»Cuando desperté, no estaba en el puerto, sino en una cama cálida y confortable como no disfrutara en muchos días. La imagen de la criatura maravillosa volvió a mi cerebro no bien recuperé la consciencia, incluso antes de abrir los ojos. ¿Dónde estaría? ¿Me habría llevado él a aquel lugar?, me preguntaba, con el corazón palpitante de emoción. Oí el sonido de una silla que se movía junto a mí, arrastrándose pesadamente por el suelo de madera. Aún me encontraba mareada y exhausta; la cabeza se me iba al tratar de moverla, incluso muy ligeramente. De pronto, sentí un paño húmedo y frío sobre mi frente y abrí los ojos inmediatamente. Unos cabellos morenos habían resbalado sobre mi cara impidiéndome la visión. Me defendí de ellos nerviosamente, y, su propietaria, que colocaba el paño sobre mi frente, se retiró en seguida.
»Se trataba de Celine, una jovencita que formaba parte del grupo con el que Geniez había trabado amistad. Me explicó que nos encontrábamos en una posada y que mi acompañante estaba abajo, comiendo con sus hermanos.
»Inmediatamente la pregunté si había visto a mi caballero, pero ella, que se sorprendió ante mi descripción y pareció pensar que el sol me había afectado demasiado, simplemente sacudió la cabeza en señal de negación.
»Segundos después la puerta se abrió y Geniez apareció con una bandeja en la que llevaba sopa, pan y un filete de pescado para mí, acompañado por los tres jóvenes hermanos de Celine.
»Me sentí mucho mejor un par de horas después de haber comido y deseé salir en su busca. Me moría de ganas de volverlo a ver. Era como si todo hubiera cambiado de repente. Merecía la pena seguir viviendo por la esperanza de llegar a conocerle. Aunque, en mis más íntimas fantasías, no me limitaba a tan poco.
»Dejé a Geniez repasando, entusiasmado, los hechos, protagonistas y lugares de cada cruzada con Celine y sus hermanos, y me aventuré por las calles de Marsella.
»Escruté el puerto de punta a punta, penetré en tiendas y tabernas, pero, cuando la noche cayó, tuve que regresar a la posada, apagada y decepcionada, sin haber encontrado rastro de él. Quizá había tomado alguno de los barcos que yo había visto zarpar aquella tarde. Posiblemente era un rico comerciante veneciano, o un príncipe, tal vez…
»Aquella noche dormí con Celine. Me enteré de que ella y sus hermanos procedían de noble cuna y habían partido a la cruzada con el pleno consentimiento de sus padres. Creían a pies juntillas que Etiénne era el nuevo Moisés y que les guiaría en una memorable e histórica aventura a través de las tierras secas del Mediterráneo.
»Al mediodía siguiente, Etiénne de Cloyes penetró en Marsella a la cabeza de unos quince o veinte mil seguidores infantiles, casi todos ellos con un penosísimo aspecto. El resto hasta los treinta mil que se habían llegado a reunir en Vendóme, no había resistido el largo camino bajo los rigores de aquel tórrido verano. El hambre, la sed, el agotamiento, habían hecho que muchos de ellos desistieran a mitad de camino y regresaran. Qué inteligentes y afortunados.
»Marsella recibió alborozada a los jovencísimos cruzados que habían conseguido llegar hasta ella. Eran una masa heterogénea con un único punto en común: la edad. Muchos no sobrepasaban los diez años, dieciocho los mayores, aunque el número de estos no era muy alto. Unos eran de noble cuna, otros hijos de comerciantes, abogados o médicos, otros, simplemente campesinos. Muchos de ellos contaban con la bendición de sus familias para acometer tan alta empresa, pero los que no habían tenido la fortuna de conseguirla tan fácilmente, habían optado por escaparse sin más. Los mayores esperaban la gloria; los más pequeños, la aventura. Los hijos de los nobles iban a la cabeza de la marcha a lomos de sus caballos, portadores de la insignia de la cruzada: la oriflama. Joviales, orgullosos y ataviados para la ocasión, flanqueaban el indignantemente suntuoso carruaje desde el que Etiénne saludaba a los eufóricos marselleses como un experto caudillo de doce años de edad. Su gravedad, la exagerada majestad de que se había imbuido, como un Cesar regresando victorioso tras la campaña, despertaban no pocas risas y comentarios.
»Mientras apreciaba el espectáculo en toda su histórica valía, asomada al balcón de nuestra habitación de la posada, no cesaba de otear entre las cabezas en busca de aquella que, ni por un segundo, dejaba de ocupar el centro de mis pensamientos. Alcanzaba a ver casi todo el puerto desde tan arriba. Si él estuviera allí habría de verle, sin duda, con su apostura destacando por encima del populacho. Pero mi búsqueda parecía infructuosa.
