»Era de día cuando, al abrir mis párpados de nuevo, mis atónitos ojos descubrieron la desconocida y singular arquitectura que me había protegido, quizá, durante toda la noche. La pequeña y fresca nave cuadrada se abría al exterior mediante un vano del que partía una interminable procesión de columnas que, coronadas con capiteles lotiformes, siglos atrás habrían soportado el peso de una techumbre de piedra que ahora yacía a sus pies descuartizada. Corrí al exterior, inquieta porque estaba sola, asustada y desnuda, y deseando encontrarle.
»Al salir, descubrí que me hallaba en un islote en medio de una extensión de agua de tan enorme anchura y quietud que resultaba difícil definir como un río o un lago. En sus lejanas e idénticas márgenes las pequeñas palmeras brotaban dispersas y ancladas en una tierra de aspecto arenoso y reseco. El islote era pequeño, podía recorrerse en cinco minutos, pero en su fértil tierra crecían numerosos ejemplares de una frondosa vegetación que me resultaba desconocida, fascinante e irreal. Parecía un vergel en medio de un desierto de agua y arena infinita.
»De repente, cuando más extrañada, asustada y sola comenzaba a sentirme, escuché un sonido proveniente del agua, un chapoteo. Me acerqué prudentemente a la orilla y me escondí tras la fronda. Mi corazón se aquietó y una sonrisa de felicidad distendió mis constreñidas facciones. No estaba sola. Él estaba allí.
»Nadaba de espaldas a mí, de forma que no podía verme. Reparé en que había dejado sus ropas en la orilla, y que, por tanto, debía estar completamente desnudo. La idea me puso más que tensa y palpitante. Ni siquiera me atrevía a respirar, para evitar que él advirtiera mi presencia. Sudaba como nunca en mi vida, tanto por el calor húmedo, que se hacía sentir en aquel lugar como en ninguna otra parte del mundo, como por la perturbadora excitación que se estaba apoderando de mí.
»Parecía deslizarse sobre las aguas, como si no hiciese el menor movimiento para impulsarse en ellas, lenta y silenciosamente, en profunda paz. Su cabello, empapado hasta la raíz, flotaba tras él como el majestuoso plumaje de un cisne oscuro. De improviso, se dio la vuelta y nadó, suavemente, hacia la orilla.
»Quise alejarme para impedir que me sorprendiera espiándole, pero no pude dar un paso. Como no podía apartar mi vista de él. Cada uno de sus gestos y movimientos me sugería una imagen gloriosa, mil emociones apasionadas que me atrapaban, que me atraían hacia él. Debí quedarme con la boca abierta cuando su espléndido cuerpo chorreante salió del agua y me ofreció su perfil, mientras contemplaba el vacío, la nada, que poblaba la margen vecina. Recogió el cabello a un lado de su cuello y lo escurrió entre sus manos. Cada uno de sus gestos me embobaba, me hechizaba. Poseía el equilibrio perfecto entre la delicadeza y la virilidad. Parecía un bello y misterioso felino dispuesto a abandonar su engañoso grácil caminar para lanzarse fieramente sobre su presa. Sí, eso me sugería. Una potencia oculta y acallada dispuesta a estallar.
»Reparé, por primera vez, en que era absolutamente barbilampiño, a pesar de que aparentaba una edad de unos veinticinco años, o quizás veinte, o quizás treinta. Era difícil calcularlo, porque había en él una extraña disonancia difícil de descubrir bajo su dura expresión. Tampoco había vello en su pecho, ni en sus brazos y piernas, por lo que yo alcanzaba a ver. Pero si un pequeño triángulo, húmedo y rizado, adornando su sexo.
»Le recordé como le viera segundos antes, sumergido bajo el agua, tan lejano como si contemplara la Tierra desde un mundo superior, como cada vez que le había visto.
»—Es un cisne —pensé, desposeyéndole voluntariamente de sus aspectos más inquietantes—. Sí, un cisne bello y distante.
»Entonces, giró su cabeza y miró exactamente al lugar desde donde yo le observaba escondida. O eso creía.
