pero lo que más me interesaba eran las maravillosas ideas que sus pinturas sugerían. Su particular concepción de la muerte y del más allá. Supe traducir algunos de sus jeroglíficos quinientos años antes de que Champolion naciera. Me parecían tan fascinantes…, tan complicados y simples a la vez… Curioseé por todas partes de la mano de Shallem, que me dirigía escurridizas y juguetonas miradas de reojo. Seducida, me acerqué aún más a él y le levanté la larga y fea túnica que vestía. No llevaba nada por debajo: excitante, delicioso. Paseé mis manos por sus tersos muslos y su provocativo vientre. Le despojé de su sencilla túnica, derritiéndome con el pensamiento de lo que estaba a punto de suceder.
»Pero, de repente, me detuvo las manos y me exhortó a guardar silencio. Por su expresión parecía como si hubiese escuchado un ruido extraño. ¿Pero quién lo iba a haber emitido? De haber alguien más allí, nos hubiéramos dado inmediata cuenta; sobre todo él, claro. Sin embargo, parecía súbitamente alarmado, algo había allí que él podía percibir, aunque yo no. Le pregunté, repetida y nerviosamente, qué ocurría, pero ni siquiera parecía escucharme.
»De súbito, algo le golpeó haciéndole caer al suelo. Algo que yo no pude ver hasta que las llamas de las antorchas se extinguieron repentinamente. Decenas, cientos de pálidas y dinámicas luces habían invadido la cámara. Creo que grité como nunca en mi vida mientras aquellos monstruos de intangible energía atacaban a Shallem y elevaban la temperatura de la cámara como cientos de minúsculos soles. La luz era muy blanca y cegadora y hube de cubrirme los ojos con las manos mientras trataba de acercarme a él, gritando su nombre desesperadamente, en tanto aquellas poderosas formas intentaban retenerle en el suelo. Una a una, iban desapareciendo en su invisible lucha contra él, dejando una suave estela azul como único testigo de su presencia. Pero, de pronto, la pirámide comenzó a temblar como si fuese el epicentro de un terremoto.
»—¡Sal de aquí, Juliette! —me gritaba Shallem frenéticamente—. ¡Coge el barco! ¡Te buscaré! ¡Vete! ¡Ahora!
»Histérica, no cejaba en mi empeño de acercarme a él. Pequeños fragmentos de piedra habían comenzado a caer sobre mi cabeza, que intentaba proteger con las ya doloridas manos. Apenas podía abrir los deslumbrados ojos. Mi corazón se negaba a abandonarle, pero mi cerebro me decía que no podía ayudarle, que nada malo podía sucederle, que él era inmortal, pero yo no. El derrumbamiento era inminente y el terror me ayudó a actuar.
»Encontré a tientas la salida y me introduje por ella, desplazándome sobre manos y rodillas con toda la velocidad de que era capaz, y con los ojos tan llenos de lágrimas y el corazón de pena y terror, como lo había tenido aquella noche en el oscuro pasadizo de Saint-Ange. Mis músculos estaban rígidos y ateridos de miedo. Escuché, tras de mí, cómo el derrumbamiento se convertía en realidad en la cámara donde Shallem se encontraba. El polvillo de las viejas piedras caía sobre mi cabeza y hube de cerrar los ojos, que de poco me servían abiertos en aquella oscuridad. Sufrí visiones horribles de mí misma encerrada para siempre en la pirámide milenaria, junto con la momia de aquel mayordomo real, que era su legítimo propietario.
»Tuve la impresión de que la pirámide se hundía. Lancé un chillido y continué reptando despavorida, enloquecidamente, a lo largo de aquel inmenso, inacabable túnel, que tanto me había divertido en el camino de ida, cuando había mordido y besado la cálida y exquisita carne sobrenatural de Shallem. Ahora solo lloraba y chillaba, trastornada, mientras sentía la presión de la pirámide sumergiéndose en la arena del desierto y desmoronándose sobre mi cabeza.
»De pronto, me di cuenta de que había llegado al final del pasadizo, a la salida, pese a que no se veía ninguna luz. Arena y arena y arena, millones de granos de arena obstruían la entrada.