»No dejé que la desazón me invadiera y seguí curioseando entre los niños y niñas que invadían alegremente el puerto, a pesar del evidente agotamiento que sufrían. La actividad había parado en la ciudad. Comerciantes, visitantes, gentes piadosas o meros curiosos, venidos, expresamente, a presenciar el gran acontecimiento desde pueblos de los alrededores o desde ciudades lejanas, multitud de sacerdotes y enviados de Roma, muchachos escapados de sus casas en el último instante y llegados de cualquier punto de Francia, se congregaban en el puerto animando y vitoreando a los cruzados. Les obsequiaban con pan, queso, cecina, mojama y agua, que eran rápidamente repartidos y consumidos.
»Etiénne de Cloyes poseía la oratoria de un Cicerón. No era extraño que hubiese logrado encandilar a tantos niños, y adultos, en sus arengas a través del país. Cuando el carruaje se detuvo, aproximadamente en la parte central del puerto, tuve ocasión de comprobarlo. Se puso de pie, sin apearse de él, y, con la tranquila seguridad de un general veterano, agradeció, con toda la potencia de su ya poderosa y profunda voz, la cálida acogida dispensada y la fe puesta en él, que, prometió, pronto se vería recompensada. Los aplausos y ovaciones ahogaban sus palabras. Entonces, él callaba, hasta que un nuevo y respetuoso silencio se imponía. Ignoro si estaba loco, si había sido engañado por un astuto burlador sin escrúpulos, o si el Cielo se olvidó de su promesa o simplemente, quiso reírse de él y de todos nosotros. Pero Etiénne creía firmemente. No había un atisbo de duda en su mirada ni falta de convicción en su persuasivo discurso. El milagro estaba a punto de suceder, decía, que todos se preparasen para el largo camino. La palabra de Dios sería su arma y su escudo. ¿Los alimentos? Tranquilos, Dios proveerá a lo largo del camino.
»Cuando Etiénne descendió del carruaje, el silencio y la expectación se hicieron impresionantes.
»Etiénne debía haber pensado que un cayado seria un elemento vital en una escena tan bíblica como la que habría de interpretar, pues se había hecho con uno, de un tamaño casi superior al suyo, que apoyaba violentamente en el suelo con cada paso, como si le fuese de alguna necesidad. Anduvo, firme, veloz y seguro, a lo largo del muelle, en dirección a un dique en el que penetró hasta convertirse en una lejana cabecita rubia, seguida, a algunos metros de distancia, por la avanzadilla de los nobles, siempre a caballo. Y, tras ellos, aquellos a quienes entonces denominábamos como popolo minuto, los pobres, en definitiva.
»Era imposible no dejarse llevar por la pasión del momento. Me agarraba tan fuertemente a la barandilla que, de pronto, me di cuenta de que las manos me dolían y estaban casi amoratadas, y tuve que aflojar la presión. Estaba boquiabierta. ¿Y si de verdad ocurría?, me planteé por primera, vez, arrastrada por la excitación popular. Entonces la vida tendría sentido, tal vez. Tanta gente allí reunida, tan fervorosa… Si Dios existía debía hacerlo, para no decepcionarles. Incluso aunque Etiénne no fuese más que un chiflado.
»¡Y qué chiflado era! Había llegado al extremo del dique y ahora tenía el rostro y los brazos, báculo pastoral incluido, alzados hacia el cielo. El silencio y la quietud eran absolutos. Solo el mar osaba mantener su eterno balanceo, irrespetuoso e indiferente a las órdenes divinas que nunca llegarían.
»Una plegaria popular estalló, rompiendo la quietud. Miles y miles de personas unidas en un suave y armónico rezo en la seguridad de haber sido elegidos para participar en la visión del milagro. Pero los minutos pasaban y la naturaleza no hacía un solo movimiento innatural. El volumen de la oración se hizo más potente, como si los fieles, extrañados por la falta de respuesta, tratasen así de llamar la atención de un Dios demasiado lejano u ocupado para escucharles. Es imposible saber cuánto tiempo se mantuvo aquella situación, pero sí, al menos, más de una hora. Muchos Ave Marías, muchos Padre Nuestros. Los más impacientes abandonaban la plegaria colectiva y se esforzaban por levantar la vista por encima de las cabezas de la multitud, con el fin de observar los movimientos, mejor dicho, la inmovilidad de Etiénne, y algún cambio en las aguas que sugiriese que estaban prestas a abrirse.