»—Ven a mi lado —me dijo con su suave voz.
»Me quedé tremendamente sorprendida y avergonzada, pero su voz me pareció el sonido más dulce que jamás hubiera escuchado, y la frase que pronunció fue un sueño hecho realidad. Hice ademán de obedecerle casi inmediatamente, pero, de improviso, me percaté de mi desnudez y me mantuve oculta.
»—Es que… —dubité—. Estoy desnuda.
»Mi pudor era en parte fingido, porque estaba orgullosa de mi belleza y deseando que él la apreciara. Además, tiempo había tenido de contemplarme mientras dormía.
»Me tendió la mano, de la misma forma en que lo había hecho tiempo antes en el puerto de Marsella, y el recuerdo de aquella mano que no pude alcanzar me hizo salir en su busca sin un segundo de duda. Caminé deprisa hacia él y tomé su mano entre las mías arrebatada por un éxtasis místico. Parecíamos Adán y Eva descubriéndose por primera vez en aquel diminuto paraíso en el centro de un universo estéril.
»—Salvaste mi vida —dije yo, rompiendo el perturbador silencio.
»—¿Tú crees? —me contestó, y su pregunta no me dejó más perpleja que el tono de su voz y el fugaz e irónico gesto que trazó en su semblante.
»—Desde luego —afirmé sin vacilar—. Me seguiste desde Marsella, ¿no es cierto? No podías estar en el mercado por casualidad.
»El sol incidía en sus pupilas que lo reflejaban convertido en fúlgidas estrellas azules. Las gotitas de agua resbalaban desde los húmedos cabellos a través de sus delicadas facciones. Parpadeó al sentirlas penetrar en sus ojos y dirigió estos luego a las aguas que, instantáneamente, reflejaron en ellos su triste tono verdusco. Después, levantó su mano libre y se secó con ella la frente y las húmedas cejas.
»—Es cierto —me susurró, como trastornado ante la confesión de un secreto inadmisible—. Vine a por ti.
»Hubiera debido alegrarme al escuchar aquella frase que tanto ansiaba oír, pero su actitud me tenía desconcertada. Aunque me permitía estrechar su mano entre las mías, no mostraba calidez alguna. Más bien parecía molesto, disgustado por mi presencia.
»—¿Dónde estamos? —le pregunté—. ¿Qué lugar es este? —y señalé al edificio en el que había despertado.
»—Eso es un antiguo templo —me dijo—, y este un islote cualquiera en el Nilo; lejos, muy lejos de Alejandría. Estás totalmente a salvo de los hombres.
»—Lo sé —le respondí de inmediato, sin darme cuenta exacta del alcance de sus palabras.
»Hizo un suave pero seguro movimiento que me obligó a liberar su mano.
»—¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? —le pregunté.
»Me miró como si le hubiese formulado una pregunta inesperada.
»—Shallem —contestó tras unos instantes—. Me llamo Shallem.
»—¡Qué precioso! —exclamé, pues cualquier nombre aplicado a él me hubiera parecido el más hermoso.
»No se inmutó. Sentí que los rayos de sol escocían mi piel y que el sudor resbalaba por todo mi cuerpo. Quería oír mil respuestas de sus labios, pero ya era plenamente consciente de que él no estaba dispuesto a darlas.
»—Quisiera bañarme —afirmé, ansiando acabar con la incomodidad que su actitud y nuestra desnudez me provocaban—. Borrar las huellas de sus dedos sobre mi piel, eliminar el rastro del perfume.
»—Hazlo —me respondió.
»Me metí en el agua con cuidado y me restregué el cuerpo con las manos. Luego, ya sumergida hasta la cabeza, me volví hacia él y le mire.
»—Tú eres un sueño, ¿verdad? Tú no eres real, como tampoco lo es este lugar —le dije—. Nada de lo que haces es normal, tu actitud no es normal. Este lugar es imposible y tú eres un desvarío de mi mente, una fantasía perfecta. Porque tú no eres humano, eso lo sé desde el día en que te vi por primera vez. ¿Qué ha pasado? ¿No he resistido más y me he muerto sin darme cuenta? Entonces, tú eres mi ángel, mi ángel guardián. Ven conmigo al agua, mi ángel, antes de que despierte de mi ensueño.
