SIR Stewart Flanaghan recorrió con su mirada las filas de los héroes, y un sentimiento de profundo orgullo lo inundó. Los propios dioses estarían complacidos ante tan garrido espectáculo.
La flor de la caballería de Nereo formaba en filas perfectas. Sus cotas de malla, bruñidas con arena por los serviciales criados, refulgían bajo los rayos solares. Los cascos puntiagudos también destellaban cual pálidas gemas, y las insignias de los escudos, en brillantes colores, pregonaban a los cuatro vientos la nobleza de sus propietarios. Los pendones ondeaban a la brisa de la mañana, y las sedas susurraban quedamente las glorias por venir.
El momento de la batalla estaba próximo. Las dos primeras líneas de caballería sólo aguardaban una orden para desencadenar sobre el enemigo un vendaval de acero. Detrás, el resto del ejército aguardaba su turno, con los escuderos reteniendo a duras penas los caballos de guerra, que piafaban nerviosos, percibiendo la tensión que impregnaba el ambiente.
El enemigo… Allá estaba, en el centro de la llanura de Cthulhu, apenas a unos kilómetros de Lárnaca. Desde su posición privilegiada, sir Flanaghan distinguía un batiburrillo desordenado de infantes vestidos con casacas pardas. Reprimió un mohín despectivo. «Sucios plebeyos mercenarios…»
Algo de positivo sí que tenían aquellos extranjeros: lograron incitar al combate a los mejores caballeros de la isla. Al principio, cuando la misión republicana llegó al archipiélago, la rancia nobleza de Nereo apenas se dignó tratar con semejante chusma, y los caballeros prefirieron retirarse a sus mansiones solariegas. Tarde o temprano los extranjeros se largarían, y todo volvería a ser como antes. Días atrás había llegado el ansiado momento de decir adiós a aquellos pelmazos, pero los acontecimientos se precipitaron.
Algunos perros republicanos desertaron y se quedaron en tierra. Encima de eso, se empecinaron en evitar que las buenas gentes de Lárnaca hicieran justicia con los traidores librepensadores, esa escoria que renegaba de las sagradas tradiciones. Aún más: los infantes de Marina habían suplantado a la Policía local, impuesto el toque de queda y dedicado a requisar cualquier cosa que flotara. Sin duda planeaban huir como sabandijas cobardes. Los oficiantes del Inefable Advenimiento trataron de impedirlo, azuzando al pueblo contra toda aquella morralla. Ahora sus santos cuerpos pendían de los árboles, y el fervor religioso se disipaba como por ensalmo. Los republicanos habían sido dejados en paz, ya que a los honrados pero pusilánimes ciudadanos les pareció más sensato aguardar a que se fueran junto a los refugiados. Luego, cuando retornaran los imperiales, llegaría el tiempo de las excusas, acusando a los ausentes de tropelías sin cuento.
Por fortuna, algunos oficiantes del Inefable Advenimiento se habían librado de la escabechina y acudieron a las recónditas y lujosas cuevas solariegas de los nobles. Con inflamado verbo les pidieron su ayuda para participar en una santa cruzada que erradicara a los impíos de la faz del mundo. Sus palabras tocaron los corazones de los caballeros; mejor dicho, fue como juntar fuego y estopa. Los nobles tendrían la ansiada oportunidad de dar su merecido a esos advenedizos aprendices de soldados, los cuales incluso se ofrecieron una vez a enseñarles a hacer la guerra. Sir Flanaghan rió para sus adentros. ¿Qué sabrían aquellos miserables de las artes bélicas?
«Basta ya de pensamientos ociosos», se dijo sir Flanaghan. Los soles habían alcanzado la altura debida sobre el horizonte, según mandaba la tradición. Los saludó con gesto solemne, y acto seguido ejecutó una elaborada y respetuosa finta hacia el lugar del cielo ocupado por la Morada de los Muertos. Luego miró a sus tropas y las arengó, por más que su ardor guerrero no lo necesitara:
—¡Por todo lo noble que existe en Nereo, bendito de los dioses! ¡Por la pureza de nuestros ideales! ¡En el nombre de los antepasados, que desde allá arriba nos contemplan, seamos dignos de ellos! ¡Limpiemos nuestra sagrada Patria de máculas y defectos! ¡Destruyamos a los ofensores! ¡Los dioses así lo quieren!
—¡¡Los dioses así lo quieren!! —repitieron varios cientos de gargantas, y los pomos de las espadas golpearon rítmicamente los escudos: un sonido escalofriante.