»El sol caía de lleno sobre todos ellos, convirtiendo la espera en un infierno y reflejándose sobre el hiriente azul del impasible mar. Empezaron a escucharse comentarios de impaciencia y recelo por encima de la desoída invocación, que acabó convertida en un murmullo disonante abandonado por la mayoría. Algún tiempo después, hasta los más persistentes y fieles creyentes habían acallado sus preces en favor de un silencio doloroso y oscuro. Luego estallaron las voces airadas, esparcidas aquí y allá a lo largo del puerto. Farsante, llamaban a Etiénne, embustero, infiel, hereje y otros insultos peores. Él estaba ahora arrodillado en el mismo lugar, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas, como si continuara rezando. Recuerdo que, al cabo de unos minutos de soportar los insultos, súbitamente, se levantó, se dio la vuelta, y empezó a gritar con el semblante descompuesto. Parecía acometer verbalmente contra los sublevados, pero se había levantado tal griterío enfebrecido que dudo que él mismo pudiera escuchar sus propias palabras. Los nobles que habían cabalgado a su lado eran los únicos que permanecían, simplemente, callados, con los rostros transfigurados por la decepción, pero como si aún no admitiesen el fracaso o no lo diesen todo por perdido.
»Lentamente, los niños, abatidos por la desilusión y el cansancio, comenzaron a dispersarse. Fue un espectáculo triste y lamentable, aunque esperado. Celine, que se había quedado conmigo en el balcón, parecía muy compungida y traté de consolarla. Incluso a mí, que en el último momento había deseado que el milagro sucediera, el penoso ambiente me hacía sentir desazonada.
»Poco a poco, el puerto se iba despejando de niños y adultos, que penetraban al interior de la ciudad como almas en pena.
»Geniez y los hermanos de Celine no tardaron en subir a nuestra habitación. Parecían regresar de un funeral. Puede imaginar su frustración, el dolor ante sus ilusiones muertas. Se repartieron entre las sillas y la cama sin pronunciar una palabra. Pensé que eran estúpidos, pero también que Dios era injusto. Que, si yo hubiera sido Él, me hubiese costado menos trabajo ejecutar el milagro que soportar el dolor de defraudar a mis hijos.
»Todos nos iríamos al día siguiente. Nuestros amigos nos llevarían a caballo hasta Montpellier y luego continuarían hacia París. Así lo habíamos decidido antes de salir aquella noche a despedirnos de Marsella.
»Pero entonces Etiénne volvió a actuar. Oímos su voz atronando en el puerto con un incansable llamamiento.
»Que Dios había cambiado sus planes, nos decía, para que no tuviésemos que caminar tan gran distancia, agotados como estábamos. ¡Loado sea el Señor, porque, incluso en aquellas circunstancias, había pensado en el bienestar de sus hijos! ¡Qué grandes eran Dios y sus mediadores, que habían dispuesto siete naves para que sus siervos llegasen con bien a Tierra Santa! “¡Deus le volt!”, gritaba, la consigna de los cruzados, “¡Deus le volt!”.
»El solo nombre de los mediadores divinos ya causaba pavor. Hugo, llamado el Hierro por razones que dejo a su imaginación, y Guillaume, de sobrenombre el Cerdo. Dos generosos mercaderes que se ofrecieron a fletar, de forma completamente desinteresada, siete naves en las que embarcarían al visionario y a sus seguidores hasta Jerusalén.
»El entusiasmo general me horrorizó. Sin un milagro de envergadura, tal como las aguas del Mediterráneo separándose a nuestro paso, ¿qué impediría a los infieles asesinarnos sin más?
»Los barcos partirían a la mañana siguiente con todos los jóvenes que cupiesen en ellos. Me quedé espantada cuando advertí la euforia de Geniez y comprendí que también esta vez me arrastraría tras él.
»Así fue. A la mañana siguiente, efectivamente, las naves partieron conmigo en una de ellas. Y entonces, cuando ya era demasiado tarde, mientras, ya zarpando el barco, me despedía de los dueños de la posada, a quienes había dejado al cuidado de Deacon, volví a verle.
»El corazón me dio un vuelco. No era ningún espejismo. Era él, y tenía su mirada clavada en mí. Vi cómo andaba un par de pasos hasta el borde mismo del muelle y extendía su mano hacia mí. Me estaba pidiendo que saltara, que fuera a él. No me cabía duda. No había tiempo para dubitaciones. Elevé mi pierna derecha y la pasé por la borda dispuesta a saltar. Pero, entonces, escuché un grito tras de mí y, de pronto, me vi rodeada de manos que me impedían lanzarme al agua. Impotente, grité con todas mis fuerzas, completamente desesperada al ver la inusitada velocidad que alcanzaba el velero y que me separaba de él más y más a cada segundo. Suplicaba que me soltaran, que debía lanzarme o moriría. Pero ellos no lo entendían. “¿Qué te ocurre?”, me decían, “¿Quieres matarte?”. Y, así, el puerto quedó en la lejanía y, de nuevo, le perdí.