»No sé por qué dije aquellas cosas. Supongo que la presión había sido tan grande que estaba a punto de perder la razón. Porque, realmente, me hallaba inmersa en una extraña borrachera, como si de veras hubiese bebido y ningún mecanismo inhibidor quedase despierto para reprimirme de decir cuanto pasaba por mi mente. Nunca tuve un sentido muy estable de la realidad. Cualquier imprevisto era capaz de descentrarme, de aturdirme.
»—No estás muerta, Juliette, ni estás soñando —me respondió—. Sal del agua.
»Le obedecí automáticamente.
»—No te he dicho mi nombre —le dije, nuevamente perpleja—. Deseaba que tú me lo preguntaras. ¿Cómo lo sabes?
»Bajó su mirada hacia mi pecho de forma ausente, pensativa. Me pareció que mi cabeza comenzaba a temblar y que algo espantoso me oprimía en la base de la nuca.
»—Tú te has dado la respuesta —me contestó.
»—Yo aún no estoy loca —le dije—. Tú eres real —miré hacia abajo, hacia su evidente y masculino sexo, intentando tranquilizarme—. Los ángeles no tienen sexo, sino alas.
»—Vamos dentro —me pidió—. He de enseñarte algo.
»Echó a andar deprisa hacia el interior del templo y yo corrí tras él y le cogí de la mano para sentir de nuevo su contacto electrizante, lo que no trató de impedir.
»—Túmbate —me pidió cuando llegamos a la nave.
»Le miré asombrada, suponiendo que deseaba hacerme el amor en aquel suelo inmundo y polvoriento. Me sentí desolada, no porque no desease la intimidad con él, sino por el modo frío y traumático en que todo estaba sucediendo.
»Le obedecí, entre deseosa y resignada. Me tumbé y esperé sentir su cálida piel rozando la mía, estremeciéndola. Pero él no se echó sobre mí como yo esperaba, sino que se hizo a un lado y se arrodilló junto a mi cabeza.
»—Ahora —me dijo quedamente—, voy a llevarte a un lugar. Solo tienes que cerrar los ojos. Hazlo, cierra tus ojos.
»Hice lo que me pedía. Noté que algo en mi cerebro se adormecía rápidamente, que mi conciencia se perdía. Entonces sentí una sensación indescriptible, maravillosa; un vértigo fugaz a través del universo que me trasladó a otro mundo en menos de una centésima de segundo. No hubo túneles, ni luces a su final. Solo estuve allí. Súbitamente.
»Me di la vuelta, aterrada por mí hazaña, y vi que Shallem estaba a mi lado. Me sentí aliviada. No me importaba estar en el infierno si estaba con él. Pero ¿adónde habíamos ido? Parecía un hermoso lugar de la Tierra, en realidad. Un espacio cerrado por la exuberante vegetación. Una pequeña cascada dejaba caer sus aguas eternas sobre un riachuelo cristalino que corría sobre su lecho pedregoso iluminado por una luz radiante.
»Con una comprensión metafísica supe que había abandonado mi cuerpo y que este yacía en indefensa soledad en un templo perdido en algún punto del Nilo. Pero no me importó demasiado. No. No me importó en absoluto. Fue solo un pensamiento fugaz. Un conocimiento de los muchos que aprehendí con sobrenatural clarividencia tan pronto me encontré libre de ataduras carnales. Yo era yo, pero no era carne, sino algo así como una réplica inmaterial de mi cuerpo. Quizá no mi más pura esencia, mí espíritu, sino algo de lo que este formaba parte. Como el Ka en que los antiguos egipcios creían. Ellos pensaban que el ser humano se compone de cuatro elementos: el cuerpo; el ka, un doble intangible del cuerpo; el ba, comparable al alma; y el khu, la chispa de la llama divina.