»Introduje mis manos en la masa monstruosa que había penetrado en el corredor, arañándola como una gata desesperada. La arena era muy suelta, muy poco pesada. Tomé aire, me di impulso, e introduje en ella la cabeza con los ojos bien apretados. Dios mío, si hacía cualquier falso movimiento y me equivocaba de dirección… Debía ir hacia arriba, hacia arriba. Nadé en un mar de arena infinita en medio del terror ante la muerte horrible e inminente y de la asfixia real y presente. Noté cómo la pirámide parecía ceder, intentando succionarme, arrastrarme con ella en su seco remolino. No oía nada, no veía nada, estaba falta de todo sentido. Hubiera caído si la masa no me hubiese constreñido adaptándose a cada pliegue de mi cuerpo.
»Continuaba y continuaba luchando con la arena, pero no parecía ascender, no parecía desplazarme un milímetro del mismo lugar. Levantaba, pesadamente, manos y pies, como en una imposible escalada, y la arena subía con ellos, y luego volvía a bajar. Siempre la misma arena, siempre al mismo lugar. Estaba envuelta, enterrada en vida bajo los dorados granos que penetraban por los orificios de mi nariz, de mis oídos, que buscaban un hueco entre pestaña y pestaña y anidaban en mi pelo. El aire que expulsaba por mi boca no parecía tener cabida, trataba de volver a mí, y, en aquella breve y cuidadosa expulsión, la sedienta arena penetraba en busca de la escasa humedad de mi lengua, de mi boca entera. Me había desviado, pensé, sin duda era un cuerpo horizontal preparado ya para recibir la muerte.
»El terror comenzó a petrificarme, a impedirme el movimiento. En mi asfixia, abrí la boca y la arena penetró hasta mi estómago con ansia voraz. Ya estaba medio muerta, en realidad. ¿Por qué seguir luchando? ¿Por qué no entregarse a ella, sin más resistencia, y dejar de sufrir? No sabía la respuesta, pero continuaba luchando, ya apenas sin fuerzas.
»Pero, de pronto, mi mano emergió a la superficie y la caricia del aire y los rayos solares hicieron saltar mi corazón. ¡El aire! Seguí debatiéndome, con renovadas fuerzas, en mi loco pedaleo. Y parecía no llegar nunca. Pero ahora sabía que estaba allí, que podía lograrlo si la falta de oxígeno no me mataba antes. Y a punto estuvo de hacerlo, pero no lo consiguió. Al fin, alcé la cabeza en busca del gas vital y los abrasivos rayos del desierto. Aspiré y aspiré y, después, en seguida, acabé de salir de mi encierro, temerosa de que se abriera como arenas movedizas para tragarme de nuevo.
»La pirámide no se había hundido mucho, en realidad. No tanto como yo me había figurado. Un metro, o poco más. Parecía intacta, además. Al fin y al cabo, era una construcción prácticamente maciza. Aunque unos cuantos bloques hubiesen sido dinamitados en su interior, casi no la hubiese afectado. ¡Qué arquitectura más prodigiosa!
»Pero yo sí estaba hecha papilla. Mi cuerpo estaba exhausto, mis pulmones congestionados, mis ojos irritados por las arena que se había abierto camino a su interior, y mi cerebro, sobre todo mi cerebro, a punto de perder toda noción de la realidad. ¿Qué eran aquellas formas intangibles y asesinas? ¿De dónde procedían y por qué habían atacado a Shallem? ¿Y dónde estaba él, mi Shallem? ¡Estaba muerta sin él! ¿Qué me había dicho? ¿Qué tomara el barco? ¡Pero si estábamos, quizá, a doscientos kilómetros, o tal vez más! Cuatro kilómetros se convertían en cuatrocientos a través de aquel desierto infernal.
»Sin dejar de atormentarme con tales pensamientos, eché a andar cuan rápido pude por el terror a que aquellos seres saliesen de la pirámide dispuestos a infligirme suplicios inimaginables. Tal vez era la forma en que la justicia divina se manifestaba, pensé.
