QUIZÁ el incrédulo Azami hubiese cambiado de opinión en caso de disponer de un telescopio más potente. Habría reconocido a un impasible Omar Qahir, vestido tan sólo con un calzón corto y con un gran rombo azul pintado en el centro del pecho, disponer amorosamente en cubierta unas armas híbridas entre bichero y alabarda, las cuales entregó acto seguido a los marineros. Éstos no hablaban. Estaban muy serios, como si participasen en un ritual sagrado. Cada hombre y mujer se había teñido el rostro o el torso con bandas negras y azules, y portaba un sable de abordaje.
En la soledad de su camarote, la capitana Isa Litzu concluía sus preparativos. Llevaba botas con suela de goma, calzón holgado y una camisa blanca y limpia, que sólo usaba en ocasiones señaladas. Sus mejillas estaban cruzadas en diagonal por un delicado diseño de bandas azuladas. Con el máximo respeto bajó la katana de su panoplia y la desenvainó. Examinó la hoja, perfectamente pulida y afilada como una navaja barbera en su extremo final, a diferencia de la dura parte anterior, forjada para detener los golpes. Admiró, como si fuera la primera vez, la exquisita labor de los artesanos que la habían creado, unos maestros que ponían todo su amor en su trabajo, por más que éste se destinara, en última instancia, a cortar cuellos. La mujer acarició con sus dedos las delicadas filigranas que adornaban guardas y empuñadura, e introdujo la katana en su vaina. Se la ciñó al modo de los antiguos corsarios, para que no estorbara sus movimientos. Trataría de ser digna de tan bella arma.
Tampoco se olvidó del tanto, un puñal que recordaba a una katana en miniatura y que escondió en el cinto, ni de sus cuchillos arrojadizos, que guardó en un arnés diseñado al efecto. En cambio, prefirió dejar el wakizashi para mejor ocasión. Es decir, para nunca jamás.
Cumplido este ritual, se recogió unos momentos delante del cuadro que mostraba a sus lejanos antepasados caminando hacia la muerte sin volverle la cara. En el fondo, ellos tenían parte de culpa de que ahora estuviera allí, en vez de a salvo, rumbo a puertos más felices. Ellos, y la figurita que ahora colgaba de su cuello, el ingenuo regalo de una niña que una vez le dijo que de mayor quería ser como ella, que la admiraba, que la consideraba un modelo. Maldita conciencia.
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En los días que siguieron a la partida de Lárnaca, con toda la tripulación de ánimo sombrío, había meditado mucho delante de la imagen de aquellos locos que despreciaban la vida por alguna causa baladí, intrascendente, que consideraban materia de honor. En un momento, se le antojó que le hablaban desde los abismos del tiempo, sangre de su sangre:
«Tú eliges: una vida libre, huyendo de responsabilidades, o acabar como nosotros».
—Muerta —repuso, o eso creyó.
«Mientras permanezcamos en la memoria del pueblo, nuestro espíritu pervivirá».
—Pues vaya cosa.
Pero Isa Litzu reflexionó. Los dioses le sonreían. Había amasado una pequeña fortuna en aquel viaje, capitaneaba el mejor barco de Hu-wan y el mundo se abría ante ella inmenso y lleno de posibilidades. Aún le quedaban muchos años por delante hasta llegar a vieja, y entonces podría relatar sus batallitas a un coro de admirados jóvenes en alguna taberna portuaria. Muchos años, sí.
Años en los que cada día recordaría a una niña que creía en ella, muerta de forma ignominiosa mientras su idolatrada capitana Isa Litzu escapaba y se pegaba la gran vida. Años en los que cada día tendría presentes a Valera, Azami, Nadira y los otros, sacrificándose voluntariamente en el acto más noble y estúpido que hubiera visto nunca. Y todo en nombre del honor, de la palabra dada.
Sonrió con tristeza. El honor… ¿Para qué servía en el fondo, aparte de truncar expectativas prometedoras?
«Para otorgar sentido a tu existencia», le pareció que respondían los ancestros. E Isa Litzu comprendió que no le quedaba otra salida. Y en el fondo, se alegró.
Al día siguiente se encerró en su camarote, obsequió con una reverencia a los antepasados, se desnudó, purificó y aplicó las pinturas en su cara. Ya estaba hecho, y no cabía el arrepentimiento.
—¿Qué, os habéis quedado satisfechos por fin? —le espetó a los tipos del cuadro.
Acto seguido abrió la puerta y salió a cubierta. Sus marineros se quedaron helados. Nadie usaba las sagradas pinturas de guerra desde hacía siglos. Y menos alguien con los pies en el suelo, como la capitana. Ella miró a los suyos y les anunció:
—Hermanos, os libero de vuestro voto de obediencia. Habéis servido bien bajo mi mando, y estoy orgullosa de vosotros. Pero los antepasados me indican que debo seguir el Camino de la Morada de los Muertos, y mi conciencia acata su mandato. Embarcaréis en uno de los barcos republicanos y vigilaréis que el legado del doctor Valera sea entregado a la Universidad. Vuestro honor va en ello. A partir de ahí, seréis libres —se dirigió a su segundo, ahora muy serio—. Lamento que tu religión no te permita comandar un navío, mi buen y fiel Omar. Eres más digno y capacitado que cualquier otro huwanés. En cuanto a la estatua del dios Murphy, arrojadla al mar de mi parte. O vendédsela a algún museo por unas cuantas monedas. Así, al menos, habrá servido para algo útil. He dicho. Volved a vuestros puestos.