»Sin embargo, Shallem no era intangible. Me había abrazado a él sin ninguna dificultad y podía sentir los enérgicos latidos de su corazón bajo mi oído. Noté cómo intentaba separarme de sí, cómo sus manos me cogían por los hombros y me hacían girar hacia una visión maravillosa, para luego alejarse de mí sin que ya apenas me diera cuenta de ello.
»Entonces fui testigo del mayor prodigio que yo hubiera presenciado hasta aquel día: un ángel inenarrablemente hermoso apareció ante mí, levitando a unos centímetros del suelo, rodeado de un halo de oro resplandeciente.
»Supe con certeza, en aquel mismo instante, que él era uno de ellos, pues su aspecto era idéntico al de los ángeles que yo había visto en las iglesias y en las pinturas de los libros, con su media melena dorada y sus níveas alas emplumadas, y, sin embargo, sin que nada pareciese justificarlo, me sentí invadida por el terror.
»Se posó en el suelo, junto a mí, agitando levemente las exquisitas alas con la sola intención de fascinarme. Y, luego, lentamente, el aura que lo iluminaba comenzó a desvanecerse toda ella.
»Yo lo contemplaba como en un trance, absorta e hipnotizada. Todos sus gestos eran suaves y delicados, sus ademanes gráciles y elegantes. Despacio, plegó las alas sobre su espalda y la etérea esencia que las conformaba se desvaneció. Quedó así desnudo de adornos divinos, con sus indescriptibles ojos clavados en los míos, mientras levantaba su diestra sobre mí, tal como un dios dispuesto a bendecirme.
»Quise huir, espantada por su presencia, pero era incapaz de ejecutar el menor movimiento. Él me miraba con intriga y curiosidad, como si pudiese profundizar en mi interior a través de mis ojos.
»Luego, viendo que aproximaba su rostro al mío, incrementé mi esfuerzo por escapar, pero él me rodeó con sus brazos, sujetándome con firmeza. Percibí entonces su calor y su fragancia mientras me estrechaba contra sí y sus labios se acercaban a los míos. Grité:
»—Shallem.
»Traté, angustiada, de huir de él, pero, con estupor, me di cuenta de que no había materia que pudiese ser rechazada. Sus intangibles manos evitaban mi caída sosteniéndome por la cintura. Podía verlas, podía sentirlas, pero no podía tocarlas.
»La sangre se agolpó en mi cerebro y, aterrada, volví a llamar:
»—¡Shallem!
»Enloquecidamente, intenté palpar aquellos brazos que me circundaban, que me sostenían, pero no estaban constituidos de materia más sólida que la luz que lo había iluminado. Era incorpóreo, inaprehensible, etéreo.
»Estaba completamente horrorizada; mi cerebro bullendo atiborrado de preguntas que no podía responder.
»Extendí mi mano hacia atrás, demandando, inequívocamente, el socorro de Shallem, llamándole a gritos incapaz de volver la cabeza, de apartar mi mirada de aquella criatura cuyo contacto me sumergía en el más profundo terror.
»—Shallem. Shallem. —Sollocé desmayada de horror y agitando desesperadamente mi mano en busca de la suya—. ¡Suéltame, por favor, suéltame! —suplicaba.
»Pero él no parecía dispuesto a cumplir mi deseo, y todo cuanto yo podía hacer por defenderme consistía en golpear el aire con cada intento de apartarlo de mí. Vi que de nuevo acercaba sus labios a los míos y me debatí vanamente entre sus brazos sin dejar de gritar un nombre.
»—¡Shallem! ¡Shallem!
»El ángel levantó su inexpresiva mirada hacia Shallem, separándose unos centímetros de mi rostro y luego la devolvió a mí. Volví a luchar por retirarme de él, aunque sabía que nada podía hacer por mí misma.
—¡Shallem! —grité incansablemente—. ¡Shallem!
»Al fin, sentí los fuertes brazos de Shallem atrapando mi cintura y mi pecho y liberándome mediante una violenta sacudida. La criatura había quedado a unos metros de mí, y, durante un fugaz instante, vi la sorpresa reflejada en su rostro, que se transmutó, inmediatamente, en el de una muda e inexpresiva figura de cera.