»Molesto por el escándalo, el capitán ordenó que nos encerraran a todos en la bodega. Pero eso fue lo que nos salvó la vida, pues a la altura de la isla de San Pietro, junto a Cerdeña, atravesamos una tormenta de tal magnitud que dos de las naves que nos acompañaban se perdieron y las cinco restantes quedaron completamente destrozadas y con la tripulación reducida a la mitad. Durante el resto de la travesía tuvimos que colaborar en el arreglo de los desperfectos y en todas las tareas del barco, incluyendo el remar. Nos trataban como a los esclavos que pronto seríamos.
»Perdí la noción del tiempo. ¿Qué me importaba, al fin y al cabo, el contar los días transcurridos? Un día, como cualquiera de los anteriores, fuimos pacíficamente cercados por una escuadra sarracena que, al parecer, esperaba ansiosamente la mercancía que Hugo, el Hierro y Guillaume, el Cerdo, traían para ellos. A partir de aquel momento tres de las naves se separaron de nosotros, (“Una estrategia militar”, nos mintieron) y solo volví a saber de ellas por los libros de historia. Guillaume, el Cerdo, las acompañó hasta su destino: Bagdad. Hugo, el Hierro, que viajaba en el otro barco que continuó con nosotros, nos guió hasta el nuestro: Alejandría.
»Cuando el barco atracó, en el puerto oriental de Alejandría, nos hicieron descender a latigazos y nos obligaron a subir a los carros que nos aguardaban en el puerto.
»El faro se erguía dominante y tan ajeno a nuestro sufrimiento y angustiadas súplicas como las miles de personas que invadían las sucias calles egipcias, y que apenas nos dedicaban una mirada indiferente.
»Los carros fueron llegando al mercado de esclavos uno tras otro. La venta ya había comenzado cuando el nuestro lo hizo, y no fue hasta ese preciso instante cuando comprendimos, con absoluta seguridad, que nuestro destino era mucho peor que la muerte. Nos obligaron a bajar y entre varios hombres nos llevaron, a golpe de látigo, hasta un rincón tranquilo del mercado donde dividían la mercancía en varios grupos. Todos los sacerdotes fueron puestos a un lado. Geniez y yo fuimos separados entre angustiados gritos de miedo y dolor. Me colocaron del lado de las mujeres y a él con el resto de los niños. Después Hugo, el Hierro, se apeó del carro en que venía, y, tras ayudar a descargar al resto de los niños y jóvenes, comenzó a dividirnos más específicamente.
»—¿Quién de vosotros tiene estudios? —preguntó—. ¿Quién sabe leer y contar?
»Nadie respondía. Entonces descargó el látigo sobre el cuerpo de uno de los chicos y le cogió por la oreja.
»—Tú, noble pimpollo. ¿No te ha llevado tu papá a una de esas buenas escuelas? —dijo, sacudiéndole tan violentamente como podía.
»El muchacho aulló de dolor y respondió que sí, que había estudiado en París.
»—Para el gobernador Al-Kamil, entonces —dijo el Hierro, arrojándole contra el grupo de los sacerdotes—. ¡Vamos! —gritó luego—. ¡Todos los que sepan de letras o números a su lado! —Y chasqueó repetidas veces el látigo sobre todos nosotros—. El gobernador tiene muchos negocios que mantener y necesita secretarios e intérpretes. Los que vayan con él tendrán más suerte que el resto, os lo aseguro.
»Celine y sus hermanos se miraron y después, como muchos otros, echaron a correr hacia el grupo que pertenecería al gobernador. Geniez vino hasta mí, me tomó de la mano y me llevó también con ellos.
»—¡No! —exclamó el Hierro sujetándome del brazo—. Tú vales mucho más que un simple secretario. ¡Las mujeres quietas en su lugar! El gobernador ya tiene su cupo. Y sacaré mucho más por ellas en el mercado.
»Los gritos de todos nosotros deberían haber estremecido el corazón del Cielo. Pero, si lo hicieron, nunca lo manifestó. Luchamos, pateamos, gritamos, indiferentes al látigo que caía sobre nuestros cuerpos, pero todo fue inútil. Perdí de vista a Geniez para siempre mientras era arrastrada al pie de la tarima donde aguardaría mi turno para la venta. Los clientes se resguardaban del implacable sol bajo unos soportales de los que partía un toldo que cubría la plataforma donde exhibían a sus víctimas.