El ansiado momento había llegado. Bajo la mirada vigilante de sir Flanaghan, la primera línea se puso en marcha, después de envainar las espadas y agarrar las lanzas entregadas por sus escuderos. Al comienzo anduvo al paso, luego al trote y finalmente al galope, lanza en ristre hacia el enemigo. Éste, al comprobar lo que se le venía encima, había dado media vuelta y huía en desorden. Sir Flanaghan bufó de disgusto. ¡Valientes infantes, los republicanos! Un solo caballero de Nereo valía por veinte de ellos. Sonrió al pensar en lo que opinarían sus aliados imperiales cuando les presentaran las cabezas de aquellos patanes ensartadas en picas. Los imperiales tal vez se mofaran de las cargas a la antigua usanza, pero en el fondo esos pobres amigos de allende los mares eran niños inexpertos a su lado.
La primera línea avanzaba a galope tendido cuando la segunda arrancó tras ella. Sir Flanaghan tenía la impresión de que la primera bastaría por sí sola para diezmar al enemigo. Los nobles mantenían perfectamente la formación, una muralla de acero y plata cuyos gritos helaban el ánimo de sus oponentes. Podría arrojarse una manzana contra ella, y golpearía metal sin hallar un resquicio por donde colarse. Así actuaba la mejor maquinaria bélica que había contemplado el mundo, la flor de los caballeros de Nereo. En unos instantes sus lanzas beberían sangre infiel.
Unos segundos después, la carga quedaba deshecha.
Los republicanos habían dispuesto sus tropas de modo que atrajeran a la caballería hacia un lugar determinado de la llanura de Cthulhu. La noche anterior, al amparo de la oscuridad, los refugiados nativos habían trabajado codo con codo junto a los soldados para cavar y disimular un buen número de hoyos, no demasiado profundos pero rellenos con estacas puntiagudas. Las trampas fueron dispuestas irregularmente, y había muchas. Los caballeros eran tan orgullosos y estaban tan convencidos de su superioridad que no enviaron espías para que descubrieran lo que tramaba el enemigo. Tampoco cabía en sus cabezas el concepto de guerra sucia.
Los caballos no pudieron parar. Iban cuesta abajo, a velocidad terrorífica, y antes de que se dieran cuenta de que algo no funcionaba bien, muchos ya estaban panza arriba, con las patas quebradas. Sus jinetes no corrieron mejor suerte. Más de uno se partió el cuello al salir despedido y besar el suelo. En cualquier caso, la primera línea se desorganizó. Para acabar de arreglarlo, los infantes republicanos habían esparcido entre la hierba unos crueles abrojos metálicos que se clavaban sin misericordia en los pies de las monturas o de los desgraciados nobles que habían descabalgado.
Incapaz de frenar, la segunda línea se precipitó sobre sus infortunados predecesores. El caos fue total, lo que aprovechó el enemigo para dar media vuelta y organizar una formidable degollina entre los caídos. Algunos arqueros, salidos de no se sabía bien dónde, remataron la faena en lo concerniente a los caballeros que trataban de escapar.
Sir Flanaghan rugió de rabia. ¡Tamaña felonía no se podía concebir! Dos líneas de las mejores tropas se habían ido a tomar por donde amargaban los pepinos. Pero quedaban más, los combatientes de élite, y en esta ocasión no cometerían el mismo error.
—Si creéis que vais a escapar de rositas —masculló—, no conocéis a la nobleza de Nereo. ¡Nuestra venganza será inexorable!
Todavía quedaban caballeros suficientes para organizar una carga en tres líneas, y sir Flanaghan puso manos a la obra. Tuvo que bregar contra la indisciplina; sus camaradas se hallaban tan exasperados e indignados que algunos pretendían atacar ya mismo. Le costó poner orden en las filas y persuadir a los más temerarios de la necesidad de proceder con tino.
Había examinado de nuevo la llanura con gran atención, y creía poder distinguir las áreas socavadas del terreno firme. Sólo tendrían que dar un pequeño rodeo al paso y, aunque la trayectoria de la carga fuera más corta, caerían sobre los infieles como el relámpago y lavarían la afrenta. Luego podrían dejar a las tropas auxiliares que remataran a los caídos; una tediosa labor.
Sir Flanaghan dio la orden de avance y la primera parte de su plan transcurrió según lo previsto. Ya en terreno seguro, la brillante carga se inició entre gritos de guerra. La segunda línea siguió a la primera. Los cascos de los magníficos caballos destreros golpeaban el suelo como un trueno poderoso y sostenido.
Y el enemigo dejó de retirarse en desbandada. Los infantes llegaron a un lugar prefijado, donde la noche anterior habían camuflado el armamento entre la hierba. Formaron en cuadros perfectos, con rapidez y sincronización adquiridas tras años de entrenamiento.