»Mientras Shallem me abrazaba protectoramente contra su pecho, sentí sus miradas agresivamente clavadas la una en la otra. Puse mis manos sobre las suyas y me apreté a él cuanto pude, cerrando mis llorosos ojos llena de pavor y deseando desaparecer de allí, de aquella presencia y lugar abominables.
»Ninguno de los dos decía una sola palabra, pero yo comprendía que se hablaban de forma inexplicable.
»—Se acabó —dijo Shallem—. Para siempre.
»El ser le contempló inmutablemente y, ladeando levemente su cabeza, me miró con ojos hipnóticos al tiempo que extendía hacia mí su mano, exhortándome con arrogancia a reunirme con él. No me moví. No había embrujo capaz de alejarme de los brazos de Shallem, que me retenían ahora con más fuerza, permitiéndome sentir una deliciosa oleada de calor emanando de él que me envolvía sensual y protectoramente. Cerré los ojos y recliné mí cabeza contra su pecho. Permanecía sumida en una especie de anulamiento, sintiendo que mis fuerzas me abandonaban, y conservando tan solo el mínimo de conciencia indispensable para darme cuenta de que aún estaba viva.
»—Te quiero —murmuré aturdidamente—. Sácame de aquí, ángel mío. Llévame contigo.
»Fue un vértigo lo que sentí entonces. Una caída libre sobre un cuerpo que me atraía con más poderosa gravedad que la propia Tierra. No fue una dulce posesión la que realicé, sino un violento choque, un golpe seco y una expansión inmediata a cada una de sus células. Desperté sobrecogida, tragando aire por la boca, como si un súbito peso sobre el pecho me acabase de vaciar los pulmones.
»Estábamos de nuevo en el interior del templo. Me había incorporado y cruzaba los brazos sobre el pecho como si temiera sufrir un ataque de nervios. Mis pies estaban helados, y también mis manos, a pesar de que sentía el húmedo sudor corriendo por todo el cuerpo.
»—Tengo miedo —musité—. Tengo miedo.
»Y me encogí sobre mí misma al borde de la locura, llorando y balanceándome como si buscase recuperar el delicado equilibrio de mi cerebro.
»Notaba su mirada fija en mí, indecisa. De pronto dejé de moverme. Advertí algo extraño en mi corazón, una arritmia o algo así, que me desconcertó. Él se puso a mi lado, acuclillado, y me retiró el cabello de la cara pasándolo por detrás de la oreja. El primer gesto afectivo que me dirigía. Mi corazón saltó de alegría. Cuando volví mi mirada hacia él, apenas pude reconocerlo en los dulcísimos ojos, que, melancólicos e implorantes, sentí hundirse hasta el fondo de mi corazón. Jamás en mi vida había visto una expresión más deliciosamente tierna. Todo rastro de adusta severidad había muerto. Parecía perdido, irresoluto.
»—Explícame —le pedí jadeante—. Tienes que decírmelo. Quién eres tú, quién era él.
»—Tú sabes quiénes somos —me respondió suavemente—. Somos ángeles.
»Le miré con los ojos desorbitados mientras mi corazón palpitaba con tal potencia que apenas podía entender sus palabras.
»—Vi sus alas —musité, no para él, sino para mí misma, como si fuera un íntimo pensamiento—. Sus alas blancas y su luz inmensa, como un fuego poderoso, mucho más impresionante que en las pinturas. Tú no eres un ángel. ¿Dónde están tus alas?
»—Lo que viste no es real —me respondió con suavidad—. Él no tiene alas realmente. Tú esperabas verlas. Eran importantes para que creyeras, para fascinarte. Por eso te produjo esa ilusión. Quería dominarte, seducirte. Sus alas desaparecieron, ¿recuerdas?, y también su luz. Esa es su auténtica imagen.
»Hizo un breve silencio para estudiar mi enloquecida, ausente, expresión.
»—Solo los pájaros tienen alas —añadió, sonriendo débilmente.