»Celine estaba conmigo, pero lejos, y los hombres nos impedían movernos para acercarnos la una a la otra. A ella la tocó antes que a mí. Fue espantoso. La subieron a la tarima y la despojaron de las pocas, sucias y destrozadas ropas que aún la cubrían. Celine trataba de agarrarse a ellas, gritando como una posesa mientras ni el público ni los subastadores podían contener las carcajadas al verla encogerse sobre sí misma, cubriéndose el cuerpo con los brazos mientras pronunciaba cuantos insultos conocía.
»El tórrido aire estaba invadido por un olor pestilente y penetrante. La sangre embotaba mi cerebro. Pensé que iba a desmayarme agobiada por el hedor, el sofocante calor, el puro terror que sentía y la estridente algarabía que formaban aquellos canallas. El mercado estaba muy concurrido y los hombres pujaban cada vez más alto, enormemente divertidos por el sufrimiento de su víctima. El subastador subrayaba humillantemente sus encantos. La sujetó por los brazos, obligándola a exhibirse, sin que en ningún momento dejara de defenderse e insultarles a todos, lo cual no hacía sino subir su precio.
»Finalmente, alguien se la llevó.
»Tuve que sufrir muchas más ventas antes de que llegara la mía. Y, durante ese tiempo, contemplando los rostros de los compradores, meditando acerca de mi futuro, adopté una resolución: me suicidaría a la menor oportunidad. Mi decisión me hizo sentir feliz. De pronto, nada me importó. Era como si hubiera recuperado la paz, la tranquilidad. Pronto estaría a salvo, dejaría de padecer para siempre. Me prometí a mí misma que yo no daría ningún espectáculo, que no me resistiría ni pronunciaría una sola palabra, que dejaría que me desnudaran sin hacer un solo movimiento para impedirlo.
»Pero no fue tan sencillo. Pensaba subir a la tarima por mi propio pie, pero me sentí forzada por unas manos tras de mí que, brutalmente, me obligaban a hacerlo sin que pudiese posar mis pies en los escalones. Ya arriba, el subastador me empujó con toda bestialidad hasta el centro de la plataforma. No puede ni imaginar cómo me sentí entonces, con los ojos hambrientos de aquellos extraños moros fijos en mí. Vestidos con sus túnicas, largas hasta los pies, tocados con fezes y turbantes, y hablando en su enloquecido e incomprensible idioma, me parecieron los seres más repugnantes de la Tierra. Y podía ir a parar a la cama de cualquiera de ellos. Ni siquiera me acordé de la decisión que había tomado. Cuando sentí las manos del subastador mostrando al público mis rubios cabellos, me volví contra él bruscamente asestándole un codazo en la cara, que tenía inclinada hacia mí hombro. Se quedó tan sorprendido que durante unos segundos no hizo otra cosa que palparse la nariz y escuchar las risas de los compradores. Pero pronto cogió el látigo y lanzó su punta contra mí. Los compradores comenzaron a gritarle, indignadamente, frases que yo no podía comprender, y varios de los tratantes subieron a la tarima dispuestos a quitarle el arma de las manos. No querían que me estropeara, ¿comprende? Le echaron de allí y continuaron ellos la tarea. Mientras dos me sujetaban, el tercero me arrancó las ropas y quedé completamente desnuda.
»Fue justo en ese terrible momento cuando le vi por tercera vez. Me quedé inmóvil, inánime, como si con las ropas me hubiesen arrebatado las fuerzas. Me soltaron y no hice el menor movimiento, ni tan siquiera para cubrirme. ¡Él estaba allí! Me miraba desde unos pasos por detrás del ahora enmudecido público. Mantenía la misma expresión de seriedad, de profundo disgusto por la vida. Yo le miraba tan boquiabierta como si fuese él quien estuviera desnudo ante mis ojos sobre aquella plataforma. “¡Estoy salvada!”, pensé. Durante un segundo me di cuenta del absoluto silencio que mantenían subastadores y compradores, de que todos posaban sus insaciables miradas en cualquier parte de mi cuerpo excepto en mi rostro, y de mi propia falta de pudor. De pronto me sentí humillada y avergonzada de que él me viera así, no solo desnuda, sino en aquellas circunstancias. Algo estúpido que no puedo explicar. Supongo que nuestra indefensión y nuestra impotencia nos avergüenzan más que ningún otro hecho.
»Sin apartar mi vista de él, comencé a escuchar cómo los compradores lanzaban sus ofertas por mi cuerpo. Los subastadores parecieron despertar, y, señalando las diferentes partes de mi físico, supongo que empezaron a alabar sus encantos para incrementar el precio final. Los ojos de él estaban tan clavados en los míos que, en realidad, parecían no mirarme. Me sentí tan ausente durante algunos minutos que fue como si hubiera desaparecido. De repente, me di cuenta de que unas manos tiraban de mí despertándome de mi ensueño.