Nadie replicó. Uno a uno, los tripulantes del Orca fueron bajando a la bodega. Al cabo del tiempo retornaron a sus obligaciones, aunque ahora iban pintados de azul y negro. Nadie formuló un reproche a su capitana; ninguna decisión fue forzada. Era lo correcto, lo que los antepasados esperaban de ellos. En su idioma había una antigua palabra que lo definía muy bien: makoto. Cumplir sinceramente las obligaciones más allá de lo exigido, y que sirviera de ejemplo a las generaciones venideras.
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El cónsul republicano se quedó un tanto cortado cuando subió a bordo del Demologos una comitiva de huwaneses pintarrajeados de forma estrafalaria, algunos medio desnudos, y armados hasta los dientes. Tras las formalidades de rigor, la capitana, que parecía un demonio con aquellas rayas azules en la cara, se lo explicó:
—Solicitamos permiso para pasar el cargamento del Orca a sus navíos. Debe ser entregado inexcusablemente a la Universidad Central Republicana, en nombre del doctor Práxedes Valera, en los términos que a continuación procederé a detallar.
Le entregó unos papeles en los que se pormenorizaba la carga, su composición y cómo realizar las pertinentes transacciones económicas. Isa Litzu pidió que acudiera como testigo el comandante del Demologos. El veterano marino republicano se unió al grupo, perplejo al principio y un tanto enfurruñado por que otra mujer mancillara la pureza de su barco. Y lo que era aún peor, osaba dirigirle la palabra.
—Capitán —le dijo Isa Litzu, tras ponerlo al corriente de la situación—, doy por sentado que es usted un hombre de honor. Le ruego que se responsabilice de que las condiciones del trato se cumplan. No me fío de los políticos.
—Pero el Orca puede atracar sin problemas en la República…
—Nosotros regresamos.
A Corrochano se le hizo un nudo en la garganta. Trató de que no se notara mucho que se había emocionado. Estudió con detenimiento a los huwaneses. Sus miradas eran serenas, como las de quienes ya no temen nada.
—Les juro por lo más sagrado —anunció solemnemente, con la mano en el corazón— que su voluntad se cumplirá. Y pobre del que ponga alguna pega. Lo mataré con mis propias manos —miró de reojo al cónsul, que tuvo la sensatez de no abrir la boca; bastante culpable se sentía ya.
Antes de que los huwaneses abandonaran para siempre el Demologos, Corrochano les dijo:
—Que los dioses os bendigan. Si veis a Hakim, decidle que yo… que…
—Tranquilo, comandante. Lo comprendemos. Y no se atormente. Su deber consiste en llegar a la República y poner a salvo el legado de un hombre admirable. Ah, y velar por el buen nombre de los que lo acompañaron.
—Por mi vida que así lo haré —y por primera vez saludó militarmente a una mujer—. Valen ustedes más que todos los…
—O tal vez somos esclavos de las circunstancias. Que el mar les sea propicio —y se estrecharon las manos.
El Orca se alejó sin más ceremonias del convoy, un modesto barco contra la mayor maquinaria bélica del mundo conocido. Su partida, en cuanto se corrió la voz, fue saludada con respeto. Algunos, con mala conciencia, se lamentaron a toro pasado de no haber marchado con ellos, pero no engañaban a nadie.
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Y por fin, tras una aproximación sumamente cautelosa en la que usaron de la habilidad para el camuflaje adquirida en años de experiencia, llegaron donde el Behemoth en el proverbial último minuto.
Isa Litzu salió de su camarote y se hizo cargo del gobernalle. El acto postrero de aquel drama iba a comenzar. Estudió al titán que se cernía sobre ellos por la proa, el mayor navío de línea que había surcado los mares en toda la Historia.
No se arrepentía de nada. A cada cual le llegaba su hora, y al menos ellos gozaban del privilegio de elegir el momento y el modo. Eso era lo que en realidad importaba. Gádor, que tal vez la estuviera contemplando ahora desde la Morada de los Muertos, se sentiría orgullosa de ella. ¿Qué otra cosa podía ser más importante? Y de paso, Valera tendría a alguien que lo guiara ante el Tribunal de los dioses, para que no metiera la pata con alguno de sus comentarios ateos y acabara de cabeza en algún infierno particularmente desagradable. Eso sí, luego se daría el gustazo de echarle en cara a Práxedes su honradez patológica durante toda la eternidad. Y algún polvo de vez en cuando, que no todo iban a ser reproches.
Y qué demonios, puestos a irse al otro barrio, mejor hacerlo a lo grande: tratando de echar a pique un acorazado imperial.