»—¿Tú eres un ángel? —repetí, más por el profundo trastorno que sentía que porque aún tuviese algún género de dudas—. Pero tu aspecto es humano. Puedo verte, tocarte…
»—Mi apariencia es humana, pero yo no lo soy. Mi carne tiene el tacto de la tuya, pero no está formada por su misma materia.
»—Pero tú no eres una visión, como la de esas alas. Tú eres real, ¿verdad? —le pregunté desesperada.
»—Sí, yo soy real —me respondió—. Tan real como tú misma.
»—¿Quién era él? Tú le odiabas, lo percibí.
»Bajó la mirada, como si detestara el tener que responderme. Luego la paseó por el vacío del templo, pensativo, dudoso.
»—Es uno de mis hermanos —contestó con voz insegura—. Él…, deseaba conocer a una mujer. ¿Comprendes?
»—¿Me llevaste allí para entregarme a él? —pregunté indignada.
»Él se limitó a asentir con un gesto.
»—Pero ¿por qué? —sollocé—. Yo pensé que tú me querías, y solo me buscabas como regalo, ¿no es eso? —pregunté, aumentando el volumen de mi voz. ¿Es ese el tipo de obsequios que los ángeles se hacen entre sí?
»—Cálmate, por favor —me rogó, cogiéndome las manos y pasando su brazo libre sobre mis hombros—. Tú no lo entiendes. No consentiré que nadie te haga más daño.
»—Pero ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué? —le pregunté en un llanto abierto.
»—Era un precio que debía pagar.
»—¿Por qué? ¿Para qué?
»—Era el único modo de que él me permitiera regresar al otro lado, al lugar en donde nuestro Padre nos recluyó, y de donde yo escapé.
»—¿Y por qué deseabas volver allí?
»—No soportaba más la presencia de los mortales, quería olvidarlos, perderlos de vista. Pero mi hermano piensa que nuestro mundo es su reino privado.
»—¿Y por qué no le pediste ayuda a Dios, a tu Padre? —le pregunté, ingenuamente. Y él me respondió del mismo modo, con la voz quebrada:
»—Dios ya no me quiere. Él…, se enfadó conmigo.
»Sus ojos parecían haberse cuajado de lágrimas. Solo una sensación. Una impresión irreal. Pero un sufrimiento real, verdadero y profundo.
»—Bueno —le respondí yo, apiadada ante su dolor—, ya verás como te perdona. Dios es misericordioso; todo nos lo perdona cuando estamos arrepentidos. ¿Se lo has pedido?
»Me sonrió dulcemente y asintió con la cabeza.
»—¿Y no te ha perdonado? —le pregunté, asombrada del desdén de Dios ante semejante criatura—. ¿Pues qué hiciste de malo?
»Me miró maravillado, como si se encontrase en una situación totalmente inopinada.
»—Desobedecí sus leyes —me respondió simplemente—. Él me castigó. Nos encerró a presenciar la destrucción de este planeta a mí y a mis hermanos.
»—No sufras, por favor. Él te perdonará pronto. Ya lo verás —intenté consolarle.
»—No hago mucho por merecerlo, ¿sabes? —me respondió, con una dulce y tenue sonrisa. Luego, bajó la mirada y su rostro se ensombreció al preguntar—. ¿Has comprendido quién soy en realidad?
»—Perfectamente —respondí sin vacilar. Él levantó la mirada y la clavó en mis ojos, en mi alma—. Eres uno de los ángeles rebeldes. Un… diablo.
»—Esa es solo una estúpida denominación humana. Pero no tienes nada que temer de mí —me aseguró.
»—Lo sé —susurré—. Siempre lo he sabido.
»Me asombré del terror que no podía sentir. Estaba junto a un demonio, él mismo me lo acababa de confesar, y, en todo lo que yo podía pensar, era en que estaba tan cerca de mí que comenzaba a sentirme extrañamente agitada, deseosa de consolarle, de abrazarle, de besarle, de devorarle.
»—¿Quién era él? —reuní las fuerzas para preguntar—. ¿El príncipe de los demonios? ¿Cómo le llamáis? ¿Lucifer? ¿Satanás?