»—Vamos, baja —me dijo uno de los que me habían sujetado—. Vete con tu amo.
»¡Me habían vendido y él ni siquiera había pujado! ¡No era posible! ¿Tal vez había enviado a alguien a hacerlo en su nombre?
»Un ser groseramente repulsivo me esperaba al descender de la tarima. Farfullaba algunas palabras en francés que no me era posible entender. Trató de besarme, babeante, a través de una barba descuidada. Me defendí, llena de asco, y se rió. Otros compradores parecían felicitarle. Mi esperanza se desvaneció en el aire. Aquel hombre me había comprado para él. Todo parecía indicarlo así. Miré hacia atrás, perpleja, buscando de nuevo su mirada, una respuesta.
»—¡No me dejes! —grité con todas mis fuerzas—. ¡No me dejes! Pero ya ni siquiera podía verle.
»¿Cómo era posible?, me preguntaba una y otra vez. Él no estaba allí por casualidad. Yo le había visto en el puerto cuando los barcos partían. Él debió tomar uno posterior que nos habría seguido. ¿Cómo, si no, habría averiguado nuestro paradero? A no ser que lo conociera de antemano…, que fuera un tratante de esclavos como cualquiera de los otros… Pero eso no tenía ningún sentido. ¿Por qué iba a haber tomado un barco posterior teniendo los siete para escoger? Además, él estaba solo. Tan solo como cuando le vi en Marsella. No, él no era uno de ellos, imposible. ¿Cómo, siquiera, se me había ocurrido pensar una cosa así? Pero, entonces, ¿por qué? ¿Por qué no me había ayudado? ¿Por qué me abandonaba a mi suerte?
»El gordo barbudo me había subido en un elegante carro a cuyo conductor parecía urgir para que arrancara.
»Me di la vuelta buscándole con la mirada. Desde la altura del carro tenía una magnífica perspectiva del mercado. Un muchacho a quien conocía bien estaba siendo vendido en aquel momento, y todavía quedaba una larga cola de niños atemorizados esperando su turno. Pero él ya no estaba, se había ido. Por dónde, sin que yo le viera, era imposible decirlo, pues el mercado era una plaza cerrada cuyo amplio pero único acceso atravesábamos nosotros en aquel momento.
»El gordo se pasó el camino medio tumbado encima de mí, baboseándome y sin dejar de hablar, como si yo pudiera o quisiera entenderle.
»Su casa era enorme; un lujoso palacio, podríamos decir. Supongo que era un comerciante, o, tal vez, un hombre de Estado. No lo llegué a saber. Pero, de cualquier forma, era, sin duda, un hombre muy rico. El interior del palacio era suntuoso. Mármoles en los suelos, marfiles y oro en la decoración, y una mezcla de las arquitecturas griega y árabe.
»Él estaba tan emocionado y satisfecho con su adquisición que no cesaba de reír como un borracho idiotizado mientras me guiaba orgullosamente por la casa, arrastrándome de la mano. Atravesamos un bonito patio con un gran estanque en su centro. Varias puertas se abrían a este jardín. Nos detuvimos junto a una de ellas y me soltó mientras buscaba las llaves en un bolsillo oculto bajo su túnica. Luego me indicó que penetrara en su interior.
»Dentro había dos mujeres árabes bordando un tapiz, que se levantaron reverentemente en cuanto nos vieron entrar. Se inclinaron ante él y así permanecieron mientras recibían sus instrucciones respecto a lo que debían hacer conmigo.
»Recuerdo las palabras que me dirigió, en un lamentable francés, antes de abandonar la estancia.
»—Bella para mí. Esta noche, gran noche.
»Eso dijo.
»Las mujeres me llevaron a otra estancia y me dieron un buen baño con mucha espuma y sales aromáticas que me resultó delicioso. No me lavaba a conciencia desde el día trágico en Saint-Ange, imagínese… Me había acostumbrado tanto a mi olor y al de los que viajaban conmigo que ni siquiera lo percibía. Pero el gordo sí lo había hecho, desde luego, según me pareció deducir por sus gestos, y también las dos mujeres, que expelían un delicado aroma a rosas. Después, me peinaron, me perfumaron, me vistieron con una túnica rica y preciosa, hecha con tela bordada con oro, y me adornaron con algunas joyas.