»Caí rendida, no bien había recorrido trescientos metros. Tenía un miedo irracional y obsesivo a la soledad y vacío del inmenso desierto. Agorafobia, lo llaman ahora. Pero estaba cerca, muy cerquita del Nilo. Repté hasta él y me lavé la cara con sus tibias aguas, porque no tenía fuerzas para más, y me enjuagué la terrosa boca. Seguiría su curso. Al menos, no moriría de sed. Cuando me encontré mejor reanudé el camino. Jamás llegaría antes de que el barco zarpara, eso ya lo sabía, pero tenía que intentarlo. ¿Quién sabía? Podía ocurrir algún milagro.
»Y ocurrió. Estaba a punto de desmayarme, nunca el calor del desierto me había parecido tan atroz cuando estaba con Shallem, y creí que era un espejismo. Pero no. Era una barca de vela. O algo así. Pedí socorro a gritos y, en el silencio del desierto, no tardé en ser escuchada y ver cómo el bote se dirigía hacia mí. Distinguí dos figuras masculinas a bordo. De nuevo iba a caer en manos humanas. “Ahora me violarán, me robarán y me asesinarán”, pensé, tal era mi fe en el género humano. Pero tuve más suerte. Se trataba de un inofensivo y servicial abuelo con su nieto de unos diez años. Por supuesto, no entendían una palabra de ningún idioma de los que yo conocía. Pero mi aspecto lo decía todo. Saqué una bolsita con la considerable suma de que Shallem me había provisto para que atendiera a mis humanos caprichos y me desviví por hacer entender la palabra “Alejandría”. Pero a ellos no parecía querer decirles demasiado. Mímicamente intenté hacerles ver que debía coger un gran barco para Europa, pero mi mímica no era muy buena y la palabra Europa no parecían haberla oído jamás. Entonces recordé el bonito y enorme cementerio romano de Alejandría que Shallem me había enseñado unos días antes. “Kom El Shokafa”, pronuncié, “Kom El Shokafa”, al tiempo que les mostraba el dinero y les indicaba la dirección. Fue una suerte que recordase aquel nombre. Por fin me entendieron. Subí a la extraña barquita, provista de un toldo, y respiré casi aliviada. ¿Llegaría a tiempo? Intenté averiguar a qué distancia estábamos. Pero eso era pedir demasiado.
»Apenas había viento, pero al menos nos desplazábamos. Por el camino pensaba constantemente en el destino de Shallem y en cuándo volvería a verle. Tal vez me esperase en Alejandría, en el barco. ¿Por qué no? ¿Qué podría retener a un ángel?
»Me sorprendí cuando comencé a vislumbrar las primeras casitas de adobe junto al río, que indicaban la proximidad de la civilización humana.
»—¿Cerca? ¿Cerca? —preguntaba nerviosamente, desesperada porque no me comprendían.
»—Kom El Shokafa —entendí que decía el anciano, indicando, mediante el tono alegre de su voz y sus gestos, la cercanía del lugar.
»Sí. Pronto vi la enorme aglomeración de la ciudad, de Alejandría. Magnífico. Aquella pirámide no estaba en el Valle de los Reyes, como yo había temido, o hubiéramos tardado muchísimo más tiempo en llegar. Sin duda el mayordomo real había pretendido ocultar su última morada a la rapiña de los ladrones, aunque no lo había conseguido.
»Habríamos tardado un par de horas. Tenía tiempo de sobra para ir a casa a por el pasaje y el dinero. Ojalá Shallem me estuviese esperando allí.
»Pagué al anciano el dinero que le había ofrecido, agradeciéndole el viaje en la lengua universal. Corrí hacia casa, suplicando por encontrar a Shallem en ella. Pero estaba tan vacía como la habíamos dejado. Mis esperanzas desvanecidas destrozaron mi corazón. Me senté al borde de la cama y temblé. “Bueno —intenté consolarme—, aún puede aparecer en el barco”.
»Aproveché el tiempo para lavarme y cambiarme de ropa, y, cuando fue la hora, recogí mis cosas y me encaminé al puerto. El barco ya estaba atracado, de modo que entregué mi pasaje y me dirigí a lo que entonces hacia las veces de camarote, nuevamente con la esperanza de que él hubiera subido ya, y me estuviese esperando en él. Pero estaba vacío. Decepcionada, regresé a cubierta y escruté el puerto hasta que el barco zarpó. Nada. “Puede subir en cualquier momento de la travesía”, me dije. Y este inspirado pensamiento me reconfortó.