»—Su verdadero nombre es Eonar —me contestó—. Y apenas nada de lo que tú crees saber sobre él, sobre nosotros, es cierto.
»Me acarició el cabello mientras yo, simplemente, le contemplaba inmóvil y extasiada, disfrutando de cada uno de sus suaves parpadeos, del lento movimiento de sus ojos que seguían la sutil caricia de sus manos sobre mi piel. No era solo mi corazón, sino mi alma misma la que le anhelaba. Poco a poco, un fuego abrasador fue encendiéndose en mi pecho y apoderándose de mí. Empezaba a sentir las mordeduras de un amor indomable, prohibido, innatural. La sangre me afluía del corazón a la cabeza y corría por mis venas como una colada de plomo fundido. Me tomó el rostro entre sus manos y me miró silenciosa, fijamente, con sus brillantes ojos. Algo me impulsó a hacer lo mismo, a poseer su rostro entre mis trémulas manos. La cabeza me daba vueltas, me sentía desfallecer. “¿Sufre él tanto como yo?”, me preguntaba. Y pensé en el infierno y en los castigos que en él me esperaban por cometer aquel terrible pecado mortal, aquel crimen contra natura. Pero el infierno me parecería la gloria si él estaba allí, si se me permitía, siquiera, contemplar su mirada durante el horrible tormento. Oh, si me hubiese visto en aquel momento el desquiciado predicador de Saint-Ange. ¡Qué poco efecto habían surtido en mí sus plegarías! Bajé mi vista hasta sus labios, movida por emociones que nunca antes había sentido. Tenían un color rosado muy vivo, eran carnosos y deliciosamente apetecibles. Sentí cómo mi cabeza resbalaba desmayadamente de entre las manos que la sostenían y mis labios acudían al encuentro de los suyos. Mi corazón palpitaba, dolorosamente, al percibir su cálido aliento perfumado, su respiración, que yo inhalaba, ebria de un deseo amoroso, como si con ella aspirase su alma. En mi ávido deseo yo lo abrazaba, lo apretaba, lo estrujaba contra mi pecho, contra todo mi ser. No fueron besos lo que intercambiamos, sino el soplo ardiente que nos embargaba. “¡Qué me importa que mi alma se condene! ¡Qué me arrojen al infierno si mi amante es mi castigo!”, pensaba.
»De pronto, noté que intentaba, suavemente, poner fin a aquel éxtasis. Sus manos me separaron unos centímetros y mis ojos, mórbidos, contemplaron los suyos disparando sobre mí el sombrío dardo de sus pupilas, ahora verdeazuladas, cargadas de tristeza, de preocupación.
»—El infierno es solo una idea humana —me aseguró—. No existe tal lugar, ni nadie encargado de infligir despiadadas venganzas sobre los cuerpos mortales o las almas inmortales. No sé explicarte qué lugar es ese al que te llevé. No estás preparada para comprenderlo. Es un lugar dentro de la propia Tierra al que los mortales no pueden acceder.
»Me quedé perpleja. Había escuchado mis pensamientos, seguro.
»—No tus pensamientos —me dijo—. Puedo ver tu alma. La veo con mis ojos de ángel como veo tu cuerpo con los de mi carne inmortal. A través de ella lo sé todo de ti. Conozco tu corta existencia en este cuerpo y todo cuanto te sucedió antes de habitarlo. Es hermosa. Muy hermosa.
»No podía superar la estupefacción, el miedo ante semejante allanamiento de mi más intimo ser. Él sonrió abiertamente ante mis pensamientos. ¡Qué dulcísima, cautivadora sonrisa! “¡Oh, sí, mi ángel! —pensé—. ¡Penetra hasta el fondo de mi alma, hazlo! ¡Seré tu amante, tu esclava! Pero no me dejes, no me dejes jamás. Sí existe el infierno, claro que existe. Tú me arrancaste de él y me entregaste a la gloria de tu abrazo, de tu simple presencia. No me dejes, te lo suplico. Donde quiera que tú estés está el Paraíso, el Edén, el Cielo mismo”.
»—No quiero volver nunca a ese lugar. Me aterra —le confesé.