»Ya solo me quedaba esperar el fatídico momento. A no ser que pusiera remedio…
»Me llevaron de nuevo a la estancia donde las había visto por primera vez y continuaron con su labor. Paseé desesperadamente mi vista por cada rincón de la estancia en busca de un cuchillo o cualquier cosa que pudiese utilizar para acabar con mi vida. Pero en aquella habitación no había un solo objeto capaz de ocasionarme ni la más pequeña herida, y tanto la puerta del jardín como la que daba al interior de la casa estaban cerradas con llave. Una de las mujeres la había cerrado al entrar, sin duda para impedir que yo pudiese escapar.
»A través de la reja que daba al jardín pude ver, aterrada, cómo la amenaza de la noche se convertía en realidad. Transcurrido un tiempo impreciso para mis sentidos oímos llamar a la puerta, y la mujer que tenía la llave se levantó y la abrió, tras escuchar la voz de quien aguardaba tras ella. Ambos cruzaron unas palabras y luego la mujer me instó a acompañarla. Creo que debimos recorrer el palacio de punta a punta, antes de llegar al vacío dormitorio que sería el escenario de nuestra romántica velada. Entré. La mujer cerró la puerta tras de mí y oí como la llave giraba en la cerradura.
»La habitación era grande, y estaba bien iluminada por múltiples candelabros de pie.
»Una nueva oportunidad para encontrar un arma que aproveché desesperadamente. Registré a toda prisa los pocos muebles que había, pero no hallé nada que pudiera serme útil. Me senté en la cama y me eché a llorar. Después, al levantar la vista, me percaté de que las paredes de aquella habitación estaban íntegramente recubiertas de espejos. Podía romper cualquiera de ellos y utilizar un pedazo para abrirme las venas. Bien, había encontrado una solución. Pero el corazón parecía ir a estallar en mi interior cuando comprendí que la idea abstracta se acababa de convertir en una posibilidad real que habría de llevar a cabo sin ninguna demora. Fue en ese instante de sublime conciencia de la realidad cuando hube de admitir lo que siempre había sabido: que carecía de valor para suicidarme.
»Me puse en pie y me dirigí a la pared, en la cual veía mí reflejo infinitamente multiplicado. Ante él me arranqué el odioso vestido que me había sido puesto para excitar los sentidos de aquel hombre que me iba a violar, esforzándome por destrozarlo lo más que podía. Luego, me despojé rabiosamente de las joyas y de la diadema que contenía mi cabello en un moño absurdo. Quedé completamente desnuda ante los espejos que me devolvían mi imagen allá donde mirase.
»—¡No! —grité—. ¡No! ¡Maldito Dios! ¡Maldita humanidad! ¡Maldita humanidad! ¡Maldita humanidad!
»La estancia se llenó con mis gritos incontenibles que reverberaban en los espejos lo mismo que mí imagen.
»—Malditos —continuaba profiriendo imparablemente—. ¡Canallas! ¡Condenados!
»Cogí un taburete y lo estrellé contra los espejos sin dejar de gritar las mismas frases.
»—¡Os odio! ¡Reniego de vosotros! ¡Especie maldita! ¡Especie condenada!
»Intentaba borrar mi desgracia, el sufrimiento por la pérdida de mi familia, de mi vida pasada. Pero era mi propia imagen, únicamente, la que desaparecía de los espejos.
»—¡Dios mío, ayúdame! ¡Ayúdame! —supliqué después, caída a los pies de la cama.
»Así me encontró el egipcio cuando entró pocos minutos después. Se quedó perplejo al ver el destrozo que había ocasionado en su nido erótico. Cerró la puerta tras de sí y vi que su orondo semblante enrojecía de cólera y que venía hacía mí. Me puse en pie rápidamente, asustada. Y, por primera vez, llena de ira, se me ocurrió defenderme en lugar de suicidarme, y comencé a buscar en derredor algún pedazo de espejo que pudiese servirme para clavárselo a él, y no a mí.
»Él se detuvo al percatarse de mi desnudez y me miró embobado de arriba a abajo, ya sin otra intención agresiva que la de violarme. Le miré recelosamente, con el único pensamiento ahora de hacerme con un cristal y acabar con él. Parecía sencillo, porque los fragmentos estaban por todas partes, pero él era un hombre fuerte y yo debía actuar con inteligencia o solo conseguiría empeorar mi situación.
»Pero el hombre no me dejó tiempo para intentarlo siquiera. Antes de darme cuenta se había lanzado sobre mí como una fiera hambrienta y me había derrumbado sobre la cama bajo su propio cuerpo. Cuando, excitada y torpemente, logró despojarse de sus ropas, su miembro estaba listo para la penetración.
»Yo me llené de terror al sentirlo entre mis piernas desnudas. Era muy inocente, mucho más, por supuesto, de lo que lo son hoy en día las niñas de la misma edad, y mis experiencias se limitaban a un beso fugaz y escondido.