Entre los ejercicios que los militares republicanos se veían obligados a practicar un día sí y el otro también, aparte de las formaciones de combate, figuraba el tiro con arco largo. Estas armas, manejadas por manos expertas, podían disparar varias flechas con punta metálica por minuto. Su potencia era notable. Para aquellas saetas, una cota de malla como la que vestían los caballeros resultaba tan fácil de horadar como un camisón de dormir. La primera línea de jinetes fue diezmada, y la segunda no corrió mejor suerte. Los pocos nobles que lograron llegar al cuadro de infantes fueron repelidos por una barrera de alabardas y picas manejadas con destreza. Detenida la carga, con los jinetes desorientados e indecisos, las alabardas lograron dar con sus huesos en el suelo. Soldados armados con cuchillos comenzaron a desjarretar a unos pobres caballos aterrorizados y derrengados por ir cargados con bardas, caballeros y herrajes, y la carnicería concluyó de manera satisfactoria para los defensores.
Sir Flanaghan, presa del furor más extremado, lo veía todo rojo. Sin pensárselo se puso al frente de la última línea de caballeros y ordenó cargar. Los briosos destreros piafaron y relincharon, y arrancaron como una avalancha imparable. Sir Flanaghan estaba fuera de sí. Sólo quería alcanzar a los causantes de aquel sangriento escarnio, machacarlos, ensartarlos con su lanza y luego decapitarlos a todos a golpes de espada. No era consciente del modo en que los arqueros republicanos estaban liquidando a sus camaradas de armas, segados como mieses durante la cosecha. No; sólo tenía ojos para aquellos perros extranjeros que lo habían desafiado, cuestionando su hombría, y debían pagar por ello con sus vidas.
Merced a algún capricho de los dioses, sir Flanaghan consiguió llegar hasta su objetivo. Por desgracia para él, aún le quedaba por sufrir una postrera deshonra. Su corcel le jugó una mala pasada. El animal, una bestia inteligente, juzgó más sensato detenerse antes de ensartarse en la barrera de picas levantada por la infantería, por más que su jinete lo maldijera y mentara a todos los diablos. Sir Flanaghan, al borde de la apoplejía, arrojó la inútil lanza al suelo y desenfundó la espada, presto a dar ejemplo a sus conmilitones. Miró a su alrededor y la furia se le esfumó de súbito.
Estaba más solo que la una. Los suyos yacían caídos por doquier, arrastrándose por el suelo, con los huesos rotos, desangrándose o muy quietos, con las gargantas abiertas. Algunos cuerpos, erizados de flechas, ofrecían el aspecto de acericos enjoyados. Los lamentos, quejidos y relinchos lastimeros llenaban el aire. No había en aquel cuadro nada de gloria guerrera, sólo llanto, dolor y súplicas de piedad. De repente, sir Flanaghan fue consciente de la cara de tonto que se le debía de haber quedado.
★★★
El capitán Hakim Azami se adelantó a sus tropas, caminando parsimoniosamente. Buscó un pedrusco de tamaño adecuado, lo sopesó y se lo arrojó con excelente puntería a aquel besugo vestido de cota de malla. El cantazo le saltó los dientes y lo descabalgó. Sir Flanaghan, hasta hacía un minuto el más galano de la nobleza de Nereo, se desplomó en tierra con estruendo metálico, como una estantería repleta de cacharros de cocina. Los infantes vitorearon a su jefe entre carcajadas.
Sin prisa pero sin pausa, Azami se acercó a aquel pobre diablo, desenvainó la daga de misericordia, lo agarró por la barbilla y lo degolló como a un cerdo, sin mancharse las manos con la sangre que fluía a borbotones de la carótida seccionada. El desgraciado se agitó un poco, aunque pronto quedó inmóvil.
Azami suspiró. Aquellos cretinos, tan soberbios ellos, rechazaron en su momento el ofrecimiento, hecho de buena fe, de adiestrarlos en tácticas modernas de guerra. Una carga de caballería contra infantes profesionales bien plantados, armados con alabardas y arcos largos, en un terreno propicio para la defensa… Ni siquiera se habían molestado en mandar espías, o efectuar un reconocimiento previo. Menudo derroche inútil, estúpido despilfarro de vidas.
Bueno, así ganarían algo más de tiempo sin molestas interferencias para aparejar una flotilla de circunstancias con la que abandonar aquel malhadado archipiélago. No se hacía ilusiones. Los imperiales los destrozarían en alta mar, seguro. Tanto en el océano como en tierra firme, su abrumadora superioridad numérica y la potencia del armamento los hacía invencibles. Por supuesto, no pensaban decírselo a los refugiados.
Trató de consolarse. La actual victoria se había saldado sin bajas propias, una circunstancia rara en la vida real. Eso elevaría la moral de la tropa. Tan sólo quedaba una tediosa labor. Contempló el campo de batalla, un sembrado plagado de piezas metálicas rellenas de carne moribunda, cadáveres o jóvenes aterrorizados. Tomar prisioneros carecía de sentido; los imperiales no negociarían para rescatar a unos nativos de Nereo, por muy de sangre azul que fuesen. Así, Azami impartió la última orden de aquella jornada memorable:
—Pasadlos a cuchillo.