»—No volverás. Pero Eonar intentará vengarse —me susurró—. Busca concebir un hijo mortal, pero odia mezclarse entre los humanos. Por eso te llevé a su presencia. Debía buscarle una mujer adecuada a sus pretensiones. Ese fue el precio que se me impuso si quería librarme de los mortales y regresar con los míos. Le llevé a muchas mujeres antes que a ti y a todas las desdeñó. Ninguna era suficiente para él, ninguna era digna de engendrar a su hijo. La envidia ante el amor que nos tenemos fue la que le empujó a elegirte. Nunca debí llevarte allí. Nunca. Estaba demasiado ciego. Ciego de odio contra el mundo, y lo pagó el único mortal a quien no odiaba, por más que lo deseara. ¿Puedes entenderlo?
»—Creo que sí.
»—Ahora nos iremos de aquí. Hemos de huir para que no nos encuentre, pero no en el espacio, pues tardaría muy poco en dar con nosotros, sino en el tiempo. De ese modo será más fácil que pierda nuestro rastro. ¿Lo entiendes?
»Sacudí la cabeza negativamente.
»—Nos adelantaremos unos años, no muchos, cuarenta o sesenta. ¿Cómo llamáis a este año? Mil doscientos… ¿veinte?
»—Doce —balbuceé yo, sin apenas entender nada.
»—Sí, bien. Iremos a mil doscientos sesenta u ochenta. No tienes nada que perder. Nada te ata a esta época. Todos tus seres queridos han muerto ya.
»De pronto recordé a Geniez.
»—Tu amigo ha luchado por encontrar su destino —me dijo Shallem, algo molesto—. Dejemos que disfrute de él. Sabrá encontrar en ello la voluntad de Dios, ¿verdad?
»Asentí. Y Deacon… Él estaría bien, con los dueños de la posada que tanto cariño le habían cogido, pero siempre le echaría de menos…
»—No estoy segura de entender lo que dices, pero haré lo que tú digas con tal de no perderte. Ya no podría soportarlo. No podría soportar la vida sin ti. Si ahora me dejaras el suicidio sería una bendición, un alivio que no dudaría un instante en llevar a cabo, por más cobarde que sea.
»—¡No! —exclamó, súbitamente alarmado—. Escúchame, no debes hacer eso. Nunca. ¿Entiendes? Nunca. Si algo nos llegara a separar te buscaré donde quiera que estés. Te lo prometo, lo haré. Pero no debes poner fin a tu vida, pase lo que pase. Yo jamás olvidaré la promesa que te estoy haciendo. Confía en mí.
»—Pero si tú me dejas, si te cansas de mí o te asqueo cuando envejezca…
»—Yo nunca voy a dejarte. ¡Tu vida es tan breve!
»—¿Habré envejecido? —pregunté repentinamente, presa de un súbito horror.
»—¿Cuándo? —se sorprendió él.
»—Cuando… estemos en esa fecha, en mil doscientos setenta.
»—No. Serás igual que ahora. No te robará ningún año de vida —me respondió, con una tierna caricia.
»—Eres muy hermoso para ser un diablo —bromeé sonriéndole—. No tienes cuernos, ni rabo, ni pezuñas… ¿No los tienes, realmente, o te los has quitado para no asustarme?
»Los ojos le brillaron como estrellas y mostró el nácar de sus dientes al reír.
»—Claro que me los he quitado. ¿No esperarás que ande con mi temible aspecto entre los mortales?
»Aunque estaba casi segura de que bromeaba, no pude evitar asustarme.
»—Tranquila —me dijo—. Solo es otra delirante ficción humana. Este es el aspecto con que yo nací, y te puedo asegurar que ninguno de los míos tiene nada semejante.
»Le contemplé embelesada, encantada de haberle hecho reír. Sus ojos de ángel parecían más angelicales que nunca.
»Apoyé la cabeza sobre su hombro y me deleite aspirando la cálida fragancia de su cuello. Un cuello delicioso, fuerte, cálido y aromático.
»—Eso es —me dijo, sin que ya apenas le escuchara—. Duerme.