»Traté de mantener apretadas mis piernas con todas las fuerzas de mi ser cuando comprendí lo que estaba a punto de suceder. Pero él, jadeante, no encontró trabajo en obligarme a hacer lo contrario. Fue peor aún cuando introdujo su lengua en mi boca, aprovechando mis alaridos de horror, mis plegarias a Dios.
»Mordí su lengua y conseguí que se apartara, pero solo para abofetearme. Cuando volvió a caer sobre mí, dejé que las lágrimas escapasen por entre mis párpados cerrados, mientras, en una última y vana acción de defensa, clavaba mis largas uñas sobre su espalda. Él gritó y me golpeó la cabeza, pero no se retiró.
»Fue entonces cuando, al abrir los ojos, le vi de nuevo frente a mí.
»No podía creerlo. ¿Cómo había logrado entrar? ¿Por qué estaba allí? Me miraba con su misma circunspecta expresión de siempre, y, a la palpitante luz de las velas, me pareció una criatura espectral. Pero era él, y estaba allí, seguro. Y, su mano, extendida hacia mí, sujetaba un cuchillo cuya empuñadura me ofrecía.
»Apenas tenía que alargar la mano y el cuchillo sería mío. Eso era lo que él pretendía. Pero ¿por qué no lo hacia él? ¿Por qué no me libraba él mismo de aquella tortura?
»No me quedaba tiempo para preguntas o dubitaciones. Tomé el cuchillo tan pronto comencé a sentir que el glande de aquel hombre penetraba en mí. Lo así con ambas manos y lo hundí sobre el lado izquierdo de su espalda, apretando y apretando hasta que el mango se detuvo al chocar con la barrera de su carne. Supongo que debí atravesar su corazón, porque no hizo un solo movimiento después de un único grito ahogado y una contracción espasmódica al percibir el filo penetrando en su interior.
»Me quedé llorando y tratando de liberarme por mí misma de aquel cuerpo muerto que me aprisionaba bajo su peso. Pero me sentía tan débil y angustiada en aquel momento que todo intento era vano. Como si mis músculos o mi cuerpo, o mi alma, se negaran a seguir soportando la vida sin ayuda. Fue él, entonces, quien, empujando el cuerpo, lo desplazó hacia el otro lado de la cama sin el menor esfuerzo.
»Entonces, me incorporé y lo miré, atribulada y confusa. Un millón de preguntas hervían en mi cerebro, que, una y otra vez, se cuestionaba el prodigio de su presencia.
»Se inclinó hacia mí, y, al hacerlo, su espesa cabellera se deslizó ante mis ojos al tiempo que sentía, durante una fracción de segundo, la cálida cercanía de su mejilla contra la mía, mientras pasaba sus brazos bajo mis piernas y tras mi cintura y me levantaba en el aire.
»Tan pronto me encontré en sus brazos, los míos le rodearon el cuello, instintivamente. Le contemplé extasiada, sin poder apartar mi mirada de sus ojos, que nunca había visto tan de cerca. Era como si él me permitiese penetrar a través de ellos, que me abstraían del mundo inspirándome un sinfín de emociones.
»Sin fruncir el ceño, parecía que lo estuviera haciendo. Yo me preguntaba el porqué de aquella constante seriedad, de aquel severo silencio. Y, sin embargo, era capaz de percibir un sufrimiento incomparable que se asomaba a su angustiada mirada como una muda petición de ayuda.
»Comencé a sentirme invadida por el más dulce sopor que en mi vida sintiera. Toda preocupación había desaparecido. Por fin estaba con él, en sus brazos. Deslicé el dorso de mi mano por su mejilla y reparé en el extraordinario calor que emanaba de él. Sus ojos me miraban recelosos, casi molestos ante mi osadía, de modo que, trastornada, aparté mi mano de su mejilla. Me fijé detenidamente en su rostro. Era el conjunto más dulce y hermoso que había visto jamás, a pesar de su extraña dureza. Pero, pronto, los párpados se me hicieron tan pesados que me costó trabajo mantenerlos abiertos. Contemplé sus labios mientras me sumergía en un sueño en el que nada importaba, y me imaginé posando los míos sobre ellos. Durante escasos segundos advertí el modo en que mi conciencia se envolvía en una bruma, cálida y oscura, que me privaba de todo sentido. Era una embriaguez placentera y deliciosa cuya llegada me sumergía en un estado de voluptuosa paz. Solo muy vagamente aprecié, desde mi lejana indiferencia, que mi mejilla desmayada acariciaba, despreocupada y gozosamente, el cabello de él, que mis brazos se aferraban a su cuello, en un último acto consciente, temerosos de perderle.